Autor: Joaquín Rodrigo
Guitar : John Williams
Live at Waldbuhne, Berlin, Germany June 21, 1998
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3rd Mov
onfundir lo diferente y separar lo idéntico es sublevarse contra la realidad, que es la verdad objetiva, y sintetizar en uno todos los sofismas. Afirmar como uno lo que es vario y como vario lo que uno, son los dos métodos que usa la razón cuando sale del orden arrastrada por el error o la locura.
Que se confundan, se separen o se inviertan las ideas o las instituciones que fuera de nosotros no están confundidas ni separadas, ni invertidas, no alterará la naturaleza del sofisma especulativo o práctico.
Y uno de los más grandes porque desciende de lo ideal a lo real, es el que falsea las relaciones entre las sociedades al romper las que deben existir entre las dos primeras, entre la religiosa y la política: el cesarismo. ¿Cuál es su naturaleza?
El cesarismo es en su esencia la teoría o institución pagana que convierte las relaciones del poder religioso y político en relación de identidad, por la confusión de los dos en una misma soberanía. La confusión puede ser total o parcial, y dentro de ésta de diferentes grados; pero la confusión existe siempre, porque radica en la esencia del sistema. Desde el "Emperador- Sumo Sacerdote" del paganismo hasta e "Rey- Papa" protestante o el "Rey- Semi Pontífice" regalista o el Estado soberano de la relación con la Iglesia hay una jerarquía de grados que no altera la sustancia del sistema. Y como se refiere a los atributos religiosos que se suponen inherentes a la soberanía civil, tampoco cambia su naturaleza con el sujeto de ella sea individual o colectivo: César- Rey. César- Gobierno, o César- Parlamento.
El regalismo es una forma hipócrita de cesarismo, que puede presentarse de dos maneras: reivindicando las funciones religiosas, como regalía de la Corona, o como prerrogativa del Estado. Su objeto de destruir la unidad de la unidad de la Iglesia universal, repartiéndola en Iglesias nacionales. Y su esencia, como la del cesarismo, de que es manifestación atenuada, consiste en sostener que el poder no es solo civil, sino también eclesiástico o mixto, porque supone, cuando menos implícitamente, que tiene, por si, por su propia naturaleza, funciones y derechos religiosos. Es decir, la aberración pagana de la confusión de los dos poderes.
El Estado, por sí, tiene, como toda persona humana, deberes religiosos, pero no tiene derechos religiosos nada más que para cumplir esos deberes. Si goza de otros derechos de esa índole, aunque siempre subalternos, es por concesión y merced circunstancial del poder religioso, que puede premiar con ellos los servicios que haya prestado con su sumisión a la verdad; pero si considera la cesión circunstancial como el reconocimiento de una prerrogativa propia y permanente, y si rechaza los deberes y quiere mantener los derechos, que son medios para cumplirlos, supone que les son inherentes, esto es, que su poder es mixto de civil y eclesiástico; y como lo sea en un punto, no hay razón de que lo sea en los demás, y el cesarismo pagano no tarda en brotar con un poco de lógica, probando así que es la esencia del sistema.
«Luz apacible»
ste programa de su vida, Santo Tomás lo vivió con serenidad y humildad. Louis de Wohl la caracteriza como «luz apacible», en su espléndida biografía novelada La luz apacible. Novela sobre Sto. Tomás de Aquino y su tiempo. Al final de la obra, uno de los personajes, recordando palabras del Padre Abad de Fossanova, piensa que
«"su mayor logro ha sido que ha convertido la filosofía en un arma poderosa al servicio de Cristo. No sólo ha conseguido hacer una feliz síntesis del pensamiento cristiano y la filosofía aristotélica, sino que ha logrado también infundir a la misma filosofía el soplo del Santo Espíritu"... Filósofo, teólogo, metafísico... ¡Con tal que no se olvidasen del hombre!... Porque Tomás había sido el hombre más amable, más gentil, más digno de ser amado que había conocido» (Wohl, 1983, 375).
Santo Tomás, que había nacido a principios de 1225 en el castillo de Rocaseca, conoció la Orden de Predicadores, en Nápoles, durante su primera estancia de 1239 a 1243, después de haber permanecido nueve años en la abadía de Montecasino. Sus padres, Landolfo y Teodora, le habían trasladado del castillo de Rocaseca, cerca de Aquino -hoy en día prácticamente en ruinas, pero que será restaurado, por haber sido su lugar del nacimiento-, a la abadía de los benedictinos, cuando contaba tan sólo cinco años de edad.
Uno de los primeros biógrafos de Santo Tomás, Guillermo de Tocco en su Historia beati Thomæ, refiere «una visión de doña Teodora cuando concibió a Tomás, calcada sobre la Anunciación de Jesús a su Madre María. "Estando en Rocaseca, en los confines de la Campania, vino a ella en espíritu fray Bueno (que era mejor en vida y religiosidad), un anacoreta, con fama de santo, que había estado con otros muchos en el territorio de Rocaseca, y le dijo: 'Alégrate, Señora, porque el hijo que llevas en tu seno se llamará Tomás. Tú y tu marido pensáis hacerlo monje en el monasterio de Montecasino, en el que descansa el cuerpo de san Benito, con la esperanza de llegar a los grandes réditos del monasterio, mediante su promoción a la máxima prelatura. Pero Dios ha dispuesto sobre él otra cosa: que sea fraile de la Orden de Predicadores, y obtendrá tal claridad en la ciencia y en la santidad de vida, que en todo el mundo de su tiempo no se encuentre a nadie como él'. A lo que respondió la señora: 'No soy digna de tener tal hijo; haga Dios según el beneplácito de su voluntad' " (...) Demasiado parecido a la Anunciación. Es probable que sea sólo leyenda» (Forcada, 1993, 16-17).
