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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

18 de abril de 2009

El Barón Rojo, el Caballero del Aire



por José Luis Orella



Tomado de Arbil


La caballerosidad dentro del horror de la guerra.

n los inicios de la aviación, el Barón Rojo se convirtió durante la primera guerra mundial en el piloto más famoso de la contienda y en el modelo de hombre que atrajo a muchos jóvenes a una pasión que siempre ha tenido el hombre desde el vuelo de Icaro, el volar y contemplar la Creación desde el cielo.
El barón Manfred von Richthofen, nacido el 2 de mayo de 1892 en Breslau, capital de Silesia, actualmente en Polonia, era el mayor de tres hermanos, cuyo origen venía desde que la baronía les fue concedida por Federico el Grande. Como joven aristócrata prusiano se educo para la carrera militar ejercitándose en multitud de deportes como la caza, la equitación y la natación. Ingresó en caballería donde llegó a ser teniente de lanceros. Su temeridad le hizo caer por poco prisionero de los rusos y cuando fue destinado al frente occidental le ocurrió lo mismo con los franceses, pero la caballería no tenía sitio en las trincheras y se ocupó de problemas de intendencia. Su espíritu rebelde se negó a seguir en un puesto burocrático y solicitó el traslado a un arma en período de formación como era el servicio del aire en mayo de 1915.
Manfred se convirtió en un gran observador del frente desde su avión, pero un encuentro con el as Oswald Boelcke, le decidió a pasar a ser piloto de caza. El capitán Boelcke fue el encargado de reorganizar un arma maltrecha, en un momento en que los alemanes habían perdido su iniciativa en el aire. Hasta entonces los aviones volaban solos y no había un mando único. Desde entonces, la aviación tuvo su jefe en el general Ernst von Hoeppner y los aviadores fueron agrupados en escuadrones o Jagdstaffeln de catorce aviones. Boelcke fue el jefe del nº 2 y forjó a sus hombre en el espíritu de equipo, no quería individualidades, la victoria del equipo era lo importante, no quien derribase al enemigo. von Richthofen fue su alumno predilecto, aunque no el mejor, al principio el examen de piloto lo aprobó a la tercera y no estaba considerado como uno de los mejores.
La enseñanza de su capitán le fue perfeccionando el estilo, Boelcke escribió unas normas de vuelo basadas en su experiencia, pero en octubre de 1916, con cuarenta victorias, el as murió en un accidente por colisión con otro avión. Richthofen tenía ocho derribos, pero entonces consiguió derribar en un duelo espectacular al comandante Lanoe Hawker, uno de los británicos más prestigiosos, condecorado con la Cruz Victoria. En enero de 1917, Manfred consiguió por su 16 victoria la deseada Pour le Merite más conocida como el Max azul. Este reconocimiento al as vivo con más victorias que les quedaba a los alemanes, le fue reconocido con el mando de su propia escuadrilla, la nº 11. Manfred aplicó a su hombres las enseñanzas en equipo de su profesor Boelcke y su escuadrilla fue la más famosa, aparte, Manfred mandó pintar su avión de un rojo que se veía a gran distancia, siendo desde entonces conocido, como el Barón rojo. Entre sus alumnos más aventajados resultaron Kurt Wolff y Karl Allmenröder, quienes consiguieron 33 y 30 victorias y la consabida Max azul.
1917 fue un año de combates intensos, el Barón rojo se convirtió en el as por antonomasia de los hombres del káiser y su derribo sería premiado por lo británicos con 5000 libras. Entretanto, Lothar von Richthofen, hermano menor del barón se integró en la escuadrilla, demostró también cualidades como su hermano, llegando a derribar 40 aviones al final de la guerra. En primavera, el Barón rojo tenía 45 victorias y la entrada en la guerra de Estados Unidos ocasionó una llegada masiva de aviadores norteamericanos. Además, su alto nivel había rebasado a todos los pilotos de la gran guerra y sus pilotos para guardarlo de las balas enemigas pintaron sus aviones de color rojo, aunque su hermano Lothar lo hizo de amarillo. Al Barón rojo le fue asignado una unidad mayor que controlaba 50 aviones, como ejemplo de sus hombres, el resto de las escuadrillas pintaron sus aparatos de los colores más llamativos siendo llamada la unidad el Circo volante. Sin embargo, el fin de los ases se aproximaba, el máximo héroe francés y aliado, Georges Guynemeyer fue abatido con 54 victorias, poco después lo era el alemán Werner Voss con 48, un excéntrico piloto que le gustaba ir bien vestido por si le capturaban, para poder gustar a las chicas de París. En la última ofensiva alemana, el Barón rojo consiguió su victoria 80, era el más calificado piloto de la guerra, pero en un combate, un piloto canadiense, en un acto fortuito consiguió matarlo, cayendo el alemán muerto en poder de la infantería australiana.
El Barón rojo fue enterrado con todos los honores al enemigo caído. A sus 26 años, este noble prusiano había firmado una de las páginas más brillantes del comienzo de la aviación.

Anécdotas de un Mártir Mexicano: Padre Miguel Pro




El Padre Pro fue un valiente sacerdote y conocido pastor de los católicos mexicanos durante la gran persecución religiosa que azotó a ese país durante los años 1925-1930. La policía lo perseguía a muerte, pero él les hacía unas maniobras que los desconcertaba. He aquí algunas.






ientras la policía lo buscaba de casa en casa para matarlo, él, muy campante, estaba en un teatro dictando conferencias espirituales a más de cien muchachas del servicio. Y ninguna de ellas contó a nadie dónde estaba el Padre Pro.

En una ocasión iba el Padre Pro en un taxi y, de pronto se dio cuenta de que la policía lo venía persiguiendo en otro carro. -"Siga usted su viaje, sin detenerse" - dijo al taxista - "que yo me lanzo a la calle". Y así lo hizo. Pero para disimular el porrazo que se daba, echó luego a andar por la calle como caminado de borracho y diciendo palabras sonoras. La policía creyó que era un verdadero borracho y siguió adelante. Sólo unos minutos después se dieron cuenta los agentes de que el tal "borrachito" era el "Padre Pro", y se devolvieron corriendo, pero ya se les había escapado.

Un día en plena calle se dio cuenta de que unos policías venían en su busca. Entró entonces a una farmacia y, tomando del brazo a una hermosa señorita, le dijo: "Diga que es mi novia, porque, si no, me echan a la cárcel"-. La señorita aceptó, y la policía al verlo del brazo con una muchacha (él iba vestido de civil) creyó que éste no podía ser el padre que ellos buscaban... Unos momentos después llegó el sargento y al describirle ellos cómo era el "novio", les grito furioso: "¡Pues ese es el cura Pro!". Corrieron a prenderlo, pero ya se les había escapado otra vez.

Estando el Padre Pro en un alto edificio, presidiendo una reunión de muchachos de Acción Católica, cuando menos pensaron, se hallaron con que la policía había rodeado el edificio. El Padre se escondió en un armario en el preciso momento en que entraba al salón el coronel, con dos pistolas en las manos, preguntando por "El Cura Pro". Los muchachos le dijeron que ellos no sabían dónde estaría dicho sacerdote, pero el militar, lleno de furia les gritó: "Tienen un minuto para que me digan dónde está ese padre, o los mato a todos". Mas en ese momento sintió que le colocaban un cañón frío en la nuca. Era el Padre Pro, que había salido del armario. -"Suelte esas pistolas o muere", le dijo el Padre. El coronel, tembloroso, soltó las pistolas que fueron recogidas por los muchachos. -"Ahora ustedes huyan", gritó Miguel Pro a los jóvenes. Y éstos salieron apresuradamente a esconderse y salir luego por los subterráneos del edificio. Luego el Padre dijo con tono picaresco: "Y usted, señor coronel, vuélvase, para que vea con qué lo puse manos a lo alto y lo desarmé". El coronel dio media vuelta y vio con gran humillación que el cañón frío que había sentido con miedo en la nuca era el pico de una botella vacía. Con una simple botella vacía había desarmado el padrecito a un coronel que llevaba en sus manos pistolas cargadas.

Al final, para evitar que mataran a varios católicos que tenían presos, el Padre Pro se entregó a la policía, y ésta lo fusiló el 23 de noviembre de 1927.

Camino al lugar de fusilamiento uno de los agentes le preguntó si le perdonaba. El Padre le respondió: "No solo te perdono, sino que te estoy sumamente agradecido". Sus últimas palabras fueron: "VIVA CRISTO REY".

-Adaptado del libro del P. Eliécer Sálesman.

