por José Luis Orella
Tomado de Arbil
- I –
Retrato
aime García Vieyra quiso llamarse para siempre Fray Alberto, cuando decidió su ingreso a la Orden Dominicana, en la que profesó hacia 1935. Antes había estudiado medicina y hacia allí parecía rumbear su vocación.
Pero había nacido en la hermosa ciudad de Altagracia, en 1912. Y Córdoba lo puso providencialmente en contacto con ese maestro singular que fue Martínez Villada. Junto a él, en el Instituto Santo Tomás de Aquino, descubrió el llamado sacerdotal, como lo hicieran otros notables condiscípulos. Tal, el inolvidable Padre Mario Agustín Pinto.
La filosofía la cursa en Córdoba y en Buenos Aires, la teología en el Angélico de Roma, hasta que se ordena en 1939, y se doctora tres años después con una tesis sobre los dones del Espíritu Santo en San Alberto Magno.
Recorrió diversas provincias de la patria. Rezó y estudió intensamente. Predicó la Verdad sin fisuras, dejó múltiples y esclarecedores escritos, y al fin, en pleno Adviento, murió el 20 de diciembre de 1985, en la ciudad de Santa Fe1.
Allí lo conocimos, cuando terminaba la década del ’70. Tenía fama de santidad y de sabiduría, dicha la frase sin hipérbole alguna. Era un dato cierto –un secreto a voces- que las inteligencias sacerdotales y laicales más prominentes, cuando estaban ante alguna duda teológica lo iban a consultar a Fray Alberto. Era otro dato indiscutido que el hombre consultado tenía tanta seguridad en las respuestas como tolerancia cero, no ya frente a errores formales sino ante comunes contemporizaciones con el error. Y era al fin una tercera certeza, que este hombre de hablar monótono y cansino, pronunciaba los juicios más categóricos y esclarecedores, las verdades más rotundas y definitivas, sin inmutar su serenidad , su gracejo, y su imborrable tonada.
Sentí temor y temblor al verlo sentado entre quienes iban a escuchar la conferencia que me habían pedido unos amigos santafecinos. Y lo manifesté públicamente, con palabras de enfático reconocimiento a su trayectoria, su persona y su ciencia. El se rió de sí mismo, estruendosamente, como para compensar en público el elogio que en público le hacía. Y al acabar mi clasesita, me retó en privado –seria y paternalmente- por haber mortificado su modestia. Entonces, sólo entonces, cuando lo vi verdaderamente herido en su decisión de ser apenas un grano de mostaza que pasa inadvertido, comprendí la verdad de la otra leyenda que pesaba sobre el Padre: la de su humildad extrema. Años después, publicaría su meditación precisamenmte sobre la humildad, que habría de leer con fruición2. Pero yo ya había recibido la lección práctica, y no la había olvidado.
Una segunda lección me fue dada durante un Congreso en Rio Tercero, provincia de Córdoba. Me tocó estar en un panel con abundancia de católicos oficiales, algunos de los cuales intregraban el equipo asesor de un Ministro de Educación, cuestionado en aquellos días por las izquierdas a causa de una materia llamada Formación Moral y Cívica, que había incorporado a la enseñanza media con mejores intenciones que recta doctrina. Los expositores pugnaban por demostrar que la susodicha asignatura era respetuosa del pluralismo y de la libertad de creencias. Y lo peor es que casi estaban convenciendo a muchos. El Padre se hallaba sentado en la primera fila de asientos. Se las ingenió para hacerse oir sin micrófono, recordando que una ley o una medida de gobierno no es buena si conforma a los creyentes de todo tipo y laya, si no si conforma a Dios y guarda conformidad con las enseñanzas de la Iglesia. Un aplauso casi generalizado coronó su oportuna intervención. Al llegarme el turno de hablar, sólo quise decir que me contaba entre quienes habían aplaudido estentóreamente a Fray Alberto.
Con razón los frailes Daniel y Rafael Rossi, O.P, al presentar su enjundioso Catecismo, testimonian con gratitud y coraje su “palabra de contemplativo: profunda y luminosa, bella y clara”, y lo reconocen como arquetipo vivo a quien tuvieron la gracia de poder emular en el “período de formación” en “la vida religiosa”3.
Ya había muerto el fraile cuando regresé al Convento de Santa Fe. Me recibió mi dilecto y admirado amigo, Fray Armando Díaz, O.P, uno de sus hijos espirituales que más empeñosamente ha reivindicado su vida y su obra, continuando con el mismo espíritu. Le encarecí que me llevara ante su tumba. Está debajo del altar mayor, en una cripta. A solas frente al ataúd del glorioso cura, me sonaron como pronunciadas por primera vez aquellas antiguas palabras del Credo:creo en la resurrección de la carne.
- I –
Una obra de misericordia
Aunque la vida y la obra del Padre Alberto García Vieyra pueda presentarse, como pocas, al modo de una unidad orgánica al servicio de la educación católica; y aunque pueda afirmarse, genérica pero propiamente, que educó con su palabra y con sus actos, nos ha dejado sin embargo una diversidad de trabajos, en los que esplende -de un modo ya específico y directo- su sólido pensamiento pedagógico.
