
Duccio de Buoninsegna
Triptych
1305-08
Panel, 44,9 x 31,4 cm (centre); 44,8 x 16,9 cm (each wing)
Royal Collection, Windsor
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Ya tenemos aquí el libro aguafiestas, la implacable obra de un joven historiador que ha provocado las iras de la inteligencia francesa, que - suntuosamente patrocinada por François Mitterrand- celebró en 1989 «glorias» y «fastos» de la Grande Révolution que cumplía entonces doscientos años.
Estamos hablando de Le génocide franco-français: la Vendée vengée, de Reynald Secher.
Estas terribles páginas tuvieron en su momento algún eco en nuestros diarios, pero la industria «oficial» del libro, que sin embargo va saqueando de todo, hasta lo irrelevante, especialmente del francés, no había encontrado sitio para ellas. Ha suplido esto una nueva y pequeña editorial que -¡rara avis!- no sólo no esconde su orientación católica, sino que de esta inspiración quiere hacer la única base, sin compromisos, de su producción.
Su programa editorial, por lo tanto, prevé la publicación de obras nuevas, originales o traducciones, pero «malditas», o sea rechazadas por la ideología dominante en las editoriales, incluida alguna que ya fue, o aún se declara, «católica». Pero también prevé la recuperación de obras del pensamiento cristiano de los siglos XIX y XX imposibles de encontrar, muchas veces no por falta de mercado, sino por falta de «simpatía» por parte de cierta cultura que se declara «pluralista», «paladina de la tolerancia», mientras está realizando una dura censura ideológica.
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Pero el tema de los modelos no afecta sólo a las naciones y, consiguientemente, al estudio de la historia universal y patria, sino que tiene que ver también con el hombre individual. Son dos aspectos que se conectan entre si. Porque la inmanentización de la visión histórica tiene como colofón que la significación de los hechos se inicie y se agote en el hombre, un hombre hecho a imagen y semejanza de sí mismo. Es el drama del antropocentrismo contemporáneo, de un hombre sin referencias ni religaciones que lo trasciendan.
El hecho es que así como no hay enseñanza verdadera de la historia sin atingencia a los paradigmas, tampoco hay realización del hombre sin contemplación de sus arquetipos. Cabe ahora decir algo sobre el significado de la palabra arquetipo, cuyo origen se remonta a la tradición cultural del mundo griego. Typos, primitivamente, significaba golpe, ruido hecho al golpear, marca dejada como consecuencia de un golpe. Arjé agrega el sentido de principalidad, originalidad. Por tanto: golpe o marca original. El arquetipo es así una suerte de modelo original que golpea al hombre y lo atrae por su ejemplaridad, un primer molde –inmóvil y permanente–, una forma o idea concretada en una persona, que tiende a marcar al individuo, instándole a su imitación.
El Arquetipo supremo es Dios mismo, el ejemplar sumo, o mejor, el que contiene en sí las ideas ejemplares de todas las cosas. En lo que respecta al hombre, es Él quien originalmente le ha dado un toque, le ha puesto su marca, lo ha modelado al modo de un artesano, haciéndolo su icono, su imagen, su reflejo.
Universalizando la materia, podemos decir que la causa ejemplar es aquella a cuya imitación obra el agente, el paradigma o forma ideal que éste se propone al realizar una obra; su virtualidad causal consiste propiamente en ser imitada, en suscitar una semejanza no casual ni espontánea, sino pretendida, buscada.
«Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra», dijo Dios al crear al hombre. Los Padres de la Iglesia enseñaban que la imagen es algo ontológico en el ser humano, algo imperdible; la semejanza, en cambio, es más bien ética o moral; si la imagen es el ser, la semejanza es el quehacer. Todo el sentido de la vida del hombre consiste en ir de la imagen a la semejanza, acercándose así al Arquetipo original. En lenguaje de Scheler: «ser, en el sentido pleno de la palabra, es ser capaz de seguir en pos del Arquetipo». O, como escribe Caponnetto, «al hombre le corresponde el tránsito del deber-ser ideal y normativo al ser real, hacer que su esencia valiosa tenga existencia plena concreta».