No parece leyenda, en cambio, otra noticia sobre la infancia del Aquinate:
«Los primitivos biógrafos y algunos de los testigos del Proceso de canonización relatan un hecho encantador, que tiene un sabor muy significativo para sus mentalidades. Siendo el niño todavía lactante, su madre, con otras señoras, fue a los baños de Nápoles y llevó consigo al niño con la nodriza. Ésta sentó a Tomás para bañarlo y él, alargando la mano, porque todavía no andaba, agarró fuertemente un pequeño trozo de pergamino. Queriendo abrirle la mano para desnudarlo, el niño comenzó a gritar, llorando. Compadecida la nodriza lo baño con la mano cerrada, lo secó, lo vistió y se lo llevó a su madre. Dona Teodora le abrió la mano, por más que el niño lloraba, le quitó el pergamino, en el que estaba escrita la salutación angélica: "Ave María". Desde entonces, cuantas veces lloraba, la nodriza no podía hacerlo callar sino dándole el escrito, que el niño inmediatamente se llevaba a la boca» (Forcada, 1993, 20-21).
También «los biógrafos anotan su prodigiosa memoria, la brillantez de su inteligencia y su inquietud por conocer a Dios, que se manifestaba en la pregunta que le hacía frecuentemente a su maestro: ¿Qué cosa es Dios?» (Ib. 23).
El Papa Gregorio IX había excomulgado al emperador Federico II, persona muy extraña y complicada, que había heredado el reino de Sicilia y que se estaba apoderando de los Estados Pontificios. El emperador ocupó la abadía por la fuerza y expulsó a los monjes. Santo Tomás, testigo de estos hechos, por consejo del abad, fue enviado por su familia, que estaba al lado del emperador, a la Facultad de Artes de la Universidad napolitana, fundada catorce años antes por el mismo emperador.
Allí pudo conocer a los dominicos del convento de Santo Domenico Magiore. A principios de 1244, un año después de la muerte de su padre, pidió la admisión al prior de este convento dominicano, dado que la Orden de Santo Domingo colmaba sus deseos de estudio y de vida religiosa, como refleja muy bien su «Principio».
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Artículo, sujeto a cambios, a publicarse en el próximo número (Nº 79) de la Revista Cabildo, en preparación.
Publicado por Santa Iglesia Militante, artículo al cual adherimos en todo.
por el Dr. Antonio Caponetto
Queremos decir, en principio, que nos contamos entre quienes recibimos con gozo y gratitud el levantamiento de las excomuniones a los cuatro obispos de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. No desconocemos las argumentaciones de ciertos tradicionalistas destacados que objetan este gesto pontificio, así como la aceptación del mismo por parte de los obispos beneficiados. En efecto, cabe pensar que si las tales excomuniones eran nulas y su consiguiente abrogación está condicionada ahora a determinados reconocimientos que son los mismos que ocasionaron el conflicto, no es enteramente éste el mejor camino seguido.
Sin embargo, y no siendo especialistas en la materia, insistimos con sencillez, y si se quiere con candor, en subrayar el gozo y la gratitud. Porque cualquiera fuese el status canónico de aquellas durísimas sanciones –y cualesquieras las medidas más aptas para invalidarlas- en concreto constituían una injusticia grave, una ofensa a la Tradición, una impunidad para la maldita progresía, un guante innecesaria y exageradamente arrojado al rostro de los defensores de la Fe de siempre. El modernismo en pleno, que es decir hoy la plana mayor de los pastores y el rebaño inmenso de imbéciles o confundidos, salía ganancioso siempre con la vigencia cruel de la terrible excomúnica.
A la par, y por lo mismo, el levantamiento de tan durísima carga era la señal inequívoca dada al mundo de que el Santo Padre ya no consideraba fuera del redil a los seguidores de Monseñor Lefevbre. Junto con el Motu Proprio Summorun Pontificum, y con algunas otras medidas en consonancia, ahora era el mundo el que recibía el merecido revés, y el amontonamiento de herejes y heresiarcas el que malparado quedaba. La variopinta manada de tartufos, fariseos, imbéciles, pasteleros, obsecuentes y confundidos –sin olvidarnos de cierto prototipo de cura felón y bajo vuelo- que durante décadas blandieron la obediencia ciega al Papa hasta ridículas actitudes papólatras, ahora era al Papa al que debían acatar. Al Papa que, además, y con esta medida, señalaba un importantísimo punto reivindicador de partida. Porque si a aquellos obispos ya no les cabía pena alguna, era de buena lógica deducir que tampoco a la enseñanza que ellos predicaban. Enseñanza –que prescindiendo ahora de los matices debatibles que pueda tener, y que tampoco desconocemos- significaba en su conjunto la rehabilitación de una doctrina decididamente contrarrevolucionaria y antimoderna.
Digámoslo en dos palabras: estábamos expectantemente felices con la caritativa decisión de Benedicto XVI. Sucedía algo justo, esperábamos más. No era todo ni tampoco lo suficiente, pero las oraciones y la equidad del Vicario de Cristo permitían augurar mejores días. Era un punto de partida, escribíamos antes. Pero la línea que se podía trazar a partir de este punto se divisaba trascendental.
