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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

3 de julio de 2009

SERMÓN DE S.E.R. MONSEÑOR BERNARD FELLAY, SUPERIOR GENERAL DE LA FRATERNIDAD SAN PÍO X, EN LAS ORDENACIONES SACERDOTALES DE ECÔNE DEL 29 DE JUNIO



Enviado por Stat Veritas

En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.


Excelencias, queridos sacerdotes, queridos ordenandos, queridos fieles:


Nos alegra mucho recibir hoy de la misericordia divina, y al mismo tiempo poder dar a la Fraternidad y a la Iglesia, estos nuevos sacerdotes y diáconos, en el comienzo de este año que el Santo Padre quiere que sea un año sacerdotal. Durante este año toda la Iglesia va a rezar por los sacerdotes, por buenos y santos sacerdotes. Y nos parece difícil no ver una atención, una sonrisa de la Divina Providencia, el hecho que el mismo día designado por el Papa como inicio de este año sacerdotal, ese primer día, Mons. Tissier pudo ordenar trece sacerdotes en Estados Unidos. Si Dios quiere, hasta el fin de este año, serán 27 los sacerdotes ordenados para la Fraternidad, y un poco más de treinta en total, incluyendo a los sacerdotes de las congregaciones amigas. Sí, es una gran alegría poder recibir estos sacerdotes, sobre todo cuando se mira la necesidad en la que se encuentra la Iglesia; cuando se piensa que nosotros, pequeña Fraternidad, casi llegamos a treinta sacerdotes este año, mientras que países que antes eran católicos, como Francia o Alemania, no llegan a cien.


Estamos realmente sorprendidos por el alboroto generado por estas ordenaciones, mientras se ve a tantas almas sufrir, morir de hambre espiritual por no tener sacerdotes que les comuniquen la fe y la gracia que necesitan para vivir y salvarse. Siempre lo hemos dicho: después del decreto sobre las excomuniones apareció una nueva situación intermedia, y por tanto necesariamente imperfecta. Así, pues, exigir de repente una perfección canónica se parece a un médico, que tras haber aplicado un yeso a una pierna rota de una persona, le pida que corra seguidamente una carrera de cien metros. También nos conduce a pensar en mezquindad de quien, observando una mancha sobre el uniforme del soldado que está en medio del combate, se creería con deber de expresar su estupefacción… Aunque estos ejemplos expresan cierta imperfección canónica, estimamos que, ante Dios, siguiendo a Monseñor Lefebvre, estos actos están perfectamente justificados por la situación en la que se encuentra la Iglesia. También se justifican por las injusticias que hubo al inicio de esta situación, como la supresión injusta de la Fraternidad, la cual seguimos considerando como existente. Sí, queridos fieles.


Esta ceremonia tiene lugar el día de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Y la colecta de hoy alude en esta fiesta no sólo al martirio de San Pedro y San Pablo sino también al comienzo de la Iglesia, su “exordium”. Se puede decir el comienzo de la Iglesia romana. Fue cimentada ahí. Es bastante extraordinario ver en el Evangelio de hoy cómo Nuestro Señor quiso ligar la institución del Vicario de Cristo, piedra sobre la que está fundada la Iglesia de Cristo, a la profesión de la fe en la divinidad de Nuestro Señor. Nuestro Señor instituye el Papado inmediatamente después de la primera confesión de Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”. Es verdad que de la divinidad de Nuestro Señor deriva todo lo que sigue en la Iglesia, para la Iglesia: el Papa, los obispos y los sacerdotes. Todo deriva de la divinidad de Nuestro Señor. Sí. Nuestro Señor es Dios según la realidad objetiva, no por un simple deseo de los hombre, una proyección de no sé qué… No. Se trata de la realidad objetiva del Verbo de Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad. Verdadero Dios, eterno, todopoderoso, encarnado, hecho carne. Todo deriva de eso, de la divinidad de Jesús. La diferencia esencial que vemos entre la Iglesia católica y las otras religiones se encuentra en su fundador, que es Dios, que no sólo nos permite sino que nos obliga a declarar esta esencia divina de la Iglesia. Es verdad, ella tiene un elemento material humano, está formada por hombres, pero esencialmente es divina, por su fundador, por su fin, por sus medios que vienen de Dios y conducen a Dios, que son los únicos que pueden efectivamente llevar a Dios y al cielo.


