por Gilbert Keith Chesterton
Traducción de Juan Manuel Salmerón, tomado de su blog.
Título original: «Girolamo Savonarola», en Twelve Types .
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por Gilbert Keith Chesterton
Traducción de Juan Manuel Salmerón, tomado de su blog.
Título original: «Girolamo Savonarola», en Twelve Types .
La obediencia a un precepto se da en la medida de la obligatoriedad de su observancia. Esta obligatoriedad es efecto del orden de la potestad, la cual dispone de fuerza coactiva, no sólo respecto de lo temporal sino también de lo espiritual, “en razón de conciencia”, como dice el Apóstol a los Romanos, XIII, 5, porque el orden de la potestad desciende de Dios, según el Apóstol allí mismo indica. Por tanto, en cuanto las potestades proceden de Dios, los cristianos están obligados a obedecerlas; no lo están, en cambio, respecto de aquellas que no proceden de Dios.
Ahora bien, una potestad puede no proceder de Dios por dos motivos: sea en cuanto al modo de ser adquirida, sea en cuanto al uso que se haga de ella. Lo primero puede ocurrir de dos maneras: por defecto de la persona, en cuanto que sea indigna, o por defecto del mismo modo de adquirir la potestad, en cuanto sea adquirida por violencia, o por simonía, o por cualquier modo ilícito. Por el primer defecto no se impide que alguien adquiera el derecho de la potestad; y, puesto que la potestad, según su razón formal, siempre procede de Dios (lo cual es causa del deber de obediencia), por ello, a los que así la adquieren, aunque indignos, los súbditos les deben obediencia.
Pero el segundo defecto impide el derecho de la potestad: en efecto, quien se hace del dominio por violencia no se convierte por ello verdaderamente en magistrado o señor; y por esto, cuando exista la posibilidad, puede alguien repeler tal dominio: a menos que con posterioridad se haga legítimo, sea por el consenso de los súbditos, sea en virtud de autoridad superior.
...................................................................an Eulogio es el gran padre de la mozarabia, el renovador del fervor religioso entre la cristiandad cordobesa y andaluza en medio de la lucha que hubo de sostener con las autoridades islámicas durante el siglo IX. Conocemos su figura por sus propios escritos: las cartas, el Memorial de los mártires, el Documento martirial, y por la biografía que de él escribió su amigo Alvaro Paulo. Aunque estuvo empeñado en una lucha porfiada con el Islam, su nombre no aparece en las historias hispanoárabes, cuyos autores miraron con la mayor indiferencia la gran epopeya martirial.
Nacido hacia el año 800 en el seno de una de las más rancias familias de Córdoba que, en medio de la apostasía general, había conservado fielmente las prácticas de la vida cristiana, recibió en el hogar los primeros rudimentos de la educación religiosa. Su primer maestro fue un abuelo, que llevaba el mismo nombre que él y que cada vez que oía la voz del almuédano anunciando la hora de la oración a los musulmanes, rezaba de esta manera: "Dios mío, ¿quién puede compararse a ti? No calles ni enmudezcas. He aquí que ha sonado la voz de tus enemigos y los que te aborrecen han levantado la cabeza". Se le confió después, en vista del atractivo que tenía para él el estudio de los libros santos, a la comunidad de sacerdotes de la iglesia de San Zoilo, bajo cuya dirección dio los primeros pasos en el ejercicio de la piedad y de la ciencia sagrada. Juntóse a esto la influencia del más famoso de todos los maestros cristianos de Córdoba, el piadoso y sabio abad Esperaindeo, que gobernaba el monasterio de Santa Clara, cerca de Córdoba. Allí conoció a otro alumno que había de ser su biógrafo, Alvaro, y allí estrechó con él una amistad que había de durar mientras viviese.
