
por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC

No negaremos que algo de verdad pueda haber en esta explicación. Pero pecaríamos de ingenuidad si nos conformáramos con equiparar la despenalización del aborto con -yo qué sé- el escandalete de los anacletos madrileños o el sumario de la cacería, maniobras cutres de despiste en las que, por lo demás, subyace otro interés más evidente: presentando a la facción adversa como un vivero de corruptos o un campo de Agramante se consigue desactivarla como adversario electoral. Y electoral, en último término, es también el propósito que guía ese denodado empeño de despenalizar el aborto por la vía rápida; aunque, en este caso, se trate de un propósito no tan reconocible a simple vista. Nos hemos referido con frecuencia a la «anuencia de la sociedad» ante el crimen del aborto. Todo proceso de «institucionalización del crimen», en realidad, se funda siempre sobre una anuencia social; y dicha anuencia, a su vez, se funda en dos mecanismos psicológicos: por un lado, la falta de fibra moral, la plácida cobardía o simple desapego de una sociedad que rehuye los asuntos «escabrosos»; por otro, los vínculos solidarios que inevitablemente se entablan en torno al crimen. A estas alturas, ya son muchos cientos de miles las mujeres que han abortado, al abrigo más o menos difuso de la ley; y esos cientos de miles de mujeres que por razones diversas han recurrido al aborto han generado en el círculo de sus allegados un natural movimiento de solidaridad o comprensión. A estas alturas, ese «círculo de allegados» ya ha alcanzado el rango de mayoría social: pocas serán las familias españolas que, en un grado de mayor o menor proximidad, no cuentan entre sus miembros con una mujer que ha abortado. Y a esa mayoría social le incomoda que, de algún modo, se la pueda considerar cómplice o encubridora de un crimen.
De ahí que los impulsores de esta despenalización del aborto pongan tanto énfasis en que «no se puede criminalizar a la mujer que aborta». En honor a la verdad, ninguna de las mujeres que han abortado en estos años ha ido a la cárcel ni ha sido «criminalizada» por la ley; pero, allá donde la ley no alcanza, gravita el peso de la culpa. Y lo que se pretende con esta despenalización del aborto es, precisamente, lavar ese peso de la culpa -o de la mera inquietud o escrúpulo de conciencia-, mediante una suerte de «amnistía psicológica». Así, nuestros gobernantes aparecerán ante esa mayoría social como quienes lavaron su conciencia de escrúpulos morales; y esa mayoría social, aliviada, se lo agradecerá en las urnas.
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