Sí, vemos en el Papa al Vicario de Cristo. Si reconocemos en él el poder supremo, plenario, inmediato sobre todos los fieles y sobre todos los miembros de la Iglesia, es precisamente porque es el Vicario de Cristo, Jesús sobre la tierra. Saludamos al sacerdote porque en él vemos a Jesús. El sacerdote, conforme al dicho, es “otro Jesús”. Si Jesús no fuese Dios, ese dicho tal vez tendría cierto valor, pero no tendría el valor que le da la Iglesia católica, el valor que le da Dios. Elegido entre los hombres, elevado por sobre los hombres para servir a los intereses divinos: he aquí al sacerdote. En el Nuevo Testamento existe un único Sacerdote, el Sumo Sacerdote: Nuestro Señor Jesucristo. Encontramos el origen del Sacerdocio de Nuestro Señor Jesucristo en esa unión inefable en su Persona de dos naturalezas, humana y divina. Esa unión lo hace intermediario, Mediador entre Dios y los hombres. Siendo hombre, puede hablar a Dios en el nombre de los hombres. Siendo Dios, habla y trae a los hombres los beneficios, la misericordia, los mandamientos divinos.


Nuestro Señor es enviado por su Padre a este mundo caído, este mundo que desde sus comienzos rompió la amistad con Dios. “Dios ha amado tanto a los hombres que les ha dado, entregado a su Hijo”. Esta misión del Hijo, que se ve en la Encarnación, es la de salvar. Su nombre es Jesús: Salvador. Nuestro Señor va a realizar esta salvación con un acto inaudito, sobrecogedor: su Pasión. Él, siendo el Inocente, la misma Santidad, va a sufrir, a ser maltratado, azotado, rechazado, clavado en la cruz. Va a morir sobre este madero abominable para salvarnos. “Propter nos homines et propter nostram salutem”: “Por nosotros los hombres, y por nuestra salvación, bajó de los cielos”. La misión de Nuestro Señor es salvar. Salvar porque los hombres no pueden salvarse. Despojados de todo, caídos, ya no pueden reparar los puentes rotos con el cielo. El único“pontifex”, el único que va a reparar este puente, es Nuestro Señor, “único nombre dado bajo el cielo que nos puede salvar”, como dice San Pedro, el primer Papa, a sus compatriotas, en el comienzo mismo de la Iglesia. Nuestro Señor resucitó, probando así su divinidad, por si fuera necesario. No es una imaginación de los hombres, no es una proyección de la piedad de ellos, es una realidad objetiva. Es Dios, verdadero Dios. Y sube al cielo.


Por una disposición, quisiéramos decir, por una audacia inefable, Dios se va a atrever a encomendar su misión salvífica a sus criaturas. Nuestro Señor quiso asociar la Iglesia a la misión que sólo Él puede realizar. Quiso asociar la Iglesia, su Iglesia, y en esta Iglesia, particular y principalmente al sacerdote. No es una simple delegación de poder. Nuestro Señor envía a sus Apóstoles diciéndoles:“Todo poder me ha sido dado sobre el cielo y la tierra. Id. Los envío, a todas las naciones. Los que creyeren y fueren bautizados serán salvados. Los que no creyeren se condenarán”. Se podría ver en eso una delegación de poder, pero es mucho más. Porque, ya lo hemos dicho, en el Nuevo Testamento existe un único Sacerdote: Nuestro Señor. Los sacerdotes que Él elige para sí son realmente sacerdotes por una participación formal en su propio sacerdocio. El carácter que va a ser impreso en ustedes por esta ordenación sacerdotal de hoy —que les hace sacerdotes para siempre, con este sello indisoluble, que marca su alma, que la transforma para la eternidad—, es una participación en la unión hipostática, es decir, a lo que hace Sacerdote a Nuestro Señor, y que los convierte en sus instrumentos privilegiados. Cada vez que ustedes realicen un acto sacerdotal, lo harán como instrumento. El efecto operado no puede venir sino de Dios. Infundir la gracia en un alma —gracia que es una participación de la naturaleza divina, de la vida divina—, no puede ser hecho sino por Dios. Nuestro Señor lo quiere hacer a través de sus ministros, que son sus instrumentos, unidos a Él de una manera que supera todo lo que se puede observar en las criaturas. No existe otro ejemplo al que se pueda comparar.