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a época de las sangrientas persecuciones tocaba a su fin y alboreaba para el cristianismo un período de relativa paz dentro del vasto Imperio romano. En efecto, a principios del año 312 los emperadores Constantino y Licinio publicaron conjuntamente un edicto favorable a los cristianos. Su enemigo Majencio fue derrotado por Constantino, el 28 de octubre del mismo año, cerca del puente Milvio. Con ello quedó Constantino único emperador de Occidente, pactando con Licinio, su asociado en el Imperio y soberano de Oriente, al cual dio a su hermana Constancia en matrimonio. Todo inducía a creer que las persecuciones contra la Iglesia se habían conjurado definitivamente. Constantino mostrábase cada día más propicio a los cristianos, a medida que se familiarizaba con ellos e intimaba con los obispos. Licinio, aunque pagano, quiso que la lucha que sostuvo en Oriente contra Maximino Daia tuviera el carácter de conflicto armado entre el cristianismo y el paganismo. Pero al ser vencido Daia y quedar Licinio dueño del campo, el ambicioso emperador se quitó la máscara, según frase de Eusebio (Vita Constantini 1.4 c.22), e inició una satánica persecución contra los cristianos sujetos a su mandato.
Un edicto imperial mandaba que los oficiales del ejercito que rehusaran sacrificar a los dioses fueran degradados y juzgados como traidores al Imperio. A los soldados se les amenazó con un lento martirio en caso de mostrarse contumaces. Debían ser muchos los cristianos enrolados en el ejército de Licinio, ya que la Iglesia tenía mucho interés en que hubiera gran número de ellos ejerciendo esta profesión, como lo prueba el canon tercero del concilio de Arles (314), al dictar sentencia de excomunión contra los que abandonaran la carrera militar en tiempos de paz. Pero mientras Constantino se apoyaba preferentemente sobre tropas cristianas, Licinio quiso eliminarlas de su ejército.
............................................................................Hno.A.Monasterio
INTRODUCCIÓN
resentamos la vida de una santa que fue oblata de S. Benito y su vida estuvo tan ligada a la ciudad de Roma que es conocida como Santa Francisca Romana. Nació a fines del siglo XIV; su vida transcurre prácticamente durante el Cisma de Occidente: es un período difícil de la historia de la Iglesia. De ahí que antes de hablar de su vida, es necesario referirse a las circunstancias históricas que le tocó vivir.
II. LA SITUACIÓN HISTÓRICA
1. EL GRAN CISMA DE OCCIDENTE
En el siglo XIV, durante casi setenta años, el Papado había residido en Aviñón, pues desde Clemente V (1305-1314) que, temiendo por la independencia del gobierno eclesiástico en aquella Italia tan desgarrada por las luchas partidarias y cediendo a la presión del monarca francés, permaneció en Francia sin llegar a pisar el suelo de la Ciudad Eterna, Roma. Su sucesor Juan XXII, elegido en 1316 residió permanentemente en Aviñón. Siete pontífices, todos originarios de la Francia actual, se habían sucedido en Aviñón. Como vemos lo esencial de esta época de la Historia de la Iglesia, consiste en el durable apartamiento de la residencia tradicional de la Sede Apostólica, y del suelo italiano en general, lo que puso a los Papas en una peligrosa dependencia de los reyes de Francia y amenazó gravemente su posición ecuménica. Esto trajo graves consecuencias. Pues el establecimiento en Aviñón, el nombramiento de cardenales en su mayoría franceses y la elección de siete Papas franceses uno tras otro, despertó la suspicacia de las demás naciones, y se formó la opinión de que la suprema dignidad de la Iglesia se había convertido en un instrumento dócil al servicio de la política francesa; menoscabó de una manera muy considerable la respetabilidad del Pontificado; debilitó la confianza general en el Jefe común de la cristiandad y despertó en los otros pueblos un sentimiento de oposición de carácter nacional contra el gobierno afrancesado de la Iglesia. Algunos Papas se preocuparon para que la situación cambiara. Por ejemplo Urbano V trató de volver a Roma, pero lo hizo fugazmente, regresando a Aviñón. Su sucesor Gregorio XI, puso todos los medios para restituir a Roma su papel tradicional de residencia papal, dando con esto una notable prueba de energía, sobre todo tan poco tiempo después del fracaso de su predecesor. Gregorio XI tenía sólo cuarenta y siete años cuando trasladó la corte de Aviñón a Roma poniendo fin a su largo exilio, pero moría catorce meses después. La tumultuosa elección de Urbano VI y el carácter violento y caprichoso del nuevo Papa, contribuyeron a que trece cardenales declararan nula la elección y designaran un nuevo pontífice: Clemente VII.
