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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

31 de enero de 2009

Bach - Brandenburg Concertos No.3



1.- Allegro moderato
2.- Adagio
3.- Allegro

J. S. Bach
Brandenburg Concerto No 3
Freiburg Baroque Orchestra
Gottfried Von Der Goltz

BWV 1048, Freiburg Baroque Orchestra

Pena de Muerte (2)



por Vittorio Messori




Tomado de Conoze




fin de evitar equívocos, vamos a exponer inmediatamente lo que aclararemos mejor en las siguientes líneas: lo que tratamos de expresar con el tema planteado no es una especie de «elogio del verdugo» a la manera de Joseph De Maistre, con una defensa por nuestra parte de la reinstauración de la pena de muerte en aquellos países del mundo, actualmente una minoría, que la han suprimido. Nada más lejos de nuestras intenciones. Lo que intentamos es demostrar que en éste, como en tantísimos otros ámbitos, hemos olvidado aquella capacidad de discernir (distinguere frequenter!) que tan justamente preocupaba a quienes sabían razonar con claridad antes del advenimiento de la autodenominada «Era de la Razón».

En el caso que nos ocupa, a menudo no se sabe discernir entre la legitimidad del patíbulo y la oportunidad del mismo; entre el derecho de la sociedad a condenar a muerte a uno de sus miembros y el ejercicio de ese derecho. Pero, sobre todo, como ya citábamos, lo que debe preocupar al creyente es la actitud de la Iglesia, quien desde lo más alto de su Magisterio ha afirmado siempre la legitimidad de la pena de muerte decretada por las autoridades reconocidas y ha concedido a la sociedad ese derecho.

Tras el concilio este derecho fue contestado a varios niveles. Entre los muchos ejemplos posibles, tenemos el Dizionario di antropologia pastorale («Diccionario de Antropología pastoral»), fruto del trabajo de la Asociación de Moralistas Católicos en lengua alemana, publicado en Alemania y Austria en 1975 con todos los imprimatur y gracias al patrocinio del obispado. Esta obra, que no expresa la opinión de un teólogo particular sino la posición «católica» de toda una facción, dice: «El cristiano no tiene el menor motivo para invocar la pena de muerte o declararse a favor de ella.»

El documento de una comisión teológica del obispado francés declaraba en 1978 que la pena capital era «incompatible con el Evangelio», aunque, en un arrebato de prudencia, los teólogos que habían redactado el documento lo titularon Elementi di riflessione («Elementos de reflexión») y llegaban a sus conclusiones (contrarias a la Biblia y a la Tradición) con rebuscados juegos de palabras. Con el mismo estilo capcioso se manifiestan en Estados Unidos y Canadá los church-intellectuals, esos «intelectuales clericales» que desde el anonimato elaboran los documentos que los obispos presentarán después con su propia firma.

En 1973, Leandro Rossi, director del Diccionario de Teología moral, que también contó con la aprobación eclesiástica, iniciaba así la voz Pena de muerte: «Éste es uno de los típicos temas donde se han invertido las posturas en la época actual, si bien no de manera universal y definitiva. Desafortunadamente, el proceso de sensibilización no tuvo origen en el ám­bito cristiano sino en el laico, viéndose los católicos remolcados con esfuerzo por cuantos se mostraban más coherentes con la orientación humanizante del Evangelio. Nos hallamos ante uno de esos casos en los que no es la Iglesia la que ha ofrecido un don al mundo, sino la que lo ha recibido de éste.»

Semejantes posturas resultan gratificantes para los sacerdotes que las expresan, quienes, sin embargo, no parecen conscientes de sus devastadoras consecuencias. Tanto desde el magisterio solemne de los papas y los concilios, pero también de los Padres o los grandes teólogos que llegaron a santos como Tomás de Aquino, con sus hombres más prestigiosos y autorizados, a lo largo de toda su historia y no sólo en un corto período, la Iglesia ha declarado legítima sin excepción la pena capital, algo que según las creencias actuales sería un delito, un crimen y una traición al Evangelio.

Como se ha observado: «Si eso es cierto, ¿cómo defender a la Iglesia de la acusación de complicidad con los jefes de gobierno, responsables de los innumerables asesinatos que habrían sido las ejecuciones de todos los individuos muertos en nombre de una falsa "justicia"?»

Más allá del plano doctrinal, en la práctica se plantea: «¿Cómo atenuar, considerando la hipótesis de que la pena de muerte sea siempre totalmente injusta y criminal, la responsabilidad de los papas que durante más de un milenio han actuado en sus Estados de igual modo que los magistrados civiles de las demás naciones?» En resumen, una sombra oscura se cierne sobre toda la enseñanza y la praxis católicas: «¿Cómo seguir tomando en serio una moral que hoy critica como gravemente ilícito, como una traición a la propia misión de Cristo lo que hasta ayer había considerado no sólo legítimo sino incluso como un deber?»

Parece ser que también sobre este tema hay alguna corriente teológica, e incluso algunos centros episcopales (dando por válido que su pensamiento se expresa realmente en los documentos que los «expertos» les preparan), que no ven, o peor aún, que no se preocupan de las consecuencias que tienen para la fe popular estas variaciones en la doctrina. Pero también parece manifestarse aquí ese fenómeno paradójico y contradictorio que identifica a cierta teología de hoy día que protesta afirmando su total adhesión a las Escrituras pero al mismo tiempo las manipula, cambia, ignora o trata con cierta incomodidad cuando no responde a su propio «espíritu», considerado el «espíritu de los tiempos» y en sintonía con el del mismo Cristo.

La verdad es que no hay que derrochar demasiadas palabras para demostrar que en el Antiguo Testamento Dios no sólo permitía la pena de muerte sino que la ordenaba Él mismo. De tal suerte que la normativa elaborada por los maestros de Israel siguiendo a la Torá prescribía la pena capital para 35 crímenes: desde el adulterio a la profanación del sábado, de la blasfemia a la idolatría, desde la rebelión (aunque sólo fuera de palabra) contra los progenitores. Baste recordar entre los muchos fragmentos po­sibles, el versículo del Génesis (9, 6) en el que Yahvé dice a Noé: «Aquel que derrame la sangre del hombre, verá su sangre derramada por el hombre, porque Él ha hecho al hombre a imagen de Dios.» Véase también el capítulo 35 del libro de los Números donde se confirma en los casos allí especificados, no el derecho sino el deber de la pena de muerte, precisando: «Que éstas os sirvan, de generación en generación, como reglas de derecho en todos los lugares donde habitaréis» (Núm. 35, 29). Para la ley de Israel, la muerte de ciertos acusados era voluntad de Dios mismo, más por principios religiosos que por conveniencia social. La orden «¡No matarás!» de los Mandamientos significa «no asesinar, no matar injustamente», y no se refiere a la pena de muerte legal porque se dirige al individuo y no a quien posee autoridad legítima sobre el pueblo.

Estas consideraciones, que a nosotros nos parecen duras pero que para el creyente siguen siendo Palabra de Dios, la Palabra a la que ahora se pretende ser más fiel que nunca, se han visto sustituidas apresuradamente por las tendencias que citábamos. O bien, se intenta resolver el problema diciendo que el Nuevo Testamento supera al Antiguo, que el espíritu evangélico revoca la ley mosaica. Pero con esta actitud tampoco se respeta la Palabra, en este caso la del mismo Jesucristo, quien declaraba «no he venido para revocar la Ley sino para completarla», advirtiendo que «no pasaré por alto ni un punto de la Ley».