El primero de esos hechos es la infame reacción judía, su descomedimiento inaudito, su insolencia grotesca, su torvísima maniobra para entrometerse en lo que no le compete, descentrando la cuestión de su natural raiz religiosa para centrarla artificialmente en el terreno mitológico del holocausto. El periodismo mundial le respondió en pleno –compitiendo en ignorancia y malicia- y quien a la vista del unánime y poderoso montaje multimediático-israelí, insista en que no existen conjuras ni conspiraciones, o camina distraído o es su encubridor manifiesto. El llamado "Expediente Williamson" que, hasta donde sabemos apareció en IL Riformista denunciado por Paolo Rodari, habla a las claras de la existencia de una siniestra maniobra para abortar la iniciativa papal a favor del tradicionalismo. Póngasele al episodio el nombre que quiera. Quienes lo hemos visto desplegarse sin cesar, minuto a minuto, desde el 21 de enero y en todo el planeta, triturando salvajemente, sistemáticamente, la verdad, no podemos dejar de usar la desacreditada palabra complot.
El segundo hecho, en consonancia con el anterior, lo constituye la reacción conjunta de gobernantes y de pastores, contestes ambos en el proverbial "no pasarán", dirigido contra lo que más los enajena y perturba: la existencia del "fascismo". El término, claro, en la guerra semántica que han desatado –y que les da tanto rédito como la fábula del holocausto- no designa lo que debería designar sino, y en este caso en particular, el catolicismo ortodoxo y sin sombras de ambigüedades o de concesiones modernistas. Es la palabra que utilizan para encubrir lo que odian y poder perseguirlo a mansalva. No es necesario buscar el ejemplo de la canciller germana y de los episcopados europeos. Aquí entre nosotros, la negrísima dupla Libertino-Bergoglio basta como modelo del connubio atroz de los canallas. La primera, por el Gobierno, pidiendo la cabeza de Monseñor Williamson; el segundo, mediante el vocero episcopal Jorge Oesterheld, manifestando "el más enérgico rechazo" a las declaraciones del valiente purpurado.
El tercer hecho que nos entristece y apena, es la reacción de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X. Monseñor Williamson dijo la verdad. Tras él, y secundándolo lúcidamente, el Padre Abrahamowicz. Si nos apuran, hemos de lamentar que se quedaran cortos y escasos en el vigoroso testimonio de veracidad histórica que fueron capaces de dar. Que el gesto viril de ambos religiosos fuera sancionado por los superiores de la Fraternidad, que los dejaran solos frente a la cacería judaica, que tomaran distancia de sus declaraciones mostrándolas como meras opiniones personales, y que, al fin, los apartaran de sus funciones, es una conducta deplorable que nos decepciona profundamente. Por respeto a la Fraternidad –de la que nunca hemos formado parte, con la que hemos tenido y podremos tener diferencias, pero cuya injustísima marginación de la Iglesia siempre lamentamos- preferimos no utilizar adjetivos más gruesos. Mas no es sólo decepción el término que cabe para juzgar a estos débiles Superiores Religiosos, sino algunos otros de significados más descalificantes. También nos consta que así piensan muchos miembros lastimados y combativos de la obra que rigiera otrora el mismo Monseñor Marcel Lefevbre.
Dejamos para el final la mención del cuarto hecho, y es la reacción del Papa. Lo diremos pensando y pesando las palabras: es una reacción irreflexiva y pecaminosa. Permítasenos explicarnos antes de que alguien se perturbe. Es irreflexiva porque en ningún momento se aceptó discutir –con los procedimientos habituales de las disciplinas humanísticas- las afirmaciones de carácter histórico apenas esbozadas por Monseñor Williamson. Hombre de talla intelectual indiscutida, habituado a los altos e intrincados debates académicos, en la ocasión, sin embargo, Benedicto XVI optó por el juicio a priori, a-lógico y apodíctico, reservando para los embustes historiográficos hebreos y aliadófilos el carácter sacro e inconcuso del que ya ni siquiera gozan los dogmas de la fe católica.
Convertir a la amañada historia oficial en el artículo trece del Símbolo de los Apóstoles, y condenar al revisionismo histórico con rango de pecado mortal contra la Cruz, no parece un acto de racionalidad; esto es, no parece el ejercicio de uno de esos hábitos del pensamiento riguroso con el que se nutre la ciencia. Tampoco el desconocer que hay judíos sensatos que no han trepidado en sentarse a debatir el tema, en tanto cuestión histórica, y otros más que lisa y llanamente podrían ser catalogados como revisionistas. Pensamos en los rabinos que integran la agrupación Karta Naturei, o en el escritor israelí J. B. Burg, decidido corajudamente en sus libros a desenmascarar las patrañas sionistas. Un hecho insólito y por demás negativo para la disciplina intelectual acaba de refrendar el Papa con su indebida actitud; el hecho inusitado, según el cual, en estos tiempos sin límites para las controversias racionales más audaces y escabrosas, un episodio concerniente al estudio del pasado se declara aprioristicamente incontrovertible so pena de excomunión. Aumenta nuestro desconcierto el que tamaña arbitrariedad la protagonice un hombre como el Santo Padre, cuyo horizonte cultural y fineza espiritual son notables. ¿Adónde está la tenebrosa corte de galileogalileístas gritando epur si muove? ¿Adónde están los defensores a ultranza del librepensamiento, repitiendo con Kant que ningún ámbito por intangible que parezca puede sustraerse a la crítica?
