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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

22 de agosto de 2009

La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Segunda).- Examen crítico de los argumentos del Código Da Vinci








por José Antonio Ullate Fabo



Tomado de Conoze








n esta sección se someten a crítica los datos y argumentos que Dan Brown introduce en su novela. He elegido sólo algunos de los muchos pasajes del libro porque resultan especialmente significativos dentro del esquema del autor. Averiguaremos si pertenecen al mundo de la realidad o al de la ficción.

Por debajo de una trama vivaz y trepidante, los personajes de Brown protagonizan otra, más discreta y soterrada pero mucho más importante. Consiste en que dos de ellos, Langdon y Teabing, a través de sorprendentes revelaciones, modifican completamente la forma de pensar de Sophie en el curso de las veinticuatro horas que abarca la peripecia de la novela.

A primera vista El Código da Vinci es simplemente una historia de suspense, un thriller, con dos protagonistas, un hombre y una mujer, relativamente jóvenes, cultos, atractivos y atléticos. Los dos se ven obligados a protagonizar juntos una huida y una búsqueda, con numerosos contratiempos y sorpresas. Esa misma proximidad física de ambos hace que el lector vaya intuyendo una disimulada atracción entre ellos y al concluir la historia, la atracción se hace más clara y el final nos deja expectantes ante un inminente romance.

Pero el verdadero hilo conductor de esa historia es el misterio que los ha unido a través de la muerte violenta del abuelo de Sophie: la doctrina del Priorato de Sión.

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Invitación

Un caudillo de las Españas:
Carlos VII, Duque de Madrid

El Consejo de Estudios Hispánicos Felipe II y la Hermandad Tradicionalista Carlos VII invitan a Vd. al

Acto de homenaje en el centenario de su fallecimiento

Disertarán:

Ricardo Fraga:
El legitimismo fernandista en Buenos Aires

Bernardo Lozier Almazán:
Recordando la presencia de Carlos VII en Buenos Aires

Miguel Ayuso:
El carlismo durante el reinado de Carlos VII

28 de agosto de 2009 a las 19:30
Salón San Martín
Centro de Oficiales de las Fuerzas Armadas
Quintana 161 – Buenos Aires
Invitan:

22 de Agosto, Festividad del Inmaculado Corazón de María




espués de consagrar en plena Guerra Mundial todo el género humano al Inmaculado Corazón de María, para ponerlo

bajo la protección de la Madre del Salvador, decretó el Papa Pío XII, en 1944, que toda la Iglesia celebrase anualmente una fiesta en honor del Inmaculado Corazón de María, el 22 de agosto, día de la octava de

la fiesta de la Asunción.

La devoción del Corazón de María es ya antigua. San Juan Eudes la propagó en el s. XVII, uniéndola a la del Sagrado Corazón de Jesús.

En el s.

XIX, Pío VII, primero, y después Pío IX concedieron a muchas iglesias particulares una fiesta del Purísimo Corazón de María, señalada primeramente para el domingo después de la Asunción, y luego para el sábado que sigue a la fiesta

del Sagrado Corazón. Al fijar el 22 de agosto la Fiesta del Inmaculado Corazón de María, y extenderla a toda la Iglesia, le asignó Pío XII como fin el obtener, por intercesión de la santísima

Virgen, “la paz entre las naciones, la libertad de la Iglesia, la conversión de los pecadores, el amor a la pureza y la práctica de las virtudes”.

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21 de Agosto, Santa Juana Francisca Fremyot de Chantal



lla misma nos da sus datos primeros: "Me llamo Juana Francisca Fremyot, natural de Dijón, capital del ducado de Borgoña. Soy hija del señor Fremyot, presidente del Parlamento de Dijón y de la señora Margarita de Barbysey".