En efecto, Cristo no contradice a Pilatos, sólo le recuerda de dónde procede su autoridad (que además le reconoce) cuando el gobernador inquiere: «¿No sabes que yo tengo el poder de ponerte en libertad o llevarte a la cruz?» (Jn. 19, 10). Según Lucas, tampoco contradice al «buen ladrón», al que además luego le hace la gran promesa cuando éste dice que él y su cómplice han sido condenados «justamente» a aquella pena: «Recibimos lo que nos corresponde por nuestras acciones.»

Como ha sido señalado: «En los Actos 5, 1-11, se desprende que la comunidad cristiana primitiva no abominó de la pena de muerte de inmediato, ya que se presentó a los cónyuges Ananías y Safira ante san Pedro, acusados de fraude y mentira en perjuicio de los hermanos de fe, y fueron castigados con ella.»

Pero fue Pablo principalmente quien concedió el jus gladii, el derecho a usar la espada del verdugo a los príncipes, a los que llamó «ministros de Dios para castigar a los malvados», y enviarlos a la muerte si fuera necesario. Y no hay que olvidar el capítulo trece de la Carta a los Romanos, famoso en otra época y actualmente silenciado con una cierta incomodidad, donde se dice: «¿Deseas no tener que temer a la autoridad? Haz el bien y recibirás recompensa porque aquélla está al servicio de Dios por tu bien. Pero, si haces el mal, témela entonces, porque no es en vano que lleva la espada; de hecho, está al servicio de Dios para imponer la justa condena a quien obra mal» (Rom. 13, 3-4).

No podemos sacarnos de encima estas transparentes declaraciones de Pablo con argumentos desconcertantes, dictados por el deseo de librarnos de una palabra de las Escrituras contraria a nuestras teorías, como ocurre en el ya citado Dizionario d'antropologia pastorale: «Pablo, en Romanos 13, seguramente pensaba en la práctica de la decapitación de los grandes criminales vigente en el Imperio romano. Sin embargo, lo que le urgía recomendar con dicha alusión era sólo la obediencia debida a la autoridad estatal legítima...» Sorprendente y un tanto penoso acto de escamoteo. De hecho, durante dos mil años no se le ocurrió la idea a ninguno de los grandes teólogos, pastores o concilios que, basándose también en Romanos 13, no negaron la legitimidad de la pena de muerte infligida con un proceso regularizado por las autoridades constituidas. Sin olvidar que este reconocimiento eclesiástico no se hacía a la ligera, de forma que el Derecho Canónico tachaba de irregulares (es decir, con prohibición de acceder a las órdenes sagradas) al verdugo, a sus ayudantes e incluso al juez que, aun respetando la ley, dictaba una sentencia de muerte.

Pero este horror a la sangre no sólo no podía hacer olvidar la prescripción bíblica sino también otras consideraciones actualmente desplazadas que trataremos de exponer en el próximo apartado.

Los primeros guerreros de España (cuando aún no era España)




por Javier José Esparza


Entrevista y Capítulo 1 de su libro España épica. La gesta española II.

Editorial Altera




osé Javier Esparza acaba de publicar en Áltera España épica, un libro de divulgación histórica que prolonga, con nuevas historias y nuevos enfoques, el éxito de La gesta española. Como éste, también España épica se basa en los programas que el autor ha dedicado a la Historia de España en la cadena COPE. En sus páginas encontramos desde aquellos toros bravos que los celtíberos lanzaron contra los elefantes de Cartago hasta la conquista de Guinea por Iradier sin pegar ni un solo tiro, pasando por el taller de La Roldana o por la trágica aventura de los colonos del Estrecho de Magallanes. Más episodios fascinantes de la riquísima historia española.

¿En qué se diferencia esta España épica de su éxito anterior, La gesta española?

En realidad España épica es una prolongación del libro anterior. Por eso lo he subtitulado La gesta española, II. Como La gesta, también éste bebe en los programas que hemos dedicado a la Historia de España en “La Tarde con Cristina”, en la cadena COPE. Digamos que mientras La gesta española explicaba grandes momentos de la historia nacional, España épica desciende más al detalle de episodios concretos que, por su valor, describen toda una época. En ese sentido, en España épica hay más historias singulares, sin que deje de haber Historia general.