De los autos sacramentales




por D. Marcelino Menéndez y Pelayo

Fragmento de su Discurso sobre los Autos Sacramentales







ijo Miguel de Cervantes, príncipe de los ingenios españoles y esclavo del Santísimo Sacramento, que «el mezclar lo humano con lo divino es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento». No quisiera yo que sobre mí recayese el peso de tan justa sentencia, ni dejo de recelar que pueda parecer inoportuna la intervención de un humilde profesor de letras humanas en un acto que principalmente requiere el concurso de las divinas. El solemne misterio que estos días conmemoramos, la inefable emoción que embarga toda alma cristiana ante el espectáculo de una muchedumbre congregada de todos los términos de la tierra para rendir tributo de fe y amor a Cristo Sacramentado, parece que ahuyenta todo pensamiento profano y hiela en los labios toda palabra que no sea una oración. Sólo la voz de la ciencia teológica puede levantarse potente y autorizada para esclarecer, en cuanto es concedido a nuestra débil luz intelectual, los arcanos del dogma. Temeridad sería en el simple fiel pretender escudriñarlos. Bástale acercarse con pavor y reverencia a la mesa donde se sirve el pan de los ángeles. Suene, pues, el acento de los doctores que de la Iglesia tienen misión para enseñar; ya en la cátedra del Espíritu Santo, ya en las tesis y disertaciones de este grandioso Congreso. Preparemos los oídos para escucharlos y abramos el espíritu a la eficacia de su doctrina, que no caerá en suelo estéril si la recibimos con razonable obsequio y corazón contrito y humillado.

Es este misterio de amor centro de la vida cristiana, lazo estrechísimo entre el cielo y la tierra, entre Dios y el hombre; Sacramento augusto de la ley de gracia, que en él recibe su perfección y complemento mediante la comunión substancial del sacratísimo cuerpo de Cristo velado en las especies eucarísticas. Este sacrificio perenne e incruento, que cada día se ofrece en innumerables aras, es promesa de inmortalidad y prenda sacrosanta del rescate humano. Por él forma la cristiandad un cuerpo místico que recibe la savia de su Divino Fundador y liga a todos sus miembros con vínculos de caridad indisoluble. Sin la inmolación perpetua de la Víctima Sagrada no se concibe el sacerdocio ni el altar. La vida parece como que se disipa entre las nieblas de un intelectualismo vago, sin llama de amor ni eficacia en las obras. Este único y verdadero sacrificio no es sombra y figura como los de la Ley Antigua, sino realidad presente y eterna, renovación del sacrificio del calvario, que salva a todo hombre que quiere salvarse. En él está la raíz del orden religioso, y por él se difunde en nuestra naturaleza regenerada y transfigurada el raudal de la gracia.

Pero este raudal a todas partes llega, y no hay facultad humana que en sus aguas no se purifique, cuanto más aquella tan noble y excelsa, que a nuestro espíritu fué concedida, de manifestar, por medio de imágenes sensibles, la belleza ideal, pura, inmóvil y bienaventurada, como Platón la columbró en sus ensueños; como la mostró la Revelación cristiana, no en la vaga región especulativa, ni encubierta bajo las sombras y cendales del mito y de la alegoría, sino viva, triunfante y gloriosa en la persona del Verbo Encarnado, fuente de todo bien y toda sabiduría. El arte, pues, y cada una de las artes, principalmente el arte de la poesía, que por su universalidad parece que las comprende a todas, ha sido en el pueblo cristiano, y sobre todo en el nuestro de la edad de oro, una forma de enseñanza teológica, una cátedra abierta a la muchedumbre, no en el austero recinto de las escuelas, sino en la plaza pública, como en los días triunfantes de la democracia ateniense, a la radiante luz de nuestro sol nacido para reverberar en las custodias y convertirlas en ascuas de oro. Con tales alas volaba el genio de nuestros poetas, ante millares de espectadores de imaginación fresca y dócil, de entendimiento despierto y ágil para seguir las más sutiles abstracciones, y de voluntad tan perseverante y firme como recio era su brazo, templado en todos los campos de batalla del mundo.

Así nació aquel género dramático, tan propio y peculiar nuestro, que a duras penas consiguen los más eruditos extranjeros darse cuenta de su especial carácter, y no son pocos los que con notoria impropiedad le usan como nombre genérico de toda representación a lo divino. Los autos sacramentales tienen un tema único, aunque de fertilidad inagotable y desarrollado con riquísima variedad de medios y recursos artísticos: el dogma de la presencia eucarística. Este dogma es el que en las obras de nuestros poetas reduce a grandiosa unidad toda la economía del saber teológico y reviste de símbolos y figuras, a un tiempo palpables y misteriosas, la historia y la fábula, el mundo sagrado y el gentil, los áridos esquemas de la dialéctica y los arrobamientos del amor místico, para ofrecerlo todo, como en un haz de mirra, ante las aras del divino pan, multiplicado en infinitos granos.

Vivimos entre prodigios: sin la luz de la Revelación son enigmas indescifrables nuestra cuna y nuestra tumba; no hay instante sin milagro, según la vigorosa expresión de nuestro dramaturgo, y cumple el arte su fin más sublime cuando nos sumerge en las tinieblas de la noche oscura del alma para aleccionarnos con aquel extraño género de sabiduría que el gran doctor del Carmelo comprendió en tres versos tan sencillos en la letra como hondos en el sentido:


Entréme donde no supe,
Y quedéme no sabiendo,
Toda ciencia transcendiendo.


Son las alturas de la contemplación mística de difícil acceso para el pie más ágil y para el más alentado pecho, ni es la doctrina de la perfección espiritual materia de mero deleite estético, sino regla y disciplina de la voluntad y del entendimiento. Error grave, y en nuestros tiempos muy vulgarizado, es el de buscar la verdad por el camino del arte, o suponer que cierta vaga, egoísta y malsana contemplación de un fantasma metafísico que se decora con el nombre de belleza pueda ser norma de vida ni ocupación digna de un ser inteligente. En el fondo de este diletantismo bajo y enervante, feroz y sin entrañas, late el más profundo desprecio de la humanidad y del arte mismo, que se toma así por un puro juego sin valor ni consistencia. Cierto es que las formas bellas tienen valor por sí mismas y le tienen también por su rareza, puesto que son tan fugaces las apariciones con que recrean la mente de los humanos; pero su propia excelencia intrínseca no se concibe sin el sello del ideal que llevan estampado, puesto que meras combinaciones de líneas, de colores, de sonidos musicales o de palabras sometidas a la ley del ritmo serán un material artístico muerto, hasta que la voz del genio creador flote sobre las ondas sonoras y sobre el tumulto de las formas anhelantes de vida, como flotaba el espíritu de Dios sobre las aguas.

Id a Tomás. Principios fundamentales del pensamiento de Santo Tomás (15)




por Eudaldo Forment


Tomado de Gratis Date



15


Existencia de Dios



a creación del mundo en el tiempo no es racionalmente demostrable por razones apodícticas, pero si lo es la contingencia de los entes del mundo. De la contingencia, Santo Tomás da la siguiente definición: «Contingente es lo que puede ser y no ser» (STh I, 86, 4, in c). Lo necesario, en cambio, no puede no ser.
Esta definición de la contigencia, como posibilidad de no ser o de no existir y a la vez la de ser, deriva de la definición clásica de la contingencia ontológica de Aristóteles de lo no necesario ni imposible (Primeros analíticos, I, 32, 47b). Con la exclusión de lo necesario y lo imposible, se afirma que lo contingente se contrapone a lo necesario.
Es contingente lo que existe, pero que igualmente podría no existir, lo que por su naturaleza, per se, no es determinado a existir, como, por el contrario, lo es el ser necesario. En los entes, el no existir ha precedido a su existencia y a ella seguirá la no existencia. Lo contingente tiene una duración limitada.
También explica Santo Tomás:«Lo contingente puede ser considerado de dos maneras. Una en cuanto contingente. Otra, en cuanto que en lo contingente hay cierta necesidad, ya que no hay ente tan contingente que en sí mismo no tenga algo de necesario. Ejemplo: el hecho de que Sócrates corra, en sí mismo es contingente. Pero la relación de la carrera con el movimiento es necesaria, ya que si Sócrates corre, es necesario que se mueva» (STh I, 86, 3 in c.).
Siempre hay algo necesario en las cosas, pero se trata de una necesidad por otro, per aliud, por el nexo de las causas. De manera que todos los entes, actualmente existentes, deben su necesidad a algún otro ente.
No se encuentra el ente contingente absoluto. Tampoco una necesidad absoluta, sino entes necesarios relativamente. En esta necesidad relativa se puede distinguir un doble sentido de la necesidad, lo necesario para, o para que sea el ente posible, y lo necesario por, que sea necesario por otro.
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17 de abril de 2009

No tienen ni idea



Editorial del Nº 80 de Cabildo


por el Dr. Antonio Caponetto


Tomado del Blog de Cabildo




e acababa la primera semana de abril, y desde algún rincón bonaerense, no sabemos si inaugurando una cloaca o en un acto partidario (sea la comparanza excusándonos con el albañal), la Kirchner desafiaba a la oposición espetándole que sólo la escuchaba hablar “del color de pelo, del zapato o de la cartera de la presidenta”, pero no “del debate de ideas”. A su lado —según registra indiscreta fotografía— un conocido dúo de manco y bizco, que la sirven y la mandan según convenga, la miraba cual mandril expectante del plátano fecundo.