...................................................................Decir «escritos apologéticos» puede inducir a confusión, pues uno enseguida se imagina una literatura árida, erizada de espinosas cuestiones teológicas, abrumada de indigestas abstracciones y mecánicamente zaherida por el sonsonete o latiguillo de la llamada a la conversión; pero en estos ensayos de Chesterton nada hay de mecánico o indigesto o espinoso, porque aquel gordo genial tenía la virtud de convertir el catecismo en una novela de aventuras y la teología en una intrépida epopeya. Decía el gran Leonardo Castellani que Chesterton tuvo «la sabiduría del anciano, la cordura del varón, la combatividad del joven, la petulancia del muchacho, la risa del niño y la mirada asombrada y seria del bebé»; y toda esta munición de cualidades conforma una escritura luminosa, incisiva, capaz de entrometerse en los dobladillos de las medias verdades para delatar su fondo de oprobiosa y mugrienta mentira, capaz de desvelar la verdad oculta de las cosas, sepultada entre la chatarra de viejas herejías que nuestra época nos vende como ideas nuevas.En algún pasaje de este libro formidable Chesterton afirma que «la conversión llama al hombre a estirar su mente igual que quien despierta de un sueño se siente impulsado a estirar los brazos y las piernas». Este estiramiento mental permite a Chesterton abordar los asuntos de su época (que son, con pocas variantes, los asuntos de cualquier época) desde perspectivas inéditas, haciendo uso de una «vista de águila» que deslumbra por su sagacidad, por su novedad, por su indesmayable originalidad; y es que la fe de Chesterton nunca es una creencia enclaustrada en sus dogmas, sino derramada sobre el anchuroso mundo, deseosa de dilucidar todos los conflictos que el mundo propone. Fe encarnada, en fin; y encarnándose en las cosas acaba alumbrando su sentido más recóndito y cabal. Creo que la razón por la que hoy no existe en el ámbito católico un escritor de la talla de Chesterton es precisamente porque los católicos hemos convertido nuestra fe en algo doctrinario que se enquista en las cosas, en lugar de alumbrarlas por dentro; y, al renunciar a una fe encarnada, el católico cae en la trampa de abordar las cosas desde los presupuestos «ideológicos» al uso, sobre los que incorpora, a modo de pegote o excrecencia, su fe doctrinaria, que así se muestra rígida o inmovilista a los ojos de nuestra época.
Contra esa visión inmovilista de la fe se rebela Chesterton en cada una de las setecientas páginas de este volumen asombroso. Y así nos muestra la incesante novedad de la fe católica, en cuyo acervo encuentra siempre explicaciones novedosas (explicaciones eternas) que desenmascaran la caducidad y contingencia de las tendencias modernas. En Por qué soy católico, Chesterton nos demuestra que la única manera de evitar el estancamiento mental consiste en enseñar a los hombres a ampliar sus miras, para que sean capaces de mirar más lejos y a más largo plazo; y así se revela como un maestro que no sólo estimula nuestra inteligencia, sino que la abraza, la sustenta, la vigoriza, la dota de un andamiaje robusto y, a la vez, la impulsa por caminos nunca trillados. Esta vigorosa expansión de la inteligencia que ilumina las cosas en apariencia más dispares se la proporciona a Chesterton una fe encarnada y unificadora; luego, claro está, hace falta saber escribir como Chesterton, pero para eso hay que estar tocado por la Gracia. A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les recomiendo que no dejen pasar por su pueblo a los Reyes Magos sin que les procuren su ejemplar de Por qué soy católico.
Es claro que una causa, mientras más extenso sea el ámbito en el que ejerce su poder, tiene prioridad sobre otras y es superior a ellas. Por lo cual el bien, que tiene razón de causa final, es superior en la medida en que se extiende a un ámbito mayor. Por lo cual, si un mismo bien es de un hombre y de toda la ciudad, mucho mejor y más perfecto es procurarlo y conservarlo en cuanto bien de toda la ciudad que en cuanto bien de un solo hombre.
Corresponde, por otra parte, al amor que debe existir entre los hombres, que se conserve el bien, aún el de un solo hombre. Ahora bien, mucho mejor y más divino es que este amor se manifieste respecto de toda la nación y a las ciudades. A veces es deseable que se manifieste respecto de una sola ciudad, pero es más divino que se extienda a toda la nación, en la cual se comprenden muchas ciudades. Se dice que esto es más divino, pues se da en ello en mayor grado la semejanza de Dios, que es la causa última de todos los bienes.