La sabiduría griega logró atisbar esta vocación modélica que oculta el hombre en sus mismas entrañas. Especialmente Platón, en su célebre alegoría de la Caverna, donde lo que en definitiva se propone es convocar a los cautivos para que emerjan a la superficie y renuncien a lo rastrero, de modo que, superando su estado de extrañamiento, se eleven hacia la contemplación esplendente de las formas ideales. En el pensamiento de Platón, el descubrimiento de lo que debe ser el hombre normal, no es, como para nuestros contemporáneos, el resultado de una compulsa estadística que nos da la media aritmética, el uomo qualunque, sino que lo normal es lo normativo, y por tanto lo superior y ejemplar. Esta idea cautivó al mundo griego y se reflejó hasta en las artes. A Fidias se le ha comparado con Sócrates, porque en sus mármoles uno, y en sus enseñanzas el otro, ofrecieron las pautas de un elevado deber-ser, siempre en dependencia de los modelos arquetípicos.
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Continuará...
Joaquín significa preparación del Señor, trabajo y constancia. La providencia divina mueve los hilos de la historia. Durante largos siglos el Señor preparó, por medio de los profetas y patriarcas, la venida del Deseado de las naciones. Israel deseaba con ansia renovada esta llegada.
La tardanza no ahogaba los anhelos de Joaquín y Ana. Ellos se acercaban al ocaso de la vida sin descendencia. Pero seguían rezando y porfiando al Señor con oración inflamada. Su esperanza se mantuvo incólume.
Ana "la Madre de la Mejor", como la llama Lope de Vega en el título de una comedia, quiere decir amor y plegaria. No era la primera que llevaba este nombre. Una contemporánea suya, la profetisa Ana, también esperaba al Mesías. Y lo encontró cuando Jesús fue presentado en el templo.
En el libro I de Samuel aparece otra Ana, la madre de Samuel, con una historia parecida a la de la madre de la Virgen María. Estaba rezando ante el Señor. Movía los labios, pero no se oía su voz.
Los sacerdotes creen que está borracha. "No he bebido vino, les dice, es que estaba derramando mi alma ante el Señor". Su alma estaba llena de tristeza. Sufre el oprobio de la esterilidad, porque Dios no la ha considerado digna de darle un hijo que pudiera ser el Mesías de Israel. Dios la hizo madre de Samuel.
Por eso reza y llora también la esposa de Joaquín. Presiente que va a llegar el Redentor, ora intensamente para acelerar su venida. Pero está triste, porque se ve envejecer en la esterilidad.
Las oraciones de Ana fueron escuchadas. Un ángel -según algunos el mismo de la Anunciación- se aparece a Ana en la Puerta Dorada del templo y le profetiza el nacimiento de una Niña que se llamará María y será la predilecta del Señor. "Oh bellísima Niña, dice San Juan Damasceno, benditas las entrañas y el vientre de los que saliste".
En el seno estéril de Ana germinó la plenitud de la gracia. En sus entrañas se realizó el sublime misterio de la Concepción Inmaculada de María "prodigio de prodigios y abismo de milagros", dice el Damascebo. "Santa tierra estéril, que al cabo produjo, toda la abundancia, que sustenta el mundo", según se expresa Miguel de Cervantes en "La Gitanilla".
Todos los antiguos anhelos se habían condensado en Joaquín y Ana, en ellos se iban a cumplir las promesas. Fueron los padres dichosos de la niña María, que Dios luego la haría su Madre y nuestra Madre.
De Joaquín y Ana podemos decir que si Dios los escogió para una obra tan admirable, grandes tuvieron que ser aquellos dos corazones. Si habían de educar a la que Dios escogía como Madre de su Hijo, cuánta dulzura, bondad y hermosura habría en aquellas almas. Pues habían sido destinados por Dios para ser los padres de una Niña sin par, no sólo sin mácula, sino llena de gracia "la llena de gracia", la bendita entre las mujeres, la Hermosa, la Agraciada, María "lugar alto en donde habita Dios".
