Seminario de La Reja, 15 de enero de 2009
n el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Queridos Padres, queridos seminaristas, queridísimos fieles:
Quisiera aprovechar esta primera ocasión en que puedo dirigirles la palabra para referirme a los dos acontecimientos tan importantes que ocurrieron durante este verano, y quisiera dar una visión más bien general, es decir desde los principios –desde el punto de vista sobrenatural–, para que quede claro cuál es nuestra posición, la posición de la FSSPX, y cuál tiene que ser la línea que nos guíe a través de nuestros combates.
Primer acontecimiento importante
Y en primer lugar, en orden cronológico, tuvo lugar el decreto sobre las supuestas excomuniones; el decreto de levantamiento de las supuestas excomuniones. Y nuestra posición ha sido muy clara antes, durante y después de este decreto. Siempre hemos afirmado y siempre hemos mantenido que esas censuras eran absolutamente nulas, de hecho y de derecho.
Aquel acto del año '88 –las consagraciones episcopales– no solamente fue un bien, sino que fue un bien supremo, en razón del estado de necesidad en que está la Santa Iglesia. Fue un acto para salvaguardar el verdadero sacerdocio católico y, por lo tanto, la verdadera Fe católica. Fue un acto en defensa de la Santa Iglesia, para la supervivencia de la Santa Iglesia y, por lo tanto, es evidente que no puede ser objeto de ningún tipo de condenación.
Pero, sin embargo, es también evidente que, a los ojos del común de la gente, sí estábamos excomulgados: a los ojos de la opinión pública, a los ojos del resto de la Iglesia a quienes no llegan nuestras explicaciones o nuestros argumentos, estábamos condenados. Y sobre todo estaba condenada la Tradición católica, la verdadera Fe católica. Y por eso nos alegramos del decreto.
Ya saben que pensar es distinguir. Lo propio de la inteligencia es distinguir. Hay que distinguir entre los aspectos distintos de las cosas. Nos alegramos y agradecimos –porque lo cortés no quita lo valiente, y el respeto y la caridad son una obligación de todo buen cristiano–, nos alegramos y agradecimos ese decreto, precisamente en cuanto nos quita ese estigma, en cuanto quita esa condenación a lo que representamos, que es la verdadera Tradición católica, que es la verdadera Fe católica. Y ese primer aspecto allana el camino para que podamos discutir sobre doctrina, sobre Fe, con esta Roma.
Y en segundo lugar es evidente que esa medida quita un obstáculo mayor en muchas almas para que puedan acercarse a nosotros y para que puedan acercarse a la Tradición. Y es lo que está pasando. Después del Motu Proprio, y aún más especialmente después del decreto, hay muchísima gente que se está acercando a la Tradición, y muchos sacerdotes que antes tenían miedo y ahora vienen a aprender la misa, por ejemplo, en nuestros prioratos.
Ahora, que nos alegremos de eso no quiere decir que el decreto en sí mismo nos parezca bueno. Es evidente que ese decreto no responde ni a la realidad, ni a la verdad, ni a la justicia. Entonces, queda pendiente una verdadera rehabilitación, y no tanto de nosotros los cuatro obispos de la Fraternidad, sino especialmente de todos aquellos que conformamos la pequeña familia de la Tradición, y muy especialmente la rehabilitación de Mons. de Castro Mayer y de Mons. Lefebvre. Eso queda pendiente.
Pero, es evidente para quien reflexiona un poco, que esta Roma actual no podrá hacer esa rehabilitación si antes no entiende que obramos movidos por el bien común de la Iglesia y por el estado de necesidad, y para eso tiene que reconocer que hay un problema grave de apostasía de la Fe pero en ellos mismos. Es imposible pretender esa rehabilitación actualmente cuando precisamente lo que queremos es hablar para hacerles ver, con la gracia de Dios, que andan lejos de los caminos de la Fe.
En tercer lugar, y lo hemos dicho muchas veces y lo repito, desde que nosotros, los sucesores de Mons. Lefebvre, entramos en contacto con Roma, dejamos claro que excluimos absolutamente un acuerdo puramente práctico. Ni lo buscamos, ni lo aceptamos ni estamos dispuestos a recibirlo. Sabemos que eso sí sería el fin de nuestro combate, porque ¿cómo podemos obedecer y ponernos a las órdenes de aquellos mismos que nos mandan la demolición sistemática de la Fe y de la Iglesia, abrazando el modernismo y el liberalismo?