¿Sigue habiendo Historia de España por contar?
La Historia de España es una mina inagotable. En dos mil años hemos escrito, colectivamente hablando, una trayectoria impresionante. Por utilizar la fórmula de Luis Suárez, España es una de las cinco naciones decisivas para la Historia Universal, junto con Inglaterra, Francia, Italia y Alemania. Las personas que aparecen en España épica, ya sean navegantes o artistas, inventores o militares, encarnan una aventura colectiva extraordinaria.
Una aventura que usted escribe, según sus propias palabras, como una “historia de amor”.
Es que es muy fácil enamorarse de la Historia de España. Desde los toros bravos que los celtíberos lanzaron contra los elefantes de Cartago hasta la conquista de Guinea por Iradier sin pegar ni un solo tiro, pasando por el taller de La Roldana o por la trágica aventura de los colonos del Estrecho de Magallanes, la trayectoria histórica de los españoles es estremecedora, incluso cuando las cosas no salieron bien.
Usted insiste en comenzar la Historia de España desde Roma, incluso antes. ¿No es un anacronismo?
En términos políticos modernos, tal vez; en términos propiamente históricos, en absoluto. No habría habido una nación moderna si antes no hubiera existido una clara conciencia de pertenencia a una unidad política común que era la monarquía hispánica; no habría habido unificación peninsular con los Reyes Católicos si antes no hubiera existido una Reconquista, y ésta no habría tenido lugar si no le hubiera precedido una conciencia de comunidad en lo religioso, en lo cultural, que fue la que Roma hizo nacer en este suelo. Toda historia es un proceso dinámico; hay que contarla desde el principio.
También insiste en reivindicar la conquista de América.
Ah, sin duda alguna: es lo más grande que hemos hecho. Digo más: desde Roma, nunca nadie había hecho nada igual. Sobre todo porque la aventura americana no fue sólo una hazaña militar o una gran empresa económica, sino que, por encima de todas esas cosas, fue la creación de un mundo nuevo; un mundo donde se incorporó a las poblaciones autóctonas en vez de exterminarlas y que, acto seguido, pasó a formar parte de España exactamente igual que cualquier otra región peninsular. Por el camino, los españoles reflexionaron sobre los derechos humanos y adoptaron las primeras legislaciones contra la esclavitud y para la protección social. Son cosas que hoy casi todo el mundo ha olvidado, pero por eso hay que recordarlas.
Todo eso deriva de la evangelización que acompañó a la conquista. Hoy, a la luz de la polémica de los crucifijos, es imposible evitar la cuestión religiosa. En España épica hay un capítulo dedicado a la cristianización de España, y varios episodios dedicados a santos nacionales. ¿Es incomprensible España sin la religión católica?
Sí, es incomprensible. Así son las cosas. Ni la Reconquista, ni el Descubrimiento y evangelización de América, ni el Imperio, ni el Siglo de Oro, ni siquiera el levantamiento contra Napoleón hubieran existido si España no hubiera identificado su propia existencia histórica con la defensa de la Cruz. Entiendo que esto resulte molesto para quienes mantienen una visión aconfesional o laica de la nación española moderna. A éstos, yo les solicitaría con el mayor de los respetos que se esforzaran por adaptar sus convicciones a la realidad histórica; que busquen vías para armonizar la tradición histórica con la modernidad política. No es tan difícil. Así se salvaría la verdad histórica y también la identidad nacional. Por el contrario, lo que estamos viendo, y es una lástima, es una simple negación de la verdad histórica y de la propia identidad española, cuando no una burda falsificación de los hechos.
Entonces, ¿usted es partidario de los crucifijos?
Personalmente, sí. Entiendo, no obstante, que si un grupo mayoritario de padres de alumnos quiere prescindir de ellos en el colegio de sus hijos, lo haga. Ahora bien, me parece aterrador que una minoría imponga su criterio, como ha pasado en Valladolid, contra la decisión mayoritaria del consejo escolar, y que para ello haya apelado a los tribunales. Más grave aún: ese tribunal, para justificar una decisión que al fin y al cabo es política, se ha entregado a consideraciones paraconstitucionales perfectamente discutibles. En Italia, cuando se planteó esta misma cuestión, los tribunales dijeron que el crucifijo tenía un valor simbólico doble: por un lado, representa la identidad histórica nacional; por otro, encarna el universo de valores que la sociedad reconoce como propios. Es decir, allí la Justicia utilizó criterios históricos.
Eso ya se sale de lo religioso.
Claro. Cuando la izquierda española la emprende contra los crucifijos no está librando sólo una batalla religiosa, sino también una batalla ideológica: pretende acabar con cualquier vestigio de la idea tradicional de España. En definitiva, pretende abolir la Historia. El gran combate de hoy, en España, es éste: enfrentarse a un poder que detesta a España.
Quizá por eso se ha torpedeado desde el poder la conmemoración del 2 de mayo de 1808 y del levantamiento contra Napoleón.
A mí no me cabe duda de que ha sido exactamente por eso. El 2 de mayo representa todo lo que el actual poder más detesta: la religión, el patriotismo, la monarquía tradicional…
Eso dice usted en España épica: que el 2 de mayo no fue un levantamiento liberal.
Sí, pero no lo digo yo: lo dicen los propios protagonistas de aquel episodio y sus textos. Los españoles se levantaron por el rey, la religión y la patria. El liberalismo apareció después.
También dice usted otra cosa polémica: que las guerras de emancipación americanas no fueron un levantamiento de las jóvenes naciones hispanoamericanas contra la metrópoli opresora, sino, en realidad, una sucesión de guerras civiles entre clanes criollos enfrentados, pro españoles unos, independentistas los otros.
Así es. No se trata de una tesis novedosa. Entre nosotros la acaba de rescatar Pablo Victoria, por ejemplo, en Al oído del Rey. Y es la pura realidad histórica. Entiendo que esa tesis moleste a unas naciones que, con frecuencia, siguen buscando su identidad y necesitan legitimarse por oposición al antiguo dominador (¡todavía doscientos años después!), pero éstos son discursos elaborados a posteriori que tienen poco que ver con los hechos. La verdad es que tan argentinos, colombianos o mejicanos eran los que se levantaron contra España como los que siguieron fieles a la Corona.
Más puntos polémicos: usted defiende la Reconquista y niega la tolerancia del islam andalusí.
Una vez más, son los textos los que hablan. Al-Andalus jamás fue un paraíso de tolerancia, sino más bien al revés. Y por supuesto que defiendo la Reconquista: es otra de las grandes obras colectivas de los españoles, el único pueblo que ha logrado expulsar a los musulmanes de un territorio conquistado por éstos.
Con todas esas cosas, Cristina Almeida no tardará en proponer que le quemen a usted sus libros.
Será un honor verme llevado al cadalso por tan notable y tolerante dama.




AMOS a empezar por una historia de cuando España aún no era España, pero comenzaba a serlo; la gesta de unos hombres que hicieron frente al mayor poder de su época, Cartago. Esa gesta tiene nombres propios: Istolacio, Indortes, Orissón. Hubo un tiempo en que los niños españoles aprendían estos nombres. Hoy apenas nadie los recuerda, pero dejaron su huella, y no menor: fueron los primeros guerreros españoles que entraron en la Historia. Pagaron su arrojo con sangre, pero gracias a ellos la península ibérica no fue enteramente una colonia cartaginesa. En su gesta veremos cosas prodigiosas, como una carga de toros salvajes contra los elefantes de Cartago. Luego llegaría Roma y, con ella, la Hispania fundacional. Fueron precisamente los romanos quienes, al escribir la Historia, nos legaron la memoria de aquellos viejos antepasados: nuestros primeros guerreros.

Hemos de hacer un esfuerzo de imaginación para situarnos en el año 238 antes de Cristo. España no existe como tal: la península es un mosaico de reinos primitivos. Tribus celtas e iberas pueblan un territorio mal conocido. Sucesivos grupos indoeuropeos han venido entrando por el Pirineo desde muchos siglos atrás, ocupando tierras en Aragón, Navarra, las dos Castillas, el Cantábrico, Extremadura, el oeste andaluz, Portugal. Sabemos también que en todo el litoral mediterráneo y en el tercio oriental de la península se ha extendido la civilización de los iberos. Celtas e iberos entrarán en contacto; muchos celtas adoptarán las formas de la cultura ibérica y su alfabeto: ahí nacen los celtíberos. En el valle del Guadalquivir floreció un día el mundo de Tartessos, ya prácticamente extinguido ahora, en el año 238 a.C., cuando contamos nuestra historia. Aquella España era un como un campo sin sembrar: cualquier cosa era posible.

La ambición de Cartago

Debemos imaginar aquel mundo como un escenario semejante al de Conan el Bárbaro: pequeñas comunidades tratan de sobrevivir en condiciones muy duras. La vida raramente es pacífica. Lo será aún menos cuando aparezca en el horizonte un enemigo formidable: Cartago. No es la primera vez que asoman extranjeros: fenicios, griegos y cartagineses han fundado colonias comerciales en los puertos del Mediterráneo español. Pero lo de ahora es distinto. Los extranjeros, hasta este momento, se habían limitado a comerciar y no habían ido más allá de las franjas costeras. Por el contrario, estos nuevos visitantes tienen ambiciones más anchas. Se trata de un gran ejército. Lo manda Amílcar Barca, el dueño de Cartago. Su propósito es apoderarse de la península y construir un imperio. Estamos ante una gran invasión.

Pongámonos rápidamente en contexto. Dos potencias, Roma y Cartago, se disputan el Mediterráneo occidental. Roma todavía es una república de campesinos y soldados confinada en la península itálica. Por el contrario, Cartago —en lo que hoy es Túnez— es un vasto imperio comercial regido por una casta de latifundistas y mercaderes, y asentado sobre una red de fuertes bases marítimas. Al revés que los romanos, los cartagineses no tenían ejército propio: operaban con grandes contingentes mercenarios. Cuando llegó el primer choque con la pequeña Roma (la primera guerra púnica), el sistema cartaginés se vino abajo: la poderosa Cartago fue derrotada; desmantelada su flota, los cartagineses perdieron Sicilia, Córcega y Cerdeña. Los mercenarios, frustrados sin paga, se rebelaron y sitiaron Cartago. Los cartagineses, desesperados, acudieron a su rito predilecto: el sacrificio masivo de niños primogénitos al dios Moloch-Baal. Fue precisamente Amílcar quien sacó a los cartagineses del apuro. Cuando los mercenarios sublevados estaban a punto de asaltar Cartago, Amílcar aplastó la rebelión a sangre y fuego. La hazaña le convirtió en amo absoluto del mundo púnico. Reclutó un nuevo ejército y se propuso compensar las pérdidas con nuevos territorios. Cartago necesitaba más tierras, más puertos, más minas y, sobre todo, una buena base desde la que hostigar a Roma para vengar aquella derrota. ¿Cuál podía ser esa base?