Pero amén de caer en la irracionalidad, entendida como sinónomo de irreflexividad, el Santo Padre ha dado una prueba de su condición pecadora, más que dolorosa y sufriente para quienes nos declaramos sus hijos, queriendo serle fieles y queriendo amarlo cada día. Ha pecado de debilidad y de obsecuencia contra el enmarañado poder judaico. Ha pecado de servilismo a la Sinagoga, de pusilanimidad frente al mundo, de contemporización con los deicidas. Ha pecado contra el sí,sí; no,no, contra el deber de confirmar en la Fe a su rebaño antes que el de alimentar a los lobos. Ha pecado de escándalo al preferir la mentira insidiosa propagada por Israel, a las verdades luminosas que brotan del estudio sereno. Ha quebrantado la regla ciceroniana enunciada por León XIII: "la primera ley de la historia es no atreverse a mentir; la segunda, no temer decir la Verdad". Ha pecado de ambigüedad por flojera, prudencia carnal o diplomacia vaticana. Ha pecado contra el segundo mandamiento, porque darle rango de dogma a lo que no lo es, pidiendo su acatamiento incondicional, es un modo de tomar el nombre de Dios en vano. Además, el amor a su patria alemana -que bien sabemos lo distingue- debería haberlo retraído de dar este paso, con el que los enemigos seculares de Germania vuelven a justificar y a reavivar el estado de acusación constante en el que la tienen sometida desde la parodia de Nürenberg.
Que nadie se confunda al respecto. Todo lo que con ocasión de las declaraciones históricas de Monseñor Williamson ha manifestado Roma, todo lo que se ha expresado sobre la llamada shoa y su negacionismo, todo lo que al respecto se les ha reconocido y tolerado a los judíos, no es magisterio ni virtud. Es oscurecimiento de la inteligencia ante la Verdad y quiebra de la voluntad ante el Bien. Del Papa se nos asegura su infalibilidad –dadas ciertas condiciones bien conocidas por cualquier catecúmeno- pero no su impecabilidad. Hay abundante y segura doctrina al respecto. Entonces, por angustioso que resulte, queden, pues, registrados en la conducta de Benedicto XVI la irreflexividad y el pecado. No es la primera vez que la historia de la Iglesia registra estos problemas, como registra la asistencia del Espíritu Santo y la posibilidad cierta de que la sabiduría y la virtud se impongan al error y a las claudicaciones. Recemos por ello. Queremos conservar la esperanza de que, finalmente, las muchas virtudes y dones del Santo Padre desmontarán el tinglado de la farsa.
De sobra conocemos lo que aullará la jauría ante lo que acabamos de decir. A esta altura de las ultimidades parusíacas que probablemente estemos viviendo, nos tiene sin cuidado.
Sólo dos guantes recogeremos. El uno, cuando se nos diga quiénes somos nosotros para sostener estas afirmaciones. Somos nada. Pero si desde la nada sale la proferición de que el pan es pan y el vino es vino, lo proferido no corre el riesgo de ser falso por la ausencia de entidad en el emisor. Se tendrá que probar que erramos, porque ya está probado que somos nadie y simples pecadores.
El segundo guante es el que golpea llamándonos nazis. Somos católicos, apostólicos y romanos que reconocemos en Benedicto XVI al Vicario de Cristo, y como tal lo respetamos y nos encolumnamos tras su Cátedra. Pero por la misma y reiterada profesión de catolicismo militante que nos distingue, sabemos que la actual distorsión de la cuestión judía, acentuada desde Nostra aetate en adelante, y hoy falsificada sin límites, es una amenaza contra la integridad de nuestra Fe, no contra la ideología nacionalsocialista. Y es una amenaza contra la misma economía de la salvación –que quiere para cada israelita el destino de Natanael- no contra las teorías racistas. Es un agravio a los Santos Evangelios, no a Mi lucha.
Es curioso que este negacionismo teológico importe menos que el llamado negacionismo del holocausto. Es inadmisible que negar la verdad católica movilice menos a los creyentes que negar las baladronadas de la prensa masónica y marxista. Es trágico que se pueda negar el depósito más íntimo de nuestra Religión Verdadera, para condescender al sincretismo con las falsas creencias, con las consignas cabalísticas y los planes talmúdicos. Es lamentable, al fin, que la Verdad siga siendo la gran excomulgada.
Los apóstoles y el mismo Pedro estaban temerosos y asustados porque "el mar se puso muy agitado, al punto de que las olas llegaban a cubrir la barca" (Mt. 8,24). Entonces, Nuestro Señor Jesucristo, "se levantó e increpó a los vientos y al mar, y se hizo una gran calma". Marcos agrega que Jesús "estaba en la popa, dormido sobre un cabezal", y que desafiando con entereza la embestida marina, le digo al torrente agitado: "¡Cállate! ¡Sosiégate!" (Mc. 4,38).
Ya no seas cobarde, Pedro. Conduce a tu rebaño al puerto de bonanza. Defiende a tus cabrillos no a las lobuznas fauces. Pastorea a tu grey no a carniceras huestes. Ten a mano la tralla para los fariseos y la mano bendecidora para tus hijos leales. Ya no seas más cobarde, Pedro. El único negacionismo que debe preocuparte es el de tu triple negación. Y si el miedo te doblega, despierta a Cristo que está soñando en el cabezal de la popa. Él impondrá la calma y el orden con el solo refulgir de su palabra regia, de su mirada soberana, de su irrefragable e invicta presencia divina.
a amistad ha sido siempre cantada en la Sagrada Escritura. "El mejor tesoro es un buen amigo". Hoy más que nunca se habla y escribe de fraternidad y solidaridad. Buen reclamo, pues, estos siete Santos Fundadores, con su mensaje para este mundo que tanta necesidad tiene de verdadera amistad y de generosa entrega.
