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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

6 de mayo de 2008

Jus primae noctis


Por Vittorio Messori

«Jus primae noctis: delante de ciertas interpretaciones aberrantes basadas en juegos de palabras, de las que este presunto "derecho" es un ejemplo clamoroso, cabe preguntarse si la Edad Media no habrá sido víctima de un complot de los historiadores.»

Así escribe Régine Pernoud* en un pequeño diccionario sobre tópicos (casi siempre falsos) referidos a la Edad Media.

En realidad, es indudable que ha habido un «complot», al menos en el sentido de presentar bajo la luz menos halagüeña posible un período abominado por los iluministas, que lo veían marcado por las «tinieblas de la superstición religiosa» y no por la Razón; y por los protestantes, que percibían en esa época el triunfo de una Iglesia católica a la que identificaban con el Anticristo mismo.

Vamos a detenernos esta vez en uno de los aspectos más peculiares de aquella difamación. ¿En qué consistió realmente el jus primae noctis, aquel «derecho de pernada» que todavía hoy muchísima gente está convencida de que se practicaba en la Europa «cristiana»? Con ayuda tal vez de los manuales mal leídos en clase, se cree que consistía en el privilegio del feudatario de «iniciar» la misma noche de la boda a las jóvenes que contraían matrimonio en los territorios en los que señoreaba. Se supone que los pobres villanos, los míseros siervos de la gleba, habrían tenido que aguantar la suprema humillación de acompañar a su joven esposa al castillo para que probara hasta la mañana siguiente la cama del lúbrico patrón. No faltan novelas populares -pero también, hélas, textos de los denominados «históricos»- en las que se hace creer que pretendían hacer uso de ese derecho hasta los obispos propietarios de tierras. En cualquier caso, si la «consumación» del matrimonio ajeno la perpetraba un feudatario laico, la Iglesia, que tenía el poder de impedir el suplicio, o no se habría opuesto o lo habría tolerado, haciéndose cómplice del mismo.

Todo esto es completamente falso, al menos en lo que concierne a la christianitas de la Europa occidental y católica. Subrayamos «occidental» porque en la oriental, de tradición greco-eslava (aunque, todo sea dicho, con la manifiesta oposición de la Iglesia ortodoxa), parece ser que hasta el siglo XVII los grandes latifundistas pretendieron realmente conseguir semejante «derecho» de sus siervos. Éste también estaría aceptado en las castas sacerdotales de algunas religiones no cristianas. Entre otros, estaba vigente en algunas tribus africanas y, especialmente, en la América precolombina. Ese jus sexual se practicaba entre el clero budista de zonas asiáticas como Birmania. No hay ninguna huella en lo que respecta a la Europa católica.

Pero, entonces, ¿cómo ha podido surgir una leyenda todavía hoy tan firmemente aceptada?

Para entenderlo hemos de recordar qué era lo que se denomina «siervo de la gleba». Esta expresión suele pronunciarse con horror, como si se tratase de una continuación de la antigua esclavitud. Pero no es así en modo alguno: los «siervos de la gleba» eran campesinos que obtenían en concesión de un señor, el feudatario, un lote de tierra suficiente para man­tenerse a sí mismos y a sus familias. El uso del suelo venía compensado por el campesino mediante una cuota sobre la cosecha, en ocasiones con un pago en moneda y con prestaciones varias sobre las otras tierras del señor (las famosas corvées, que -a pesar de la difamación que de ella hará la propaganda revolucionaria- solían revestir un carácter social, en beneficio de todos, como la construcción y mantenimiento de puentes y caminos y el saneamiento de terrenos pantanosos).

Como sigue diciendo Pernoud: «El término "siervo" se ha comprendido mal, ya que se ha confundido la servidumbre del Medievo con la esclavitud que fue la base de las sociedades antiguas, y de la que no se halla ningún rastro en la sociedad medieval. La condición del siervo era completamente diferente a la del antiguo esclavo: el esclavo es un objeto, no una persona; está bajo la potestad absoluta del patrón, que posee sobre él derecho de vida y muerte; le está vedado el ejercicio de cualquier actividad personal; no tiene familia ni esposa ni bienes.»

