por el R.P. Alfredo Sáenz. S.J.
Nos introducimos ahora en la consideración de la figura de uno de los grandes de nuestra historia, el P. Antonio Ruiz de Montoya, esforzado misionero del período español de nuestra Patria, alma y vida de aquella inédita experiencia misional que fueron las reducciones guaraníticas.
I. Su juventud
Antonio nació en Lima, el 13 de junio de 1585, hijo de don Cristóbal Ruiz de Montoya, originario de Sevilla, y de Ana de Vargas. Por aquel entonces era Lima una ciudad señorial, espiritualmente regida por Santo Toribio de Mogrovejo, entre cuyos méritos se cuenta el de haber sido el redactor de un «Catecismo» escrito en español, quechua y aymara, que fue aprobado por el III Concilio Limense. Época realmente gloriosa aquélla, engalanada con la pureza de Santa Rosa y la humildad de San Martín de Porres. De Lima saldría para llevar la Buena Nueva al norte de nuestra Patria el gran misionero San Francisco Solano. Dicha floración se enmarca en el Siglo de Oro español, poblado de grandes santos, de grandes escritores, de grandes capitanes. Era la España generosa que se transfundía en sus provincias de ultramar.
A los 8 años, Antonio quedó huérfano de padre y madre, por lo que pasó a manos de tutores. Poco antes de morir, su padre lo había inscrito en el Real Colegio de San Martín, recientemente fundado por los jesuitas. Tras una niñez serena, comenzaron los devaneos de la adolescencia, con un creciente deterioro espiritual. Primero dejó la confesión, y luego abandonó los estudios para entregarse de lleno a una vida licenciosa, malgastando la herencia recibida, «con ansias de vivir independiente –como él mismo dice–, señor absoluto de sus acciones y hacienda». Empleó lo que tenía de dinero en comprar alhajas, servicios de plata, costosas tapicerías, todo ello en aras de la vanidad.
Sus biógrafos nos cuentan un episodio interesante de aquella época. El 4 de octubre de 1602, es decir, cuando tenía 17 años, fue hecho «caballero». Así lo relata su compañero y admirador Francisco Jarque: «Ciñó la espada, con asistencia de todos sus amigos, con el aplauso y solemnidad que acostumbran los Caballeros». Pero su caballería era puramente galante, sin el contenido profundo ni el espíritu medieval que había caracterizado a ese noble estamento de la sociedad. Sólo le resultaba útil para emprender inacabables lances callejeros, en esa Lima que por aquel entonces era una ciudad poco iluminada, sobre todo en los arrabales, poblados de huertas.
Se comportaba «peor que un gentil», escribiría luego de sí mismo. No eran, por cierto, juergas inocentes las suyas, sino aventuras tan serias que lo pusieron a veces en peligro de perder la vida o hacerla perder a otros. A consecuencia de tales desmanes, llegó a ser puesto en prisión o amenazado con el destierro.
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