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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

7 de febrero de 2009

La Coraza de San Patricio



Tomado de Rincón de Tolkien

Me levanto hoy
Por medio de poderosa fuerza,
la invocación de la Trinidad,
Por medio de creer en sus Tres Personas,
Por medio de confesar la Unidad,
Del Creador de la Creación.

Me levanto hoy
Por medio de la fuerza del nacimiento de Cristo y su bautismo,
Por medio de la fuerza de Su crucifixión y su sepulcro,
Por medio de la fuerza de Su resurrección y asunción,
Por medio de la fuerza de Su descenso para juzgar el mal.

Me levanto hoy
Por medio de la fuerza del amor de Querubines,

En obediencia de Ángeles, En servicio de Arcángeles,
En la esperanza que la resurrección encuentra recompensa,
En oraciones de Patriarcas,En palabras de Profetas,
En prédicas de Apóstoles, En inocencia de Santas Vírgenes,
En obras de hombres de bien.

Me levanto hoy
Por medio del poder del cielo:
Luz del sol,
Esplendor del fuego,
Rapidez del rayo,
Ligereza del viento,
Profundidad de los mares,
Estabilidad de la tierra,
Firmeza de la roca.

Me levanto hoy

Por medio de la fuerza de Dios que me conduce:
Poder de Dios que me sostiene,
Sabiduría de Dios que me guía,
Mirada de Dios que me vigila,
Oído de Dios que me escucha,
Palabra de Dios que habla por mí,
Mano de Dios que me guarda,
Sendero de Dios tendido frente a mí,
Escudo de Dios que me protege,
Legiones de Dios para salvarme
De trampas del demonio,
De tentaciones de vicios,
De cualquiera que me desee mal,
Lejanos y cercanos,
Solos o en multitud.

Yo invoco éste día todos estos poderes entre mí y el malvado,
Contra despiadados poderes que se opongan a mi cuerpo y alma,
Contra conjuros de falsos profetas,
Contra las negras leyes de los paganos,
Contra las falsas leyes de los herejes,
Contra obras y fetiches de idolatría,
Contra encantamientos de brujas, forjas y hechiceros,
Contra cualquier conocimiento corruptor de cuerpo y alma.

Cristo escúdame hoy
Contra filtros y venenos,
Contra quemaduras,

Contra sofocación,
Contra heridas,
De tal forma que pueda recibir recompensa en abundancia.

Cristo conmigo,

Cristo frente a mí,
Cristo tras de mí,
Cristo en mí,
Cristo a mi diestra,
Cristo a mi siniestra,

Cristo al descansar,
Cristo al levantar,
Cristo en el corazón de cada hombre que piense en mí,
Cristo en la boca de todos los que hablen de mí,
Cristo en cada ojo que me mira,
Cristo en cada oído que me escucha.

Me levanto hoy
Por medio de poderosa fuerza, la invocación de la Trinidad,
Por medio de creer en sus Tres Personas,
Por medio de confesar la Unidad,
Del Creador de la Creación.

(traducción del un antiguo texto irlandés)

Rabinos en Roma




Tomado del Blog de Cabildo








ste sombrío panorama local se conjuga con la densa oscuridad que se cierne desde las más altas regiones. La agudización del insulto a la Verdad, como si la Mentira ya estuviera corporizada en el adalid dispuesto al último asalto. Por todos los medios y en todas partes una metralla de falsedades y engaños sobre lo natural y lo sobrenatural; incluso acerca de las cosas más obvias del presente y del pasado.Por cierto, la Esposa de Cristo no está exenta de este ataque —al contrario, se ve que es la principal agredida— mientras sus defensores en general se distraen con otras inquietudes, curiosamente dispuestos a diálogos que eluden la proclamación lisa y llana de la Verdad.En estos últimos días el mundo ha conocido la agresión más atrevida, ejecutada en un lugar y oportunidad de características insólitas. Un Gran Rabino misteriosamente presente en el último Sínodo de Roma, devolvió la inédita gentileza despachándose contra el venerable pontífice Pío XII. Desde luego basándose en la mitología calumniosa del llamado “Holocausto”. Para colmo, poco tiempo después una delegación del Comité Judío Internacional —dice la noticia— fue recibida por el Papa, a quien le pidieron que aplazara el proceso de beatificación de Pío XII. El diario “La Nación”, acaso con cierta sorna, titula “Acercamiento” a la novedad.