El culto a San Joaquín es más reciente. Pero el culto a Santa Ana es muy antiguo. En Jerusalén está la iglesia de Santa Ana, cerca del templo. Allí vivían, según la tradición, Joaquín y Ana. Y, según la opinión de muchos Padres, ahí nació la Aurora de nuestra salvación, la Virgen María.
El neuropsiquiatra George A. Rekers argumenta con numerosos estudios por qué un niño necesita un padre y una madre.
En octubre de 2004, el Estado de Arkansas examinaba una norma estatal que impedía entregar niños en adopción a hogares con homosexuales. El experto que debía hablñar en defensa de esta norma del Estado era el Dr. George A. Rekers, profesor de Neuropsiquiatría de Ciencias del Comportamiento en la Universidad de Carolina del Sur.
Rekers preparó un informe de 75 páginas sobre la documentación científica que muestra las diferencias entre las parejas homosexuales y las heterosexuales y el impacto que tiene en los niños criarse en hogares homosexuales. Defendiendo la postura homosexualista estaba la abogada Leslie Cooper, en nombre de la asociación laicista y pro-gay ACLU.
Para asombro de todos, la abogada del Estado, Kathy Hall, no dejó que Rekers presentara este material…¡que debía defender precisamente la postura del Estado! Le impidió presentar todos los datos sobre porcentajes de pedofilia en población homosexual, porcentajes de sida, de violencia doméstica entre homosexuales y de desórdenes psiquiátricos entre homosexuales.
De todo el material científico recopilado, la abogada del Estado sólo usó un 20%. Y el Estado de Arkansas perdió el juicio, por supuesto, abriendo la puerta a la entrega de niños a progenitores gays en adopción en este estado.
¿Por qué hizo eso la abogada Hall?
Después de este juicio se ha sabido que la abogada Kathy Hall es socia activa de ACLU, que colabora con servicios legales gratuitos con el Proyecto Lesbiana y Gay ACLU y en 2005 formó equipo con la que había parecido su adversaria –pero era compañera en ACLU- Leslie Cooper, asesorando otro caso homosexual en Arkansas. Es decir, la abogada del Estado en realidad estaba a servicio de quienes demandaban al Estado, de la ACLU.
El juez siguió la corriente a ACLU y consideró que el doctor Rekers era un “testigo sospechoso” que “estaba allí principalmente para promover su propia ideología”.
El gran pecado de este doctor y profesor universitario de neuropsiquiatría era –como no se cansa de repetir la web de ACLU- ser cristiano. Más aún, ministro ordenado de la Convención de Baptistas del Sur.
El mismo año 2004, el doctor Rekers usó su informe para un caso similar (Lofton contra el Departamento de Infancia de Florida) y el equipo multidisciplinar que promovía la adopción en pareja heterosexual ganó: Florida mantuvo la prohibición de entrega en adopción de niños a hogares gays. También los Boy Scouts usaron parte de la argumentación científica recogida por Rekers ante el Tribunal Supremo y ganaron un caso similar.
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Para leer el artículo completo haga click sobre la imagen, y para que no crean que soy ligeramente prejuicioso, hágalo con mucho asco.
II. La enseñanza de la historia
En el ámbito de las escuelas y colegios es advertible el rumbo antimodélico que toma la enseñanza de la historia, la materia que más se presta para la exaltación de los arquetipos.
«Nunca se llegará a la comprensión histórica –escribe Huizinga– sí no visualizamos la imagen de los individuos que fueron los primeros en concebir los pensamientos, que cobraron ánimo para obrar, que arriesgaron y salieron victoriosos donde otros muchos se entregaron a la desesperación».