Nuestra península.

Amílcar Barca desembarca en España con un gran ejército. Nadie es capaz de pararle. Primero ocupa todo el litoral mediterráneo. Luego cruza el Ebro hacia el norte. En tierra de los layetanos funda una ciudad a la que pone su nombre: si él es Barca, su ciudad será Barcino, hoy Barcelona. Dominada la costa, decide ocupar aquellas regiones del interior que sabe más desarrolladas, donde hay minas de metales y campos bien trabajados. Por eso el cartaginés va a poner sus ojos en la Turdetania, la Andalucía occidental, que era la región más avanzada de la península. Así lo decía el griego Estrabón:
Los turdetanos son considerados los más cultos de los iberos, ya que conocen la escritura y, según sus tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas, poemas y leyes en verso que ellos dicen de seis mil años de antigüedad.
Seis mil años, nada menos. Estrabón tal vez exageraba, pero algo de verdad había en tan remoto linaje turdetano. La Turdetania era la heredera de Tartessos, aquel enigmático emporio de riqueza que abrió la historia de España, entre influencias fenicias y griegas. Tartessos pereció hacia el siglo VI a.C., pero su herencia fue recogida, en el mismo valle del Guadalquivir, por un pueblo que mantuvo vivos muchos rasgos de aquella civilización: los turdetanos, precisamente. Organizados como conjunto de ciudades independientes, tenían una lengua propia, descendiente del idioma tartésico, y un alfabeto singular, distinto del ibérico. Conocían el arado y el trillo. Cultivaban la vid, el olivo, los cereales. Criaban bueyes, ovejas, caballos. Desarrollaron una notable industria de la lana. Trabajaban con intensidad la minería de la plata y el cobre, que explotaban en un conjunto de factorías situadas entre Cádiz, Huelva y Sevilla. Los turdetanos estaban acostumbrados a negociar con los cartagineses, como con los demás extranjeros que hasta entonces habían aparecido por allí, pero lo que ahora tienen que afrontar es una invasión en toda regla. Se saben inferiores al ejército de Amílcar, pero el deseo de independencia puede más. Resueltos a ofrecer resistencia, organizan a toda prisa un ejército con ayuda de las tribus celtíberas de Sierra Morena. Aquí es cuando aparece nuestro primer héroe, Istolacio. ¿Quién era? No lo sabemos a ciencia cierta. Para unos, era rey de alguna ciudad turdetana; para otros, un guerrero celta puesto al frente de aquellas improvisadas huestes. El hecho es que en este Istolacio, que comparece en la batalla junto a su hermano Indortes, recae la grave responsabilidad de frenar al mayor ejército que hasta entonces había penetrado en España.

El destino del guerrero

La historia sólo nos ha legado el final de la batalla: un desastre. Nada podía oponerse al ejército de Amílcar, con sus elefantes, sus máquinas de guerra y sus masas de caballos. Cartago aniquiló a los turdetanos y arrasó sus campos. La represalia sobre los vencidos fue feroz. Istolacio afrontó su suerte: Amílcar lo mandó torturar y crucificar. Aún cuatro siglos después, la memoria de su gesto perduraba. Un historiador romano, Dion Casio, lo contó así: Luchando Amílcar contra los íberos y los tartesios, con Istolacio, general de los celtas, y su hermano, dio muerte a todos, entre ellos a los dos hermanos, con otros sobresalientes jefes, y alistó a sus propias órdenes tres mil, que había apresado con vida.

Dion Casio dice que Amílcar mató a los dos, a Istolacio y a su hermano Indortes. Es verdad, pero no fue en el mismo acto. De hecho, aquí viene lo más estremecedor: a pesar de la severa derrota, aquella gente decidió seguir resistiendo. Indortes, que había escapado a la matanza, se retiró hacia el noroeste. Reunió a lusitanos y vetones, probablemente entre Cáceres y Salamanca. Pudo organizar un nuevo contingente y repitió la locura: hacer frente al ejército más poderoso de su tiempo. Amílcar volvió a ganar.

Indortes fue capturado y, como su hermano, torturado y crucificado. Pero el cartaginés se replanteó su ofensiva. No era posible seguir avanzando para encontrarse a cada paso con un ejército hostil. Así que cambió de planes y, en vez de internarse en la meseta, retornó al Mediterráneo, que consideraba territorio seguro. Sin embargo, allí le llegaría el primer gran descalabro.

Hemos de trasladarnos a algún lugar entre la costa valenciana y el interior de Aragón. Amílcar tiene sus bases en Acra Leuka, Alicante. Desde allí amenaza a todas las tribus celtíberas del interior. Un caudillo celtíbero, Orissón, siente su orgullo herido. No sabemos si Orissón había vivido los desastres de Istolacio e Indortes. Lo que nos consta es que reunió un fuerte ejército con los pueblos del área y que, sabedor de la potencia cartaginesa, trató de derrotar a Amílcar con una mezcla de astucia, bravura y sorpresa. Orissón se presentó en el campo cartaginés con un pequeño contingente, haciendo creer al enemigo que le estaba ofreciendo sus servicios como tropa mercenaria. Mientras tanto, los celtíberos disponían su fuerza con una singular vanguardia: toros bravos. Fue esa manada de toros bravos, con teas ardiendo en sus astas, la que embistió contra los elefantes de Cartago. Un clásico de nuestro siglo XIX, Modesto Lafuente, lo describió así: Notable y extraña fue la estratagema de que los españoles entonces se valieron. Delante de las filas colocaron gran número de carros tirados por bravos novillos, a cuyas astas ataron haces embreados de paja o leña. Encendiéronlos al comenzar la refriega, y furiosamente embravecidos los novillos con el fuego, metiéronse por las filas de los cartagineses que enfrente tenían, causando horrible espanto a los elefantes y caballos y desordenándolo todo. Cargan entonces los confederados sobre el enemigo, y aprovechando Orissón el momento oportuno, únese a los celtíberos y hace en los cartagineses horrible matanza y estrago. El ejército invencible de Amílcar se vio sorprendido por aquellos toros de fuego, que desordenaron sus filas; por los celtíberos que avanzaban tras los astados y, para colmo, por Orissón, que en el momento oportuno, y desde el propio campo cartaginés, cargó contra las tropas enemigas. Fue la primera derrota de Cartago en la península ibérica.

Dicen que la venganza de Amílcar fue terrible. Dicen que Orissón terminó cayendo en manos cartaginesas y que su suerte fue atroz. Son cosas que sólo podemos conjeturar a partir de la tradición, pues no hay constancia propiamente histórica de lo que pasó después. Lo que sí sabemos es que Amílcar vio frustrada por segunda vez su ambición de penetrar en el interior de la península ibérica. Aún lo intentaría una vez más, y en ese envite moriría: el gran jefe de Cartago perdió la vida en combate contra los celtíberos vetones. Le sustituiría su yerno Asdrúbal y, a la muerte de éste, el hijo de Amílcar, Aníbal. Pero eso ya es otra historia.

A nosotros lo que nos queda es el fragor de una manada de toros salvajes cargando contra los elefantes cartagineses y los tres nombres de aquellos primeros jefes guerreros: Istolacio, Indortes, Orissón… En adelante, su memoria será invocada cada vez que en estas tierras aparezca un invasor.

No merecen caer en el olvido.