Nos referimos, en este orden, a cuatro valiosos tratados: Ensayos sobre Pedagogía, según la mente de Santo Tomás de Aquino (Buenos Aires, Desclée de Brouwer, 1949), Política Educativa (Buenos Aires, Huemul, 1967), Los fines de la educación, ponencia presentada en las Primeras Jornadas de Filosofía de la Educación, convocadas por la Facultad de Ciencias de la Educación de Paraná de la Universidad Nacional de Entre Ríos, en septiembre de 1 977, y El legislador frente a la pedagogía, nueva ponencia defendida esta vez en las Jornadas Educativas realizadas en Santa Fe, por la Hermandad Seglar de Santo Domingo, entre mayo y junio de 1984.
Son cuatro obras notables, frutos de una verdadera artesanía espiritual, en las que pueden admirarse la sabiduría del teólogo, la ciencia del filósofo, el sentido común del auténtico pedagogo, pero sobre todo, la caridad del maestro católico, que ha entendido y cumplido la olvidada lección catequística de que enseñar al que no sabe es una obra de misericordia. En consecuencia, no es posible cultivar y ejercitar ningún magisterio auténtico, sin la asistencia de los dones del Espíritu Santo; ya que sólo ellos -como dictaba San Pio X- nos dan la prontitud necesaria para perfeccionar la vida cristiana.
He aquí la rotunda e inicial afirmación de Fray Alberto. Educar es mester de miser cordis: asistir el corazón mendicante del otro. No en lo que el término connota de huero sentimentalismo, sino en tanto define la interioridad creatural. Porque ordenado al Cor Jesu, el corazón del cristiano cumple “un papel glorioso y manifisto”, ha dicho Von Hildebrand4 . Nadie puede llegarse hasta los lindes de la intimidad del prójimo, con el propósito de elevarlo, si no posee la ciencia y el consejo, el entendimiento o el temor de Dios, y aquellas otras fuentes de Luz que nos dejó el Paráclito. Un verdadero peregrinaje hacia la alteridad, podría haber dicho Leon BIoy.
Obra de misericordia, dones del Espíritu Santo, Pentecostés como fiesta pedagógica por antonomasia, ¿podrán comprender e imitar este primer aprendizaje, esa multitud de docentes que se llaman católicos apenas porque trabajan en escuelas parroquiales o congregacionales? ¿Será posible que alguna vez vuelvan la mirada hacia los saberes fundantes y desechen las modas culturales impuestas alternativamente?
Aquellos cuatro trabajos mencionados del Padre García Vieyra requerirían para su análisis y aprovechamiento, mucho más que estos descoloridos y breves apuntes, pues campean entre sus páginas eruditas reflexiones sobre el objeto formal de la ciencia pedagógica, el papel del interés del niño en el acto educativo, los bienes y las virtudes que la escuela debe comunicar, la crítica a los sistemas naturalistas y laicistas, el sentido del magisterio pontificio o la actualidad del pensamiento del Doctor Angélico. Un regenerador baño de realismo y de apologética en un terreno minado de eclecticismos y de defecciones.
La prudencia sin embargo nos ha hecho seleccionar sólo dos cuestiones. Una en razón de su actualidad y perentoriedad; la otra, paradójicamente, en razón de su perennidad.
Hablaremos entonces de lo que debe ser una ley educativa y de lo que debe ser el maestro.
- II –
La ley educativa
Respecto de la primera cuestión, sus requisitos de legitimidad bien podrían quedar contenidos en una decena de afirmaciones.
En primer lugar, que en una nación histórica y constitutivamente católica, la fe verdadera no puede quedar reducida a una opción individual más. La doctrina siempre vigente de la Realeza Social de Jesucristo, obliga a informar con la Cátedra de la Cruz todas las manifestaciones públicas de la vida comunitaria; y va de suyo que una de esas manifestaciones capitales como es la educación no puede ser la excepción a la regla. Ninguna ley -sostiene el Padre García Vieyra- ningún legislador honrado, puede darle la espalda a la pedagogía de la Gracia Divina, a la Pedagogía de la Redención, a la Pedagogía de Cristo. Sin ella podrán arreglarse tal vez problemas y situaciones instrumentales, pero no podrá resolverse la salvación. Una nación para salvarse necesita lo mismo que un alma: fidelidad a la Verdad Crucificada.
En vano se ensayarán leguleyerías anodinas o eclécticas, híbridas o pluralistas. En vano se cubrirá con la oquedad de un palabrerío pseudotécnico la ausencia de definiciones tajantes. Una ley no puede conformar a todos; esto es, a los irresponsables constructores de la torre de Babel. Una ley debe ordenarse al Autor de la Ley.
Y algo más recuerda Fray Alberto en este punto: la omisión de lo necesario es intrínsecamente repudiable. De modo que establecida como necesidad doctrinaria la aseveración de la Principalía de Cristo, no le es dable a ningún bautizado renunciar a su explicitación. Porque el Señor no renunció a explicitar con sangre su amor por nosotros.
No se sigue en consecuencia, que se especule con la interpretación más o menos acristianada que de tal o cual artículo de una legislación errónea pudieran hacer los creyentes. De poco vale, por ejemplo, aferrarse a la inclusión de la palabra trascendencia en un texto legal, con la mediocre ilusión de fundar a partir de allí una correcta antropología. Se está omitiendo lo necesario; aquello que disiparía la utilización ambigua del término, tornándolo potable para budistas, acuarianos o islamitas. Y aunque nos hayamos acostumbrado a vivir pecando de omisiones y aceptándolas en los demás y en los gobernantes, la incómoda realidad es que el escamoteo de lo necesario -y de su afirmación pública, expresa y concreta- es una forma de traición sutil pero no menos grave.