En este sentido, Hesíodo y Homero, a pesar de que no fueron historiadores, en sentido estricto, sino más bien poetas, resultaron auténticos educadores a través de la historia, porque al exponer las hazañas de los héroes, enseñaban implícitamente el deber-ser del ciudadano de la polis.
«No es el conocimiento de lo cotidiano –escribe Caponnetto–, de suyo variable y pasajero, lo que perfecciona las almas, sino el detener la mirada en los gestos, en los actos, en los pensamientos que han vencido la fugacidad diaria, que han conquistado un sitio en la historia y por eso se han vuelto actuales, es decir, permanentes, de interés constante.
«Homero es nuevo esta mañana y el diario de hoy ha envejecido ya», decía Péguy aludiendo a esa contemporaneidad de lo superior, en contraste con la caducidad de los sucesos ordinarios». Bien escribía Chesterton: «Tradición no quiere decir que los vivos están muertos sino que los muertos están vivos».
Hoy se prefiere otro tipo de enseñanza de la historia, adecuada a la superficialidad del ambiente. Una historia no comprometida, profesionalista y descriptiva, químicamente pura, sin adjetivos, y, si es posible, sin sustantivos, en última instancia, una historia amorfa, informe e incapaz de formar. Es lo que propiciaba Latreille: «La explicación histórica debe evitar los juicios de valor, sean intelectuales o morales». A eso le llaman objetividad. Lo que se esconde detrás de dicho método es una adhesión incondicional al movimiento, al continuo devenir histórico, sobre la base filosófica de la ambigüedad sustancial de las cosas humanas.
Así, se va creando una generación de relativistas, que no se exponen por nada, porque nada merece la pena. Cada generación, se dice, tiene que volver a escribir la historia a su manera; en el caso de la historia argentina, ayer se nos la enseñó destacando la filiación hispanocatólica, hoy nuestra procedencia iluminista, y mañana podremos elegir la que queramos o preferir no tener ninguna. Así han concebido la historia los liberales y también los marxistas; se sabe cómo cada cierto tiempo Stalin ordenaba escribir de nuevo los textos de historia, exaltando y degradando personajes, según las conveniencias del momento.
Una enseñanza de la historia de este tipo no deja sitio para el misterio, por cuanto margina toda huella de supratemporalidad. Pero he aquí que el tiempo es ininteligible si no se lo considera a la luz de la eternidad. Así lo entendía San Agustín, para quien la historia sólo resultaba comprensible sobre el telón de fondo de la Divina Providencia y de la suprahistoria; sólo se volvía inteligible cuando se la consideraba no sólo con un punto de partida y un punto de llegada, ambos extratemporales, sino también con un centro de gravitación, en la plenitud de los tiempos, que no era otro que el Verbo encarnado, preparado a lo largo del Antiguo Testamento, revelado en el Nuevo, y conduciendo a la humanidad rescatada hacia un fin sin fin. Una historia que se desarrollaba al modo de una conflagración entre dos ciudades que se enfrentaban en el curso de los siglos.
Semejante manera de entender la historia es desconocida o burlada. La enseñanza de dicha asignatura actualmente en boga se encierra en lo inmanente, como el topo se esconde debajo de la tierra ignorando el panorama amplio y azul del firmamento. Es el grave error del historicismo, que vicia toda auténtica docencia de la historia, ya que castra al hombre al cortarle sus religaciones metahistóricas. Sólo queda el fenómeno, en el sentido kantiano de la palabra.
«No creo en la Divina Providencia –decía Edward Carr–, ni en otra cualquiera de las abstracciones a que se ha atribuido algunas veces el gobierno del rumbo de los acontecimientos». De ahí que «los historiadores serios –agrega– no pueden pertenecer a la escuela de Chesterton y Belloc».