Habrá intentos de comparación pero quedarán lejos de esta realidad, que se expresa de la manera más sobrecogedora en el momento de la consagración, en ese momento en que van a decir, ya desde hoy, en unión con el obispo que les ordena, “Esto es mi cuerpo”. Este es el momento solemne, que por excelencia tiene que estar lleno de verdad. El sacerdote dice: “Esto es mi cuerpo”, sabiendo perfectamente que ese “mi” no le pertenece. Sin embargo, lo dice de verdad, porque en ese momento él mismo no se pertenece. Su ser entero, su inteligencia, su voluntad, sus labios, su lengua, sus palabras, pertenecen a Nuestro Señor Jesucristo. Es por eso, y gracias a eso, que ocurre algo real cuando se emiten esas palabras. Si fuesen sólo palabras humanas, no ocurriría nada más que lo que pueden hacer las palabras de los hombres: Comunicar, expresar un pensamiento. Nada más. Producir un cambio en la realidad, producir este cambio que se llama “Transubstanciación”, sólo Dios lo puede hacer. Y, efectivamente, en ese momento sagrado de la consagración, la omnipotencia de la palabra divina, del mismo Dios, pasa a través del sacerdote, un poco como toda la personalidad del artista pasa a través de su pluma cuando escribe un poema. El poeta escribe con un instrumento, una pluma. Esta pluma, ella sola, no puede hacer nada, sino dejar pasar la tinta. En la mano del poeta, puede redactar un poema. Es realmente por la pluma que fue redactado, pero todo se atribuye al poeta, que no hubiese escrito sin la pluma. Del mismo modo, Nuestro Señor, como la personalidad del poeta pasa a través de la pluma hasta el papel —de tal manera que existe una ciencia, la grafología, que estudia desde el papel, los rasgos de la personalidad por medio de su letra—, pasa a través de su sacerdote, lo usa enteramente. De la misma manera que la eucaristía le permite multiplicar su presencia, así el sacerdote le permite multiplicar su operación, su acción sacerdotal en el espacio. Es el mismo Jesús, el único Jesús, que por este medio asombroso actúa en cada una de las almas que van a recibir los sacramentos. Ningún acto sacerdotal en la Iglesia se hace sin Nuestro Señor Jesucristo. Santo Tomás lo afirma: “El rito entero de la religión cristiana se deriva del sacerdocio de Cristo”. En este carácter se encuentra toda la espiritualidad sacerdotal. No solo la espiritualidad sino su fin, su vida, todo se encuentra en él.


En este abismo se encuentran, podríamos decir, dos infinitudes: la infinitud de Dios, la santidad de Dios, que por este carácter hace de ustedes una persona sagrada, y la infinitud de lo que queda de miseria humana, de criatura. Porque Dios, al imprimir este carácter, les va a dejar su naturaleza humana, con sus cualidades y defectos, sin tocar nada. Eso requiere de los hombres, al mirarlos a ustedes, tengan de hecho la misma mirada de fe que deben dirigir a la hostia. Las apariencias siguen estando. Las especies quedan. Queda la personalidad del sacerdote. Siguen siendo los mismos; sin embargo, son portadores de otra realidad: Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Todo y nada. Todo su apostolado, su acción, su ministerio sacerdotal debe y no puede desenvolverse sino en esta dependencia total, absoluta, de Nuestro Señor Jesucristo. Cuando ustedes vayan a dar la absolución, cuando abran el cielo a un alma, cuando le abran la eternidad, será Dios quien desee que pronuncien esta sentencia, este acto, pero quien perdone será Nuestro Señor, por medio de esta sentencia o absolución que pronuncien. Es Dios quien quería esta alma; y sin lesionar su libertad, es Él quien los llevó a ustedes hacia ella. Es Él quien la atrajo a la confesión. Cuando administren alguna comunión, la sagrada Eucaristía, también es Dios quien buscó a esta alma y llevó las manos de ustedes hacia ella. La Divina Providencia es infalible, lo sabemos, lo confesamos. También sabemos que, a la vez que les confiere este carácter de instrumento, Dios se compromete, se obliga, a acompañar sus actos libres. Les obedece. Ustedes deciden la hora en que van a rezar la misa. Si no la rezan, no habrá misa. Si no quieren confesar, no se administrará la absolución. Se somete a ustedes. ¡Él! ¡Dios grande, eterno! Qué obligación tan grande para nosotros, sacerdotes, de velar constantemente para hallar la voluntad de Dios, y no hacer sino su voluntad. Se requiere mucha delicadeza para evitar cualquier obra personal o pretensión de buscar imponerse a Dios, en esta misión que es la propia de Nuestro Señor Jesucristo, y que, una vez más, es la de salvar las almas. Al imprimir en ustedes este carácter, Nuestro Señor Jesucristo les deja participar en su misión, en la sed de las almas.