Llevó una niñez y juventud propia de la nobleza a la que pertenecía. Era muy elegante, porte digno de cautivar a cualquiera: bondadosa, guapa, modesta, buena conversadora, rica en conocimientos y en piedad. Era una joven de su tiempo. Se enamoró locamente del barón Rabutín Chantal con el que se unió en matrimonio y al que amó con toda su alma. El barón supo corresponder a este amor. Cuando el barón estaba fuera de casa, parecía como si Francisca estuviera de luto. Cuando el barón llegaba, se arreglaba con las mejores galas, salía a recibirle y la alegría volvía a su rostro. Por ello cuando el Señor le pida el sacrificio de la vida de su esposo, ella le rogará con fuerzas: "Señor, pídeme lo que quieras, estoy dispuesta a los mayores sacrificios con tal de que no te lo lleves". Y cuando murió lo lloró desconsoladamente durante mucho tiempo. Sus familiares y amigos creían que también ella iba a morir. Tanto fue lo que se desmejoró y enflaqueció que quedó reducida a los huesos.
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20 de Agosto, Festividad de San Bernardo de Claraval


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n el centro de una modesta plazuela de Valladolid, muy cerca del templo parroquial dedicado a la Patrona de la ciudad, la Santísima Virgen de San Lorenzo, se levanta un monasterio de religiosas cistercienses del siglo XVIII, donde existe un museo, declarado hoy día nacional por las joyas pictóricas que encierra, principalmente debidas al pincel del famoso Goya. Entre ellas se encuentra una que representa a San Bernardo acogiendo a un pobre con una dulzura y bondad tal que sin querer hay que decir: Realmente éste es el Doctor Melifluo de la Iglesia.

Sin embargo, ¡qué equivocado estaría quien conociera a San Bernardo sólo bajo ese aspecto de dulzura casi femenina y empalagosa como la miel que destila su título "Melifluo"! Difícil cosa es hacer un retrato de cuerpo entero o una semblanza psicológica de este Santo, llamado con razón el Santo de los contrastes. No parece sino que Dios, que sabe armonizar tan perfectamente elementos tan dispares como el cuerpo y el alma del hombre, se goza en lo mismo al formar a los santos, obra maestra de sus manos, y así brotará una Teresa de Jesús, en la que lo humano y lo divino se dan un abrazo ciertamente prodigioso; un Ignacio de Loyola, en quien la humana prudencia le hace trabajar como si todo dependiera de él y la confianza divina por la que todo lo espera de Dios; un Tomás de Aquino, que será la armonía entre la fe y la razón, o un San Luis Gonzaga, que, según dice la Iglesia, supo unir admirablemente la más angelical inocencia con la penitencia más austera.
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19 de agosto de 2009

19 de Agosto, San Juan Eudes, Confesor





n la noche de Navidad de 1625, en la capilla del Oratorio de París, capilla y altar dedicados a la Santísima Virgen, decía su primera misa un joven sacerdote normando. Aquel mismo día hizo el voto de perpetua servidumbre a Jesús y María.

No habían pasado aún dos años desde que, atraído por la doctrina espiritual y prendado por los planes apostólicos del célebre cardenal De Bérulle, había ingresado en el Oratorio. ¿Quién podía vislumbrar en aquellos momentos cuál fuera el futuro brillante, aunque doloroso, del novel sacerdote?

Su vida sería larga: ochenta años. El voto de servidumbre que acababa de recitar la resumiría perfectamente. Juan Eudes no viviría para sí, sino para Jesús y María. Necesitaría todo su tesón normando para no cejar en aquella batalla continua y dura, que cubriría toda su vida sacerdotal. Habría de luchar y sufrir por la salvación de sus hermanos y la gloria de Jesús y María. Ello sólo le interesaba.

Quiso la Providencia que viviera en los días de mayor esplendor de la historia de Francia. No le faltaron contactos con los principales personajes y actores de él. Pero a Eudes nada le interesaban los triunfos temporales y descansaba en la abundante cosecha de sinsabores y amarguras que siempre le acompañó. Por doquiera le surgieron enemigos enconados. De entre los que debieran ser sus amigos, como servidores del mismo Dios, y de entre los separados por el hondo foso de las diferencias ideológicas. En su propia casa le acecharía la traición. En aquella cruz constante, cruz dura y dolorosa, Eudes veía el sello del beneplácito divino que, contra el parecer de los hombres, refrendaba su apostolado y sus obras. Fiel a la voluntad del Señor, su siervo caminaría hasta el fin.
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18 de agosto de 2009