31 de Enero, Festividad de San Juan Bosco, Confesor



uan Melchor nace en 1815, junto a Castelnuovo, en la diócesis de Turín. Era el menor de los hijos de un campesino piamontés. Su niñez fue muy dura. Su padre murió cuando Juan tenía apenas dos años y medio. La madre, Margarita, analfabeta y muy pobre, pero santa y laboriosa mujer, que debió luchar mucho para sacar adelante a sus hijos, se hizo cargo de su educación.

El primero de sus 159 sueños proféticos

A los nueve años de edad, un sueño que el rapazuelo no olvidó nunca, le reveló su vocación. Más adelante, en todos los períodos críticos de su vida, una visión del cielo le indicó siempre el camino que debía seguir.

En aquel primer sueño, se vio rodeado de una multitud de chiquillos que se peleaban entre sí y blasfemaban; Juan Bosco trató de hacer la paz, primero con exhortaciones y después con los puños. Súbitamente apareció Nuestro Señor y le dijo: "¡No, no; tienes que ganártelos con la mansedumbre y el amor!" Le indicó también que su Maestra sería la Santísima Virgen, quien al instante apareció y le dijo: "Toma tu cayado de pastor y guía a tus ovejas". Cuando la Señora pronunció estas palabras los niños se convirtieron primero, en bestias feroces y luego en ovejas.

Una gran cualidad: su interés por la salvación de la juventud

El sueño terminó, pero desde aquel momento Juan Bosco comprendió que su vocación era ayudar a los niños pobres, y empezó inmediatamente a enseñar el catecismo y a llevar a la iglesia a los chicos de su pueblo. Para ganárselos, acostumbraba ejecutar ante ellos toda clase de acrobacias, en las que llegó a ser muy ducho. Un domingo por la mañana, un acróbata ambulante dio una función pública y los niños no acudieron a la iglesia; Juan Bosco desafió al acróbata en su propio terreno, obtuvo el triunfo, y se dirigió victoriosamente con los chicos a la misa.

La alegría de Don Bosco

Los muchachos de la calle lo llamaban: ‘Ese es el Padre que siempre está alegre. El Padre de los cuentos bonitos’. Su sonrisa era de siempre. Nadie lo encontraba jamás de mal humor y nunca se le escuchaba una palabra dura o humillante. Hablar con él la primera vez era quedar ya de amigo suyo para toda la vida. El Señor le concedió también el don de consejo: Un consejo suyo cambiaba a las personas. Y lo que decía eran cosas ordinarias.

Durante las semanas que vivió con una tía que prestaba servicios en casa de un sacerdote, Juan Bosco aprendió a leer. Tenía un gran deseo de ser sacerdote, pero hubo de vencer numerosas dificultades antes de poder empezar sus estudios. A los dieciséis años, ingresó finalmente en el seminario de Chieri y era tan pobre, que debía mendigar para reunir el dinero y los vestidos indispensables.

El alcalde del pueblo le regaló el sombrero, el párroco la chaqueta, uno de los parroquianos el abrigo y otro, un par de zapatos. Después de haber recibido el diaconado, Juan Bosco pasó al seminario mayor de Turín y ahí empezó, con la aprobación de sus superiores, a reunir los domingos a un grupo de chiquillos y mozuelos abandonados de la ciudad.

San José Cafasso, sacerdote de la parroquia anexa al seminario mayor de Turín, confirmó a Juan Bosco en su vocación, explicándole que Dios no quería que fuese a las misiones extranjeras: "Desempaca tus bártulos --le dijo--, y prosigue tu trabajo con los chicos abandonados. Eso y no otra cosa es lo que Dios quiere de ti".

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Para leer la biografía del Santo, haga click sobre su imagen.

Los Falsos Dogmas



Una vez más publico un artículo con doble objeto, el artículo en sí mismo, y presentar al autor. Para conocerlo, y conocer su buena muerte haga click sobre la imagen.




por Victor Pradera



Acción Española
Madrid, 1.º de enero de 1932
tomo I, número 2
páginas 113-122



n cualquiera ciencia hay un punto de partida no sujeto al raciocinio. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva. Afirma entonces, lo que ve porque lo ve, no por otra evidencia que le sirva para afirmar lo que súbitamente no viera.

Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de conocimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus conocimientos –es decir, elabora las ciencias– pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en consecuencia, dos operaciones distintas: una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el proceso por el cual las así entendidas nos conducen mediante el raciocinio a las investigadas o inventadas. Ello pone de resalto que los conocimientos entendidos, aun siendo de orden distinto que los conocimientos discursivos, proceden de la misma potencia espiritual; y que tanto unos como otros son indispensables en la elaboración científica, al punto de que ésta sería imposible sin los primeros.

En los tiempos modernos es de absoluta necesidad dar el debido relieve a este resultado de la observación psicológica. No hay ciencia humana alguna, no puede haberla, sin la aceptación previa de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comprobada. Quienes pretendan fundarla sobre principios sujetos en totalidad al raciocinio no saben lo que se dicen o dicen lo contrario de lo que saben. Hay un limite a la facultad crítica del hombre, a su avidez de justificación de todo lo que corre con el sello de la verdad, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos claridad tan adecuada a la naturaleza del entendimiento humano, que para que éste los perciba le basta su simple presencia. Por ello se denominan en toda ciencia las primeras verdades.

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30 de enero de 2009

Bach - Brandenburg Concertos No.2



1.- Allegro moderato




2.- Andante





3.- Allegro assai


BWV 1047, Freiburg Baroque Orchestra

La Shoah, ¿Verdad de Fe?


por el Dr. Mario Caponetto

Tomado del Blog de Cabildo




onfieso mi ignorancia. No sabía que se ha agregado un nuevo artículo al Credo. No lo supe, en realidad, hasta que leí la edición cotidiana del diario oficial u oficioso de la Santa Sede, “L’Osservatore Romano”, del 26 – 27 de enero pasado. Allí, en primera plana, bajo el título Un libreto equivocado, que lleva las iniciales de Carlo di Cicco, subdirector del diario, encontré el siguiente párrafo: “De la aceptación del Concilio desciende necesariamente una límpida posición sobre el negacionismo (se refiere a la negación del holocausto judío). La declaración Nostra aetate , que representa la más autorizada revisión católica respecto del hebraísmo, deplora «los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones del antisemitismo dirigidas contra los hebreos en cualquier tiempo y por cualquiera que fuere». Se trata de una enseñanza no opinable para un católico(lo destacado en color es mío).

Vayamos por parte. La Santa Sede levantó la excomunión a cuatro obispos pertenecientes a la Fraternidad San Pío X, consagrados en 1989 por Monseñor Marcel Lefebvre y excomulgados por Juan Pablo II. La medida causó una ola de indignación en altos círculos judíos porque uno de los cuatro obispos, Monseñor Richard Williamson, en declaraciones ante la televisión sueca, hace unos meses, puso en duda la versión oficial del Holocausto judío con lo que el prelado habría incurrido —según el dictamen de aquellos círculos judaicos— en el “negacionismo”, al parecer una suerte de herejía secular contraria al dogma inamovible de la Shoah.

Por tanto, si el Papa vuelve a admitir en la comunión de la Iglesia a quien incurre tan claramente en “negacionismo”, no queda sino concluir que el propio Benedicto XVI o bien avala el “negacionismo” o al menos lo tolera. Y esto significa, eo ipso, borrar el Concilio Vaticano II, con Nostra ætate incluida, abjurar del diálogo con los judíos y volver a las andadas preconciliares. Ni más ni menos, tal es el razonamiento de los judíos. No puede sorprendernos. Ellos niegan a Cristo. Rechazan, con violenta obstinación, cualquier propuesta de conversión. No quieren al Mesías. “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron”. Las palabras del Evangelio de San Juan siguen allí, clavadas en el misterio de la historia.