Y eso ha sido así antes, durante y después del Motu Proprio y del decreto de las excomuniones. Sin embargo –y esa es también nuestra posición, posición prácticamente unánime de la Fraternidad–, estamos dispuestos a una confrontación doctrinal con Roma. Estamos dispuestos a ir a dar testimonio de la verdadera Fe allí donde debemos y allí donde realmente se puede resolver esta crisis de la Iglesia, que es en Roma.
Y de hecho, para ilustrar que ésta es nuestra posición real, ahí tienen hace ya años los hechos delante de los ojos –para que vean qué es lo que realmente hacemos–, ya van varias veces que rechazamos acuerdos puramente canónicos y acuerdos puramente prácticos.
En enero, en los días en que se publicó el decreto –que nosotros recibimos antes, naturalmente– se nos ofrecieron dos veces soluciones canónicas absolutamente superiores a las que han aceptado gente como los sacerdotes de Campos o como los del Instituto del Buen Pastor. Es decir, se nos ofrecían soluciones canónicas, prácticamente sin condiciones, y sin embargo las rechazamos. ¿Por qué? Porque eso nos pone en una ambigüedad respecto a la confesión pública de la Fe. Y, en segundo lugar, porque eso nos lanza en la dinámica de un acuerdo puramente práctico que nos pone, en el orden real, bajo sus órdenes y su influencia.
Y el documento –la carta reciente del Papa a todos los obispos católicos, carta realmente interesante y que hay que saber leer, distinguiendo, justamente– viene a confirmar que Roma, por fin, acepta lo que fue siempre nuestra propuesta. Y es que, luego de quitar esos dos obstáculos –que eran la prohibición de la Misa y las censuras canónicas–, podamos comenzar las verdaderas discusiones doctrinales, es decir, sobre el Concilio Vaticano II y las enseñanzas posconciliares. Y eso es lo que Papa propone y lo que el Papa anuncia. Y por eso van a asociar a la Comisión Ecclesia Dei la Congregación de la Doctrina de la Fe. Es decir, por fin reconocen que la cuestión es doctrinal y de Fe, y por fin aceptan discutir y aceptan poner en discusión el Concilio Vaticano II. Eso, en todo caso a nuestros ojos, es un gran paso.
Tampoco, evidentemente, se nos escapa que es una lucha desproporcionada. No ignoramos la desproporción de este combate, que es como el de David y Goliat. Somos muy poca cosa, tenemos muy pocos medios frente a todo lo que representa esta institución y esta maquinaria del Vaticano. Sin embargo –y ciertamente tomaremos las cosas con mucho cuidado y con mucha prudencia–, no crean que vamos a ir de cualquier manera, ni en cualquier condición. Que vayamos a ir no quiere decir que estemos dispuestos a hacerlo de cualquier manera. Lo haremos, en la medida de nuestras posibilidades, con toda la prudencia, vigilancia e incluso desconfianza, sí.
Pero a la vez les recuerdo que fue David el que ganó la batalla, y no Goliat. Y David ganó la batalla porque su causa era la causa de Dios. Y lo que él buscaba no era su propio bien ni su propia gloria, sino la gloria de Dios; y porque fue en nombre de Dios –in nomine Domini– y porque confió en Dios. No veo por qué tendríamos nosotros que caer en actitudes miedosas, pusilánimes o medio histéricas, porque simplemente tenemos que ir a dar razón de nuestra Fe allí donde tenemos que ir y allí donde sabemos que se va a resolver esta crisis. Es precisamente por lo que estamos luchando desde hace 40 años, por tener esta posibilidad.
¿Y después? Después ya sabemos de quien es la victoria, ya lo sabemos. «Si Dios está con nosotros ¿quién contra nosotros?» (Rom. 8, 31) ¿O acaso tendremos miedo de defender la verdad, de referir a toda la Tradición, todas las enseñanzas de los santos, de los Papas, de los doctores? Debemos tener fortaleza. «Viriliter agite, et confortetur cor vestrum: Obrad varonilmente –dice Dios– y vuestro corazón será robustecido, será confortado» (Sal. 30, 25).