El historicismo se nos presenta así como la proyección en el campo histórico del camino secularizante que viene tomando todo el saber científico desde los comienzos de la modernidad. Al obviar la Providencia, y cualquier perspectiva suprahistórica, los historiadores sedicentes realistas se ven obligados a recurrir a sucedáneos de la Providencia, por ejemplo el evolucionismo, pero sobre todo el mito del progreso indefinido. Croce vio bien al decir:
«No se le puede ocultar a nadie el carácter religioso de toda esta nueva concepción del mundo, que repite en terminología laica los conceptos cristianos... el Dios laico del paraíso terrenal».
Tal es la historia que hoy se quiere enseñar. Una historia que destierra la profecía, la previsión del futuro, con base en los elementos que ofrece la tradición. Pero que también destierra la memoria. Solzhenitsyn ha denunciado el siniestro plan que en su momento elaboró el régimen marxista para destruir la memoria de su patria mártir en aras de la gestación del «hombre nuevo». Bien señala Caponnetto que «la historia es la memoria de los pueblos, y una nación sometida al reemplazo sistemático de su memoria acaba en el olvido».
La preterición de las raíces y de los arquetipos fundacionales, no tiende sino a engendrar aquellos «ciudadanos del mundo» que propicia la política educativa de la UNESCO, sobre la base de la abdicación de lo nacional y en orden a la consolidación de un mundo homogeneizado. La enseñanza de una historia sin raigambre se torna indispensable para llevar adelante el proyecto de la factoría próspera y aséptica. Hacer de cada país un peón de ajedrez en el tablero del Nuevo Orden Mundial.
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Continuará...
Introducción
Los arquetipos y la admiración
En nuestro tiempo se hace más necesario que nunca resaltar la importancia de los arquetipos en la vida de los individuos y naciones, destacar la fuerza insustituible de los paradigmas en la forja de las sociedades y de las personas particulares.
I. Una escuela sin arquetipos
No hace mucho Antonio Caponnetto publicó un notable libro bajo el título de Los arquetipos y la historia, en el cual nos inspiraremos para algunas de las reflexiones que siguen. Dicho autor señala hasta qué punto la escuela no cumple su oficio verdadero de religar las inteligencias con la Verdad y la Sabiduría, sino que se ha ido convirtiendo en una institución pragmatista, limitándose a asegurar salidas laborales, basada en el utilitarismo: la acción, el éxito y la eficacia. El alumno deberá capacitarse tan sólo para comprender el mundo económico y social en que habrá de insertarse, interesado únicamente en el provecho que pueda alcanzar en la vida. El ideal concebido es el de un homo faber, industrioso, productor y consumidor. A este propósito ha escrito Delgado de Carvalho que «la finalidad de la generación actual no es formar caballeros medievales, sino proponer hombres eficientes en sus profesiones». Por cierto que una escuela semejante no quiere saber nada de arquetipos. Aborrece los modelos, los destierra del horizonte de los alumnos. Esos colegios buscan la llamada integración del chico en la sociedad tal cual es, sobre la base del horror a lo singular, sustituyendo el ideal del arquetipo por la inserción en la muchedumbre. El reino de la cantidad necesariamente aplasta a los auténticos modelos. Se busca formar a un chico que se adhiera a la vida cotidiana, la vida del hombre común, con la escala de valores predominante, que cambia según los vaivenes de la opinión pública.
Este tipo de formación educativa se basa en la exaltación del igualitarismo. En homenaje a él, el colegio deberá obviar la presentación modélica de personalidades excepcionales, los jefes, los santos, los genios, porque tales personajes son anormales. Los arquetipos se ven inmolados en aras de un igualitarismo informe. Recuerdo lo que decía el querido y recordado Anzoátegui en la época en que Kruschev, durante el período de su perestroika, fustigaba duramente la política de Stalin por haber fomentado el culto a su persona:
«La condenación del culto de la personalidad es una de las más bajas abominaciones modernas. Importa el triunfo del culto de la mediocridad, la democratización de los valores humanos, la abolición de la facultad de admirar, de rendir pleito –homenaje al ser superior– que es facultad inherente a la naturaleza del hombre. Stalin fue un criminal. Enjuiciémoslo como tal. Pero no por el delito de no haberse conducido como un mediocre. Porque es preferible admirar al Diablo antes que no admirar a Dios ni al Diablo. Lo primero es diabolismo, que tiene el remedio del exorcismo; lo segundo es eunuquismo, que no tiene remedio».
