Sermón del Domingo de Ramos (1989)
por el
R.P. Gustavo Podestá
odos los años, los israelitas piadosos, juntándose en grupos, desde los más diversos puntos de Israel, se encaminaban en procesión a Jerusalén, la Ciudad Santa. En el ponerse en movimiento hacia allí, hacia el monte Sión, hacia el Templo, representaban exteriormente, escenificaban, el camino de la existencia, que oscuramente presentían llevaba a alguna parte, tenía sentido, significado. No desembocaba en el absurdo, la oscuridad, la nada.
También para nosotros será Jerusalén, la Jerusalén celestial, la finalidad de nuestra cristiana vida y, también eso, nosotros lo solemos significar en diversas peregrinaciones:
La peregrinación a Santiago o a Roma en Europa. Nuestras peregrinaciones a Luján. Nos reconocemos en marcha, en camino y la consigna es no detenerse, avanzar. La meta espera.
Y la alegría de la llegada. Cuando por fin se divisan, a lo lejos, las agujas de las torres de Luján.
En el Medioevo, cuando los romeros, por la Via Flaminia, al llegar a la cima del Monte Mario, finalmente veían, por vez primera, el maravillosos espectáculo de Roma.
Así también era el monte de los Olivos para los que llegaban a Jerusalén. Desde allí se veía finalmente la Ciudad Santa en todo su esplendor y los peregrinos prorrumpían en gritos de alegría y alborozo. Habían llegado al final del camino.
Y, para la ocasión, el júbilo de haber llegado se expresaba con una oración que ha llegado a nosotros y que es el salmo 118 que finalizaba con la frase: “Yhavé da la salvación”. En hebreo “¡Hosanna!” y, entonces, desde la ciudad, les contestaban, recibiéndolos. “ Bendito el que viene en nombre de Jahvé; desde la Casa de Yahvé los bendecimos”.
Pero hoy el que llega a su meta no es cualquiera. Los discípulos de Jesús modifican el versículo de bienvenida: “¡Bendito el Rey –dicen– que viene en nombre de Jahvé!” Y Jesús ha proclamado simbólicamente esta su condición regia, al mandar requisar sin dar explicaciones (como tenían derecho los antiguos reyes) un asno de ceremonia para su ingreso. Y también como solo a los reyes, alfombran con sus capas los soldados su camino.
Pero algunos tienen miedo: ‘no es prudente' dicen, ‘los romanos se enojarán', ‘las autoridades se asustarán', ‘los poderosos reaccionarán'.
Y Jesús les contesta con la enigmática frase: “os aseguro que si ellos callan, gritarán las piedras”.
Porque esta frase no hay que entenderla como una metáfora para expresar la necesidad que tienen los discípulos en su alegría de reconocer en voz alta la realeza de Jesús. Su sentido es mucho más trágico. Si hubiéramos seguido leyendo a Lucas habríamos visto inmediatamente seguir a lo que escuchamos al principio de la Misa que Jesús ‘llora por Jerusalén' y pronuncia esa frase fatídica que termina “no dejaran en ti piedra sobre piedra”.
Y así, pues, hay que entender la frase de Jesús: ‘aunque los discípulos callen, habrá otra manera mucho más terrible de proclamar que Jesús es el rey'. Las piedras de la ciudad de Jerusalén en ruinas proclamarán a gritos, con su testimonio elocuente, que esa ciudad, por medio de sus autoridades, se negó a recibir al rey que venía a ofrecerle la paz.
Y Jesús llora por su patria. Él es judío hasta lo más profundo de sí mismo, por eso verdaderamente hombre. Porque no se encarnó en la humanidad universal, en el hombre apátrida y sin familia de la social democracia y de la ONU. Él fue verdaderamente hombre, porque era un ser humano profundamente enclavado en su tierra y en su herencia de sangre y, por eso mismo, fue hombre universal y modelo para todos, dispuesto como estaba a dar la vida por su patria amada.
Pero su país no lo reconocerá. Buscará otros caminos ajenos al heroísmo de su estirpe, a la fe de sus mayores los profetas, a la alianza con Dios. Preferirán las componendas con los poderes de este mundo, con el imperialismo romano, la alianza con el oro, la custodia de una falsa paz sin honor y sin dignidad.
Y al final, lo mismo, no quedará piedra sobre piedra.
Y el triunfo de Jesús, que pudo ser su propio triunfo, más allá de su proyección en frutos de Resurrección y de Vida se encarnará luego en otros patriotismos y en otras sangres constructores de cristiandad.
La Semana Santa de este año se nos viene -más allá del bochinche artificial del circo eleccionario- cargada de oscuros presagios. Entre una dirigencia apátrida enemiga de Cristo, y prudentes que no se deciden a proclamarlo rey en voz alta, todos extraviados del único fundamento posible de la verdadera paz.
También nosotros, pues, lloramos por la patria. Y ya los escombros de lo que fue un país están por gritar lo que callamos y no supimos defender los discípulos y lo que silenciaron los fariseos.
Ya están los clavos forjados; ya el leño cortado y cepillado en un rincón de la carpintería de Pilatos. Ya las treinta monedas contadas.
La peregrinación de Jesús llega a su fin.
El rey llega a ofrecer la paz, a reclamar su trono a Jerusalén.