Es explicable que a una entidad internacional con decisivo peso en el gobierno mundial, se le ocurra meter sus narices en cualquier “institución” despreciada. Pero la sorpresa adquiere proporciones inauditas por otra razón. Los judíos de esta ralea no creen en los santos cristianos, ni por supuesto en Cristo y a través del Gran Rabino de Jerusalén ya han manifestado categóricamente que detestan la Cruz. Desconocen la redención, no aborrecen la sentencia de Caifás y ahora, como por mandato del viejo Sanhedrín, se oponen insistentemente a una beatificación del vicario de Cristo. Acaso la memoria oyera un clamor: ¡Crucifícalo, crucifícalo!…

Terrenalmente hablando: ¿qué podía molestarle a esta gente una elevación a los altares que más desprecian? La respuesta es muy sencilla y harto preocupante. Asistiríamos a otra vuelta de tuerca, para actualizar una extorsión conocida. Cabe sospechar que el último propósito esconda el designio de doblegar a los cristianos. Hasta que hinquen las rodillas en reconocimiento de otro Sacrificio que borre la redención de la Santa Cruz.


JEOAP

El Credo Comentado (1)






por Santo Tomás de Aquino, O.P.



EXPOSICIÓN DEL SÍMBOLO DE LOS APOSTÓLES O DEL "CREDO IN DEUM"


Prólogo




.—Lo primero que le es necesario al cristiano es la Fe, sin la cual nadie se llama fiel cristiano. Pues bien, la Fe produce 4 bienes.




2.—Primeramente por la Fe se une el alma a Dios. En efecto, por la fe el alma cristiana realiza una especie de matrimonio con Dios (Oseas, 2, 20): "Te desposaré conmigo en la Fe". Por lo cual al ser bautizado el hombre, desde luego confiesa la Fe, cuando se le pregunta: "¿Crees en Dios?", porque el bautismo es el primer sacramento de la fe. Lo dice el Señor (Mc 16, 16): "El que crea y sea bautizado será salvo". Porque el bautismo sin la fe es inútil, por lo cual es de saberse que nadie es acepto a Dios sin la fe (Heb II, 6): "Sin la fe es imposible agradar a Dios".

Por esta razón San Agustín, comentando a Romanos 14, 23: "Todo lo que no proceda de la fe es pecado", escribe:
"Donde falta el conocimiento de la eterna e inmutable verdad, falsa es la virtud aun con las mejores costumbres".

3.—El segundo bien es que por la Fe comienza en nosotros la vida eterna. Porque la vida eterna no es otra cosa que conocer a Dios, por lo cual dice el Señor (Jn 17, 3): "La vida eterna es que te conozcan a ti el solo Dios verdadero". Pues bien, este conocimiento de Dios empieza aquí por la fe, para perfeccionarse en la vida futura, en la cual lo conoceremos tal cual es. Por lo cual se dice en Hebreos II, I: "La fe es la substancia de las realidades que se esperan". Así es que nadie puede alcanzar la bienaventuranza, que es el verdadero conocimiento de Dios, si primero no lo conoce por la fe (Juan 20, 29): "Bienaventurados los que no vieron y creyeron".