La investigadora francesa continúa: «El siervo medieval es una persona, no un objeto: posee familia, una casa, campos y, cuando le ha pagado lo que le debe, no tiene más obligaciones hacia el señor. No está sometido a un amo, está unido a una tierra, lo cual no es una servidumbre personal sino una servidumbre real. La única restricción a su libertad reside en que no puede abandonar la tierra que cultiva. Pero, hay que señalar, esta limitación no está exenta de ventajas ya que si no puede dejar el predio tampoco se le puede despojar de éste. El campesino de la Europa occidental de hoy día debe su prosperidad al hecho de que sus antepasados eran "siervos de la gleba". Ninguna institución ha contribuido tanto a la suerte, por ejemplo, de los agricultores franceses. El campesino francés, asentado durante siglos en la misma superficie, sin responsabilidades civiles, sin esas obligaciones militares que el campo tuvo ocasión de conocer por vez primera con los reclutamientos masivos impuestos por la Revolución, se convirtió así en el verdadero dueño de la tierra. Sólo la servidumbre medieval podía crear un vínculo tan íntimo entre el hombre y el suelo. Si la situación del campesino de la Europa oriental ha permanecido tan mi­serable se debe a que no conoció el vínculo protector de la servidumbre. Así, el pequeño propietario, abandonado a sus recursos y a cargo de una tierra que no podía defender, padeció las peores vejaciones que permitieron la formación de inmensos latifundios.»

Son detalles que, por otro lado, deberían inducir a una mayor prudencia a quienes, partiendo de prejuicios ideológicos o de la sugestión de las palabras (servus glebae, feudo, feudatario...), no captan el lado positivo de instituciones tan poco abominadas por los interesados, al punto que sólo se produjeron revueltas entre los siervos de la gleba cuando, por instigación monárquica, se impuso su liberación...

A este arraigo, socialmente benéfico, a la propiedad se debe el nacimiento del presunto jus primae noctis. Al principio de la era feudal, el campesino tenía prohibido contraer matrimonio fuera del feudo porque ello causaba un deterioro demográfico en áreas y zonas cuyo mayor problema era la falta de población. Pernoud refiere: «Pero la Iglesia no cesó de protestar contra esa violación de los derechos familiares que, en efecto, desde el siglo x en adelante fue atenuándose. Se estableció en sustitución del mismo la costumbre de reclamar una indemnización monetaria al siervo que abandonase el feudo para contraer matrimonio en otro. Así nació el jus primae noctis del que se han dicho tantas tonterías: sólo se trataba del derecho a autorizar el matrimonio de los campesinos fuera del feudo. Dado que en la Edad Media todo se traducía en una ceremonia, este derecho dio lugar a gestos simbólicos, por ejemplo poner una mano o una pierna en el lecho conyugal, utilizando unos términos jurídicos específicos que han provocado maliciosas o vengativas interpretaciones, completamente erróneas.»

Nada que ver, pues, con un presunto «derecho» a desvirgar a la aldeanita. Y nada que ver, con mayor razón, con la completa licencia sexual de la que disponía en la antigüedad pagana el amo sobre sus esclavos, considerados como puros y simples objetos de trabajo o placer.

Por lo que, según la humorada, verídica, de un historiador: «La servidumbre de la gleba medieval provocó vivas protestas: las de los propios siervos cuando se los quiso "liberar", exponiéndolos de ese modo a la pérdida de seguridad proporcionada por un terreno a cultivar en su beneficio y en el de sus descendientes; puestos a merced, ya sin la defensa de los guerreros del señor, de las incursiones de los salteadores; haciéndolos caer en poder de los ricos latifundistas y de los usureros; exponiéndolos al servicio militar y a los agentes fiscales de la autoridad estatal.»

*Regine Pernoud es una de las más reconocidas medievalistas del siglo XX. (NdE)

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