En segundo lugar, la ley que exprese una recta política educativa debe girar alrededor del débito de justicia que la comunidad tiene para con los educandos.
Repetirá una y otra vez el Padre García Vieyra este concepto. Si es cierto aquello que recordó el Concilio Vaticano II, en la Gravissimun educationis momentum, de la mano de la Divini Illius Magistri, de que todo hombre tiene derecho a una educación conforme a su fin último, a las costumbres y tradiciones patrias; la comunidad, esto es la nación jurídica y politicarnente organizada, queda obligada a una deuda de justicia para con ella misma y con los ciudadanos que la integran. Y esa deuda sólo puede saldarse educando en el cultivo de la triple filiación creatural: la divina, la histórica y la carnal.
El reclamado débito de justicia, en una palabra, no es otra cosa que el formar las inteligencias y las voluntades en el servicio a Dios, a la Patria y al Hogar. El legislador que no reconoce estos derechos, es un legislador injusto. Lo mismo vale decir para aquel que no se atreve a enunciarlos y a incorporarlos expresamente en una ley. Tambien se lavó las manos Pilatos -escribe Tamayo y Baus- pero no hay manos tan sucias que aquellas manos tan lavadas.
Libre de eufemismos y de elipsis, el lenguaje de Fray Alberto, llama injusta e injusto a la legislación y al legislador que no cumplen con el reclamado débito de restituir todas las cosas al Padre.
En tercer lugar, el legislador, al realizar su arte propio de legislar en materia educativa, no debe perder de vista que está cumpliendo una función moral y que, por lo tanto, debe guiarse por los principios del Orden Natural en que toda verdadera ética se funda. No puede hacer su voluntad, ni imponer su ideología o suscribir las corrientes y tendencias en boga. No puede volcarse hacia el relativismo ni hacia el pragmatismo moral. Por el contrario, conociendo y amando al Orden Natural, comprenderá aquello de Chesterton, de que si quitamos el Orden Sobrenatural, no queda el natural, queda la nada.
Bien advierte Shakespeare en su Enrique VI, la amarga confesión de quien dice: “he sido siempre un tunante respecto de las leyes, y como nunca he podido ajustar a ellas mi voluntad, prefiero que las leyes se acomoden a mi gusto”. Fue la razón por la que Martín Fierro -saltando de un clásico al otro- se quejaba de la ley que es “tela de araña”, pues “la teje el bicho grande mas sólo enrieda a los chicos”.
Legislar, en suma, (y legislar en materia educativa no es una excepción) es un acto moral. Y la moral no es invento humano. Oportuno sería al respecto, para quienes crean que esto es obsoleto, volver sobre las páginas aún fescas de la Veritatis Splendor de Juan Pablo II
En cuarto lugar, si la ley tiene que ver y que atender lo que sea objetivamente justo; si la nación soberana in solidum, no puede ni debe faltar a la justicia, y Dios es Justo,como dice la Escritura, los católicos de una patria católica no le estamos pidiendo ninguna dádiva ni ningún favor al legislador cuando le pedimos la educación en la Verdad. No le estamos sugiriendo concesiones sino exigiendo obligaciones. Le estamos reclamando lo que nos corresponde, personal y comunitariamente, y que nos fuera arrebatado por una política facciosa, secularista y errática.
La legislación, insiste el Padre García Vieyra, debe formar una conciencia cierta, no falsa. Cierta por lo que afirme y por lo que rechace. Y ni el naturalismo ni el laicismo, ni el sincretismo y las diversas posturas materialistas e inmanentistas, satisfacen esta demanda de justicia. Porque la común negación de todas estas corrientes es el fin sobrenatural del hombre. Y negándoselo o desconociéndoselo, ningún acto de justicia es posible emprender.
Acostumbrados a andar en retirada, a pedir perdón por existir en tanto tales, los católicos han terminado convencidos de que una enorme deferencia se les hace, cuando un gramo de Orden Natural se deja caer de rondón en la legislación educativa. Fray Alberto nos exhorta y nos conmina en sentido opuesto. No son primero nuestros derechos subjetivos los que están en discusión, sino los deberes del legislador respecto de los derechos de Dios.
En quinto lugar -y aquí el estilo frontal del Padre se vuelve imprecante- es falsa y es injusta toda ley librada al capricho de un Ministro de Instrucción Pública o al socaire de la última reforma constitucional. Lo sostuvo hace cuarenta años desde las páginas ya mencionadas de su Política Educativa, y como ocurre con todas las afirmaciones veraces, parecen dichas para el día de hoy.
Ese subjetivismo del legislador, ese capricho reformista del gobierno de turno, esa arbitrariedad innovadora de cada gabinete o de cada equipo de “expertos”, está en la base de todas las falsedades e injusticias político-educacionales.