Pero, ¿los católicos? Se supone que estamos obligados a discernir. Precisamente, lo que el articulista del “L’Osservatore Romano” no hace. Por empezar no es cierto que de las enseñanzas del Concilio se derive posición alguna sobre el llamado “negacionismo” si por tal se entiende la apreciación —siempre opinable— de un hecho histórico que en sí misma está reservada a la competencia de la ciencia histórica. Menos puede pretenderse que esa posición resulte “no opinable para un católico” como si se tratase de una verdad de fe o de moral. ¿Es que ahora la Shoah, en su versión oficial, es un dogma de Fe? ¿Acaso cuestionar o negar mediante el método de las ciencias históricas un hecho histórico constituye un atentado a las enseñanzas infalibles del Magisterio?


Curioso. En una época en que todo es opinable, en que no se sanciona a casi nadie, en que corren dentro de la Iglesia las más variadas propuestas teológicas, litúrgicas y pastorales sin el menor cuidado por la ortodoxia, nos venimos a enterar de que un católico no puede opinar libremente acerca de un hecho histórico.

Además, me decía un amigo, buen cristiano, humilde y devoto: “Pero… ¿cómo? Los judíos niegan a Cristo y nadie, en la Iglesia, dice nada y se sigue adelante con el diálogo y la amistad. Pero si un obispo niega el holocausto el diálogo se corta y se acaba la amistad. ¿En qué quedamos?” Dejo picando la pregunta.

Pero, al final, ¿qué pretenden nuestros “hermanos mayores” tan fielmente secundados por no pocos católicos, esos católicos “mistongos” como los definió Castellani? Primero nos hicieron renunciar al deicidio. Después nos obligaron a pedirles perdón por haber contribuido al antisemitismo en épocas oscuras de la Iglesia. Ahora, al parecer, van por más. Pronto escucharemos en nuestros templos la nueva versión ampliada del Credo: “Creo en … el perdón de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna y la Shoah. Amén”.


Carta de Monseñor Richard Williamson al Cardenal Castrillón Hoyos


Enviada el 28 de Enero de 2009 y publicada en el día de la fecha.

Tomado de Dinoscopus (el blog de Mons. Williamson)


To His Eminence Cardinal Castrillón Hoyos


Your Eminence

Amidst this tremendous media storm stirred up by imprudent remarks of mine on Swedish television, I beg of you to accept, only as is properly respectful, my sincere regrets for having caused to yourself and to the Holy Father so much unnecessary distress and problems.

For me, all that matters is the Truth Incarnate, and the interests of His one true Church, through which alone we can save our souls and give eternal glory, in our little way, to Almighty God. So I have only one comment, from the prophet Jonas, I, 12:

"Take me up and throw me into the sea; then the sea will quiet down for you; for I know it is because of me that this great tempest has come upon you."

Please also accept, and convey to the Holy Father, my sincere personal thanks for the document signed last Wednesday and made public on Saturday. Most humbly I will offer a Mass for both of you.

Sincerely yours in Christ

+Richard Williamson

Traducción:

A Su Eminencia Cardenal Castrillón Hoyos

Su Eminencia:

En medio de este tremenda tormenta levantada por comentarios imprudentes de mi parte en la televisión sueca, le ruego que acepte, con el debido respeto, mi sincera manifestación de pena por las innecesarias angustias y problemas que he causado a Ud. y al Santo Padre.

Para mí, lo que realmente tiene importancia es la Verdad Encarnada, y los intereses de Su única verdadera Iglesia a través de la cual solamente es posible salvar nuestras almas y dar gloria eterna, en nuestro modesto modo, al Dios Todopoderoso. Por eso pues, solo hago un comentario, tomado del profeta Jonás, I,12.

Tómenme y arrójenme al mar, así el mar se encalmará para ustedes: porque sé que es a causa de mí que esta gran tempestad nos ha sobrevenido”.

Por favor, acepte también, y transmita al Santo Padre mi sincero agradecimiento personal por el documento firmado el pasado miércoles y hecho público el sábado. Con la mayor humildad ofreceré una misa por ambos.

Suyo sinceramente en Cristo.

+ Richard Williamson


La Economía Política y el Cristianismo (8 y último)





por S.E.R. Zeferino Card. González Díaz de Tuñón O.P.




VIII



e nos dirá tal vez, que la Economía política ha prestado también servicios no despreciables a los diferentes miembros de la sociedad en general, y a las clases indigentes en particular. Es verdad, y no seremos nosotros ciertamente los que neguemos esos servicios ni los que desconozcamos los bienes y ventajas que las modernas naciones deben a la ciencia económica. Empero sí afirmaremos otra vez más, que esos servicios hubieran sido y serian más sensibles, más universales y, sobre todo, más fecundos, si la ciencia económico-política se hubiera inspirado en los principios cristianos, si no se hallara informada por cierto espíritu de hostilidad más o menos encubierta contra las ideas, instituciones y tendencias de la doctrina católica, dejándose arrastrar y avasallar por el espíritu racionalista, que al depositar en su seno los gérmenes del sensualismo, ha torcido y falseado su marcha natural y racional. Las investigaciones y enseñanzas de esta ciencia sobre las leyes que rigen la producción de las riquezas, sobre la importancia y dignidad del trabajo, sobre las condiciones y causas de su energía y fecundidad, sobre el cambio y distribución de las riquezas, sobre las ventajas e inconvenientes de la libre concurrencia, sobre el poder y resultados del crédito, sobre organización del trabajo y de los impuestos, sobre mejoramiento de las clases indigentes, etc., etc., hubieran sido, a no dudarlo, más acertadas, más legítimas, y sobre todo, más provechosas y fecundas en resultados prácticos, si se hubieran verificado bajo las inspiraciones de la idea católica y con subordinación al criterio cristiano. La Economía política, como toda ciencia, merece los homenajes de todo hombre pensador y de recto corazón, considerada en si misma; pero esto no quita que sea por desgracia una verdad, que no ha producido todo el bien que pudiera y debiera haber producido, a no haberse separado del cristianismo. Más aún; en virtud de esta separación y hostilidad contra el cristianismo, ha sido arrastrada fatalmente a abrazar, sobre ciertos problemas, soluciones racionalistas y teorías sensualistas, perniciosas en sumo grado a la sociedad en general, y a las clases indigentes en particular.

Y no es por cierto necesario buscar muy lejos la prueba de esta afirmación, porque nos la suministra manifiesta y palpable el problema de la miseria que nos viene ocupando. Acabamos de indicar, en efecto, los medios morales y materiales que la Economía político-cristiana recomienda y practica para combatir la llaga del pauperismo, disminuir sus fatales resultados y dulcificar los padecimientos de las clases necesitadas. Y bien: pongamos ahora en frente de esos medios y de las instituciones católicas, los medios e instituciones de la Economía política racionalista: pongamos en frente de la teoría cristiana las teorías de las escuelas económicas inspiradas en el racionalismo y el sensualismo.

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29 de enero de 2009

30 de Enero, Festividad de Santa Martina, Virgen y Mártir








Tomado del Santoral del R.P. Juan Croisset, S.J.






ació Santa Martina en Roma, de padres tan distinguidos y tan calificados, que su padre fue tres veces cónsul, hacia el principio del siglo II. Eran cristianos, y así criaron á la niña con el mayor cui­dado en la piedad cristiana.