Estamos en el siglo XIII y en la rica y artística ciudad de Florencia. Es este un caso insólito en la vida de la Iglesia, que ella celebre en su liturgia a tan elevado número de Santos, sin preocuparse de sus nombres ni de sus vidas, siendo que no murieron mártires como en tantos casos a través de los siglos de la Iglesia. Mártires sí que los hay en grupo y sin saber sus nombres. Entre los demás, no.
Apenas si sabemos sus nombres. Parece que fueron estos: Bonfilio, Bonayuto, Manetto, Amidio, Ugoccio, Sostenio y Alejo. Eran unos comerciantes de Florencia pertenecientes a las más distinguidas familias de la ciudad. Formaban parte de una especie de Cofradía en honor de Santa María y que el pueblo conocía como "los laudes" o "los alabadores de la Santísima Virgen". Ellos eran algo así como la Junta directiva de esta Asociación Mariana y estaban llenos del espíritu de Dios y de un filial afecto hacia la Virgen María.
Una de las Crónicas, después de afirmar que nadie sabía distinguirlos entre sí, en cuanto al fervor y observancia regular se refería, escribió: "Hubo siete hombres de tanta perfección, que nuestra Señora estimó cosa digna dar origen a su Orden por medio de ellos. No encontré que ninguno sobreviera de ellos, cuando ingresé en la Orden, a excepción de uno que se llamaba fray Alejo... La vida de dicho fray Alejo, como yo mismo pude comprobar con mis ojos, era tal, que no sólo conmovía con su ejemplo, sino que también demostraba la perfección de sus compañeros y su santidad".
¿Cómo llevaron adelante aquella empresa? - El cielo se encargaría de abrirles los caminos: El día de la Asunción, 15 de agosto, los siete recibieron una común iluminación: "Ponerse, a pesar de sus imperfecciones, a los pies de la Virgen María para que Ella obtuviera de su Hijo el perdón de todas sus faltas y los aceptase para la gloria de su Hijo y la suya... siendo siempre y en todo, los servidores de esta Reina y Señora y por ello se llamarían siervos de María".
Bien pronto fueron aprobados por su propio Obispo y por el Papa después. Las gentes los tenía como santos pues decían que obraban muchos milagros. Cierto día cuando recorrían las calles de Florencia pidiendo limosna, unos niños que ni siquiera hablaban aún, exclamaron al pasar ellos: "He ahí los servidores de la Virgen. Dadles limosna".
El Viernes Santo de 1239 la misma Virgen María se les apareció para señalarles que fuera negro su hábito y que aceptasen la Regla de San Agustín. Pronto empezaron a acudir jóvenes que deseaban abrazar aquella vida de austeridad y de servicio a la Virgen María a la que estaban especialmente dedicados. Desde un principio quisieron hacer hincapié en estas notas distintivas de su espiritualidad: Amor al retiro o soledad y también ejercicio del apostolado cuando fuere necesario pero especialmente con esta dirección: Propagar la devoción a la Virgen María en especial bajo esta faceta de su cooperación dolorosa a la Redención de Jesucristo.
Fueron muriendo poco a poco los seis fundadores. Sólo sobrevivió a todos ellos San Alejo que es el más conocido y el que tuvo la alegría de ver propagada la Orden de la Virgen María por muchas partes con abundancia de vocaciones. Tuvo perseguidores como era natural por ser obra de Dios pero, pasados algunos siglos, el 15 de enero de 1888, el Papa León XIII los elevaba a los siete al honor de los altares.
n 1858 Lourdes era un pueblecito desconocido, de unas cuatro mil almas. Simple capital de partido judicial, tenía su juzgado de paz, su tribunal correccional y hasta un pequeño destacamento de gendarmería. Esto y un mercado bastante concurrido era lo único que le daba un poco de superioridad sobre los demás pueblecillos de los alrededores, perdidos, como él, en las estribaciones de los Pirineos.
Poco tiempo antes, un célebre escritor, Taine, garabateó en su cuaderno de viaje esta apresurada nota: "Cerca de Lourdes, las colinas se vuelven rasas y el paisaje se entristece. Lourdes no es más que un amasijo de tejados sucios, de una melancolía plúmbea, amontonados junto al camino". Fue injusto. Hoy admiramos en Lourdes algo que no ha podido cambiar desde entonces; la belleza de su paisaje. El jugoso verde de las orillas del Gave, las perspectivas maravillosas de los Pirineos nevados, la airosa construcción del castillo dominando toda la villa... y hasta las callejuelas, empinadas algunas de ellas, no exentas de una cierta gracia pirenáica.
Si el paisaje no ha cambiado, la población en cambio se ha transformado por completo. El pueblecillo, entonces ignorado, es hoy conocido en todo el mundo. Sin sombra de duda se puede asegurar que Lourdes es, de toda Europa, el punto por el que pasan un mayor número de personas. Es cierto que otros le superan en cuanto al arte de retenerlas mucho tiempo. El flujo y reflujo de Lourdes durante la época de las peregrinaciones no conoce descanso y es algo único e impresionante. De aquí el nacimiento de una nueva ciudad, la de los hoteles y las tiendas de recuerdos, que han venido a erigirse y casi a eclipsar a la antigua.
¿Qué ha ocurrido?