Las leyes deben ligarse a una responsabilidad ineludible: la de referirse a hombres enteros, con raíces históricas y tradiciones invulnerables. A hombres que sean -como sintetizaba José Antonio- “portadores de valores eternos”. Y si es sensata la enseñanza de San Agustín en su De Libero Arbitrio, sobre el carácter revocable o mudable propio de las leyes temporales, más sensata aún, si cabe, es su prevención en el sentido de que hay leyes perennes que no pueden revocar los dictámenes circunstanciales de los hombres, y que allí mismos están obligados a proclamar.
Tampoco puede avanzar el subjetivismo legislativo en materia teleológica. Los fines de la educación no corresponden ser enunciados o fabricados por el legislador, sino descubiertos y aceptados. Esos fines brotan de la misma naturaleza humana, y no es lícito -como sucede con inaudita frecuencia- elaborarlos y ejecutarlos a partir de opiniones particulares. Como no es lícito asimismo, en materia de fines, desconocer el llamamiento del Bien Común o reemplazar su entidad por construcciones ideológicas.
El Padre García Vieyra sigue hablando duro. Todas esas fórmulas teleológicas que proponen la educación para la democracia, o para la vida, o para la libertad o para lo que fuere, son falsas e injustas; desconocedoras de la recta antropología y de los fines reales de los hombres y de las comunidades.
La ley tiene que promover y asegurar el Bien Común; y el legislador del ámbito educativo ha de saber que cuenta para ello, con la formación de los hábitos virtuosos, con la jerarquización de los bienes, con el fomento del respeto a la unidad del saber. Y que todos estos principios deben hacerse carne en la formación de los docentes, en la elaboración de los programas, en la redacción de los contenidos, en la labor cotidiana dentro del aula.
En sexto lugar, la legislación escolar debe ser orgánica; es decir, debe tener un orden: o mejor dicho, debe reconocer el Orden. No es ordenado, por ejemplo, darle prioridad a los saberes técnico-instrumentales por encima de los saberes teológicos y filosóficos. O subordinar la contemplación a la acción, la unidad a la multiplicidad, la calidad a la cantidad. No es ordenado posponer o ignorar a la Divina Providencia.
Se habla tanto de ciencia, se siente tanto orgullo al mencionar a la ciencia de la educación, se blasona tanto de cientificidad. Ninguna ciencia educativa puede desconocer la existencia del pecado original, como bien lo decía Pío Xl; que es reiterar también, una vez más, que no se puede ignorar la vida sobrenatural del educando. La forma de tener una ley científica, es teniéndola justa y ordenada, y lo propio de la justicia y del orden es permitir que el hombre cumpla con el fin que se le ha asignado.
Leyes orgánicas no son aquellas que abundan en detallismos formales, sumergidos en una marea pedante de incisos y subincisos. Leguleyería hueca que apenas si puede encandilar a las inteligencias vacías. Leyes orgánicas -y se nos perdonará la redundancia y la insistencia- son aquellas que reconocen el Orden.
En séptimo lugar, y de acuerdo con lo antedicho, cabe concluir -y concluye valientemente el Padre García Vieyra- que si la ley deja a los ciudadanos ineptos para integrarse a los bienes sobrenaturales específicos de una Civilización Cristiana, comete una ofensa y un daño que no le será fácil reparar. Lo mismo, si convierte al Estado en fiscalizador omnipotente y absoluto, y reemplaza su condición de subsidiario por la de tiránico empresario. No se puede aplicar a la legislación escolar la ley de la oferta y la demanda.
Pero es aquí donde el régimen liberal ha cometido una de las más flagrantes contradicciones y uno de los más hirientes atropellos. Ha predicado por un lado, la conveniencia de desmantelar el poderío estatal; no hay crítica que no se le haya formulado al Estado, en nombre del antiestatismo. Ha renunciado a la idea misma de un Estado ético y soberano, y le ha suprimido todos los medios prudencialmente aconsejables para que lo fuera. Sin embargo, mientras esta demolición se consumaba, el Estado se volvía omnipotente y discrecional en materia educativa. Y no se trataba ciertamente de un Estado concebido al modo de Oliveira Salazar como persona de bien, sino como instrumento de control del programa revolucionario anticristiano.
Ayer y hoy resuenan las palabras de Fray Alberto: ‘la legislación argentina no se distingue por su sensibilidad juridica. Es lo menos inteligente que se conoce”. Lamentamos tener que extender el juicio a otras muchas legislaciones.
En octavo lugar, toda ley educativa justa debe asegurar la titularidad de los padres a la educación de sus hijos. Y respetar los derechos de la Iglesia, como mater et magistra, que no pueden equipararse a los invocados por las sectas o los falsos cultos.
Son dos afirmaciones complementarias, si bien se miran.
Hay sólo un par de padres terrenos. El hijo es naturalmente algo de ellos, dirá Santo Tomás en el artículo doce, cuestion décima de la II, lIae de la Summa. “Será pues contra la justicia natural que el niño, antes del uso de razón, fuese sustraído al cuidado de sus padres”. Y se peca contra esta norma, no necesariamente con los extremos violentos de ciertas medidas de los países comunistas, que arrancan decididamente a los hijos de sus casas. En estos casos -dramatismo aparte- es sencillo advertir la maniobra.