4.—El tercer bien es que la fe dirige la vida presente. En efecto, para vivir bien es menester que el hombre sepa qué cosas son necesarias para bien vivir, y si tuviera que aprender por el estudio todas las cosas necesarias para bien vivir, o no podría alcanzar tal cosa, o la alcanzaría después de mucho tiempo. En cambio la fe enseña todo lo necesario para vivir sabiamente. En efecto, ella nos
enseña la existencia del Dios único, que recompensa a los buenos y castiga a los malos, y que hay otra vida y otras cosas semejantes, que nos incitan suficientemente a hacer el bien y a evitar el mal (Habac 2, 4): "Mi Justo vive de la fe". Lo cual es manifiesto, porque ninguno de los filósofos de antes de la venida de Cristo, a pesar de todos los esfuerzos, pudo saber tanto acerca de Dios y de lo necesario para la vida eterna cuanto después de la venida de Cristo sabe cualquier viejecita mediante la fe.
Por lo cual Isaías (II, 9) dice: "Colmada está la tierra con la ciencia del Señor".

5.—El cuarto bien es que por la fe vencemos las tentaciones (Hebr I I, 33): "Por la fe los santos vencieron reinos". Y esto es patente, porque toda tentación viene o del diablo, o del mundo, o de la carne. En efecto, el diablo tienta para que no obedezcas a Dios ni te sujetes a El. Y esto lo rechazamos por la fe. Porque por la fe sabemos que El es el Señor de todas las cosas, y por lo tanto que se le debe obedecer: I Pe 5, 8: "Vuestro adversario el diablo ronda buscando a quién devorar: resistidle firmes en la fe".
El Mundo, por su parte, tienta o seduciendo con lo próspero o aterrándonos con lo adverso. Pero todo lo vencemos por la fe, que nos hace creer en otra vida mejor que ésta, y así despreciamos las cosas prósperas de este mundo y no tememos las adversas: I Jn 5, 4: "La victoria que vence al mundo es nuestra fe", y a la vez nos enseña a creer que hay males mayores, los del infierno.
La Carne, en fin, nos tienta induciéndonos a las delectaciones momentáneas de la vida presente. Pero la fe nos muestra que por ellas, si indebidamente nos les adherimos, perdemos las delectaciones eternas: Ef 6. 16: "Embrazad siempre el escudo de la fe".
Con todo esto queda patente que es grandemente útil tener fe.

6.—Pero puede alguno decir: es una tontería creer en lo que no se ve; así es que no se puede creer en lo que no vemos.

7.—Respondo. En primer lugar, la imperfección de nuestro entendimiento resuelve esta dificultad: porque si el hombre pudiese perfectamente conocer por sí mismo todas las realidades visibles e invisibles, necio sería creer en lo que no vemos. Pero nuestro conocimiento es tan débil que ningún filósofo pudo jamás descubrir a la perfección la naturaleza de un solo insecto. En efecto, leemos que un filósofo vivió treinta años en soledad para conocer la naturaleza de la abeja. Por lo tanto, si nuestro entendimiento es tan débil, ¿acaso no es insensato no creerle a Dios sino lo que el hombre puede conocer por sí mismo? Por lo cual sobre esto se dice en Job 36, 26: "¡Qué grande es Dios, y cuánto excede nuestra ciencia!".

8.— En segundo lugar se puede responder que si un maestro enseñase algo de su ciencia y cualquier dijese que eso no es tal como el maestro lo afirma por no entenderlo él, por gran necio tendríamos a ese rústico.
Pues bien, es un hecho que el entendimiento de los ángeles excede al entendimiento del mejor filósofo más que el entendimiento de éste al del rústico. Por lo cual necio es el filósofo si no quiere creer lo que dicen los ángeles, y con mayor razón si no quiere creer lo que Dios enseña. Sobre esto se dice en Eccli 3, 25: "Muchas cosas que sobrepujan la humana inteligencia se te han enseñado".

9.—En tercer lugar se puede responder que si el hombre no quisiera creer sino lo que conoce, ciertamente no podría vivir en este mundo. En efecto, ¿cómo se podría vivir sin creerle a nadie? ¿Cómo creer ni siquiera que tal persona es su padre? Por lo cual es necesario que el hombre le crea a alguien sobre las cosas que él no puede conocer perfectamente por sí mismo. Pero a nadie hay que creerle como a Dios, de modo que aquellos que no creen las enseñanzas de la fe, no son sabios sino necios y soberbios, como dice el Apóstol en la 1ª Epístola a Timoteo, 6, 4: "Soberbio es, y no sabe nada". Por lo cual dice San Pablo en la 2a. Epístola a Timoteo, I, 12: "Yo sé bien en quién creí y estoy cierto".