Algo increíble. Y, sobre todo, inesperado. Podemos conocerlo hasta en sus más insignificantes detalles. Una literatura inmensa, una legión de investigadores, una serie de procesos cuidadosamente elaborados, nos permiten hoy saber cómo era el Lourdes de 1858, cuántos habitantes tenía, en qué se ocupaban, qué actitud tomaron ante los acontecimientos, qué periódicos se leían, qué cartas escribieron. Recientes están los descubrimientos de documentación que han acabado de arrojar completa luz sobre todo lo relacionado con las apariciones. No creemos que haya habido acontecimiento histórico sobre el que se conserve una documentación contemporánea tan abundante y tan exhaustiva.
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Esta tribulación declarada por Simone Weill ante Gustave Thibon, debe haber sido la de muchos otros en condiciones semejantes que, si bien se consideraban implicados en una persecución general, no lograban comprender muy bien a título de que se los perseguía: no tenían fe religiosa, no eran sionistas, estaban dispuestos a mezclar su sangre sin grandes inconvenientes, era tan indiferentes con respecto a Cristo como lo eran con respecto a Abraham del que se decían descendientes; carecían de dinero y no conseguían créditos con más facilidad que cualquier otro. ¿Tenían aspectos de judíos? Generalmente sí y esto los ponía en situación de ser marcados con una prontitud que hubieran deseado menos rápida. Leí el caso de uno de ellos que, por precaución de los padres no había sido circuncidado, pero que tenía tal pinta de judío que debía echar mano a la bragueta cuatro o cinco veces por día para evitar que lo expulsaran de Paris o fuera a parar a un campo de concentración como el pobre Max Jacob, a quien el cristianismo no le había hecho crecer el prepucio.
De cualquier modo y cualquiera fuere su consistencia ideológica existe un “lobby” internacional judío que hace sentir una presión tan fuerte sobre la Iglesia Católica, que ha inspirado modificaciones en los misales y hasta se habla de una depuración del Evangelio de Juan, acusado de inspirar los peores sentimientos anti-semitas.
Y hete aquí una nueva locución que ha entrado en el vocabulario moderno para mayor confusión de las mentes y entender la amplitud de los sentimientos contrarios al judío con una designación que abarca todos los pueblos que hablan una lengua de origen semítico: árabes, coptos, sirios, arameos, libaneses, etc. Hoy, el anti-semitismo es un movimiento de repulsa tan universal que no creo que exista una persona capaz de abarcarlo en toda su plenitud de una sola corazonada, por mucha confianza que tengamos en la capacidad difusiva del odio.
El judío existe, probablemente no es ninguna de esas cosas que señalaba Simone Weill, pero hace sentir su presencia con tal fuerza y con tanta tenacidad sobre la Iglesia Católica que nos hace pensar que existe, precisamente, para el castigo y la confusión del clero modernista, que hace toda clase de concesiones y cumplidos para atraer la simpatía de esta agrupación humana, siempre dispuestos a someterla a un juicio definitivo ante el tribunal de la historia.
Es verdad que no todos los judíos son ricos, pero el “lobby” lo es y el Tribunal de la Historia como la misma Iglesia, suele ser muy sensible a un montón de dólares bien distribuidos. Al fin de cuentas ¡Qué diablos! Somos judeo-cristianos y esto está escrito en los documentos pontificios y lo afirman la pléyade de teologillos que se suponen administradores titulares de las verdades conciliares.
Es una designación muy nueva y no parece tener un gran apoyo en las Sagradas Escrituras que, como todos ustedes saben, han sido demasiado influidas por el anti-semitismo de Juan y Pablo, ambos solemnemente empeñados en llamar “judíos” a los que se oponían abiertamente a Cristo y señalar como “hebreos” a los miembros del pueblo de Israel que podían hallarse en una actitud de perplejidad frente a la figura de Jesús de Nazareth.
Si esto así es, tenemos que “judío” es el hebreo que no admitió que Jesús fuera el Mesías y complotó con los saduceos y los fariseos para lanzar contra El una condena de muerte en la cruz. De esta manera hablar de religión judeo-cristiana es un absurdo y una manifiesta contradicción en los términos, en primer lugar porque la religión es la revelación de Dios y no un artilugio fabricado por los hombres, de manera que el término judía para señalar la procedencia nacional del producto no resulta conveniente. En segundo lugar si llamamos judío al hebreo que rechazó el mesianismo de Cristo no podemos envolverlo en la responsabilidad de aquello que combatió con denuedo. El judío puede ser culpable de la muerte de Cristo pero no de su culto al que expresamente, y en todas las oportunidades que tuvo, trató de destruir.
Estas son las probables complicaciones de una simple discusión en torno al verdadero significado de una palabra ¿Quién me metió a mí a querer descubrir lo que quería decir judío y la inclusión de este término en una serie de locuciones en las que no se advertía claramente su sentido? Resulta que ahora no solamente soy un opositor sistemático al judaísmo, sino a todo el mundo de habla semítica en general y pertenezco, de hecho, a esa escoria del universo que se llama nazismo.
