
por Juan Manuel de Prada
Tomado de ABC

La ciudadanía, como bien se sabe, es el pueblo reducido a rebaño amorfo, liberado de la nefasta manía de pensar. Y el pueblo dispensado de tener luz debajo del pelo confía, en efecto, en el Estado de Derecho, que es la acuñación con la que la propaganda evita la designación del concepto clásico de «imperio de la ley», mucho más incómodo, pues nos descubre que la ley sólo puede imperar allá donde hay un sentido natural de la justicia. Y, allá donde hay un sentido natural de la justicia, la ley siempre respalda a quien actúa justamente, aunque infrinja su literalidad. «¿Y qué importa errar lo menos/ quién acertó lo demás?», le pregunta Pedro Crespo al rey Felipe II, hacia el final de El alcalde de Zalamea, después de dar garrote a don Álvaro; a lo que el Rey, en lugar de castigar a Pedro Crespo por infringir la ley (esto es, por errar lo menos), lo premia y respalda, nombrándolo alcalde perpetuo de la villa, porque descubre que ha actuado con un sentido natural de la justicia (esto es, porque ha acertado lo demás). Y este sentido natural de la justicia es también el que los Reyes Católicos aprecian en los villanos de Fuenteovejuna en el drama homónimo de Lope, que a «la sobrada tiranía/ y el insufrible rigor» del comendador Gómez de Guzmán respondieron dándole muerte; respuesta que Fernando no juzga demasía, pues, siendo el comendador autor de tanto daño, «aunque fue grave el delito/ por fuerza ha de perdonarse».
Pero esto ocurría en tiempos de la monarquía cristiana, donde no había «ciudadanía confiada en el Estado de Derecho», sino pueblo investido de un sentido natural de la justicia, y gobernantes que lo respaldaban cuando sufría una injusticia. En los tiempos democratiquísimos que corren, los gudaris de la patria vasca te destrozan el piso con una bomba y después, para celebrarlo, se amamantan de libaciones y soflamas en el antro que el «Estado de Derecho» mantiene abierto; y si el hombre que ha sido arrojado de su piso, investido de un sentido natural de la justicia, irrumpe con un mazo en el antro y se lía a mamporros con el mobiliario, descubre que su gobernante «bajo ningún concepto puede darle respaldo». Emilio el del mazo encarna la bendita supervivencia del alcalde de Zalamea y de los villanos de Fuenteovejuna, en medio de una ciudadanía reducida a rebaño amorfo. Y, ante un hombre como Emilio el del mazo, que aún no ha extraviado el sentido natural de la justicia, sólo podemos exclamar admirativamente, como los burgaleses al paso de aquel guerrero que tampoco tenía el respaldo de su rey: «¡Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor!». Lo que, traducido al román paladino, quiere decir: «¡Olé tus cojones, Emilio!».
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