Lo que Cristina no sabe es que la primera que no tiene la menor idea de lo que es un debate de ideas es ella misma, sumida en las sombras morales e intelectuales de una vida entregada al activismo, la fraseología, las finanzas turbias, el snobismo ramplón y la vacuidad comiteril. Su mal es justamente la misología —el odio al logos—, aquel envilecimiento de la inteligencia que denunciara Platón, retratando una caverna mucho menos tenebrosa, por cierto, que la Quinta de Olivos. Tampoco sabe que si la atención que suscita la monopolizan sus adminículos o su pelambre, ello se debe a que su opción existencial no ha sido precisamente la de la contemplación metafísica, sino la de la vanagloria más crasa. La que acertadamente describiera Baudelaire cuando despreciaba a los petimetres y narcisas, seres minúsculos exclusivamente preocupados en vivir y morir ante un espejo.

No son, pues, las ideas, las que pudiera discutir la presidenta, sino acaso su distorsión; esto es, las ideologías; y mucho menos aún, la degradación de las mismas, que son los meros fenómenos, las pasiones bajas, las pulsiones del rencor, las caprichosas crispaciones del resentimiento, los cambiantes humores del animo jactancioso y colérico. Ni ella ni él —maldito par delictivo y mentiroso que tiraniza a la patria— pueden ser depositarios de otra categoría ética que no sea el monoideísmo, obsesión compulsiva y violenta; en este caso, por conservar un poder que sólo saben usar en contra del bien común. Como lo ven evaporarse sin retorno, como se ven a sí mismos en pronta e indecorosa fuga y objetos del odio de la sociedad entera, el escozor los perturba, y ya no hay zapatos ni carteras ni melenas que puedan disfrazar más la degeneración que los consume. La era del kirchnerismo ha terminado. Queda, como tras los sismos trágicos, una tierra agrietada, repleta de ruinas, muertes, hedor y enlodamiento.

Y es aquí cuando deberían aparecer las verdaderas ideas. La de la reconquista nacional, la de la rehabilitación de la virtud, la del emplazamiento de la justicia, la de la edificación de la concordia, la del restablecimiento de la historia, la de la reparación del Orden. Las antiguas y perennes ideas de esa civilización y de esa ciudad que no está por inventarse ni por construirse en las nubes, como decía San Pío X. Porque ha existido y debería existir: es la Civilización Cristiana, la Ciudad Católica. “No se trata más que de instaurarla y restaurarla sobre sus naturales y divinos fundamentos contra los ataques, siempre renovados de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad”.


Por cierto que después de la hediondez del kirchnerismo no llegará nada diferente en su naturaleza, sino el mismo estiércol depuesto por el mismo sistema; la misma gentuza, el mismo y repugnante Régimen.

Así —y fatalmente así— será mientras la Argentina siga sustituida y desplazada por la democracia, que sella su catástrofe, garantiza su cautiverio y asegura su desmoronamiento.

Nosotros seguiremos testimoniando la Verdad. Porque mientras ella tenga testigos fieles e insobornables habrá esperanza. Conscientes de que en la memoria de los pueblos y en la tradición de las comarcas, no existe la posteridad de los zapatos, las carteras y las pilosidades, sino la de las ideas nobles y veraces, sostenidas —aún en medio de las ruinas— por varones y mujeres cabales. Inescoltables por la rendición
.

Diderot, o el burgués vagabundo





por D. Ruben Calderón Bouchet




Tomado de La Enciclopedia y el Enciclopedismo
Ediciones OIKOS, Buenos Aires, 1983.








"Escritor incorrecto, traductor infiel, metafísico atrevido, moralista peligroso, mal geómetra, físico mediocre, filósofo entusiasta, literato que ha escrito muchas obras pero del que no podemos decir que conozcamos un buen libro", así pre­senta la figura de Diderot un enjundioso estudio sobre el Siglo de las Luces realizado por Jean-Marie Goulemot y Michel Launay, autores que se declaran continuadores de la Ilustración. Su frase "Todo cambia todo pasa. Sólo el todo dura" es un ejemplo de la profundidad filosófica de Diderot. Sin em­bargo su figura ha sido exaltada tanto en el Occidente liberal como en la URSS como campeón del progresismo y como defensor de la soberanía popular.

La vida de Diderot

En el siglo XVIII la preponderancia social y espiritual del burgués impone ya su marca utilitaria a todo el ámbito de la cultura. Las ciencias positivas substituyen, entre la gente ilus­trada, el saber tradicional y determinan en alguna medida la "forma mentis" de la nueva sabiduría filosófica que hallará en Alemania sus expresiones más acabadas. En Francia, la filosofía es apenas una retórica y, como lo expresó el mismo Denis Diderot, no se podía ser filósofo sin sacri­ficar un gallo a las musas, especialmente a la del teatro y la poesía, porque eran las formas más extendidas de la literatura. Diderot consideraba también imprescindible que para ser filósofo había que ser ateo. Voltaire no llegó a una conclusión tan terminante y se contentó con ser deísta: una modalidad más atenuada del ateísmo y más de acuerdo con su espíritu utilitario.
Diderot amó demasiado sus caprichos y sus fantasías para frenar su inteligencia en los umbrales de la conveniencia social. No era, como Voltaire, un gran burgués que preparaba, conforme a las exigencias del poder absoluto, el predominio de un raciona­lismo ilustrado contenido en los límites de un economicismo prag­mático. Diderot era un hijo del pueblo, destinado por su proce­dencia y su capacidad intelectual a hacer carrera en el clero. Hay en su porte, en su blandura física y en sus gustos por las franca­chelas voluptuosas una falta de mesura y circunspección que hace pensar en un clérigo vagabundo, perdido en el tumulto de la Ilus­tración. Catalina La Grande, que tuvo la oportunidad de cono­cerlo personalmente y de echar sobre él una mirada libre del espejismo literario, dijo que era un atolondrado, un charlatán y un payaso. No obstante, no le escatimó su ayuda, y gracias a las mercedes de la zarina Diderot pasó sus últimos años en una rela­tiva holgura.
Nació en Langres, en octubre de 1713, en el seno de una fa­milia de artesanos-comerciantes. El padre fabricaba y vendía cu­chillos, navajas, tijeras y otros instrumentos cortantes de fácil ubicación comercial en una zona rural como aquélla. Fue alumno de los jesuítas, como Voltaire, pero no tenía, como el hijo del notario Arouet, la posibilidad de entrar a tra­bajar en el despacho paterno. Los Diderot, al sobresalir en los latines, podían aspirar al cargo de canónigos. Este hubiera sido el destino de Denis, si su precocidad erótica no hubiese pesado tanto en la orientación de sus propósitos. Un tío ya canónigo, que suponemos cargado con todas las alforjas de la sabiduría familiar, hizo brillar ante los ojos de los padres una prebenda eclesiástica como un seguro sobre el porvenir del muchacho. Denis no se tentó y aceptó abandonar sus estudios y ponerse modestamente en la fragua paterna y seguir con los cuchillos. El morbo de la cultura había afectado seriamente el cerebro del joven estudiante y, tras haber martillado unos días sobre el yunque, volvió a los latines, convencido de que sus manos habían sido hechas para sostener la pluma y dar vueltas las hojas de los libros.
Los jesuítas pensaban lo mismo y trataron de persuadir a Denis que era mucho más conveniente entrar en el seminario de la Compañía de Jesús que amontonar sebo en el pedestre usu­fructo de una canonjía eclesiástica. Diderot estaba en la edad del heroísmo y probablemente no amaba en exceso a su impor­tante tío, el canónigo de Vigneron. y decidió seguir el señuelo pro­puesto por los jesuítas: un par de años en el colegio Louis Le Grand de París y luego el noviciado.
El padre, que decididamente prefería la canonjía, lo llevó a la capital de Francia y lo puso en el Colegio d'Harcourt, donde Denis completó sus estudios hasta recibir el título de "maestro de artes".
El ambiente de París puso término a sus inclinaciones sa­cerdotales y Diderot se lanzó a una franca bohemia, de la que extrajo esa experiencia que volcó en su obra maestra, Le Neveu de Rameau, que tanto gustó a Goethe. Cuando el padre se enteró de sus andanzas le cortó los víveres y Denis se vio librado a sus propias fuerzas y a algunos subsidios clandestinos que la madre le hacía llegar con una sirvienta de la casa.

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17 de Abril, Festividad de San Aniceto I, Papa y Mártir


San Aniceto le tenemos devoción muchísimos sacerdotes españoles, todos los que hemos estudiado en el Pontificio Colegio Español de Roma. Los restos de San Aniceto reposan en un riquísimo sarcófago, que probablemente perteneció al mausoleo de la familia imperial de Septimio Severo y ahora sirve de soporte al altar mayor de la capilla, que fue consagrado el año 1910 por el cardenal Merry del Val.
El Colegio Español ocupa un hermoso palacio renacentista que levantaron los duques de Altemps. Esta familia, de origen alemán, dio a la Historia gobernantes y capitanes y a la Iglesia cardenales y prelados. El fundador de la misma fue un condottiero de las tropas de Carlos V. Un siglo más tarde el duque Juan de Altemps pidió al papa Clemente VIII, con el que estaba emparentado, que le cediese las reliquias de San Aniceto, conservadas en las catacumbas de San Calixto, lo que se llevó a cabo el año 1604, con motivo de haber tomado aquel Pontífice la decisión de trasladar desde los antiguos cementerios suburbanos a iglesias más seguras los cuerpos de los santos que todavía reposaban allí.