No crea el lector eventual de estas líneas que exagero y me alabo de una probable acusación que nadie tiene interés en hacerme. No, la acusación existe y ha tomado forma pública en un periódico escrito en alemán y distribuido en la comunidad judía de Buenos Aires, y ahora me cuentan que le ha tocado el turno al querido Antonio Caponnetto. Es un indicio claro de la dificultad de poder hablar de los judíos sin provocar una reacción pasional en donde pululan los reproches del más grueso calibre y de las más antojadizas imputaciones. Decir que no soy nazi me ha parecido siempre una exculpación innecesaria y casi ridícula. Siempre que he hablado de ese movimiento político y lo he hecho en algunos libros míos, me he colocado en la posición que corresponde a un católico tradicionalista, absolutamente ajeno a las lucubraciones racistas de esa mezcla de gnosis y neo paganismo ario. He escrito algo y he hablado en alguna conferencia sobre la personalidad de Arturo de Gobineau y sin dejar de rendir homenaje a su talento literario, no he ocultado un irónico alejamiento de su explicación zoológica de la historia de las civilizaciones. Por lo demás, meterlo a Gobineau en una aventura anti-judía o anti-semítica me ha parecido siempre una clara manifestación de ignorancia o el deseo de embarcarlo en la promoción del nazismo por la interpretación abusiva que hizo Rosenberg de su tesis racista. Gobineau fue siempre un gran admirador de los judíos a quienes regalaba con el atributo casi ario de su origen racial. En un intercambio de cartas con Tocqueville, expresa su admiración por el Islam, donde sobrevive con toda violencia un judaísmo militar y agresivo que era completamente de su agrado.
Cuando la fe católica se debilita y la dirección de la Iglesia cae en manos de gente poco apta para las actitudes que impone el comando, surge de los abismos de la conciencia cristiana ese sentimiento de culpa que dormita en el fondo de todo pecador e impone la necesidad de un “mea culpa” para restablecer la concordia con Dios. La Iglesia ha impuesto el sacramento de la confesión y éste provoca en el alma ese renacimiento en el que se recupera la salud espiritual y se comienza de nuevo con un sano olvido de los pecados que han obtenido el perdón. El signo más claro del debilitamiento aparece cuando el sentimiento de culpa perdura y se extiende más allá del perdón obtenido como si encontrara un cierto placer en el mantenimiento de la condición de indignidad. La culpa ha dejado de ser el resultado de una caída personal y se ha convertido en una suerte de enfermedad colectiva, de abyección pastoral, en la que se envuelve a toda la Iglesia como si fuera ésta la portadora de un pecado nefando de lesa humanidad.
Esta es la situación que las autoridades de la Iglesia han creado con respecto al judaísmo y que imponen a los creyentes como si todos ellos cargaran sobre sus espaldas el crimen de haber acusado a los judíos de un deicidio que, al parecer nunca cometieron. Es verdad que los judíos que pidieron la muerte del Mesías han muerto ya hace varios siglos y sus descendientes no pueden estar directamente complicados en la crucifixión de Cristo, pero cuando se acepta una herencia con la plena conciencia de lo que ella implica, se carga sobre los hombros todo el peso de un rechazo espiritual que es parte, casi total de la heredad aceptada. No he intervenido para nada en el asesinato de Luís XVI ni de María Antonieta, pero si soy republicano francés y me hago cargo de todo cuanto este asentimiento implica, admito ser un regicida y no estoy tan libre como creo de la sangre derramada en nombre de los ideales a los que adhiero. Nazco en el seno de la comunidad judía y en tanto no tenga clara conciencia de la actitud religiosa que debe adoptar con respecto a Cristo, puedo ser perfectamente inocente de su muerte, pero cuando comprendo bien en donde estoy parado y admito la plena responsabilidad de mi herencia religiosa acepto que una parte de su sangre caiga también sobre mí mismo.
¡Ah! ¡Perfecto! Entonces usted al declararse cristiano hace suyos todos los crímenes cometidos por los cristianos en su historia milenaria.
Ninguno de esos crímenes constituye un elemento intrínseco y definitorio del cristianismo. El rechazo de Cristo y la complicidad en su juicio es parte esencial de la posición religiosa del judío, es lo que lo define y explica. Sin eso el judaísmo no sería lo que es y por lo tanto no existiría como tal. Si existen otros crímenes en la historia del pueblo hebreo no entran a título de componente formal de su composición, de manera que tienen sus cabezas responsables y corresponde al tribunal de la historia señalar sus nombres y determinar sus culpas.
Los hebreos que aceptaron el mesianismo de Cristo Jesús y fundaron la Iglesia dejaron de ser judíos en el sentido estricto del término y se convirtieron en cristianos. Cuando se habla de una culpa popular y se reprocha a Israel la comisión de un deicidio, se habla de una culpabilidad asumida por todos los que tienen clara conciencia de pertenecer a un pueblo constituido como tal a raíz de ese crimen.
La posición adoptada por las actuales autoridades de la Iglesia Católica no hace mucho por aclarar el problema y arroja, sobre sus penumbras naturales, la confusa niebla de esa suerte de culpabilismo que parece la marca exclusiva de la conciencia esclava. No soy esclavo y no siento sobre mi alma el peso de ningún pecado que no haya cometido personalmente. Estoy dispuesto a declararme culpable de lo que he hecho y aún de lo que he omitido, pero de ninguna manera me siento arrepentido por los desmanes que, falsa o verdaderamente, puedo atribuir a otros.
Los judíos acusan a la Iglesia Católica de no haber hecho oír su protesta contra los crímenes nazis cometidos contra su pueblo. Resulta muy difícil en el entrevero de un acontecimiento político de ese tamaño, medir con exactitud las culpas de uno y otro bando y señalar a los culpables con la vara de un juez inapelable: ¡Este es el culpable y este otro no ha roto ni un plato! Lo determino yo, con la asistencia infalible del Espíritu Santo y sin dejar un margen para la inquietud o la duda. Que los judíos asuman esa responsabilidad ante la historia y lo determinen de una vez para siempre, me parece bien, al fin de cuentas son parte del pleito y tienen pleno derecho a defenderse como puedan, pero la Iglesia Católica carece de la misma seguridad y no pretende en este asunto, gozar de una infalible asistencia del Espíritu. Amén.