La supresión de la titulatidad de los padres a la educación de sus hijos, tiene lugar en los modernos Estados liberales y democráticos, de un modo menos agresivo en apariencia, pero no menos perverso: mediante el control irrestricto de los medios masivos, que desplaza la misión educadora de los progenitores; impartiendo coercitivamente una educación sexual hedonista, promiscua y justificadora de la contranaturaleza; imponiendo los contenidos básicos generales y obligatorios,de acuerdo a una concepción materialista e inmanentista; adelantando la obligatoriedad de la educacion sístematica y convencíendo a los mismos padres, con una propaganda insidiosa, de que ya no son ellos sino los “especialistas” quienes mejor sabrán aliviarlos de las responsabilidades de la crianza; legislando en fin, compulsivamente, sobre salud reproductiva, eufemismo que encubre todo el programa de la cultura de la muerte, induciendo en esta maldita línea ideológica el criterio moral de niños y adolescentes.
Convencidos de ambos presupuestos -de que es mejor “socializar escolarmente” al chico cuanto antes, y de que peritos de toda índole le resolverán los conflictos de una infancia cada vez más compleja- los padres declinan dócilmente, sin necesidad de violencias policíacas, su misión más propia y ennoblecedora.
Hay asimismo una sola Madre espiritual y sobrenatural,que es la Iglesia Católica, Apostólica y Romana, fuera de la cual no hay salvación, aunque tal afirmación dogmática ya no se recuerde. Y también ella es la titular de nuestra crianza de la Fe. Como ocurre con la misión de los padres terrenos, esta titularidad eclesiástica se obstaculiza hoy con campañas insidiosas y malevolentes, cuando no con recursos violentos, pero sobre todo con la penetración deletérea en el cuerpo social del funesto principio del pluralismo y del falso ecumenismo. De resultas, son muchos -y aún algunos de ellos desde adentro de la misma Iglesia- los que están convencidos de que el Magisterio Eclesiástico es una opción más en un menú de ofertas religiosistas, engrosado a diario por la aparición de grupos sectarios para todos los gustos.
“En cualquier escuela a fundarse”, escribía el Padre García Vieyra, “el maestro debe estar como representante de los mismos padres. No del Estado. Porque los hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen a la familia”. Lo mismo podría haber dicho respecto de la Iglesia, puesto que un verdadero maestro también la representa con su cátedra, y padres e hijos antes de pertenecer al Estado pertenecen sobrenaturalmente a la Esposa. Mas con crudo realismo, que puede ofender a algunos si no sabe interpretarse, agrega el Padre: “En cambio, desde Roca y Sarmiento, el maestro está instrumentado para la corrupción de los alumnos”. No desmiente este doloroso aserto la existencia de profesores ejemplares, que bien sabemos que los hay. Describe empero, con vigor y rabia, el hecho incontrovertible de una clase docente notoriamente envilecida por el laicismo integral, y adiestrada para servirlo sin escrúpulos ni límites.
En noveno lugar, y después de todo lo que se ha advertido sobre los peligros de la estatización educativa, conviene establecer con equidad que tampoco es deseable la extinción del Estado, y que no sería justa una ley que no reconociese su papel.
No toca al Estado ser el totalitario planificador y controlador de las personas, pero sí su resguardo y su cauce. No toca tampoco ser el neutro agente administrador que todo lo permite y justifica, ajeno a los deberes de justicia para con la comunidad histórica. Pero tiene, como decíamos, un oficio subsidiario. Protege los derechos de la familia, secunda los derechos de la Iglesia, ejerce la tutela y la vigilancia de los intereses nacionales; interviene, regula, preserva. Y así como da contención y garantías, puede exigir respeto y actos de servicio. Es un Estado fuerte, no violento; soberano, no servil;profunda y probadamente moral, jamás aséptico ni vil. Si tales condiciones ideales se dieran, bien estaría que el Estado así considerado se reservara en la legislación escolar aquellas prerrogativas que le son propias.
- III –
La libertad de enseñanza
Finalmente, en décimo lugar, enseña el Padre García Vieyra, que es falaz y peligroso el principio de la libertad de enseñanza, proclamado hoy de un modo indistinto y universal como si se tratase de una verdad inconcusa. Y más peligroso aún si se completa con su equivalente, el de la libertad de aprender, cuando cualquier sentido común intacto adivina que no todo aprendizaje es educativo, ni moralmente conveniente.
No basta con la invocada disposición psicológica para fundar la libertad de enseñanza; es decir, con la propensión anímica o la facultad individual del sujeto. Ni tampoco con el derecho a la iniciativa, sin restricciones; ni menos aún con la capacidad económica de fundar un establecimiento o las correspondientes habilitaciones jurídicas. Hay que tener en cuenta qué se quiere enseñar. Quiénes, cómo y para qué.
No puede haber libertad de enseñanza para los enemigos de la genuina libertad que brota de la Verdad. Y si algún sentido tiene hablar de ella es para defender su real fisonomía y alcance ante los diferentes modos -sutiles o desembozados- de despotismo estatal.
La trampa terrible del liberalismo deja sentir en este punto su redoblada e hipócrita presión. Proclama primero todas las libertades, pero en la práctica, ellas se dividen entre libertad gobernante y gobernada. La primera manda irrestrictamente, la segunda debe obedecer y callar. Una se enseñorea y maneja las conductas, impone condiciones, fabrica los límites y las prohibiciones. La otra es una parodia de libertad, caricaturizada a sabiendas y sin vergüenza.
