
por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.
Testimonios de los años de la Guerra de España, 1936-39
Tomado de Arbil
A la Virgen del Pueyo.

I. Mártires de la Fe
La II República desencadenó desde los primeros momentos una auténtica persecución religiosa contra el catolicismo, que se hizo evidente cuando, menos de un mes después de la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, el 11 de mayo se produjo el asalto e incendio de iglesias y conventos en diversas ciudades de España, sin que la autoridad hiciese realmente nada para impedirlo. A este hecho se unió la legislación del régimen, que ya desde la propia Constitución de 1931 dejaba ver una nítida dirección no sólo anticlerical, sino abiertamente anticatólica en general. Además, el ambiente político se caldeó con proclamas contra la Iglesia en numerosos mítines y publicaciones de las izquierdas, así como en los del Partido Radical (centristas) de Alejandro Lerroux, con quien se coaligó nada menos que la derecha cedista (la C.E.D.A., Confederación Española de Derechas Autónomas, católica) de José María Gil Robles para acceder al gobierno, hasta que los radicales se hundieron casi en la marginación política por sus escándalos de corrupción. En fin, el odio a la fe que acompañó a la Revolución socialista de octubre de 1934 se mostró con toda su violencia sobre todo en Cataluña y mucho más aún en Asturias y el norte minero de Palencia, dando lugar a la “caza del cura y del fraile”, incendios de iglesias, etc.: los primeros mártires de la fe por la persecución religiosa de la II República, varios de ellos ya beatificados y otros incluso canonizados, son de este momento. Y, para terminar, todo estalló con su máximo furor en la Guerra Española de 1936-39 desde su mismo inicio, cuando en la “zona roja” saltó de lleno la espoleta de la persecución religiosa, que ha dado una cifra de alrededor de 7.000 eclesiásticos asesinados simplemente por su fe, amén de otros muchos seglares cuyo número todavía resulta difícil contabilizar.
Nos parece oportuno recoger un juicio imparcial y poco sospechoso acerca de la realidad de aquella persecución religiosa, el de Salvador de Madariaga [1]:
Nadie que tenga a la vez buena fe y buena información puede negar los horrores de la persecución. Que el número de sacerdotes asesinados haya sido de dieciséis mil o mil seiscientos, el tiempo lo dirá. Pero que durante unos meses, y aun años, bastase el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte, ya de los muchos tribunales más o menos irregulares que, como hongos, salían del pueblo, ya de revolucionarios que se erigían a sí mismos en verdugos espontáneos, ya de otras formas de venganza o ejecución popular, es un hecho plenamente confirmado. Como lo es, también, el que no hubiera culto católico, de un modo general, hasta terminada la guerra y que, aun como casos excepcionales y especiales, sólo ya casi terminada la guerra hubiese alguno que otro. Como lo es, también, que iglesias y catedrales sirvieran de almacenes, mercados y hasta, en algunos casos, de vías públicas incluso para vehículos de tracción animal.
Nadie que tenga a la vez buena fe y buena información puede negar los horrores de la persecución. Que el número de sacerdotes asesinados haya sido de dieciséis mil o mil seiscientos, el tiempo lo dirá. Pero que durante unos meses, y aun años, bastase el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte, ya de los muchos tribunales más o menos irregulares que, como hongos, salían del pueblo, ya de revolucionarios que se erigían a sí mismos en verdugos espontáneos, ya de otras formas de venganza o ejecución popular, es un hecho plenamente confirmado. Como lo es, también, el que no hubiera culto católico, de un modo general, hasta terminada la guerra y que, aun como casos excepcionales y especiales, sólo ya casi terminada la guerra hubiese alguno que otro. Como lo es, también, que iglesias y catedrales sirvieran de almacenes, mercados y hasta, en algunos casos, de vías públicas incluso para vehículos de tracción animal.
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