Continuación del mismo asunto y conclusión de este libro
ste es aquel único sacrificio de inestimable valor a que se refieren como a su fin todos los otros de que hacen mérito las historias y las fábulas de todas las gentes. Este es aquel que querían significar, así el pueblo judío como los pueblos gentiles, en sus sangrientos holocaustos, y que figuró Abel de una manera cumplida y aceptable cuando ofreció a Dios los primogénitos y más limpios entre todos sus corderos. El verdadero altar había de ser una cruz, y la verdadera víctima un Dios, y el verdadero sacerdote ese mismo Dios, a un mismo tiempo Dios y hombre, pontífice augusto, sacerdote perpetuo, víctima perpetua y santa, el cual vino a cumplir en la plenitud de los tiempos lo que prometió a Adán en los tiempos paradisíacos, fiel cumplidor de su promesa y guardador de su palabra, porque, así como no amenaza en vano, no promete tampoco vanamente. Amenazó al hombre libre con el desheredamiento, y desheredó al hombre libre y culpable; le prometió luego un redentor, y vino él mismo a redimirle.
Con su presencia se esclarecen todos los misterios, se explican todos los dogmas y se cumplen todas las leyes. Para que se cumpla la de la solidaridad, toma en sí todos los dolores humanos; para que la de la reversibilidad se cumpla, derrama por el mundo en copioso raudal todas las gracias divinas, alcanzadas con su pasión y con su muerte. Dios en Él se hace hombre de una manera tan perfecta, que sobre Él vienen impetuosas todas las iras de Dios; y el hombre se hace en Él tan perfecto y tan divino, que en Él caen sobre el hombre todas las divinas misericordias como en lluvia delgada y apacible. Para que el dolor fuera santísimo, padeciendo santificó el dolor, y para que su aceptación fuera meritoria, le aceptó con una aceptación voluntaria. ¿Quién sería fuerte para ofrecer a Dios su voluntad en holocausto si Él no hubiera hecho entera dejación de la suya para hacer la de su santísimo Padre? ¿Quién hubiera podido subir hasta la cumbre de la humildad si el pacientísimo y humildísimo Cordero no hubiera subido antes por secretos caminos a esa asperrima cumbre? ¿Y quién, remontando aún más su vuelo, hubiera podido encumbrar montes bravos sobre montes bravos, hasta llegar al altísimo del divino amor, si Él no los hubiera encumbrado todos, uno por uno, dejando enrojecidas sus laderas con la púrpura de su sangre y dando a sus zarzas en despojos sus blanquísimos y purísimos vellones, afrenta de la nieve? ¿Quién sino Él hubiera podido enseñar a los hombre que al otro lado de esas abruptas y gigantescas montañas, con sus cumbres al cielo y sus valles al abismo, caen praderas alegres y tendidas donde son benignos los aires, puros los cielos, mansas y limpias las aguas, suavísimos todos los rumores, verdes todos los campos, inefables todas las armonías, perpetuas todas las frescuras; donde la vida es verdadera vida que nunca acaba, y el placer verdadero placer que nunca cesa, y el amor verdadero amor que nunca se extingue; donde hay perpetuo descanso sin ocio, reposo perpetuo sin fatiga, y donde se confunden por una altísima manera lo que tiene de dulce la posesión y lo que hay de bello en la esperanza?
El Hijo de Dios, hecho hombre y puesto por el hombre en una cruz, es a un mismo tiempo la realización de todas las cosas perfectas, representadas en todos los símbolos y figuradas en todas las figuras, y la figura y el símbolo universal de todas las perfecciones. El Hijo de Dios hecho hombre, así como es Dios y hombre a un tiempo mismo, es la idealidad y la realidad juntas en uno. La razón natural nos dice, y la experiencia diaria nos enseña, que el hombre no puede llegar en ningún arte ni en ninguna cosa a aquella perfección relativa a que le es dado subir, si no tiene delante de los ojos un modelo acabado de una perfección más alta. Para que el pueblo de Atenas adquiriera aquel instinto admirable para descubrir con una mirada simplicísima lo que en las obras del ingenio había de literariamente bello o de artísticamente sublime y lo que había de bellamente heroico en las acciones humanas, fue de todo punto necesario que tuviera siempre delante de sus ojos las estatuas de sus prodigiosos artistas, los versos de sus sublimes poetas y las acciones heroicas de sus grandes capitanes. El pueblo de Atenas, tal como fue, supone necesariamente sus artistas, sus poetas y sus capitanes, tales como habían sido; y éstos a su vez no llegaron a tan atrevidas alturas sin poner los ojos en alturas más eminentes. Todos los capitanes griegos alcanzaron donde alcanzaron porque pusieron los ojos en Aquiles, puesto en la cumbre altísima de la gloria. Todos aquellos grandes artistas y aquellos eminentísimos poetas no fueron grandes y eminentes sino porque tenían puestos los ojos en la Iliada y en la Odisea, tipos inmortales de la belleza artística y literaria. Los unos y los otros no hubieran existido jamás sin poner la vista en Homero, magnífica personificación de la Grecia artística, literaria y heroica.
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