Inmejorablemente lo expresaba San Martín en su conocida carta a Tomás Guido del 1 de febrero de 1834, cuando se preguntaba retóricamente: “Qué me importa que se me repita hasta la saciedad que vivo en un país de libertad, si por el contrario se me oprime? ¡Libertad!, désela Usted a un niño de dos años para que se entretenga por vía de diversión con un estuche de navajas de afeitar y Usted me contará los resultados. ¡Libertad! para que un hombre de honor sea atacado por una prensa licenciosa, sin que haya leyes que lo protejan, y si existen se hagan ilusorias... Maldita sea tal libertad, no será el hijo de mi madre el que vaya a gozar de los beneficios que ella proporciona”.
Se habla de la libertad de enseñanza en nombre del derecho a la iniciativa privada. El contenido y los fines no importan en esta concepción. Lo cierto es que tal derecho no es tal, sino una simple posibilidad del sujeto, la cual, para que pueda arrogarse concreción pública, lo menos que puede garantizar es el cuidado del Bien Común. La mera iniciativa privada no puede, sin más, convertirse en derecho público.
Se habla por otra parte de la libertad de enseñar fundada en la dignidad de la persona humana. Tampoco existe tal petición de principios. El hombre no es digno porque tiene derechos subjetivos. Tiene derechos para poder alcanzar la dignidad, y la dignidad verdadera consiste en vivir en Orden, respetando el fin para el que fue creado.
El personalismo, aún en sus versiones cristianas, concibe al sujeto como autosuficiente, sin débitos de justicia ni deberes respecto del Bien Común. Le basta con proclamar la majestad del individuo, pero se olvida de su indigencia. Por eso sintetiza el punto Fray Alberto, diciendo con su habitual contundencia: “no existe una libertad de enseñanza fundada en la dignidad de la persona humana. Existe una necesidad de la enseñanza fundada en la indigencia de la persona humana”.
No debe deducirse de lo expuesto que toda libertad de enseñanza sea negativa, pues así se ha de llamar también a la defensa de la enseñanza de la Verdad contra todos aquellos que quieran conculcarla. Pero bien estará entonces que la legislación especifique, evitando anfibologías, y que prohiba aquello que Gregorio XVI llamaba libertad de perdición.
De estos diez principios fundamentales del pensamiento pedagogico del Padre García Vieyra, siguese una triple conclusión mas que apta para juzgar nuestra actual situación político educacional:
-Es arbitraria e licita en pueblos bautizados, toda legislación escolar que prescinda de a Ley Natural y de la Ley Divina, por no responder al debitus iustum que la comunidad política tiene para con sus miembros Y la arbitrariedad y la ilicitud llevan al legislador a corromper a su pueblo.
-Las leyes educativas naturalistas e inmanentistas, han llevado a la bancarrota moral y espiritual y han desembocado en el puro hedonismo Se ha llegado a la penosa circunstancia en la cual, no sabemos defender lo nuestro y silenciamos y permitimos que se silencien los derechos de Cristo.
- La ignorancia de lo necesario es tan grave como la afirmación de lo erróneo. Una ley educativa que silencie los caminos del Bien Moral, que subordine e! bien honesto al bien útil, que sea fruto de las cavilaciones ideológicas y de las arbitrariedades pedagógicas, es arbitraria, anticientífica inorgánica y funesta. Y justifica la sentencia de Burke: “las malas leyes son la peor especie de tiranía”.
Todo lo cual, se aplica con dolorosa exactitud a nuestra Ley Federal de Educación, nº 24.195 y a quienes la han pergeñado e instrumentado. Pero ya nos hemos referido oportunamente a ello5. Baste recordar apenas, que no fueron casuales las palabras pontificias en la visita ad limina de los obispos argentinos del 11 de noviembre de 1995: “En el ordenamiento educativo se insinúan tendencias contrarias a la tradición cultural de la Nación, con las lamentables secuelas de indiferencia social, escepticismo y confusión de los fieles”. Y que incluso, podrían haber sido justificadamente más severas, pues no sólo se insinúan tendencias sino que se imponen coactivamente normas que contradicen y ensucian el alma argentina.
No parecen querer entenderlo así ciertos representantes de la pedagogía “cristiana” y no pocos “católicos profesionales” que lideran el ambito educativo y medran abundantemente de él. Todos ellos le han dado su aval a la llamada Reforma Educativa de la Escuela Nueva, así como al susodicho texto legal en el que se funda, y se encuentran alegres e insensatamente dispuestos a emprender el camino del sagrado cambio. Con la misma insipiencia e irresponsablidad con que ayer aceptaron y promovieron sucesivamente, la educación activa, liberadora, personalizada o psico genetista.
