
por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC


La tradición moral cristiana se caracteriza por postular una visión coherente del mundo, sustentada en el orden de la Creación. Sobre el hombre pesa la obligación de ejercer un «dominio justo» sobre la Creación; obligación que, desde luego, incluye el respeto y protección de toda forma de vida, animal o vegetal, y que se corona con el respeto y protección de la vida humana. A esta visión del mundo la «sensibilidad progre» opone otra que no reconoce el orden de la Creación, postulando una visión del mundo fragmentaria e ininteligible. Pero cuando se hace añicos una visión inteligible del mundo, es preciso envolver esos añicos con una apariencia coherente, de tal modo que persista un sucedáneo de lenguaje moral, aunque su sustancia íntegra se haya disipado. A esta labor de recomposición aparente se le llama ingeniería social; y, si se acomete con una calculada utilización de la emotividad, puede realizarse en apenas dos generaciones.
Como añicos de ese orden coherente destruido tenemos, por un lado, la obligación de respetar y proteger toda forma de vida animal y vegetal, por otro la obligación de respetar y proteger la vida humana. Falta, por supuesto, el vínculo de racionalidad jerárquica -fundado en el orden de la Creación- que ensamblaba y hacía inteligibles ambas obligaciones; por lo que es preciso sustituirlo por «consensos» irracionales. La «sensibilidad progre» establece entonces consensos fundados en el utilitarismo, no sin antes disfrazarlos con la coartada emotiva de la «extensión de derechos». Así, la protección de los animales ya no es una obligación derivada del «dominio justo», sino de unos ficticios «derechos» cuya titularidad se atribuye a los animales; y la protección de las personas ya no se funda en su dignidad intrínseca, sino en el puro ejercicio utilitario de la voluntad, que se disfraza de un ficticio «derecho a decidir» cuya titularidad se atribuye a las mujeres. Ficticios «derechos» a los que luego se otorga rango jurídico mediante la mera aritmética parlamentaria.
Pero, como ocurre siempre que se impone una moral fragmentaria, carente de cualquier sustancia que no sea ocultar la voluntad de poder, las contradicciones acaban siendo tan profundas que hacen la vida social conflictiva hasta extremos insoportables. Esto ocurre también en el curso de apenas dos generaciones; pero, entretanto, podemos distraernos con los huevos surrealistas evacuados por nuestra Magdalena Crisóstoma.
0 comentarios:
Publicar un comentario