18 de Agosto, Conmemoración de San Agapito, Mártir




an Agapito, mártir, Palestrina (Italia). Nacido en Roma de una familia noble, había renunciado a las dignidades para dedicarse al ministerio de los altares desde sus primeros años. Antíoco, prefecto de Roma, le mandó prender y atormentar con inauditos suplicios, y ante la constancia del joven, de unos dieciocho años, y ante los prodigios que obraba el Cielo, librándole milagrosamente de los tormentos, se convirtieron quinientos paganos. Irritado por ello, Antíoco le expuso a las fieras en el anfiteatro; éstas le respetaron y se postraron a sus pies. Atanasio, que era lugarteniente del prefecto y el martirologio le da el título de Cornicalario, se convirtió a vista de tan gran portento. Dos días más tarde mandó degollar a este soldado el prefecto. San Agapito, arrastrado hasta Prenesta, le sobrevivió algunos días. En dicha ciudad le pasaron una espada por el pecho. Prenesta. 274.
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17 de agosto de 2009

La verdad sobre El Código da Vinci (Parte Primera).- Introducción








por José Antonio Ullate Fabo



Tomado de Conoze









La última página de El Código da Vinci



uando el lector llega al último párrafo de El Código da Vinci, todavía pasan unos instantes antes de cerrar el libro. Se han acumulado muchas sensaciones. A lo largo de las páginas de la novela han ido apareciendo sorprendentes revelaciones al hilo de una trama trepidante. Los acontecimientos que narra El Código da Vinci tienen lugar en veinticuatro frenéticas horas. En ese arco de tiempo se sugiere una gran cantidad de ideas pero lógicamente no hay lugar para profundizar en ellas. Los atrevidos argumentos quedan en suspenso, como pendientes de posteriores indagaciones y aclaraciones. La velocidad a la que se suceden y narran los hechos contribuye a crear una experiencia vertiginosa, y el vértigo es una sensación en la que se mezcla la atracción y el temor.

Ese instante que transcurre entre la lectura de la última línea -que concluye en un final que queda abierto- y el gesto de cerrar el libro para colocarlo en el estante es muy especial. En esos momentos ya no estamos inmersos en el curso de la novela, la tensión se ha acabado, pero aún no hemos regresado a las preocupaciones cotidianas. Es como una tierra de nadie. Seguimos envueltos en la vorágine de El Código y en esos instantes se va a decidir, un poco instintivamente, la valoración que se ha ido fraguando durante la lectura de las páginas precedentes y que en la mente del lector quedará a partir de ahora asociada al título. Pero con independencia del aroma con que esa lectura impregne a cada cual, El Código da Vinci ha abierto muchos interrogantes y ha suscitado demasiados enigmas que rondan por la cabeza del lector. Son enigmas que tratan sobre temas muy profundos y que por eso mismo reclaman una aclaración.

El Código da Vinci es una novela de intriga en la que hay buenas dosis de amor, persecuciones, crímenes y continuas sorpresas. Un ingrediente nada desdeñable de esa exitosa receta lo forman las frecuentes afirmaciones relacionadas con la historia de Jesucristo, de María Magdalena, de la Iglesia católica, los merovingios y una entidad llamada "Priorato de Sión", siempre desde una perspectiva que contrasta con las ideas comúnmente aceptadas.

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17 de Agosto, San Jacinto de Cracovia o Polonia



n aire nuevo venteaba Europa. Los hombres, como viejos amigos, sentían el deseo de agruparse y de conocerse. Los reyes alcanzaban su apogeo destruyendo las fortalezas de los señores rebeldes.

Pero no todo era fácil. La situación general era extremadamente grave. El interior de Europa chirriaba con las luchas mutuas de los reyes y numerosos herejes pululaban en Francia e Italia.

A la vez, Europa era cercada por enemigos comunes. Los árabes presionaban en España. los turcos llegaban hasta Hungría, los mongoles y tártaros amenazaban las fronteras del Norte y del Este.

Eran los tiempos en que San Francisco predicaba a los pájaros y el alba sorprendía a Santo Domingo convirtiendo herejes.