El piadoso duque hizo labrar una riquísima capilla, exornándola con mármoles y decorándola con pinturas alusivas al martirio del papa San Aniceto.
A finales del pasado siglo la familia de los Altemps había decaído y su palacio pasó a propiedad de la Santa Sede. Por entonces un sacerdote español, cuyo proceso de beatificación está en marcha, planeaba la fundación en Roma de un colegio donde pudieran hacer su formación eclesiástica en la Ciudad Eterna los clérigos españoles que designasen sus prelados. Este sacerdote, don Manuel Domingo y Sol, pasó no pocas dificultades en su noble empresa. Tras unos años difíciles, en que recorrió con su grupo de colegiales varios edificios romanos, mereció que el mismísimo Papa le prestase su apoyo, y León XIII le cedió en 1894 el Palazzo Altemps.
Y aquí empieza la relación de los sacerdotes españoles con San Aniceto. En el gran fresco que decora la bóveda de la capilla el pintor diseñó la apoteosis del Santo glorioso, que, rodeado de barrocas guirnaldas de ángeles como amorcillos, extiende su capa pontifical mientras sube a lo alto. Yo siempre quise ver en este gesto un símbolo de su protección al colegio. Y también debió verlo y experimentarlo el propio Mosén Sol, quien en circunstancias apuradísimas para la reciente fundación prometió que una lucecita habría de brillar perennemente, noche y día, cabe su sepulcro. En mis tiempos de alumno siempre la vi arder, y alguna vez yo mismo la aticé. Cuando posteriormente he estado en Roma la luz seguía luciendo, aunque ahora fuese una bombillita eléctrica. Y he pensado a veces si todos los papas, aun aquellos que figuran en el martirologio, tendrán la dicha de que ininterrumpidamente brille una lámpara de amor y gratitud bajo su tumba. San Aniceto, patrón del Colegio Español de Roma, sí la tiene.
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16 de abril de 2009

Semblanza del Padre García Vieyra



por el Dr. Antonio Caponetto


El R.P. Fr. Alberto García Vieyra, O.P., fue un discípulo fiel del Aquinate y puede decirse de él, como se dijo de su maestro, que fue un sabio-santo o un santo-sabio.
En esta bitácora se han publicado algunos de sus escritos. (ver aquí). El último hace apenas una semana.
Providencialmente, en un intercambio epistolar, el Dr. A. Caponetto me envía esta Semblanza del Padre García Vieyra, todavía inédita.
Como el fraile de marras no era un "padre-Obispo" a la manera de Lugo, ni participaba de profanaciones, perdón, quise decir celebraciones ecuménicas con el rabino Bergman en la catedral metropolitana, como nuestro mediático Cardenal, murió desconocido por la enorme mayoría de la feligresía católica nacional, y ni mencionar la internacional, habiendo sido un faro seguro por el que guiarse en estos últimos 40 años de tinieblas en mares borrascosos sembrados de escollos.
Leer esta Semblanza y publicarla fue todo uno. En ella se nos presenta a Fray Alberto, y a la luz de su enseñanza, el autor nos propone un modelo de Ley de Educación y de Maestro.
Que esta especie de prólogo sea un merecido tributo de agradecimiento al R.P. Fr. García Vieyra y al autor de su Semblanza, por la luz derramada.
El Cruzamante



- I –

Retrato

aime García Vieyra quiso llamarse para siempre Fray Alberto, cuando decidió su ingreso a la Orden Dominicana, en la que profesó hacia 1935. Antes había estudiado medicina y hacia allí parecía rumbear su vocación.

Pero había nacido en la hermosa ciudad de Altagracia, en 1912. Y Córdoba lo puso providencialmente en contacto con ese maestro singular que fue Martínez Villada. Junto a él, en el Instituto Santo Tomás de Aquino, descubrió el llamado sacerdotal, como lo hicieran otros notables condiscípulos. Tal, el inolvidable Padre Mario Agustín Pinto.

La filosofía la cursa en Córdoba y en Buenos Aires, la teología en el Angélico de Roma, hasta que se ordena en 1939, y se doctora tres años después con una tesis sobre los dones del Espíritu Santo en San Alberto Magno.

Recorrió diversas provincias de la patria. Rezó y estudió intensamente. Predicó la Verdad sin fisuras, dejó múltiples y esclarecedores escritos, y al fin, en pleno Adviento, murió el 20 de diciembre de 1985, en la ciudad de Santa Fe1.

Allí lo conocimos, cuando terminaba la década del ’70. Tenía fama de santidad y de sabiduría, dicha la frase sin hipérbole alguna. Era un dato cierto –un secreto a voces- que las inteligencias sacerdotales y laicales más prominentes, cuando estaban ante alguna duda teológica lo iban a consultar a Fray Alberto. Era otro dato indiscutido que el hombre consultado tenía tanta seguridad en las respuestas como tolerancia cero, no ya frente a errores formales sino ante comunes contemporizaciones con el error. Y era al fin una tercera certeza, que este hombre de hablar monótono y cansino, pronunciaba los juicios más categóricos y esclarecedores, las verdades más rotundas y definitivas, sin inmutar su serenidad , su gracejo, y su imborrable tonada.

Sentí temor y temblor al verlo sentado entre quienes iban a escuchar la conferencia que me habían pedido unos amigos santafecinos. Y lo manifesté públicamente, con palabras de enfático reconocimiento a su trayectoria, su persona y su ciencia. El se rió de sí mismo, estruendosamente, como para compensar en público el elogio que en público le hacía. Y al acabar mi clasesita, me retó en privado –seria y paternalmente- por haber mortificado su modestia. Entonces, sólo entonces, cuando lo vi verdaderamente herido en su decisión de ser apenas un grano de mostaza que pasa inadvertido, comprendí la verdad de la otra leyenda que pesaba sobre el Padre: la de su humildad extrema. Años después, publicaría su meditación precisamenmte sobre la humildad, que habría de leer con fruición2. Pero yo ya había recibido la lección práctica, y no la había olvidado.

Una segunda lección me fue dada durante un Congreso en Rio Tercero, provincia de Córdoba. Me tocó estar en un panel con abundancia de católicos oficiales, algunos de los cuales intregraban el equipo asesor de un Ministro de Educación, cuestionado en aquellos días por las izquierdas a causa de una materia llamada Formación Moral y Cívica, que había incorporado a la enseñanza media con mejores intenciones que recta doctrina. Los expositores pugnaban por demostrar que la susodicha asignatura era respetuosa del pluralismo y de la libertad de creencias. Y lo peor es que casi estaban convenciendo a muchos. El Padre se hallaba sentado en la primera fila de asientos. Se las ingenió para hacerse oir sin micrófono, recordando que una ley o una medida de gobierno no es buena si conforma a los creyentes de todo tipo y laya, si no si conforma a Dios y guarda conformidad con las enseñanzas de la Iglesia. Un aplauso casi generalizado coronó su oportuna intervención. Al llegarme el turno de hablar, sólo quise decir que me contaba entre quienes habían aplaudido estentóreamente a Fray Alberto.

Con razón los frailes Daniel y Rafael Rossi, O.P, al presentar su enjundioso Catecismo, testimonian con gratitud y coraje su “palabra de contemplativo: profunda y luminosa, bella y clara”, y lo reconocen como arquetipo vivo a quien tuvieron la gracia de poder emular en el “período de formación” en “la vida religiosa”3.

Ya había muerto el fraile cuando regresé al Convento de Santa Fe. Me recibió mi dilecto y admirado amigo, Fray Armando Díaz, O.P, uno de sus hijos espirituales que más empeñosamente ha reivindicado su vida y su obra, continuando con el mismo espíritu. Le encarecí que me llevara ante su tumba. Está debajo del altar mayor, en una cripta. A solas frente al ataúd del glorioso cura, me sonaron como pronunciadas por primera vez aquellas antiguas palabras del Credo:creo en la resurrección de la carne.

- I –

Una obra de misericordia

Aunque la vida y la obra del Padre Alberto García Vieyra pueda presentarse, como pocas, al modo de una unidad orgánica al servicio de la educación católica; y aunque pueda afirmarse, genérica pero propiamente, que educó con su palabra y con sus actos, nos ha dejado sin embargo una diversidad de trabajos, en los que esplende -de un modo ya específico y directo- su sólido pensamiento pedagógico.