Para todos ellos, las palabras entre admonitoras y proféticas del Santo Padre son absolutamente intrascendentes. No sólo aquellas que pronunciara en la susodicha visita ad limina, sino en centenares de ocasiones y en conocidos documentos. “La Religión Verdadera” -escribió por ejemplo en la Catechesí Tradendae (Vll,69)- “debe llegar también a la escuela no confesional y a la estatal, pues el respeto demostrado a la Fe Católica de los jóvenes facilitando su educación, arraigo, consolidación, libre profesión y práctica, honraría ciertamente a todo gobierno, cualquier que sea el sistema en que se basa”. Y algo más tarde, en el 32º Congreso NacIonal de la Unión de Juristas Católicos Italianos, enfatizó el siguiente concepto: “La convivencia pacífica y respetuosa de todo los grupos humanos, no significa que deba adoptarse el neutralismo filosófico y religioso en la escuela, pues ello equivaldría a imponer arbitrariamente a los alumnos una visión agnóstica o evasiva del mundo. Y es obvio que en el caso de una nación prevalentemente católica, el proyecto educativo del Estado ha de ofrecer un sistema educativo y cultural que no esté en contradicción con la tradición católica, sino que por el contrario, se inspire en ella”.
-IV –
La vocación del maestro
Junto con el de la legislación educativa, el otro gran tema elegido para representar el pensamiento pedagógico del Padre García Vieyra, es el de la fisonomía real del maestro.
En esto, como en todo lo demás, Fray Alberto no quiere tener doctrina propia, sino seguir las huellas de Santo Tomás de Aquino.
Fue Santo Tomás, en efecto, en la cuestión Xl del De Veritate llamada justamente De Magistro, el que definió al educador como un motor esencial que hace pasar de la potencia al acto lo que habita en la inteligencia de los discípulos.
El simil con el médico no tarda en llegar. Así como se dice que aquél causa la salud en el enfermo, aunque en realidad la que ha obrado es la naturaleza del enfermo, el maestro causa la ciencia en el discípulo, pero en realidad ha obrado la razón natural.
En la profundidad de esta pedagogía asoma entonces la ontología, y más propiamente podría decirse que gracias a ella tiene lugar una misteriosa ontofanía. Ese ser que brota y amanece ante la inteligencia deslumbrada del alumno, ha sido posible gracias a una paternidad, a una gestación primera, a un gesto fundante y a una palabra simiente. Por eso, no sólo con el médico sino con el padre, analoga el Aquinate la misión del maestro. El es, ciertamente, un genitor.
Lejos, muy lejos, de los dislates pedagógicos modernos, que convierten al docente en un personaje obviable o intercambiable, Santo Tomás insiste en que el maestro que comunica una ciencia a su discípulo, establece con él una relación en la cual las almas se comunican más allá de los medios sensibles. Y amparado en esta reflexión, añade García Vieyra, que el maestro, al agregar o sumar su luz propia a las luces del alumno, lo hace según una influencia vital y personal que bien podría analogarse a la iluminación que los ángeles de las jerarquías superiores suscitan en los ángeles de las jerarquías medias e inferiores. Parafraseando a Eugenio D’ors cabría plantearse si al fin de cuentas, enseñar no es sino engendrar un ángel para que pueda alumbrarnos hasta la eternidad.
Una vez consciente de su naturaleza y de su misión, el maestro debe procurarse una formación acorde. Que deberá ser ante todo -insiste Fray Alberto- teológica y filosófica, porque enseñar es del sabio y la sabiduría necesita el cultivo del hábito metafísico. Deberá igualmente conocer el fin último del hombre y ordenar a él los fines de la educación. De lo que se sigue que tampoco puede enseñarse sin la percepción de una recta antropología. Y conocer por las causas aquello sobre lo que se diserta, porque no basta con ser un técnico,se necesita ser un artífice.
Lo más difícil sin embargo, y lo más importante, no está en el orden de los conocimientos sino en el de la ejemplaridad. Ningún magisterio humano se sostiene si el maestro no es ejemplo y modelo para sus discípulos. Ningún magisterio puede alcanzar perdurabilidad y trascendencia sino es imitación imitable del Magisterio de la Cruz. Si quienes lo practican no son capaces de proclamar aquello que decía Rafael Sánchez Mazas:
“...Y así con la mirada en Vos prendida
y así con la palabra prisionera,
como la carne a vuestra Cruz asida,
quédeseme, Señor, el alma entera.
Y así clavada en vuestra Cruz mi vida,
Señor, así, cuando querráis me muera”.
La misión más empinada del maestro, por vía de la comunicación de la sabiduría y por vía de la ejemplaridad, es llevar a discípulos hacia el Divino Maestro, hacia el Verbo Encarnado, hacia Aquel que dijo: “Bien hacéis en llamarme Maestro, pues en verdad lo soy” (Jn. 8, 3). Como lo hiciera el mismo Santo Tomás, a quien Juan Pablo II llamó con palabras enjundiosas “el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico”. Fue en una alocución del 28 de enero de 1984, con ocasión del Jubileo de las Escuelas Católicas Italianas “En la vida y en la obra de Santo Tomás” -predicó bellamente el Pontífice- “encontraréis el modelo tanto del discípulo como del enseñante católico... Tomás supo hacer de la escuela lugar de encuentro de Cristo con el hombre que busca la Verdad y la Salvación. Santo Tomás con San Agustín, sostenía que la obra de misericordia mayor era conducir al hermano desde las tinieblas de la ignorancia hasta la luz de la Verdad, en la que radica el fundamento de la dignidad y libertad del hombre. ¿Pero dónde encontraba Santo Tomás la fuente para esta síntesis de fe y cultura, de empeño eclesial y servicio a la sociedad?