10.—Se puede todavía responder que Dios prueba la verdad de las enseñanzas de la fe. En efecto, si un rey enviase cartas selladas con su sello, nadie osaría decir que esas cartas no proceden de la voluntad del rey.
Pues bien, consta que todo aquello que los santos creyeron y nos transmitieron acerca de la fe de Cristo marcadas están con el sello de Dios: ese sello lo muestran aquellas obras que ninguna pura criatura puede hacer: son los milagros con los que Cristo confirmó las enseñanzas de los Apóstoles y de los santos.

11.—Si me dices que nadie ha visto hacer un milagro, respondo: consta que todo el mundo adoraba los ídolos y perseguía a la fe de Cristo, como lo atestiguan aun las historias de los paganos; y sin embargo todos se han convertido a Cristo: sabios y nobles, y ricos y poderosos y los grandes, por la predicación de unos cuantos pobres y simples que predicaron a Cristo. Y esto ha sido obrado o milagrosamente, o no. Si milagrosamente, ya está la demostración. Si no, yo digo que no puede haber mayor milagro que la conversión del mundo entero sin milagros. No hay para qué investigar más.

12.—Así es que nadie debe dudar de la fe, sino creer en lo que es de fe más que en las cosas que ve; porque la vista del hombre puede engañarse, mientras que la ciencia de Dios es siempre infalible.

7 de Febrero, San Romualdo, Abad y Fundador





por el R.P. Bernardino LLorca, S.J.








an Romualdo, como fundador de la Orden contemplativa de los Camaldulenses, es uno de los mejores representantes de la tendencia reformadora de fines del siglo x y del siglo xi, como reacción contra el deplorable estado de relajación en que se hallaba la Iglesia católica y gran parte de la vida monástica del tiempo. El movimiento renovador más conocido y más eficaz para toda la Iglesia en este tiempo fue el cluniacense, iniciado a principios del siglo x en el monasterio de Cluny. Pero en Italia tuvo manifestaciones características de un ascetismo más intenso, que tendía a una vida mixta, en que se unía la más absoluta soledad y contemplación con la obediencia y vida de comunidad cenobítica. El resultado fueron las nuevas Ordenes de Valleumbrosa y de los Camaldulenses y los núcleos organizados por San Nilo y San Pedro Damiano.
San Romualdo, de la familia de los Onesti, duques de Ravena, nació probablemente en torno al año 950 y murió en 1027. Es cierto que su biógrafo San Pedro Diamiano atestigua que murió a la edad de ciento veinte años; pero ya los bolandistas corrigieron este testimonio, que, como resultado de modernos estudios, no puede mantenerse. Educado conforme a las máximas del mundo, su vida fue durante algunos años bastante libre y descuidada, dejándose llevar de los placeres y siendo víctima de sus pasiones. Sin embargo, según parece, aun en este tiempo, experimentaba fuertes inquietudes, a las que seguían aspiraciones y propósitos de alta perfección. Así se refiere que, yendo cierto día de caza, mientras perseguía una pieza, se paró en medio del bosque y exclamó: "¡Felices aquellos antiguos eremitas que elegían por morada lugares solitarios como éste! ¡Con qué tranquilidad podían servir a Dios, apartados por completo del mundo!"
Un hecho trágico le dió ocasión para abandonar el mundo. En efecto, su padre, llamado Sergio y hombre imbuído en los principios mundanos, se lanzó a un duelo con un pariente, obligando a Romualdo a asistir como testigo. Terminado el duelo con la muerte del adversario, Romualdo sintió tal remordimiento por aquella muerte y tal repugnancia por el mundo, que se retiró al monasterio benedictino de Classe, cerca de Ravena, con el fin de hacer penitencia. Tres años pasó allí entregado a las mayores austeridades, y al fin se decidió a suplicar su admisión en el monasterio. El abad tuvo especial dificultad por no contrariar a su padre Sergio; mas, por intercesión del arzobispo de Ravena, antiguo abad de Classe, le permitió al fin vestir el hábito benedictino, en aquel célebre monasterio.
Pero entonces comenzó un nuevo género de dificultades. La vida de observancia y penitencia del nuevo monje constituía una tácita reprensión para muchos religiosos de aquel monasterio, más o menos relajados. Por esto, se fue formando tal oposición contra Romualdo que, en inteligencia con el abad, se vió obligado a retirarse a un lugar solitario cerca de Venecia, donde se puso bajo la dirección de un tal Marino. Este, con sus formas rudas y su austera ascética, contribuyó eficazmente al adelantamiento de Romualdo en la perfección religiosa, y tal fue el ascendiente de santidad que ambos llegaron a alcanzar, que el mismo dux de Venecia, San Pedro Orseolo, se sintió impulsado a abandonar el mundo y entregarse a la vida solitaria. Así pues, ambos, juntamente con Pedro Orseolo, se dirigieran a San Miguel de Cusan, donde se entregaron a las más rigurosa vida solitaria. Movido por el ejemplo de su hijo, también el duque Sergio se retiró al monasterio de San Severo, cerca de Ravena, para expiar sus pecados. Sin embargo, después de algún tiempo, vencido por la tentación, intentaba volver a su antigua vida; pero entonces su hijo Romualdo, abandonando su retiro, acudió a su lado y consiguió mantenerlo en aquella vida de penitencia, en la que perseveró hasta su muerte.
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6 de febrero de 2009