Nos referimos, en este orden, a cuatro valiosos tratados: Ensayos sobre Pedagogía, según la mente de Santo Tomás de Aquino (Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1949), Política Educativa (Buenos Aires, Huemul, 1967), Los fines de la educación, ponencia presentada en las Primeras Jornadas de Filosofía de la Educación, convocadas por la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná de la Universidad Nacional de Entre Ríos, en septiembre de 1 977, y El legislador frente a la pedagogía, nueva ponencia defendida esta vez en las Jornadas Educativas realizadas en Santa Fe, por la Hermandad Seglar de Santo Domingo, entre mayo y junio de 1984.

Son cuatro obras notables, frutos de una verdadera artesanía espiritual, en las que pueden admirarse la sabiduría del teólogo, la ciencia del filósofo, el sentido común del auténtico pedagogo, pero sobre todo, la caridad del maestro católico, que ha entendido y cumplido la olvidada lección catequística de que enseñar al que no sabe es una obra de misericordia. En consecuencia, no es posible cultivar y ejercitar ningún magisterio auténtico, sin la asistencia de los dones del Espíritu Santo; ya que sólo ellos -como dictaba San Pio X- nos dan la prontitud necesaria para perfeccionar la vida cristiana.

He aquí la rotunda e inicial afirmación de Fray Alberto. Educar es mester de miser cordis: asistir el corazón mendicante del otro. No en lo que el término connota de huero sentimentalismo, sino en tanto define la interioridad creatural. Porque ordenado al Cor Jesu, el corazón del cristiano cumple “un papel glorioso y manifisto”, ha dicho Von Hildebrand4 . Nadie puede llegarse hasta los lindes de la intimidad del prójimo, con el propósito de elevarlo, si no posee la ciencia y el consejo, el entendimiento o el temor de Dios, y aquellas otras fuentes de Luz que nos dejó el Paráclito. Un verdadero peregrinaje hacia la alteridad, podría haber dicho Leon BIoy.

Obra de misericordia, dones del Espíritu Santo, Pentecostés como fiesta pedagógica por antonomasia, ¿podrán comprender e imitar este primer aprendizaje, esa multitud de docentes que se llaman católicos apenas porque trabajan en escuelas parroquiales o congregacionales? ¿Será posible que alguna vez vuelvan la mirada hacia los saberes fundantes y desechen las modas culturales impuestas alternativamente?

Aquellos cuatro trabajos mencionados del Padre García Vieyra requerirían para su análisis y aprovechamiento, mucho más que estos descoloridos y breves apuntes, pues campean entre sus páginas eruditas reflexiones sobre el objeto formal de la ciencia pedagógica, el papel del interés del niño en el acto educativo, los bienes y las virtudes que la escuela debe comunicar, la crítica a los sistemas naturalistas y laicistas, el sentido del magisterio pontificio o la actualidad del pensamiento del Doctor Angélico. Un regenerador baño de realismo y de apologética en un terreno minado de eclecticismos y de defecciones.

La prudencia sin embargo nos ha hecho seleccionar sólo dos cuestiones. Una en razón de su actualidad y perentoriedad; la otra, paradójicamente, en razón de su perennidad.

Hablaremos entonces de lo que debe ser una ley educativa y de lo que debe ser el maestro.

- II –

La ley educativa

Respecto de la primera cuestión, sus requisitos de legitimidad bien podrían quedar contenidos en una decena de afirmaciones.

En primer lugar, que en una nación histórica y constitutivamente católica, la fe verdadera no puede quedar reducida a una opción individual más. La doctrina siempre vigente de la Realeza Social de Jesucristo, obliga a informar con la Cátedra de la Cruz todas las manifestaciones públicas de la vida comunitaria; y va de suyo que una de esas manifestaciones capitales como es la educación no puede ser la excepción a la regla. Ninguna ley -sostiene el Padre García Vieyra- ningún legislador honrado, puede darle la espalda a la pedagogía de la Gracia Divina, a la Pedagogía de la Redención, a la Pedagogía de Cristo. Sin ella podrán arreglarse tal vez problemas y situaciones instrumentales, pero no podrá resolverse la salvación. Una nación para salvarse necesita lo mismo que un alma: fidelidad a la Verdad Crucificada.

En vano se ensayarán leguleyerías anodinas o eclécticas, híbridas o pluralistas. En vano se cubrirá con la oquedad de un palabrerío pseudotécnico la ausencia de definiciones tajantes. Una ley no puede conformar a todos; esto es, a los irresponsables constructores de la torre de Babel. Una ley debe ordenarse al Autor de la Ley.

Y algo más recuerda Fray Alberto en este punto: la omisión de lo necesario es intrínsecamente repudiable. De modo que establecida como necesidad doctrinaria la aseveración de la Principalía de Cristo, no le es dable a ningún bautizado renunciar a su explicitación. Porque el Señor no renunció a explicitar con sangre su amor por nosotros.

No se sigue en consecuencia, que se especule con la interpretación más o menos acristianada que de tal o cual artículo de una legislación errónea pudieran hacer los creyentes. De poco vale, por ejemplo, aferrarse a la inclusión de la palabra trascendencia en un texto legal, con la mediocre ilusión de fundar a partir de allí una correcta antropología. Se está omitiendo lo necesario; aquello que disiparía la utilización ambigua del término, tornándolo potable para budistas, acuarianos o islamitas. Y aunque nos hayamos acostumbrado a vivir pecando de omisiones y aceptándolas en los demás y en los gobernantes, la incómoda realidad es que el escamoteo de lo necesario -y de su afirmación pública, expresa y concreta- es una forma de traición sutil pero no menos grave.

En segundo lugar, la ley que exprese una recta política educativa debe girar alrededor del débito de justicia que la comunidad tiene para con los educandos.

Repetirá una y otra vez el Padre García Vieyra este concepto. Si es cierto aquello que recordó el Concilio Vaticano II, en la Gravissimun educationis momentum, de la mano de la Divini Illius Magistri, de que todo hombre tiene derecho a una educación conforme a su fin último, a las costumbres y tradiciones patrias; la comunidad, esto es la nación jurídica y politicarnente organizada, queda obligada a una deuda de justicia para con ella misma y con los ciudadanos que la integran. Y esa deuda sólo puede saldarse educando en el cultivo de la triple filiación creatural: la divina, la histórica y la carnal.

El reclamado débito de justicia, en una palabra, no es otra cosa que el formar las inteligencias y las voluntades en el servicio a Dios, a la Patria y al Hogar. El legislador que no reconoce estos derechos, es un legislador injusto. Lo mismo vale decir para aquel que no se atreve a enunciarlos y a incorporarlos expresamente en una ley. Tambien se lavó las manos Pilatos -escribe Tamayo y Baus- pero no hay manos tan sucias que aquellas manos tan lavadas.

Libre de eufemismos y de elipsis, el lenguaje de Fray Alberto, llama injusta e injusto a la legislación y al legislador que no cumplen con el reclamado débito de restituir todas las cosas al Padre.

En tercer lugar, el legislador, al realizar su arte propio de legislar en materia educativa, no debe perder de vista que está cumpliendo una función moral y que, por lo tanto, debe guiarse por los principios del Orden Natural en que toda verdadera ética se funda. No puede hacer su voluntad, ni imponer su ideología o suscribir las corrientes y tendencias en boga. No puede volcarse hacia el relativismo ni hacia el pragmatismo moral. Por el contrario, conociendo y amando al Orden Natural, comprenderá aquello de Chesterton, de que si quitamos el Orden Sobrenatural, no queda el natural, queda la nada.

Bien advierte Shakespeare en su Enrique VI, la amarga confesión de quien dice: “he sido siempre un tunante respecto de las leyes, y como nunca he podido ajustar a ellas mi voluntad, prefiero que las leyes se acomoden a mi gusto”. Fue la razón por la que Martín Fierro -saltando de un clásico al otro- se quejaba de la ley que es “tela de araña”, pues “la teje el bicho grande mas sólo enrieda a los chicos”.

Legislar, en suma, (y legislar en materia educativa no es una excepción) es un acto moral. Y la moral no es invento humano. Oportuno sería al respecto, para quienes crean que esto es obsoleto, volver sobre las páginas aún fescas de la Veritatis Splendor de Juan Pablo II

En cuarto lugar, si la ley tiene que ver y que atender lo que sea objetivamente justo; si la nación soberana in solidum, no puede ni debe faltar a la justicia, y Dios es Justo,como dice la Escritura, los católicos de una patria católica no le estamos pidiendo ninguna dádiva ni ningún favor al legislador cuando le pedimos la educación en la Verdad. No le estamos sugiriendo concesiones sino exigiendo obligaciones. Le estamos reclamando lo que nos corresponde, personal y comunitariamente, y que nos fuera arrebatado por una política facciosa, secularista y errática.

La legislación, insiste el Padre García Vieyra, debe formar una conciencia cierta, no falsa. Cierta por lo que afirme y por lo que rechace. Y ni el naturalismo ni el laicismo, ni el sincretismo y las diversas posturas materialistas e inmanentistas, satisfacen esta demanda de justicia. Porque la común negación de todas estas corrientes es el fin sobrenatural del hombre. Y negándoselo o desconociéndoselo, ningún acto de justicia es posible emprender.