Desde sus más tiernos años hizo tantos progresos en la virtud, que fue ejemplar y aun confusión de muchos fieles adultos. Penetrada de las verdades de nuestra religión y favo­recida de dones celestiales, sólo se ocupaba en obras de caridad, pasando los días en la oración y el retiro. Estaba como escondida dentro de su propia virtud; y al paso que iba creciendo en edad, se iba también adelantando en espíritu.

Imperaba á la sazón Alejandro Severo, que, aunque se mostró benigno con los cristianos, no por eso dejó de haber muchos mártires, entre los cuales fue uno nuestra Martina. Es verosímil que la persecución fuese obra de los ministros del emperador, cubriéndose con las leyes del imperio y con los decretos de los emperadores que no estaban revocados. Habiendo llegado á noticia de los magistrados que Martina era cristiana, la mandaron comparecer para que diese cuenta de la reli­gión que profesaba. Compareció la santa doncella con modestia tan noble y tan cristiana, que los jueces no pudieron menos de mirarla con respeto, y aun con veneración. La preguntaron luego si era verdad que fuese cristiana. Ten­go la dicha de serlo, respondió la Santa con tono firme, y me hacen mucha lástima los que no logran la misma dicha que yo. ¿Es posible, re­plicó uno de los jue­ces, que una donce­lla de tu entendi­miento y de tu espí­ritu, tan rica y tan hermosa como tú, haya dado en las fantasías y supers­ticiones de los cris­tianos? Deja de re­conocer por Dios á un hombre que por sus delitos fue cru­cificado, y ven al templo del grande Apolo á ofrecerle sacrificio. Este dios, á quien profesa singular devoción nuestro emperador Augusto, derramará sobre ti á manos llenas beneficios y favores, luego que le rindas aquella veneración y aquel culto que por tantos títulos le son debidos. : "Como no reconozco otro Dios más que el único á quien adoro, replicó Martina, tampoco debo rendir á otro veneración ni culto. Mi mayor nobleza y prenda mayor de que me precio es ser cris­tiana; teniendo también por la mayor de todas las felicidades el derramar toda mi sangre y ofrecer mi vida en defensa de mi reli­gión. Admiróme, ciertamente, que unos hombres como vosotros, entendidos, discretos y capaces, tengáis por Dios á una estatua de mármol ó de bronce, fabricada á golpes de martillo por un artífice que vale mucho más que ella. Y, en fin, para que conozcáis por vuestra propia experiencia qué ridículas son esas divinidades quiméricas á quienes dedicáis vuestros cultos, llevadme, si gustáis, al templo de vuestro Apolo, y veréis cómo reduzco á polvo á esa men­tida deidad en vuestra misma presencia."

Irritados los jueces al oír respuesta tan generosa y tan noble, mandaron que fuese conducida al templo de Apolo, para ofrecer sa­crificio; y, caso de resistirse á obedecer, que sin remisión alguna fuese atormentada con los mayores suplicios. Apenas descubrió la Santa el templo, levantó los ojos y las manos al Cielo é hizo esta devota oración: «Dios y Salvador mío, que sa­casteis de la nada todas las criaturas, y que todas las reducís á la nada cuando es vuestra voluntad, dignaos de oír la oración de esta humilde sierva vuestra, y haced ver á este ciego pueblo que sólo Vos merecéis nuestra adoración y nuestro culto, y que los ídolos suyos, que son obra de sus manos, son indignos de la menor vene­ración ».

Apenas acabó la Santa de pronunciar estas palabras, cuando se sintió un espantoso terremoto, que llenó de terror á todos: una parte del templo se desplomó, y la estatua de Apolo quedó hecha mil pedazos. Se oyó la voz del demonio que residía en aquel ídolo, y dijo en tono formidable: «¡Oh Martina, sierva del verdadero Dios, tú me arrojas de mi casa, donde vivía tantos años ha, y es preciso ce­der á la omnipotencia de tu Dios, que va á llenar de calamidades á este imperio».

Fueron testigos de este suceso la mayor parte de los ministros del emperador; y temiendo el furor del pueblo, que atribuía los mila­gros de los cristianos á magia y encantamiento, mandaron que, sin respeto á la calidad ni á la tierna edad de Martina, fuese apaleada con gruesas varas nudosas, y fuese arañado su rostro con uñas aceradas. Durante este horrible suplicio estaba la santa doncella bendi­ciendo á Nuestro Señor Jesucristo, y dándole gracias por la merced que la hacía de padecer algo por su santo Nombre y por su gloria. La consoló el Señor y la alentó con una luz celestial, asegurándola que triunfaría de todos sus tormentos. Viendo los verdugos todas estas maravillas, de repente dejaron de atormentarla, y, arroján­dose á sus pies, declararon altamente que eran cristianos, y supli­caron á la Santa que los alcanzase del Señor la gracia del martirio. Fueron oídos prontamente, porque el juez les mandó cortar á todos las cabezas.

No cabía en sí de gozo Santa Martina al ver la victoria que su dulce Esposo Jesucristo acababa de conseguir de sus enemigos; y, como el tirano la instase para que ofreciese sacrificio y no se expu­siera á que se ejecutase con ella lo que acababa de ejecutar con los otros, le respondió la santa doncella, con cristiana intrepidez; que los tormentos más crueles eran para ella favores insignes y placeres exquisitos, y que, así, en vano se cansaba en tentar su fe y su cons­tancia. Enfurecido el tirano, mandó que la despedazasen de nuevo con garfios agudos, y que la llevasen arrastrando al templo de Diana; pero apenas apareció en él la Santa, cuando el demonio salió del templo haciendo un espantoso ruido, á que se siguió un rayo que redujo á ceniza la estatua de Diana.

No pudiendo el tirano sufrir la injuria que hacía á la religión del emperador aquella tierna doncella, mandó que fuese atormentada con crudelísimos suplicios. Empleóse el hierro y el fuego en martirizar á aquella cristiana heroína, que, en medio de los mayores tormentos, no cesaba de bendecir y de alabar al Señor; hasta que, cansado en fin el tirano, lleno de confusión por verse vencido de una tierna doncellita, la mandó cortar la cabeza, coronando de esta manera con tan glorioso martirio su fe y su vir­ginidad.

Fue siempre célebre en Roma la memoria de esta insigne Santa, en cuyo honor se edificó una capilla en el mismo lugar donde estaba sepultada, junto á la cárcel Mamertina, al pie del monte Capitolino. Pero lo que aumentó mucho más la celebridad de su culto fue la invención y la traslación de sus reliquias en el pontificado de Urba­no VIII. Se halló el sagrado cuerpo entre las ruinas de la primitiva iglesia el día 25 de Octubre del año de11634. Estaba cerrado en una caja ó ataúd de barro, la cual descansaba sobre una gran piedra, y todo dentro de un nicho ó de dos estrechas paredes, cubierto de tie­rra y de cascajo. La cabeza estaba separada en un plato ó bacía de cobre, toda desgastada y medio roída del orín, y daba indicios de ser cabeza de una doncellita de pocos años. Asistió á esta célebre traslación el papa Urbano VIII con gran número de cardenales, y desde entonces creció mucho la devoción á Santa Martina, así en Roma como en toda la Cristiandad.

¿Será cierto?

Visto en Rorate Caeli

The Catholic Australian weekly The Record publishes this week this most relevant report: the Traditional Anglican Communion could be received as a Personal Prelature of the Catholic Church before the end of the year.