Segundo acontecimiento importante
El otro acontecimiento, que ya saben cuál es y que tuvo como epicentro circunstancial este Seminario de La Reja, requiere también algunas reflexiones y una visión desde lo alto. En cualquier cuerpo moral bien constituido, es evidente que cuando un miembro comete un error o una falta, la obligación de los otros miembros se resume en la caridad. La obligación de sus iguales, de los otros miembros, se resume específicamente en la misericordia. Y aplicado a este caso, tal como lo enseña Santo Tomás, en primer lugar, si se tercia, se trata de la corrección fraterna, que es un acto de misericordia.
Luego, el perdón, el perdón de las faltas, el perdón de las ofensas, y el perdón de las consecuencias de las ofensas o de las faltas.
Y en tercer lugar –dice Santo Tomás–, la tercera obra de misericordia –en ese orden–, es la paciencia: «Soportaos mutuamente» (Efes 4, 2). Lo que no podemos corregir en el prójimo, lo que él no puede cambiar, las consecuencias desgraciadas que se deben sufrir y que recaen sobre todo el cuerpo, tenemos que sobrellevarlas pacientemente. Y eso es un acto de misericordia.
Pero hay un principio que es superior a éste. Y es que en cualquier cuerpo moral bien constituido, el bien común prima sobre el bien particular. Y a fortiori, sobre el interés particular, que no siempre es el bien particular; y a fortiori sobre las opiniones particulares.
Ahora bien, quien tiene el cuidado del bien común no es cada uno de los miembros, sino la autoridad constituida. La autoridad viene de Dios, no de la base. La autoridad es dada por Dios. Y entonces en todo cuerpo bien constituido, como es por ejemplo la Santa Iglesia, o como lo ha de ser, por ejemplo, la Fraternidad San Pío X, todos debemos preferir el bien común al bien particular; y, en segundo lugar, la autoridad tiene que defender, no solamente preferir y amar más, sino que tiene la obligación de defender –para eso recibió la autoridad– ese bien común sobre el bien particular.
Porque está muy bien criticar el liberalismo y criticar el personalismo, pero si después nosotros tenemos actitudes anárquicas o de francotiradores, pues preferimos nuestra opinión o nuestro bien particular al bien común, estamos cayendo en aquello que criticamos.
La segunda observación o reflexión que quiero hacer es que de todos modos no hay proporción entre el motivo, la causa alegada y el efecto violento que se desató contra todos nosotros: contra Monseñor, contra el Papa, contra la Fraternidad y contra la Iglesia. Lo cual demuestra que, en todo caso, solo fue un motivo o una causa ocasional.
Se dice que el árbol no tiene que taparnos el bosque. Efectivamente, que el árbol –que aquí lo tuvimos muy cerca– no nos tape el bosque. En España dicen que cuando se señala la luna, el tonto se queda mirando el dedo. «Ahí está la luna», y el tonto mira el dedo. ¿El dedo está? ¡Sí, pero está señalando otra cosa! Y lo que está señalando, en mi opinión, es precisamente el temor que tienen al avance de la Tradición –de la causa de la Tradición y de la verdadera Fe– en el seno de la Iglesia oficial. Y el miedo pánico y la rabia que les da que podamos discutir el Concilio Vaticano II y las doctrinas posconciliares salidas del Concilio Vaticano II, es decir, el modernismo y el liberalismo.
Eso es lo que para ellos es intocable. Y esa sí que es una causa proporcionada al ataque violento, mediático, político, etc., de que fuimos objeto.
Entonces, las cosas claras. No es una mala señal... –claro, hay que sufrirlo– pero no es una mala señal. «Ladran, Sancho, señal de que cabalgamos» –frase que, por cierto, no está en el Quijote, pero es muy a propósito–. Para mí es tal cual. «Ladran, Sancho», señal de que por primera vez les empezamos a molestar de una manera seria.