Este bien, el que es común a una o a muchas ciudades, es objeto de una actividad o un cierto arte, al cual se le llama civil.
edieval el ambiente de intrigas, de luchas y apetencias políticas, que rodearon su aristocrática cuna napolitana. Medieval el clima de renovación monástica y de contienda universitaria, en que cuajó su vocación religiosa y su formación intelectual. Medieval también la gran crisis ideológica que dividía a la cristiandad y que habría de encontrar en Tomás el más genial y supremo moderador. Pero la figura de Tomás de Aquino trasciende todo encasillamiento temporal, conquistando actualidad y vigencia siempre palpitantes, de múltiple y fecunda irradiación.
No ha sido Tomás de los santos más desfigurados por leyendas ingenuas o tradiciones biográficas, desprovistas de rigor histórico y de penetración psicológica. Mas sus dimensiones de gigante suelen hacer que sea muy fragmentariamente conocido. La preeminencia de su misión intelectual y personalidad científica, que le colocan en la cúspide del pensamiento católico, a veces le distancian de nosotros, restando atractivo y eficacia a su patronato sobre la juventud estudiosa. Por eso no quisiéramos silenciar otros aspectos muy humanos de su vida, que le sitúan ante aquellos problemas, inquietudes y luchas propias de la edad juvenil.
Se presenta —a la visión sensible— como una naturaleza vigorosa, de dimensiones atléticas en su cuerpo y de energías esforzadas en el alma. Alto, grueso, bien proporcionado, color trigueño y frente despejada, de porte distinguido y sensibilidad extraordinaria. Síntesis acabada de una herencia lombarda en la línea paterna de Aquino y normanda por la materna de los condes de Teate. Último hijo varón de familia numerosa; doce hermanos que integraron un variado panorama de trayectorias: guerreros y caballeros, poetas y teólogos, abadesas o madres.
..............................................................................DOMINGO DE QUINCUAGÉSIMA [Lc. 18, 3 1-43]
ste trozo, tomado del final de Lucas XVIII, contiene dos perícopas —como dicen— heterogéneas; de manera que habría que hacer propiamente dos homilías: una, donde Jesucristo profetiza por tercera vez a sus discípulos su Pasión y Muerte; y enseguida, la curación del ciego de Jericó, que no fue un ciego sino dos ciegos; y que estaban a la vez a la entrada y a la salida de Jericó... si ustedes me entienden.
Jericó, Jericó,
donde Jesús salió y no entró,
cantan los chiquillos en España...
Este evangelio es el mejor ejemplo de la “discors concordia et concors discordia”, como llamó San Agustín en el siglo IV a lo que en el siglo XIX llamaron los críticos la Cuestión Sinóptica: efectivamente, la cura del ciego Bartimeo está en Mateo, Marcos y Lucas con una coincidencia general y con dos divergencias parciales:
a. Mateo dice que curó a dos ciegos.
b. Marcos dice que curó a un ciego —cuyo nombre pone— al salir de Jericó.
c. Lucas dice que curó a un ciego al llegar a Jericó; y los tres hablan del mismo episodio.
Dando por supuesto que los tres hagiógrafos dicen verdad, se presenta al lector fiel una pequeña adivinanza que es más fácil de resolver que las de Damas y Damitas; y es mucho más provechosa, aunque a decir verdad, derrotó a San Agustín. Y detrás queda otra adivinanza grande, un problema científico (¿Cómo fueron compuestos los Evangelios?) que fue decisivamente resuelto en forma admirable por una memoria técnica del gran lingüista y psicólogo francés Marcel Jousse intitulada: El Estilo Oral Rítmico y Mnemotécnico en los Pueblos Verbomotores. Porque aquel que se imagine a esos cuatro singulares relatos como obras escritas de acuerdo a los cánones de la retórica grecolatina —como por ejemplo las historias de Tucídides o de Tito Livio— dará grandes tropezones si se pone a leerlos. Ya les digo que al mismo San Agustín...
Les diré que fueron dos los ciegos y que el milagro tuvo como dos partes; y que Jesús entró y salió de Jericó por la misma puerta — Ricciotti para resolver la dificultad acude a una cosa rebuscada: que había dos Jericó—. Y con esto ustedes, si leen las tres narraciones, verán cómo concuerdan entre sí, e incluso cobran más vida en la mente del que las ha concordado.