Acostumbrados a andar en retirada, a pedir perdón por existir en tanto tales, los católicos han terminado convencidos de que una enorme deferencia se les hace, cuando un gramo de Orden Natural se deja caer de rondón en la legislación educativa. Fray Alberto nos exhorta y nos conmina en sentido opuesto. No son primero nuestros derechos subjetivos los que están en discusión, sino los deberes del legislador respecto de los derechos de Dios.

En quinto lugar -y aquí el estilo frontal del Padre se vuelve imprecante- es falsa y es injusta toda ley librada al capricho de un Ministro de Instrucción Pública o al socaire de la última reforma constitucional. Lo sostuvo hace cuarenta años desde las páginas ya mencionadas de su Política Educativa, y como ocurre con todas las afirmaciones veraces, parecen dichas para el día de hoy.

Ese subjetivismo del legislador, ese capricho reformista del gobierno de turno, esa arbitrariedad innovadora de cada gabinete o de cada equipo de “expertos”, está en la base de todas las falsedades e injusticias político-educacionales.

Las leyes deben ligarse a una responsabilidad ineludible: la de referirse a hombres enteros, con raíces históricas y tradiciones invulnerables. A hombres que sean -como sintetizaba José Antonio- “portadores de valores eternos”. Y si es sensata la enseñanza de San Agustín en su De Libero Arbitrio, sobre el carácter revocable o mudable propio de las leyes temporales, más sensata aún, si cabe, es su prevención en el sentido de que hay leyes perennes que no pueden revocar los dictámenes circunstanciales de los hombres, y que allí mismos están obligados a proclamar.

Tampoco puede avanzar el subjetivismo legislativo en materia teleológica. Los fines de la educación no corresponden ser enunciados o fabricados por el legislador, sino descubiertos y aceptados. Esos fines brotan de la misma naturaleza humana, y no es lícito -como sucede con inaudita frecuencia- elaborarlos y ejecutarlos a partir de opiniones particulares. Como no es lícito asimismo, en materia de fines, desconocer el llamamiento del Bien Común o reemplazar su entidad por construcciones ideológicas.

El Padre García Vieyra sigue hablando duro. Todas esas fórmulas teleológicas que proponen la educación para la democracia, o para la vida, o para la libertad o para lo que fuere, son falsas e injustas; desconocedoras de la recta antropología y de los fines reales de los hombres y de las comunidades.

La ley tiene que promover y asegurar el Bien Común; y el legislador del ámbito educativo ha de saber que cuenta para ello, con la formación de los hábitos virtuosos, con la jerarquización de los bienes, con el fomento del respeto a la unidad del saber. Y que todos estos principios deben hacerse carne en la formación de los docentes, en la elaboración de los programas, en la redacción de los contenidos, en la labor cotidiana dentro del aula.

En sexto lugar, la legislación escolar debe ser orgánica; es decir, debe tener un orden: o mejor dicho, debe reconocer el Orden. No es ordenado, por ejemplo, darle prioridad a los saberes técnico-instrumentales por encima de los saberes teológicos y filosóficos. O subordinar la contemplación a la acción, la unidad a la multiplicidad, la calidad a la cantidad. No es ordenado posponer o ignorar a la Divina Providencia.

Se habla tanto de ciencia, se siente tanto orgullo al mencionar a la ciencia de la educación, se blasona tanto de cientificidad. Ninguna ciencia educativa puede desconocer la existencia del pecado original, como bien lo decía Pío Xl; que es reiterar también, una vez más, que no se puede ignorar la vida sobrenatural del educando. La forma de tener una ley científica, es teniéndola justa y ordenada, y lo propio de la justicia y del orden es permitir que el hombre cumpla con el fin que se le ha asignado.

Leyes orgánicas no son aquellas que abundan en detallismos formales, sumergidos en una marea pedante de incisos y subincisos. Leguleyería hueca que apenas si puede encandilar a las inteligencias vacías. Leyes orgánicas -y se nos perdonará la redundancia y la insistencia- son aquellas que reconocen el Orden.

En séptimo lugar, y de acuerdo con lo antedicho, cabe concluir -y concluye valientemente el Padre García Vieyra- que si la ley deja a los ciudadanos ineptos para integrarse a los bienes sobrenaturales específicos de una Civilización Cristiana, comete una ofensa y un daño que no le será fácil reparar. Lo mismo, si convierte al Estado en fiscalizador omnipotente y absoluto, y reemplaza su condición de subsidiario por la de tiránico empresario. No se puede aplicar a la legislación escolar la ley de la oferta y la demanda.

Pero es aquí donde el régimen liberal ha cometido una de las más flagrantes contradicciones y uno de los más hirientes atropellos. Ha predicado por un lado, la conveniencia de desmantelar el poderío estatal; no hay crítica que no se le haya formulado al Estado, en nombre del antiestatismo. Ha renunciado a la idea misma de un Estado ético y soberano, y le ha suprimido todos los medios prudencialmente aconsejables para que lo fuera. Sin embargo, mientras esta demolición se consumaba, el Estado se volvía omnipotente y discrecional en materia educativa. Y no se trataba ciertamente de un Estado concebido al modo de Oliveira Salazar como persona de bien, sino como instrumento de control del programa revolucionario anticristiano.

Ayer y hoy resuenan las palabras de Fray Alberto: ‘la legislación argentina no se distingue por su sensibilidad juridica. Es lo menos inteligente que se conoce”. Lamentamos tener que extender el juicio a otras muchas legislaciones.

En octavo lugar, toda ley educativa justa debe asegurar la titularidad de los padres a la educación de sus hijos. Y respetar los derechos de la Iglesia, como mater et magistra, que no pueden equipararse a los invocados por las sectas o los falsos cultos.

Son dos afirmaciones complementarias, si bien se miran.

Hay sólo un par de padres terrenos. El hijo es naturalmente algo de ellos, dirá Santo Tomás en el artículo doce, cuestion décima de la II, lIae de la Summa. “Será pues contra la justicia natural que el niño, antes del uso de razón, fuese sustraído al cuidado de sus padres”. Y se peca contra esta norma, no necesariamente con los extremos violentos de ciertas medidas de los países comunistas, que arrancan decididamente a los hijos de sus casas. En estos casos -dramatismo aparte- es sencillo advertir la maniobra.

La supresión de la titulatidad de los padres a la educación de sus hijos, tiene lugar en los modernos Estados liberales y democráticos, de un modo menos agresivo en apariencia, pero no menos perverso: mediante el control irrestricto de los medios masivos, que desplaza la misión educadora de los progenitores; impartiendo coercitivamente una educación sexual hedonista, promiscua y justificadora de la contranaturaleza; imponiendo los contenidos básicos generales y obligatorios,de acuerdo a una concepción materialista e inmanentista; adelantando la obligatoriedad de la educacion sístematica y convencíendo a los mismos padres, con una propaganda insidiosa, de que ya no son ellos sino los “especialistas” quienes mejor sabrán aliviarlos de las responsabilidades de la crianza; legislando en fin, compulsivamente, sobre salud reproductiva, eufemismo que encubre todo el programa de la cultura de la muerte, induciendo en esta maldita línea ideológica el criterio moral de niños y adolescentes.

Convencidos de ambos presupuestos -de que es mejor “socializar escolarmente” al chico cuanto antes, y de que peritos de toda índole le resolverán los conflictos de una infancia cada vez más compleja- los padres declinan dócilmente, sin necesidad de violencias policíacas, su misión más propia y ennoblecedora.

Hay asimismo una sola Madre espiritual y sobrenatural,que es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, fuera de la cual no hay salvación, aunque tal afirmación dogmática ya no se recuerde. Y también ella es la titular de nuestra crianza de la Fe. Como ocurre con la misión de los padres terrenos, esta titularidad eclesiástica se obstaculiza hoy con campañas insidiosas y malevolentes, cuando no con recursos violentos, pero sobre todo con la penetración deletérea en el cuerpo social del funesto principio del pluralismo y del falso ecumenismo. De resultas, son muchos -y aún algunos de ellos desde adentro de la misma Iglesia- los que están convencidos de que el Magisterio Eclesiástico es una opción más en un menú de ofertas religiosistas, engrosado a diario por la aparición de grupos sectarios para todos los gustos.

“En cualquier escuela a fundarse”, escribía el Padre García Vieyra, “el maestro debe estar como representante de los mismos padres. No del Estado. Porque los hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen a la familia”. Lo mismo podría haber dicho respecto de la Iglesia, puesto que un verdadero maestro también la representa con su cátedra, y padres e hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen sobrenaturalmente a la Esposa. Mas con crudo realismo, que puede ofender a algunos si no sabe interpretarse, agrega el Padre: “En cambio, desde Roca y Sarmiento, el maestro está instrumentado para la corrupción de los alumnos”. No desmiente este doloroso aserto la existencia de profesores ejemplares, que bien sabemos que los hay. Describe empero, con vigor y rabia, el hecho incontrovertible de una clase docente notoriamente envilecida por el laicismo integral, y adiestrada para servirlo sin escrúpulos ni límites.