La obsesión del sacerdote debe ser salvar las almas. Nada puede anteponerse, ya que es la obsesión de Nuestro Señor: Arder de prender el fuego de la caridad en las almas; arder de sacar a las almas de su miseria para llevarlas a Dios. Sí. Quien lleva las almas a la misericordia y la esperanza de Dios es el sacerdote. Y Dios sabe si hoy en día se necesita, si existe la miseria y la desesperación en los hombres de hoy. Es el único que puede verdaderamente, efectivamente, remediar la miseria más terrible que es la del pecado, del alejamiento de Dios, y de la desesperación de las almas que, espantadas por su miseria, abandonaron la esperanza de poder salir adelante. Sólo el sacerdote puede traer esta esperanza.

Sí. Dios conoce todas las almas. Sobre la cruz Dios ha pagado por todas las almas, por todos los pecados de todos los hombres. Pagó el precio de la salvación. Al sacerdote le toca llevar a las almas este precio, esta gracia. Es muy importante para el sacerdote saber desaparecer y dejar aparecer a Nuestro Señor Jesucristo, y así ayudar a esas pobres almas para que ya no vean a un hombre sino a Jesús.


Pidamos a Nuestra Señora, Madre del Sacerdote, Mediadora de todas las gracias, que haga de nosotros sus instrumentos, instrumentos de salvación… Que recuerden a este mundo que no quiere escuchar hablar de Dios, que se revuelca en todo género de placeres que llevan directamente a la eterna condenación. Pidámosle la gracia de recordarles que Dios existe, que el hombre no está hecho para esta tierra sino para el cielo. Este mensaje cuesta. “El mundo os odiará”. Son las palabras de Nuestro Señor a sus Apóstoles. Nuestro Señor presenta eso como totalmente normal: “El mundo me ha odiado primero. El discípulo no es más que el maestro”. Queridos ordenandos, si aguardan tener una vida sacerdotal tranquila, en un sillón, sin pena ni lágrimas, entonces, les suplico, no se acerquen. No es el programa que presenta la Iglesia a sus sacerdotes. No es el programa de Nuestro Señor Jesucristo. “Si alguno quiere ser mi discípulo, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días y sígame”. ¿A dónde fue Nuestro Señor? A la cruz, a ser clavado sobre la cruz. Es hermoso hablar de la resurrección, pero no habría resurrección sin antes Cruz y pasión. La resurrección será para el cielo. Aquí abajo el sacerdote es a la vez sacerdote y víctima. Es lo único seguro en esta vida. Si están unidos al sacerdocio de Nuestro Señor, también están unidos a la hostia, a su sacrificio. Hoy en día el mundo se muere, la Iglesia está en esta crisis por no querer escuchar hablar de eso. Es como si se hubiera eliminado la cruz. Para la Iglesia, el único medio de salir adelante es abrazar de nuevo la cruz, exigir a sus ministros que abracen la cruz, que vivan del espíritu de Jesús. Este es el programa. Querer buscar otro camino es equivocarse. Eso no quiere decir que haya que ser masoquista. No. Quiere decir que hay que vivir de la caridad de Cristo. “No hay amor mayor que aquél que da su vida por sus amigos”. El amor de ustedes debe tener la misma extensión que el amor de Jesús. Si Jesús murió por todos, el sacerdote debe tener entonces la misma disposición. No sólo respecto a los que nos aman, que quieren para nosotros cosas buenas, sino también para todas las almas que el Padre eligió y entregó a su Hijo. Pidamos a Nuestra Señora esta caridad, esta fe inquebrantable. Pidamos este valor; pidamos poder llevar a las almas una paz que supera todas las tribulaciones, las contradicciones. Dios es más que todo eso. Que de esta manera se salven muchas almas. Que contribuyamos, con nuestra pobre y pequeña colaboración, a esta restauración de la Iglesia con la restauración del sacerdocio católico, por amor a la Iglesia, por el honor de Dios y su gloria.


Amén.

+ Bernard Fellay

Ecône, 29 de junio de 2009

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