Se trata por lo tanto de aquello que es normal en nuestro combate. De aquello que es normal, es decir, la persecución, que puede tener diferentes maneras, a veces sorda, a veces más explícita y violenta. Es lo que Nuestro Señor nos ha anunciado: «Si a Mí me odiaron, a vosotros os odiarán» (Jn 15, 18); «Si a Mí me persiguieron, os perseguirán a vosotros» (Jn 15, 20). Lo mismo dice San Pablo: «Todo aquel que quiera vivir piadosamente en Cristo sufrirá persecución» (2 Tim 3, 12).
Mantener la serenidad en unos momentos cruciales
Entonces, debemos mantenernos serenos. Más bien, es como una confirmación de que no estamos mal encaminados. Es algo que Nuestro Señor nos anunció. Sabemos que a la victoria se llega por la Cruz. Piensen ustedes que harán falta sacrificios, sufrimientos y tal vez martirios para revertir la situación que existe hoy en día en la Iglesia; no entenderlo, es no entender nada del cristianismo.
Entonces, cuando estas persecuciones vienen, guardemos la serenidad, guardemos la fortaleza, la perseverancia, e incluso la alegría. Las Actas de los Apóstoles nos dicen que éstos –los Apóstoles– se alegraban de poder sufrir algo por Cristo, por la Iglesia (Hech. 5, 41). Que yo sepa, Nuestro Señor, en la octava bienaventuranza –que es, según Santo Tomás, la que encierra implícitamente a todas las demás–, nos dice: «Bienaventurados cuando os persigan y cuando digan todo tipo de mal, calumnias y difamaciones, de vosotros a causa de mi nombre: alegraos y exultad, porque grande es vuestra recompensa en el Reino de los cielos» (Mt 5, 10-12). Nos dice «alegraos»; no «entristeceos».
Y me parece que una aplicación buena de todo lo que hemos pasado, para ustedes, queridos seminaristas, es ésta: es bueno que ahora que tienen tiempo y tranquilidad para prepararse, sepan de qué va esto. Esto les indica, es como una primera advertencia de lo que va a venir. Cuantos más progresos hagamos, más nos van a perseguir. Dicho de otra manera, tienen que saber que el sacerdocio católico hoy día es para valientes... es para valientes… y que no valen las medias tintas. Y que, por lo tanto, tienen que aprovechar estos años preciosos que tienen de formación.
Formación que a mi modo de ver tiene tres pilares. En primer lugar –siguiendo el orden natural de las cosas– la doctrina. La doctrina, la formación en la Fe. Por lo tanto la formación intelectual. Los estudios. En primer lugar el seminario es una casa de estudios, en la que brilla – como explicó el P. Olmedo el otro día, el 7 de marzo– especialmente la persona y la doctrina de Santo Tomás de Aquino. Y también podemos contar los otros estudios que se hacen en el Seminario. No se estudia solamente teología o filosofía, sino también espiritualidad, historia, latín y, sobre todo, Sagradas Escrituras. El sacerdote tiene que ser versado en las Sagradas Escrituras, la ciencia propia del sacerdote.
El segundo pilar, es la piedad. La piedad que engloba la liturgia –todos los oficios, todas las ceremonias, especialmente el santo sacrificio de la Misa, pero también, por ejemplo, el canto–, y también la oración personal. En seis años de seminario deberían ser expertos en oración, y tener una oración personal muy firme y muy bien fundada.
Y si el Seminario es casa de estudio y casa de piedad, es –y no en menor medida, y creo que es tal vez lo que olvidamos más; porque es más difícil– como una escuela de perfección, de santificación. En el Seminario tienen que habituarse a practicar las virtudes, es decir, las obras. Y eso es lo que definitivamente les dará solidez, les dará un sacerdocio posteriormente fecundo y perseverante.
Pidamos entonces en este día a la Santísima Virgen que nos dé a todos la gracia de responder a lo que Dios espera en estos momentos cruciales de la Iglesia; que nos dé la gracia de estar a la altura de lo que se nos pide a todos. Y pidamos especialmente por los seminaristas que comienzan un año lectivo más, para que se formen en profundidad, buscando a Dios, amando a Dios, imitando a Nuestro Señor Jesucristo.
La Santísima Virgen fue bienaventurada por se madre de Dios, fue más bienaventurada por haber creído y fue todavía más bienaventurada por haber practicado la palabra de Dios.
En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Fuente: Seminario Nuestra Señora Corredentora, La Reja.