En noveno lugar, y después de todo lo que se ha advertido sobre los peligros de la estatización educativa, conviene establecer con equidad que tampoco es deseable la extinción del Estado, y que no sería justa una ley que no reconociese su papel.

No toca al Estado ser el totalitario planificador y controlador de las personas, pero sí su resguardo y su cauce. No toca tampoco ser el neutro agente administrador que todo lo permite y justifica, ajeno a los deberes de justicia para con la comunidad histórica. Pero tiene, como decíamos, un oficio subsidiario. Protege los derechos de la familia, secunda los derechos de la Iglesia, ejerce la tutela y la vigilancia de los intereses nacionales; interviene, regula, preserva. Y así como da contención y garantías, puede exigir respeto y actos de servicio. Es un Estado fuerte, no violento; soberano, no servil;profunda y probadamente moral, jamás aséptico ni vil. Si tales condiciones ideales se dieran, bien estaría que el Estado así considerado se reservara en la legislación escolar aquellas prerrogativas que le son propias.

- III –

La libertad de enseñanza

Finalmente, en décimo lugar, enseña el Padre García Vieyra, que es falaz y peligroso el principio de la libertad de enseñanza, proclamado hoy de un modo indistinto y universal como si se tratase de una verdad inconcusa. Y más peligroso aún si se completa con su equivalente, el de la libertad de aprender, cuando cualquier sentido común intacto adivina que no todo aprendizaje es educativo, ni moralmente conveniente.

No basta con la invocada disposición psicológica para fundar la libertad de enseñanza; es decir, con la propensión anímica o la facultad individual del sujeto. Ni tampoco con el derecho a la iniciativa, sin restricciones; ni menos aún con la capacidad económica de fundar un establecimiento o las correspondientes habilitaciones jurídicas. Hay que tener en cuenta qué se quiere enseñar. Quiénes, cómo y para qué.

No puede haber libertad de enseñanza para los enemigos de la genuina libertad que brota de la Verdad. Y si algún sentido tiene hablar de ella es para defender su real fisonomía y alcance ante los diferentes modos -sutiles o desembozados- de despotismo estatal.

La trampa terrible del liberalismo deja sentir en este punto su redoblada e hipócrita presión. Proclama primero todas las libertades, pero en la práctica, ellas se dividen entre libertad gobernante y gobernada. La primera manda irrestrictamente, la segunda debe obedecer y callar. Una se enseñorea y maneja las conductas, impone condiciones, fabrica los límites y las prohibiciones. La otra es una parodia de libertad, caricaturizada a sabiendas y sin vergüenza.

Inmejorablemente lo expresaba San Martín en su conocida carta a Tomás Guido del 1 de febrero de 1834, cuando se preguntaba retóricamente: “Qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime? ¡Libertad!, désela Usted a un niño de dos años para que se entretenga por vía de diversión con un estuche de navajas de afeitar y Usted me contará los resultados. ¡Libertad! para que un hombre de honor sea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan, y si existen se hagan ilusorias... Maldita sea tal libertad, no será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona”.

Se habla de la libertad de enseñanza en nombre del derecho a la iniciativa privada. El contenido y los fines no importan en esta concepción. Lo cierto es que tal derecho no es tal, sino una simple posibilidad del sujeto, la cual, para que pueda arrogarse concreción pública, lo menos que puede garantizar es el cuidado del Bien Común. La mera iniciativa privada no puede, sin más, convertirse en derecho público.

Se habla por otra parte de la libertad de enseñar fundada en la dignidad de la persona humana. Tampoco existe tal petición de principios. El hombre no es digno porque tiene derechos subjetivos. Tiene derechos para poder alcanzar la dignidad, y la dignidad verdadera consiste en vivir en Orden, respetando el fin para el que fue creado.

El personalismo, aún en sus versiones cristianas, concibe al sujeto como autosuficiente, sin débitos de justicia ni deberes respecto del Bien Común. Le basta con proclamar la majestad del individuo, pero se olvida de su indigencia. Por eso sintetiza el punto Fray Alberto, diciendo con su habitual contundencia: “no existe una libertad de enseñanza fundada en la dignidad de la persona humana. Existe una necesidad de la enseñanza fundada en la indigencia de la persona humana”.

No debe deducirse de lo expuesto que toda libertad de enseñanza sea negativa, pues así se ha de llamar también a la defensa de la enseñanza de la Verdad contra todos aquellos que quieran conculcarla. Pero bien estará entonces que la legislación especifique, evitando anfibologías, y que prohiba aquello que Gregorio XVI llamaba libertad de perdición.

De estos diez principios fundamentales del pensamiento pedagogico del Padre García Vieyra, siguese una triple conclusión mas que apta para juzgar nuestra actual situación político educacional:

-Es arbitraria e licita en pueblos bautizados, toda legislación escolar que prescinda de a Ley Natural y de la Ley Divina, por no responder al debitus iustum que la comunidad política tiene para con sus miembros Y la arbitrariedad y la ilicitud llevan al legislador a corromper a su pueblo.

-Las leyes educativas naturalistas e inmanentistas, han llevado a la bancarrota moral y espiritual y han desembocado en el puro hedonismo Se ha llegado a la penosa circunstancia en la cual, no sabemos defender lo nuestro y silenciamos y permitimos que se silencien los derechos de Cristo.

- La ignorancia de lo necesario es tan grave como la afirmación de lo erróneo. Una ley educativa que silencie los caminos del Bien Moral, que subordine e! bien honesto al bien útil, que sea fruto de las cavilaciones ideológicas y de las arbitrariedades pedagógicas, es arbitraria, anticientífica inorgánica y funesta. Y justifica la sentencia de Burke: “las malas leyes son la peor especie de tiranía”.

Todo lo cual, se aplica con dolorosa exactitud a nuestra Ley Federal de Educación, nº 24.195 y a quienes la han pergeñado e instrumentado. Pero ya nos hemos referido oportunamente a ello5. Baste recordar apenas, que no fueron casuales las palabras pontificias en la visita ad limina de los obispos argentinos del 11 de noviembre de 1995: “En el ordenamiento educativo se insinúan tendencias contrarias a la tradición cultural de la Nación, con las lamentables secuelas de indiferencia social, escepticismo y confusión de los fieles”. Y que incluso, podrían haber sido justificadamente más severas, pues no sólo se insinúan tendencias sino que se imponen coactivamente normas que contradicen y ensucian el alma argentina.

No parecen querer entenderlo así ciertos representantes de la pedagogía “cristiana” y no pocos “católicos profesionales” que lideran el ambito educativo y medran abundantemente de él. Todos ellos le han dado su aval a la llamada Reforma Educativa de la Escuela Nueva, así como al susodicho texto legal en el que se funda, y se encuentran alegres e insensatamente dispuestos a emprender el camino del sagrado cambio. Con la misma insipiencia e irresponsablidad con que ayer aceptaron y promovieron sucesivamente, la educación activa, liberadora, personalizada o psico genetista.

Para todos ellos, las palabras entre admonitoras y proféticas del Santo Padre son absolutamente intrascendentes. No sólo aquellas que pronunciara en la susodicha visita ad limina, sino en centenares de ocasiones y en conocidos documentos. “La Religión Verdadera” -escribió por ejemplo en la Catechesí Tradendae (Vll,69)- “debe llegar también a la escuela no confesional y a la estatal, pues el respeto demostrado a la Fe Católica de los jóvenes facilitando su educación, arraigo, consolidación, libre profesión y práctica, honraría ciertamente a todo gobierno, cualquier que sea el sistema en que se basa”. Y algo más tarde, en el 32º Congreso NacIonal de la Unión de Juristas Católicos Italianos, enfatizó el siguiente concepto: “La convivencia pacífica y respetuosa de todo los grupos humanos, no significa que deba adoptarse el neutralismo filosófico y religioso en la escuela, pues ello equivaldría a imponer arbitrariamente a los alumnos una visión agnóstica o evasiva del mundo. Y es obvio que en el caso de una nación prevalentemente católica, el proyecto educativo del Estado ha de ofrecer un sistema educativo y cultural que no esté en contradicción con la tradición católica, sino que por el contrario, se inspire en ella”.

-IV –

La vocación del maestro

Junto con el de la legislación educativa, el otro gran tema elegido para representar el pensamiento pedagógico del Padre García Vieyra, es el de la fisonomía real del maestro.

En esto, como en todo lo demás, Fray Alberto no quiere tener doctrina propia, sino seguir las huellas de Santo Tomás de Aquino.

Fue Santo Tomás, en efecto, en la cuestión Xl del De Veritate llamada justamente De Magistro, el que definió al educador como un motor esencial que hace pasar de la potencia al acto lo que habita en la inteligencia de los discípulos.