La Iglesia vivía todavía en formas feudales. Obispos y abades eran grandes señores, pero la gente buscaba la realización del Evangelio en formas sencillas. A veces surgían Ordenes mendicantes y a veces grupos de reformadores que terminaban en la herejía.

Roma era fuerte, pero cada vez escapaban más cosas a su control. Sin embargo, ella debía arreglarlo todo y confiaba a espíritus gigantes la solución de cada cosa. Estos gigantes existían; a veces se les veía por los caminos, de dos en dos, con hábito blanco y negro.
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16 de agosto de 2009

Odio a la Belleza


por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal

etrás de la iconoclasia hay siempre odio a la belleza: un odio disfrazado de coartadas ideológicas o religiosas, incluso filantrópicas o estéticas, pero odio a la belleza a fin de cuentas. La destrucción de imágenes –devoradas por el fuego, despedazadas por el furor de los hombres, abandonadas a la incuria, sometidas a mil expolios y latrocinios– es, como la pasión creadora, un rasgo constitutivo de la historia humana: allá donde los hombres han estado, han dejado testimonio de su paso por la tierra creando belleza, y también arrasándola. Y quizá no haya expresión más nítida del carácter contradictorio de nuestra naturaleza que esta doble pulsión creadora y destructiva, que es apetencia de luz y de tinieblas, amor y odio a la belleza amalgamados de manera inextricable, misteriosamente indisoluble. Alguien podría elaborar una historia del arte que atendiese, antes que a la evolución de las tendencias estéticas, a la periódica ansia iconoclasta que acomete a las comunidades humanas, no sólo a las más atrasadas o bárbaras, sino también a las más desarrolladas y pacíficas; y sospecho que tal historia de la iconoclasia sería al menos tan dilucidadora del eterno humano como la más erudita y exhaustiva historia del arte.

El odio a la belleza es un sentimiento de naturaleza demoniaca que enardece a los pueblos convertidos en chusma, pero también a sus élites más refinadas, que pueden llegar a utilizar tal refinamiento como coartada o justificación de sus desmanes. Este odio a la belleza –que tiene algo de instinto criminal y algo de embriaguez sacrílega– ha propiciado algunos de los episodios más cruentos de nuestra historia, pero también otros episodios menos estrepitosos –menos encarnizados– que, de tan gigantescos, suelen pasarnos inadvertidos. Sobre uno de estos episodios he tenido la oportunidad de reflexionar durante un viaje reciente a la Toscana. Italia es, sin duda alguna, la nación occidental con el patrimonio artístico más rico de cuantos existen: a ello han contribuido tanto el hecho de que el apogeo de la Cristiandad coincidiera con el periodo de mayor esplendor político y económico de sus ciudades como el hecho de que Italia haya padecido en menor grado esos raptos de vesania iconoclasta que jalonan la historia de otras naciones. Estas coyunturas favorables, aliadas con el benigno temperamento italiano (más predispuesto al gozo estético, menos revuelto contra su identidad religiosa), han propiciado la supervivencia de un arte glorioso que en otros países, como España o Francia, sólo podemos disfrutar por retazos. Pero también en Italia el odio a la belleza ha impuesto su ley; no al modo traumático, desaforado, belicoso al que estamos acostumbrados en naciones como la nuestra, mas no por ello menos lamentable. Basta visitar cualquier iglesia de la Toscana erigida en los siglos XIV o XV para que este episodio iconoclasta salte a la vista. Aquellas iglesias fueron concebidas como grandes catecismos populares: cualquier campesino de la época podía llegar a comprender (al menos hasta donde la razón humana alcanza) los episodios medulares de la historia de la Salvación deslizando la mirada sobre las paredes de aquellos templos, cubiertas de frescos que eran un prodigio de síntesis narrativa y claridad expositiva. Frescos en cuya elaboración habían participado los grandes maestros –Giotto, Uccello, Filippo Lippi y tantos otros–, pero también una miríada de pintores de identidad borrosa, con frecuencia del propio lugar, que completaron la epopeya artística más memorable de la historia, tatuando las paredes de aquellos templos de imágenes en las que la ruda ingenuidad del artesano y la sublime delicadeza del genio se daban la mano en la misión luminosa de restituir a los hombres los misterios de su fe. Pero aquel arte primaveral, jubiloso, popular en el sentido primigenio de la palabra, no tardó en ser considerado un arte rudimentario y grosero por los hombres que vinieron después, que habían sustituido aquella fe sencilla y deslumbrada de los antiguos por una fe de pompa y aparato; y aquellos frescos en los que palpitaba la escueta y honda trepidación del misterio fueron raspados, encalados, tapiados, para ser sustituidos por un arte más pomposo y sofisticado, un arte más críptico y aspaventero que ya no podría ser comprendido por los campesinos, sino tan sólo por los `espíritus refinados´. Pero a quienes tacharon de la vista aquellos frescos gloriosos y los sustituyeron por capillas de suntuoso mármol los animaba, disfrazado de coartadas estéticas, el mismo, execrable, sempiterno odio a la belleza que caracteriza la historia humana.