Terrible aquella expresión de Victor Hugo: «Egalité, traduction politique du mot envie». Quizás la inspiración remota del principio político de la igualdad absoluta no sea otra que la tentación demoníaca a nuestros primeros padres en el paraíso: «Seréis como dioses», pecado de envidia mezclado con soberbia, anhelo prometeico de igualarse a Dios, rechazo de toda superioridad, de todo arquetipo. No en vano afirmaba La Rochefoucauld que los espíritus mediocres condenan de ordinario todo lo que está más allá de su alcance. Lo confirmaba Nietzsche al escribir:
«Hoy en Europa, donde sólo los animales de rebaño usurpan los honores y los distribuyen, donde la igualdad de derechos se convierte en igualdad de injusticia, en hacer la guerra a todo lo raro, extraño y privilegiado, al hombre superior, al alma superior, al deber superior, a la responsabilidad superior, al imperio de la fuerza creadora, al ser aristócrata».
Es el triunfo de la tibieza, la victoria de los hombres castrados, en cuya boca ponía el mismo Nietzsche estas palabras del burgués satisfecho: «Nosotros hemos colocado nuestra silla en el medio mismo, a igual distancia de los gladiadores moribundos que de los cerdos cebados». Y comenta: «Pero eso no es moderación, eso es mediocridad».
El proyecto igualitarista de nuestro tiempo es la expresión más cabal de una civilización decadente, que considera imposible la voluntad de ser alguien, que diluye irremediablemente el pathos de las distancias. La presunta justicia a través de la igualdad es de hecho la injusticia para con los mejores, y por tanto para con todos, privados de la libertad de los mejores. Ya en el siglo pasado, Alexis de Tocqueville había profetizado un espectáculo de este género:
«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud de hombres semejantes e iguales, que dan vuelta sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres de los que llenan su alma».
Trátase, indudablemente, de una nivelación por lo bajo, de una contagiosa propagación de la estulticia, según aquello de la Escritura: amicus stultorum similis efficitur –el amigo de los tontos se hace semejante a ellos– (Prov. 13,20). Es allí donde conduce la actitud de aquellos que se proclaman, como dicen, «respetuosos de las igualdades», cuando lo que correspondería es ser «respetuoso de las desigualdades». A este nefasto igualitarismo conduce la formación que se da actualmente en la mayor parte de los colegios, una suerte de borreguización generalizada. Pero cuidando formar borregos que sigan al rebaño a dondequiera que se dirija, acabando por «trasquilarles» las ideas, las pocas ideas que se les haya podido inculcar.
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Continuará...
Los antiguos martirológios transmiten la noticia de que San Apolinar fue el primer obispo de Ravena, en el norte de Italia, y que murió mártir, según parece, a fines del siglo II. Pero estas mismas noticias y otras que sobre él se nos transmiten están envueltas en el misterio y rodeadas de multitud de leyendas.
Lo más seguro respecto de este Santo, tan celebrado por otra parte en la antigüedad, es lo siguiente:
San Pedro Crisólogo, obispo de Ravena en la segunda mitad del siglo V (432-452), nos dice en el sermón 128 que Apolinar fue el primer obispo de Ravena y el único mártir de la ciudad. Ahora bien, especificando algo más el concepto de martirio de este Santo, nos comunica a través de ponderaciones oratorias que, de hecho, no murió por efecto de los tormentos y con la efusión de su sangre, por lo cual no podía ser considerado con rigor como mártir. Sin embargo, añade que los trabajos que tuvo que sufrir en el gobierno de su iglesia y la paciencia que mostró en todos ellos, que a veces llegó a la efusión de sangre, permiten considerarle en nada inferior a los mártires. En efecto, según dice él estuvo siempre dispuesto al supremo sacrificio y a punto de ser sacrificado cuando se dejó convencer por las oraciones de su grey, y quedó todavía algún tiempo en este mundo, difiriendo el cumplimiento de sus deseos.