El simil con el médico no tarda en llegar. Así como se dice que aquél causa la salud en el enfermo, aunque en realidad la que ha obrado es la naturaleza del enfermo, el maestro causa la ciencia en el discípulo, pero en realidad ha obrado la razón natural.

En la profundidad de esta pedagogía asoma entonces la ontología, y más propiamente podría decirse que gracias a ella tiene lugar una misteriosa ontofanía. Ese ser que brota y amanece ante la inteligencia deslumbrada del alumno, ha sido posible gracias a una paternidad, a una gestación primera, a un gesto fundante y a una palabra simiente. Por eso, no sólo con el médico sino con el padre, analoga el Aquinate la misión del maestro. El es, ciertamente, un genitor.

Lejos, muy lejos, de los dislates pedagógicos modernos, que convierten al docente en un personaje obviable o intercambiable, Santo Tomás insiste en que el maestro que comunica una ciencia a su discípulo, establece con él una relación en la cual las almas se comunican más allá de los medios sensibles. Y amparado en esta reflexión, añade García Vieyra, que el maestro, al agregar o sumar su luz propia a las luces del alumno, lo hace según una influencia vital y personal que bien podría analogarse a la iluminación que los ángeles de las jerarquías superiores suscitan en los ángeles de las jerarquías medias e inferiores. Parafraseando a Eugenio D’ors cabría plantearse si al fin de cuentas, enseñar no es sino engendrar un ángel para que pueda alumbrarnos hasta la eternidad.

Una vez consciente de su naturaleza y de su misión, el maestro debe procurarse una formación acorde. Que deberá ser ante todo -insiste Fray Alberto- teológica y filosófica, porque enseñar es del sabio y la sabiduría necesita el cultivo del hábito metafísico. Deberá igualmente conocer el fin último del hombre y ordenar a él los fines de la educación. De lo que se sigue que tampoco puede enseñarse sin la percepción de una recta antropología. Y conocer por las causas aquello sobre lo que se diserta, porque no basta con ser un técnico,se necesita ser un artífice.

Lo más difícil sin embargo, y lo más importante, no está en el orden de los conocimientos sino en el de la ejemplaridad. Ningún magisterio humano se sostiene si el maestro no es ejemplo y modelo para sus discípulos. Ningún magisterio puede alcanzar perdurabilidad y trascendencia sino es imitación imitable del Magisterio de la Cruz. Si quienes lo practican no son capaces de proclamar aquello que decía Rafael Sánchez Mazas:

“...Y así con la mirada en Vos prendida

y así con la palabra prisionera,

como la carne a vuestra Cruz asida,

quédeseme, Señor, el alma entera.

Y así clavada en vuestra Cruz mi vida,

Señor, así, cuando querráis me muera”.

La misión más empinada del maestro, por vía de la comunicación de la sabiduría y por vía de la ejemplaridad, es llevar a discípulos hacia el Divino Maestro, hacia el Verbo Encarnado, hacia Aquel que dijo: “Bien hacéis en llamarme Maestro, pues en verdad lo soy” (Jn. 8, 3). Como lo hiciera el mismo Santo Tomás, a quien Juan Pablo II llamó con palabras enjundiosas “el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico”. Fue en una alocución del 28 de enero de 1984, con ocasión del Jubileo de las Escuelas Católicas Italianas “En la vida y en la obra de Santo Tomás” -predicó bellamente el Pontífice- “encontraréis el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico... Tomás supo hacer de la escuela lugar de encuentro de Cristo con el hombre que busca la Verdad y la Salvación. Santo Tomás con San Agustín, sostenía que la obra de misericordia mayor era conducir al hermano desde las tinieblas de la ignorancia hasta la luz de la Verdad, en la que radica el fundamento de la dignidad y libertad del hombre. ¿Pero dónde encontraba Santo Tomás la fuente para esta síntesis de fe y cultura, de empeño eclesial y servicio a la sociedad?

La encontraba en la profunda unidad que supo crear, en su espíritu, entre la actividad de estudio y la búsqueda de la santidad. Si es cierto que la vida de un hombre se pone de manifiesto en su actitud ante la muerte, hemos de decir que toda el alma y la elevada enseñanza de Tomás, está en aquellas humildes y fervorosas palabras que pronunció, precisamente, en esa circunstancia, cuando se le llevó el Viático: “Te recibo a Ti, precio de la redención de mi alma; te recibo a Ti, Viático de mi peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y rabajado; te he predicado y enseñado; pero nunca he dicho nada contra Ti”.

Síntesis de estudio y de santidad, de contemplación y de acción, de genitor y de médico del espíritu: he aquí la vocación substancial de un auténtico maestro. Lograr que sobre el hierro de las almas que le han sido confiadas, pueda penetrar el fuego incandescente del amor divino. Y exclamar al fin, con San Juan de la Cruz, al cierre de su carrera:

“¡Oh, llama de amor viva

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro,

pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres

rompe la tela de este dulce encuentro!”

Analizando estos versos, en un opúsculo llamado precisamente Llama de amor viva6, el Padre Alberto García Vieyra decía que ese más profundo centro es Dios. Hay otros centros que nos detienen, demoran, obstaculizan o entretienen. Pero la ley de la gravitación en los espíritus, es la ley del amor, y únicamente encuentra su reposo cuando llega al Amor de los Amores.

- V -

Corolario

Entender de este modo, lo que es y debe ser una legislación escolar y lo que es y debe ser un maestro, sería, en sentido chestertoniano, una real revolucion: dar la vuelta entera, regresar al Orden.

Ello exigiría una voluntad de lucha, unida a una honda inclinacion por la sabiduria.

Eiienne Gilson una obra tan valiosa como poco conocida, Por un orden católico7 , sintetizaba tamaña exigencia en una sugerente fórmula: un nuevo Carlomagno, un nuevo bautismo de CIodoveo. “Cuanto más católica sea la enseñanza” -agregaba- “más probabilidades tendrá de hacerse respetar y durar. Toda complacencia, todo compromiso para agradar será recompensado con el desprecio de sus adversarios. Cuanto más su ambición se limite a hacerse lo más semejante posible a la casa de enfrente, con la esperanza de hacerse tolerar, tanto más perderá su razón de ser, hasta a los ojos de sus adversarios, y más se encarnizarán en destruirla. La enseñanza católica no es bastante católica. Que llegue a serlo”.

Deberían grabar estas palabras -en sus corazones y en sus edificios- los aludidos pedagogos oficiales del catolicismo, que huérfanos de magnanimidad y de ciencia, de coraje y de fidelidad, han decidido parecerse a la casa de enfrente, sólo que cobrando un poco bastante más. Olvidados de las obras de misericordia y de los dones de Espíritu Santo -sin los cuales, insistimos una vez más ninguna educación es posible- han perdido el respeto de los propios y extraños. Disponen solamente del regodeo del mundo.

La vida y la obra de Fray Alberto son esa causalidad ejemplar y esa exigencia, que se necesita en estos tiempos crepusculares para restituirle a la enseñanza su sentido cristocéntrico y eminentemente sapiencial.

Su obra clara, dominicana, tomista; aquinóloga dina el Padre Castellani Su vida humilde, afable, servicial, íntimamente alegre y gozosa.

Cuentan que en los tiempos difíciles del Seminario de Paraná -cuando los aires progresistas amenazaban con disolver la gran obra de Monseñor Tortolo, y no faltaban los fisgones que vigilaban los comportamientos todavía reaccionarios que quedaban- Fray Alberto, con toda solemnidad y sencillez, comenzaba sus clases, serenamente, arrodillándose delante de una imagen mariana y dirigiendo el rezo de los seminaristas. Sin respetos humanos ni prudencias carnales.

Y cuando la enfermedad ya había cruzado su cuerpo con dolores hirientes, un episodio menor del Convento en que se alojaba -un sacerdote amigo que entra a su celda para higienizarla creyendo que se encontraba fuera de la misma y lo sorprende echado sobre el duro piso- permite descubrir que el Padre, cada vez que escribía sobre la Virgen María, lo hacía de rodillas. Como Frá Angélico con sus pinceles, él con su pluma se inclinaba para volcar en el papel, devotamente, sus enseñanzas mariológicas. Candor de niño, pasión de cruzado, santidad y sabiduría de eremita.

Una celda entre muros seculares

casi igual que las otras del convento,

con mirada al jardín o al pensamiento

florecido en azules y en cantares.

Una celda celda nomás entre sus pares

pero allí está el Antiguo Testamento,

el misal tridentino, el juramento

de ser fiel a los padres tutelares.

Está la Summa abierta, el crucifijo,

una rama de olivo, la esclavina,

ese recuerdo que una vez bendijo.

Rodilla en tierra, sin atril ni manta

en esta tarde más santafecina,

escribe así sobre la Virgen Santa.

También nosotros hoy, quisiéramos repetir su gesto. Y desafiando a los sabihondos infatuados y grises, impíos e indoctos, postrarnos a los pies de la Virgen, repitiendo con voz tonante: Maria, Sede Sapientiae, ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis.