por
Ignacio San MiguelTomado de El Risco de la Nava
GACETA SEMANAL DE LA HERMANDAD DEL VALLE DE LOS CAÍDOS
Nº 25 – 28 de junio de 2000
l título parece constituir una redundancia, pues para que haya inteligencia debe haber libertad, la cual supone independencia. Sin embargo, en los tiempos presentes es lo común que las personas tenidas por inteligentes utilicen sus facultades intelectuales con plena sumisión a la corriente de pensamiento dominante, con un perceptible terror a desviarse de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún los que pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas en la dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si alguien se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil precauciones, empleando casi siempre una cobertura retórica en la que se diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas últimas. De ahí que resulte una redundancia obligada hablar de inteligencia independiente. Es un bien escaso, de casi nula circulación.
El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un Gilbert Keith Chesterton, de su olímpico desprecio por los sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el agnosticismo, el cientificismo, el darwinismo, la teosofía, el cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx, Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y penetrante inteligencia que, merced al uso constante y acertado de la paradoja, adquiría en sus múltiples escritos y controversias públicas el poder urente del vitriolo y la facultad estimulante del mejor vino. Son famosas sus polémicas con Bernard Shaw, H. G. Wells, Bertrand Russell y otros, en las que, sin duda, no llevó él la peor parte. También se enfrentó con Clarence Darrow, el famoso abogado norteamericano, a quien venció con facilidad.
Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticismo, a simpatizar primero con la religión católica, como fiel depositaria de la ortodoxia antigua, para terminar, al cabo de cierto tiempo, por decidirse a la conversión pública.
Él, junto con C. S. Lewis (éste, anglicano, muy próximo al catolicismo), son, tal vez, los más destacados paladines de esta ortodoxia en el siglo XX. Me imagino la sonrisa irónica de cualquier docto clérigo al leer esta afirmación. Pero yo le diría que los importantes trabajos teológicos de los especialistas duermen en los estantes el sueño de los justos, y, por el contrario, la obra de Chesterton y Lewis está más viva que nunca para el laico de pensamiento inconformista e independiente. A los especialistas los leen los especialistas, y así se forma un circuito cerrado, que será muy interesante para dichos especialistas, pero completamente estéril para el pueblo. Y esto, en el supuesto optimista de que estos doctorales trabajos sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder. Más frecuente es lo contrario, lo cual, trasladado a la catequesis, ya no es que resulte estéril; simplemente, resulta venenoso.
Estoy hablando, por tanto, de la antigua ortodoxia cristiana, que es la que estos escritores, así como los Bernanos, Belloc, Péguy, Bloy, etcétera, profesaban y defendían. Nada que ver con lo ahora vigente en la predicación habitual. Nada que ver con un cristianismo sin dogmas, sin milagros, sin premio ni castigo, sin infierno, sin Satanás. Una predicación acobardada que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús que vivió hace muchos años y que era buenísimo, por lo que nosotros también tenemos que ser muy buenos. Estoy hablando de la antigua religión, que era una religión recia que convenía a los recios y vigorizaba a los débiles. No una religión débil que confirma a los débiles en su debilidad y repele a los fuertes.
Pero, aún más que ocuparme en esta ocasión de ella, prefiero referirme a esa calidad de inteligencia que, en condiciones sin duda desfavorables y que abrumadoramente señalaban en otra dirección, se abrió camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo contrario del depresivo conformismo, del dejarse llevar, del insípido agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas del anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la inteligencia dependiente, sin carácter, que se humilla y se desarbola ante el pensamiento de los más.
Esa inteligencia que no se subordina al medio ambiente es más necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en aquella época había inquietud intelectual y hoy no. Ya he dicho que vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del triunfo; es decir, el colapso del espíritu.
Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno, contra la corriente. Cada uno con su «no».
Es de agradecer, sin duda, que personas de algún renombre, así lo hayan comprendido, y demostrando valor y carácter comiencen a plantar cara a lo establecido. Es el caso de un joven escritor español que, recientemente, publicó un artículo de condena frontal del aborto. Lo hizo con crudeza y sin eufemismos, despreciando tapujos y acolchamientos verbales que pudieran hacer más digerible una verdad cruenta: la del genocidio discreto, solapado, que se realiza en el mundo occidental, el de las naciones cristianas, mediante abortos continuados con protección legal.
Esa es la forma adecuada de expresarse, pues se trata de reflejar la auténtica realidad, huyendo del bochorno grotesco de discutir si un ser humano en gestación es verdaderamente un ser humano o no. Planteamiento éste que puede caber en mentes degradadas por el interés o el sectarismo, pero nunca en las cabezas sanas.
Y se presenta el problema habitual, como siempre que algún laico se destaca en la expresión de verdades morales molestas, en denuncias que causan incomodidad, y que, por lo mismo, son consideradas inoportunas por la sociedad apoltronada e inerte y suponen un cierto grado de valor por parte del denunciante, al hacer uso de esa inteligencia independiente a que me refiero y colocarse por fuerza a contra corriente. Se trata del deslucido, desvaído, papel del clero a la hora de enfrentar estas cuestiones morales, no digamos dogmáticas, en las que se supone que algo tendrían que decir. Sí, ya sabemos que la jerarquía ha condenado el aborto. Eso está bien, pero ¿cuántas veces se condena el aborto en los púlpitos? ¿Se condena alguna vez? Lo habitual en la predicación es el discurso monocorde, untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y amoroso, conciliador, adulón y sin sustancia. No hay formulaciones doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y otra vez que Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual no deja de constituir un implícito estímulo a que hagamos lo que nos venga en gana.
Resulta chistoso, a poco que se piense en ello, que con esa preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la «nueva evangelización de Europa». ¡Nada menos! Por mi parte, ya no veo apenas a ningún joven en las iglesias, y cuando veo a alguno me quedo sinceramente sorprendido. Y no puedo menos de pensar que el clero, con su tozuda obstinación en ser complaciente y progresista, dejando de lado la ortodoxia, está haciendo el mayor de los ridículos.
Es lícito pensar que, en la defensa de la tradición, cada vez será más importante el papel del laico independiente y sin prejuicios modernistas. Al sacerdote siempre le corresponderá, en virtud de su función, un papel singular, pero si no está a la altura de las circunstancias, su antigua posición influyente, ya enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si cabe. Pues el laico precavido se ve obligado a hacerle objeto de un serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el patrón común, lo rechaza. Se tendrá que conformar con el grupo de oyentes habitual, carente de capacidad de discernimiento, y al que todas las «las palabras del cura» le suenan igual. Si esa es su modesta aspiración, tiene el triunfo asegurado. Pero, sería oportuno que, en esas circunstancias, no mencionase la nueva evangelización, pues este es un tema de gravedad y peso considerables.
El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; se ha desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto?
El artículo de Juan Manuel de Prada, decididamente antiabortista, tiene, por tanto un valor y eficacia muy importantes. Primero, porque (hay que decirlo) no parte de presupuestos religiosos, que no son necesarios para oponerse al aborto, y así la lección es mayor: si motivaciones de ética natural llevan a una condena tan drástica, aún mayor debería ser la de aquellas instancias que a la ética natural añaden la religiosa; segundo, por la franqueza con que se expresa; tercero, por la demostración de inteligencia independiente que supone.
Estos son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual. Tiempos en que cobran especial significación las últimas palabras de Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936: «A un lado está la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno tiene que elegir...».