El ciego Bartimeo, como el Centurión Romano del Domingo segundo después de Epifanía, es un ejemplo de fe viva y actuante. Después de darle la vista, Jesús lo alabó diciendo: “Tu fe te ha curado.” Efectivamente, el “hijo de Timeo”, que pedía limosna junto al camino, primero preguntó, después escudriñó, después creyó y después obró: ésta es la «fe actuosa», que dice San Agustín: la fe con obras, diferente de la fe dormida o muerta.
Al llegar Jesús a Jericó, el ciego oyó el tropel y el cotorreo y preguntó qué era; y le dijeron era el profeta de Nazareth: que se quedase quieto. Al salir Jesús de Jericó al día siguiente —después de haber convertido al petiso Zaqueo, gran hombre de negocios, y haber compuesto y recitado la parábola de la Buena Inversión— Bartimeo ya había averiguado mucho, y ya sabía quién era en realidad el “profeta de Nazareth”. Empezó a dar gritos: “¡Compadécete de mí, Hijo de David!”. Decirle a Cristo «el Hijo de David» era reconocerlo Mesías. Como la gente quería a la fuerza hacerlo callar y quedarse quieto, saltó y dejó parte de su vestimenta en manos de los comedidos, y a tientas buscó a Cristo; el cual al mismo tiempo lo había hecho llamar. Se lo trajeron y lo curó. Pero aunque no lo hubiese curado, ese cieguito en su ceguera ya veía más que muchos, que se tienen por linces. Otro cieguito fue también curado que andaba con él, como solían andar de a dos en Palestina.
Éstas son las cualidades del acto de fe: primero preguntó sumisamente; después averiguó diligentemente; después confesó paladinamente; después obró valientemente. Y así obtuvo lo que pidió: “Señor, que yo vea.” ¿Por qué Cristo no me cura de mi ceguera, que hace hoy 31 años que se lo pido, y que lo reconozco como Mesías? Puede que le falte a mi fe una de esas cualidades. Puede también que no le falte ninguna, y que Dios se contente con responder como en otros casos: “Que te baste mi gracia; porque la virtud en la enfermedad se engrandece.” Cristo dijo que todo lo que pidiéramos creyendo nos será hecho; algunas veces uno pide creyendo, y nada es hecho. No, es un error: eso que pedimos a veces no es hecho, pero otra cosa mejor es hecha. La oración de la fe jamás termina en la nada.
La profecía procede de la fe, enseña Santo Tomás. Cristo fue un gran profeta; justamente aquel “Gran Profeta” que había predicho Moisés que vendría después de él, que sería grande como él, “y que nos enseñaría todas las cosas” (Deut XVIII, 15-19). En este camino de Galilea a Jerusalén, el último camino que hizo, Cristo predijo por tercera vez su Pasión y su Muerte a sus discípulos; los cuales “no entendieron nada”, dice San Lucas. Esto le pasa por lo general a todos los profetas: no les creen. ¿Por qué? “Porque tenían miedo”, dice Marcos.
Homero inmortalizó en la figura de Casandra esa tragedia del profeta que no es creído.
La profecía de Cristo acerca de sí mismo es enteramente determinada y concreta: predice la entrega a los Gentiles, la ignominia, las escupidas, los azotes, la cruz; y lo más arcano de todo, la resurrección; es decir, el milagro: Lo Imposible. Si Cristo hubiese dicho: “Ahora vamos a Jerusalén; es una cosa sumamente riesgosa para mí, voy a acabar mal”, sería una profecía en sentido lato, que no sobrepasa las fuerzas humanas... Muchos hombres geniales han hecho profecías de este tipo, como en el siglo pasado Donoso Cortés, Nietzsche, Soren Kirkegor, por ejemplo. Son hombres que tiene un poder de retrovidencia, son capaces de mirar fuerte hacia atrás, y penetrar el Pasado; y de ahí les viene una especie de pálpito del Futuro. Donoso Cortés predijo que Inglaterra caería y Rusia se levantaría en Europa; Nietzsche previó muchísimas cosas del siglo XX; entre otras, las guerras mundiales; Kirkegor previó el éxito póstumo de sus libros y su gloria tardía. Pero estas profecías humanas — que son como parientes pobres de las profecías sobrenaturales — son generales y vagas; segundo, son a corto plazo; y, en fin, son de cosas ordinarias y razonables. Al contrario son las profecías sobrenaturales, que son verdaderos milagros, pues solamente Dios puede saber el futuro concreto y contingente; más, el futuro “imposible”.