The Vatican’s Congregation for the Doctrine of the Faith has decided to recommend the Traditional Anglican Communion be accorded a personal prelature akin to Opus Dei, if talks between the TAC and the Vatican aimed at unity succeed, it is understood.

The TAC is a growing global community of approximately 400,000 members that took the historic step in 2007 of seeking full corporate and sacramental communion with the Catholic Church – a move that, if fulfilled, will be the biggest development in Catholic-Anglican relations since the English Reformation under King Henry VIII.

TAC members split from the Canterbury-based Anglican Communion headed by Archbishop Rowan Williams over issues such as its ordination of women priests and episcopal consecrations of women and practising homosexuals.

The TAC’s case appeared to take a significant step forwards in October 2008 when it is understood that the CDF decided not to recommend the creation of a distinct Anglican rite within the Roman Catholic Church – as is the case with the Eastern Catholic Churches - but a personal prelature, a semi-autonomous group with its own clergy and laity.

Opus Dei was the first organisation in the Catholic Church to be recognised as a personal prelature, a new juridical form in the life of the Church. A personal prelature is something like a global diocese without boundaries, headed by its own bishop and with its own membership and clergy.

Because no such juridical form of life in the Church had existed before, the development and recognition of a personal prelature took Opus Dei and Church officials decades to achieve.

An announcement could be made soon after Easter this year. It is understood that Pope Benedict XVI, who has taken a personal interest in the matter, has linked the issue to the year of St Paul, the greatest missionary in the history of the Church.

The Basilica of St Paul outside the Walls could feature prominently in such an announcement for its traditional and historical links to Anglicanism. Prior to the English Reformation it was the official Church of the Knights of the Garter.

The TAC’s Primate, Adelaide-based Archbishop John Hepworth, told The Record he has also informed the Holy See he wants to bring all the TAC’s bishops to Rome for the beatification of Cardinal Henry Newman, also an Anglican convert to the Catholic Church, as a celebration of Anglican-Catholic unity.

J.S. Bach - Brandenburg Concertos No.1



1.- Allegro moderato




2.- Adagio




3.- Allegro




4.- Menuetto - Trio- Polacc


BWV 1046, Freiburg Baroque Orchestra

A Nuestra Señora de los Buenos Libros


Enviada por María Luz López Pérez
desde Santiago de Compostela


A la Virgen de los Buenos Libros



odo el amparo, señora,
de mi libro en ti le libro,
pues es libro en quién Dios

enquadernó sus prodigios.

Si al que es vida le ceñiste
en tu virgen pergamino,

ya libro eres de la vida;

vida has de ser de los libros.

El gran Autor con la pluma

del espíritu divino,

sobre tu papel intacto,

sacó su palabra en limpio

sin copia, por ser tú sola;

sin tinta, por ser arminio;

sin original obscuro,

y sin borrador delito.

Libro eres de cuenta,

donde el más estrecho juizio

siempre suma lo constante

pero nunca lo caído;

libro de memoria,
siempre
para hacerme beneficio,
y en blanco, pues por ti Dios

mis culpas ponen olvido;

de Palma, o libro, tus hojas

en tu concepción las miro,

allá en tu parto azucenas

y en tu soledad cuchillos.

Tu esseción es privilegio,

tu tassa precio infinito,

general tu aprobación,

gloria el fin, gracia el principio,

impresión estrellas, coma,

la luna, punto el sol mismo,
rectas líneas, blanco margen,

luces letras, cielo estilo

y al fin concepción sin mácula

es el título aplaudido
de tu libro,
porque es Dios,

el concepto de tu libro.

Oh libro cerrado a culpas
y abierto a humanos gemidos;
borre un rasgo de tus gracias
las erratas de mis vicios.

Romance Anónimo. S. XVII



Don Blas de Lezo y Olavarrieta


Tomado del Blog El guarida de Goyix



i visitamos la ciudad de Londres podremos ver una famosa zona de la misma llamada Portobelo, o admirar la tumba que rinde homenaje a la figura de Edward Vernon en la Abadía de Westminster, sin embargo la realidad arroja para ellos una dudosa gloria debido a las acciones de un marino español, que vergonzosamente y en paralelo ha sido olvidado tras su participación en una de las batallas más desiguales y cruentas de la Historia.



Figura 1 - Blas de Lezo y Olavarrieta


Blas de Lezo y Olavarrieta nace en Pasajes (Guipúzcoa, España) el 3 de febrero de 1689. Pertenece a una familia de nobleza baja con ilustres marinos entre sus antepasados y en un pueblo prácticamente dedicado en exclusiva a la mar. Por ello no debe extrañar que con apenas doce años, en 1701, se enrole como guardiamarina al servicio del conde de Toulouse, Alejandro de Borbón hijo de Luis XIV. Se integra en la armada francesa porque la española era apenas inexistente, la situación era calamitosa y lamentable, fiel reflejo del descalabro económico y la decadencia de los Austrias.

Tres años más tarde estallará la Guerra de Sucesión en España, al no dejar Carlos II descendencia alguna, enfrentando a Felipe de Anjou por parte francesa y al archiduque Carlos de Austria apoyado por Inglaterra, ya que esta última temía el poderío que alcanzarían los borbones en el continente. Fue frente a Vélez-Málaga, el 24 de agosto de 1704, cuando se produce la batalla naval más importante del conflicto. En dicho combate se enfrentaron 96 naves de guerra francoespañolas (51 navíos de línea, 6 fragatas, 12 galeras, 8 brulotes y otras 19 naves variadas) y 68 navíos de línea angloholandeses, sufriendo 1500 y 2700 bajas respectivamente. Blas de Lezo participó en aquella batalla a bordo del Foudroyant (104)* batiéndose de manera ejemplar hasta que una bala de cañón le destrozó la pierna izquierda, teniéndosela que amputar por debajo de la rodilla. Debido al valor demostrado en aquel trance y en el propio combate, es ascendido en 1704 a Alférez de Bajel de Alto Bordo por Luis XIV y se le ofrece ser asistente de cámara de la corte de Felipe V.

Evidentemente necesitó una larga recuperación y rechazó estar en la corte, pues ambicionaba conocer la artes marineras y convertirse en un gran comandante. En 1705 vuelve a bordo y aprovisiona la asediada Peñíscola. Después de esto hostiga el comercio de Génova teniéndose que enfrentar al británico Resolution (70), que se rinde ante el marino vasco. Continúa patrullando el Mediterráneo apresando numerosos barcos ingleses realizando valientes maniobras con un arrojo impropio, tanto es así que se le premia permitiendo llevar sus presas a Pasajes, su pueblo natal. Pero enseguida es requerido por sus superiores y en 1706 se le ordena abastecer a los sitiadores de Barcelona al mando de una pequeña flotilla.

Sirviéndose de su aguda inteligencia realiza su cometido brillantemente, escapa una y otra vez del cerco que establecen los ingleses para evitar el aprovisionamiento. Para ello deja flotando y ardiendo paja húmeda con el fin crear un densa nube de humo que los protegiera, pero además carga “sus cañones con unos casquetes de armazón delgada con material incendiario dentro, que, al ser disparados prendía fuego a los buques británicos” 1. Los británicos se ven impotentes ante tal despliegue de ingenio. Posteriormente se le destaca a la fortaleza de Santa Catalina de Tolón donde toma contacto con la defensa desde tierra firme en combate contra los saboyanos. En está acción y tras el impacto de un cañonazo en la fortificación, una esquirla se le aloja en su ojo izquierdo, perdiendo para siempre la vista del mismo.
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