por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal

El odio a la belleza es un sentimiento de naturaleza demoniaca que enardece a los pueblos convertidos en chusma, pero también a sus élites más refinadas, que pueden llegar a utilizar tal refinamiento como coartada o justificación de sus desmanes. Este odio a la belleza –que tiene algo de instinto criminal y algo de embriaguez sacrílega– ha propiciado algunos de los episodios más cruentos de nuestra historia, pero también otros episodios menos estrepitosos –menos encarnizados– que, de tan gigantescos, suelen pasarnos inadvertidos. Sobre uno de estos episodios he tenido la oportunidad de reflexionar durante un viaje reciente a la Toscana. Italia es, sin duda alguna, la nación occidental con el patrimonio artístico más rico de cuantos existen: a ello han contribuido tanto el hecho de que el apogeo de la Cristiandad coincidiera con el periodo de mayor esplendor político y económico de sus ciudades como el hecho de que Italia haya padecido en menor grado esos raptos de vesania iconoclasta que jalonan la historia de otras naciones. Estas coyunturas favorables, aliadas con el benigno temperamento italiano (más predispuesto al gozo estético, menos revuelto contra su identidad religiosa), han propiciado la supervivencia de un arte glorioso que en otros países, como España o Francia, sólo podemos disfrutar por retazos. Pero también en Italia el odio a la belleza ha impuesto su ley; no al modo traumático, desaforado, belicoso al que estamos acostumbrados en naciones como la nuestra, mas no por ello menos lamentable. Basta visitar cualquier iglesia de la Toscana erigida en los siglos XIV o XV para que este episodio iconoclasta salte a la vista. Aquellas iglesias fueron concebidas como grandes catecismos populares: cualquier campesino de la época podía llegar a comprender (al menos hasta donde la razón humana alcanza) los episodios medulares de la historia de la Salvación deslizando la mirada sobre las paredes de aquellos templos, cubiertas de frescos que eran un prodigio de síntesis narrativa y claridad expositiva. Frescos en cuya elaboración habían participado los grandes maestros –Giotto, Uccello, Filippo Lippi y tantos otros–, pero también una miríada de pintores de identidad borrosa, con frecuencia del propio lugar, que completaron la epopeya artística más memorable de la historia, tatuando las paredes de aquellos templos de imágenes en las que la ruda ingenuidad del artesano y la sublime delicadeza del genio se daban la mano en la misión luminosa de restituir a los hombres los misterios de su fe. Pero aquel arte primaveral, jubiloso, popular en el sentido primigenio de la palabra, no tardó en ser considerado un arte rudimentario y grosero por los hombres que vinieron después, que habían sustituido aquella fe sencilla y deslumbrada de los antiguos por una fe de pompa y aparato; y aquellos frescos en los que palpitaba la escueta y honda trepidación del misterio fueron raspados, encalados, tapiados, para ser sustituidos por un arte más pomposo y sofisticado, un arte más críptico y aspaventero que ya no podría ser comprendido por los campesinos, sino tan sólo por los `espíritus refinados´. Pero a quienes tacharon de la vista aquellos frescos gloriosos y los sustituyeron por capillas de suntuoso mármol los animaba, disfrazado de coartadas estéticas, el mismo, execrable, sempiterno odio a la belleza que caracteriza la historia humana.
0 comentarios:
Publicar un comentario