16 de Agosto, Festividad de San Joaquín, padre de la Santísima Vírgen




s inútil buscar en la Sagrada Escritura una huella, siquiera fugaz, del abuelo materno de Jesús. Las genealogías que San Mateo (1, 1) y San Lucas (3, 23) incluyen en sus Evangelios dibujan a grandes rasgos el árbol genealógico de Jesús, tomando por puntos de referencia los cabezas de familia, desde San José, su padre legal, hasta Adán, pasando por David y Judá. La línea materna, en cambio, queda silenciada. Ante este problema, y en la necesidad de dilucidar la cuestión de la ascendencia de María, Padres de la Iglesia oriental tan venerables como San Epifanio y San Juan Damasceno no tuvieron reparo en echar mano de una añeja tradición en la que se contienen diversas noticias acerca de los abuelos maternos de Jesús. Por otra parte, el hecho de que tantas veces encontremos representaciones pictóricas y escultóricas alusivas a los primeros años de María, quien aparece reclinada en los brazos de su madre, Santa Ana, y a escenas de la vida pastoril de San Joaquín, a quien se presenta como padre de María, lo mismo en mosaicos bizantinos del Monte Athos que en tablas de la escuela valenciana o castellana, atestigua la raigambre y el favor de que ha gozado en la cristiandad la piadosa tradición que hace a San Joaquín y Santa Ana padres de María y abuelos de Jesús.

Dicha tradición fue recopilada en la Edad Media por Jacobo de Vorágine y Vicente de Beauvais, quienes se encargaron de difundirla por el Occidente, pero ya en el siglo VI había sido aceptada oficialmente por la Iglesia oriental, refrendada como estaba por escritos venerables, cuya antigüedad llega a remontar el siglo II. En todos los datos que dicha tradición recoge acerca de la vida de San Joaquín descansa un fondo de verosimilitud que no puede ser turbado por el carácter apócrifo de los documentos escritos en que están contenidos. Pero ellos no constituyen, naturalmente, un cimiento inconmovible, sobre el que se pueda edificar históricamente la vida del augusto abuelo de Jesús, junto al nombre comúnmente aceptado de Joaquín (que significa el hombre a quien Yahvé levanta), se encuentran otros más raros como Cleofás, Jonachir y Sadoch, que no son sino variantes sin importancia de los documentos escritos. Una curiosa tradición retransmitida por los cruzados hace nacer a San Joaquín en Séforis, pequeña ciudad de Galilea. Otros dicen que fue Nazaret su ciudad natal. San Juan Damasceno dice que su padre se llamaba Barpanther. Según el Protoevangelio de Santiago, apócrifo, que se remonta a las últimas décadas del siglo II en su núcleo primitivo, contrajo matrimonio con Santa Ana a la edad de veinte años. Pronto se trasladaron a Jerusalén, viviendo, al parecer, en una casa situada cerca de la famosa piscina Probática. Gozaban ambos esposos de una vida conyugal dichosa y de un desahogo económico que les permitía dar rienda suelta a su generosidad para con Dios y a su liberalidad para con los prójimos. Algunos documentos llegan incluso a decir que eran los más ricos del pueblo y dan incluso una minuciosa relación de la distribución que hacía San Joaquín de sus ganancias.
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