****por el R.P. Alfredo Sáenz
Tomado de su libro: La Cristiandad. Una realidad histórica. Cap. 6.
Como quiera que el fin de este curso coincide con el año Centenario del Descubrimiento de América, nos parece adecuado cerrarlo aludiendo a dicho acontecimiento en relación con el tema de la Cristiandad.
La España que nos conquista es la España de los Reyes Católicos, la de Isabel y Fernando; la España que nos educa es la España de Carlos V, ante todo, quien retomó la antigua noción romana de Imperio, según la cual todos los hombres eran considerados al modo de una gran familia, pero transfigurada por la idea de Imperio Católico como marco temporal de la expansión misionera del mensaje evangélico, entendiendo continuar el Imperio Carolingio y el Imperio Romano-Germánico; y también de Felipe II, bajo cuyo reinado «la cristiandad iberoamericana alcanzó su plenitud», según dice Caturelli en el magnífico libro que dio a luz en homenaje al Quinto Centenario (El Nuevo Mundo. El Descubrimiento, la Conquista y la Evangelización de América y la Cultura Occidental, Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla y Ed. Edamex, México, 1991, 357). Es la España del llamado Renacimiento español, que poco tiene que ver con el espíritu renacentista italiano o europeo, y cuyo mejor símbolo parece ser el Escorial, aquel edificio tan sobrio como imponente, edificado según los cánones arquitectónicos de los tiempos nuevos. España resurgió de su secular Reconquista con espíritu de Cristiandad. Podríase decir que cuando el Medioevo declinaba o directamente era erradicado en otros países de Europa, encontró un hogar acogedor en nuestra Madre Patria. Los mejores valores de la cultura grecolatina, asumidos por el Catolicismo, parecieron concentrarse en España y desde allí se irradiaron hasta nosotros.
Hace una década Claudio Sánchez Albornoz, quien vivió muchos años en Buenos Aires, y recorrió diversas naciones de Hispanoamérica, escribió un libro notable sobre el tema que nos ocupa (La Edad Media española y la conquista de América, Cultura Hispánica, Madrid, 1982). «Sólo un pueblo sacudido por un desorbitado dinamismo aventurero –dice allí el fogoso historiador español–, tras siglos de batallas y de empresas arriesgadas, y con una hipersensibilidad religiosa extrema, podía acometer la aventura». De donde deduce que «América fue descubierta, colonizada, cristianizada y organizada como proyección de la singular Edad Media que padeció o gozó España». Más aún, no trepida en afirmar que «si los musulmanes no hubieran puesto pie en España, nosotros no habríamos realizado el milagro de América... La Reconquista es clave de la historia de España y raíz profunda, vivaz, magnífica, de la empresa de América».
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María: "Preferida de Dios"
Magdalena: Se deriva de Magdala, población situada sobre la orilla occidental del mar de Galilea, al norte de la ciudad de Tiberíades, o de expresión del Talmud que significa "rizar pelo de mujer", en referencia a las adúlteras.
«La historia de María de Magdala recuerda a todos una verdad fundamental: discípulo de Cristo es quien, en la experiencia de la debilidad humana, ha tenido la humildad de pedirle ayuda, ha sido curado por él, y le ha seguido de cerca, convirtiéndose en testigo de la potencia de su amor misericordioso, que es más fuerte que el pecado y la muerte».
-Benedicto XVI, 23 Julio, 2006
Formó parte de los discípulos de Cristo, estuvo presente en el momento de su muerte y, en la madrugada del día de Pascua, tuvo el privilegio de ser la primera en ver al Redentor resucitado de entre los muertos (Mc 16, 9)Fue sobre todo durante el siglo XII cuando su culto se difundió en la Iglesia occidental.