La encontraba en la profunda unidad que supo crear, en su espíritu, entre la actividad de estudio y la búsqueda de la santidad. Si es cierto que la vida de un hombre se pone de manifiesto en su actitud ante la muerte, hemos de decir que toda el alma y la elevada enseñanza de Tomás, está en aquellas humildes y fervorosas palabras que pronunció, precisamente, en esa circunstancia, cuando se le llevó el Viático: “Te recibo a Ti, precio de la redención de mi alma; te recibo a Ti, Viático de mi peregrinación, por cuyo amor he estudiado, velado y rabajado; te he predicado y enseñado; pero nunca he dicho nada contra Ti”.
Síntesis de estudio y de santidad, de contemplación y de acción, de genitor y de médico del espíritu: he aquí la vocación substancial de un auténtico maestro. Lograr que sobre el hierro de las almas que le han sido confiadas, pueda penetrar el fuego incandescente del amor divino. Y exclamar al fin, con San Juan de la Cruz, al cierre de su carrera:
“¡Oh, llama de amor viva
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro,
pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres
rompe la tela de este dulce encuentro!”
Analizando estos versos, en un opúsculo llamado precisamente Llama de amor viva6, el Padre Alberto García Vieyra decía que ese más profundo centro es Dios. Hay otros centros que nos detienen, demoran, obstaculizan o entretienen. Pero la ley de la gravitación en los espíritus, es la ley del amor, y únicamente encuentra su reposo cuando llega al Amor de los Amores.
- V -
Corolario
Entender de este modo, lo que es y debe ser una legislación escolar y lo que es y debe ser un maestro, sería, en sentido chestertoniano, una real revolucion: dar la vuelta entera, regresar al Orden.
Ello exigiría una voluntad de lucha, unida a una honda inclinacion por la sabiduria.
Eiienne Gilson una obra tan valiosa como poco conocida, Por un orden católico7 , sintetizaba tamaña exigencia en una sugerente fórmula: un nuevo Carlomagno, un nuevo bautismo de CIodoveo. “Cuanto más católica sea la enseñanza” -agregaba- “más probabilidades tendrá de hacerse respetar y durar. Toda complacencia, todo compromiso para agradar será recompensado con el desprecio de sus adversarios. Cuanto más su ambición se limite a hacerse lo más semejante posible a la casa de enfrente, con la esperanza de hacerse tolerar, tanto más perderá su razón de ser, hasta a los ojos de sus adversarios, y más se encarnizarán en destruirla. La enseñanza católica no es bastante católica. Que llegue a serlo”.
Deberían grabar estas palabras -en sus corazones y en sus edificios- los aludidos pedagogos oficiales del catolicismo, que huérfanos de magnanimidad y de ciencia, de coraje y de fidelidad, han decidido parecerse a la casa de enfrente, sólo que cobrando un poco bastante más. Olvidados de las obras de misericordia y de los dones de Espíritu Santo -sin los cuales, insistimos una vez más ninguna educación es posible- han perdido el respeto de los propios y extraños. Disponen solamente del regodeo del mundo.
La vida y la obra de Fray Alberto son esa causalidad ejemplar y esa exigencia, que se necesita en estos tiempos crepusculares para restituirle a la enseñanza su sentido cristocéntrico y eminentemente sapiencial.
Su obra clara, dominicana, tomista; aquinóloga dina el Padre Castellani Su vida humilde, afable, servicial, íntimamente alegre y gozosa.
Cuentan que en los tiempos difíciles del Seminario de Paraná -cuando los aires progresistas amenazaban con disolver la gran obra de Monseñor Tortolo, y no faltaban los fisgones que vigilaban los comportamientos todavía reaccionarios que quedaban- Fray Alberto, con toda solemnidad y sencillez, comenzaba sus clases, serenamente, arrodillándose delante de una imagen mariana y dirigiendo el rezo de los seminaristas. Sin respetos humanos ni prudencias carnales.
Y cuando la enfermedad ya había cruzado su cuerpo con dolores hirientes, un episodio menor del Convento en que se alojaba -un sacerdote amigo que entra a su celda para higienizarla creyendo que se encontraba fuera de la misma y lo sorprende echado sobre el duro piso- permite descubrir que el Padre, cada vez que escribía sobre la Virgen María, lo hacía de rodillas. Como Frá Angélico con sus pinceles, él con su pluma se inclinaba para volcar en el papel, devotamente, sus enseñanzas mariológicas. Candor de niño, pasión de cruzado, santidad y sabiduría de eremita.
Una celda entre muros seculares
casi igual que las otras del convento,
con mirada al jardín o al pensamiento
florecido en azules y en cantares.
Una celda celda nomás entre sus pares
pero allí está el Antiguo Testamento,
el misal tridentino, el juramento
de ser fiel a los padres tutelares.
Está la Summa abierta, el crucifijo,
una rama de olivo, la esclavina,
ese recuerdo que una vez bendijo.
Rodilla en tierra, sin atril ni manta
en esta tarde más santafecina,
escribe así sobre la Virgen Santa.
También nosotros hoy, quisiéramos repetir su gesto. Y desafiando a los sabihondos infatuados y grises, impíos e indoctos, postrarnos a los pies de la Virgen, repitiendo con voz tonante: Maria, Sede Sapientiae, ora pro nobis, ora pro nobis, ora pro nobis.