Cristo profetizó acerca de Sí mismo, de sus discípulos, de su Iglesia y del fin del mundo. Los tres primeros vaticinios se han cumplido, el cuarto se ha de cumplir todavía.
Cuando celebre el Domingo de Ramos hemos de recordar esto: que cuando Cristo entró en Jerusalén sabía que iba a la muerte. Esto suscita una grande y patética idea de Cristo. Cuando se hizo aclamar por una muchedumbre, cuando se prestó a ser proclamado Rey, Cristo sabía que otra muchedumbre iba a gritar “¡Crucifícalo!” antes de una semana; y que El entraba allí para morir. Y lo había dicho a sus discípulos, los cuales no lo quisieron creer.
Cuando nos digan que vox populi vox Dei y que la mayoría siempre tiene razón, recordemos aquella mayoría fraudulenta que gritó: «Crucifícalo”. Los demagogos cuando quieren algo, dicen que “el pueblo lo quiere”. Casi siempre es mentira. Pero aun cuando fuere verdad, con eso no está todo dicho todavía. El pueblo puede querer cosas malas y cosas buenas: según cómo se lo oriente.
Inmensa y melancólica figura, dotada de una fuerza de carácter sobrehumana, que encara de frente la tormenta de su derrumbe aceptando de paso la provisoria y melancólica brisa de su efímero triunfo; la figura del Cristo es enormemente diferente de la figura del joven campesino Galileo sentimental imprevisor y medio alocado que quiso encajarnos el pérfido Renán... Todo lo supo, todo lo previó, todo lo aceptó; y por en cima de todo se levantó.
Un gran escritor cristiano, el danés Soren Kirkegor, en un opúsculo titulado: ¿Tiene derecho un hombre a hacerse matar por la Verdad?, dice que esta actitud de Cristo y este último viaje son una prueba indirecta de su Divinidad; porque solamente uno que fuera la Verdad, tendría derecho a hacerse matar por la Verdad. Si Cristo fuera un puro hombre, no debiera haber subido a Jerusalén sabiendo lo que sabía; por esta razón aunque más no fuera, porque ningún puro hombre puede saber seguro si tiene en sí las fuerzas para sobrellevar el martirio. Eso es cosa de Dios.
La primitiva Iglesia condenó a los llamados provocatores y los santos obispos de aquel tiempo como San Cipriano y San León prohibieron a los cristianos provocar el martirio; por ejemplo, derribando con violencia las estatuas de los ídolos, como hacían algunos exaltados, o como el famoso Guy Fawkes en Inglaterra, el de la Conspiración de la Pólvora. En el mejor de sus dramas, Cornéille hace que Polyeucte derribe los ídolos y se haga martirizar. Es un cristiano temerario.
Muchas cosas de las que Cristo hizo o dijo, no se pueden hacer lícitamente si uno no posee una Conciencia Absoluta, como dicen los filósofos de hoy. Por ejemplo, Cristo dijo: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. En un puro hombre sería pecado porque es una impaciencia y una desesperación y una falsedad: Cristo sabía que eso no era verdad sino en un sentido. Por eso se puede decir lo que dijo Lacordaire discutiendo con Renán: que si Cristo no fue el Hijo de Dios, entonces fue el loco más grande que se ha visto en el mundo.
Conciencia Absoluta significa no solamente conciencia de estar en la verdad, sino conciencia de ser la Verdad: cosa de nadie, fuera de Cristo.
No es lícito buscar el martirio; pero todo hombre que crea en Cristo debe resignarse de antemano a ese evento porque “todo aquel que quiera vivir fielmente en Cristo Nuestro Señor, sufrirá persecución”, dijo San Pablo. “Si a mí me persiguieron, a vosotros os perseguirán: no es el Miembro mayor que la Cabeza.”
Estar preparado, eso sí; buscarlo, no. Si no fuere por una inspiración especial o indudable del Espíritu de Dios: a la cual parece haber obedecido el místico danés — en nuestra opinión — cuando después de cuatro años de silencio, expectación y oración, se decidió, rindiendo su vida, a atacar abiertamente la corrupción de la Iglesia Oficial Danesa.