Id a Tomás. Principios fundamentales del pensamiento de Santo Tomás (1)



por Eudaldo Forment


Tomado de Gratis Date




1


«Apóstol de la verdad»







ace setenta y cinco años, el 29 de junio de 1923, con motivo de la celebración del sexto centenario de la canonización de Santo Tomás de Aquino -el día 18 de julio de 1323-, Pío XI publicó la encíclica sobre Santo Tomás, Studiorum Ducem. Después de establecer que «se tenga a Santo Tomás de Aquino como guía principal en los estudios superiores», declaraba:

«La unión de la doctrina con la piedad, de la erudición con la virtud, de la verdad con la caridad, fue verdaderamente singular en el Doctor Angélico, al cual se le atribuyó el distintivo de Sol, porque al paso que da a los entendimientos la luz de la ciencia, enciende las voluntades con la llama de la virtud».

Concluía, por ello, más adelante, con dos enseñanzas prácticas.«Lo primero, tomen especialmente nuestros jóvenes por dechado a Santo Tomás, para imitar las grandes virtudes que en él resplandecieron, la humildad principalmente, fundamento de la vida espiritual, y la castidad. Aprendan de este hombre de sumo ingenio y ciencia a huir de toda soberbia de ánimo: a implorar con oración humilde abundancia de luces del cielo en sus estudios; aprendan del mismo Maestro, que nada se ha de rechazar con más brío y vigilancia que los halagos de la carne, para no acercarse a contemplar la sabiduría con los ojos obscurecidos de la mente (...) De manera que si la pureza de Santo Tomás (...) hubiera sido vencida, verosímil es que la Iglesia no hubiera tenido a su Angélico Doctor».

Después de recordar que León XIII le había proclamado oficialmente patrón de todos los estudios católicos en todos sus grados, el día 4 de agosto 1880, añadía esta segunda:«Para evitar los errores, fuente y cabeza de todas las miserias de estos tiempos, hay que ser fieles, hoy más que nunca, a la doctrina del Aquinatense. Pues totalmente destruye Santo Tomás los errores modernistas en cualquiera de sus manifestaciones; en la Filosofía, defendiendo la virtud y el poder de la razón, y con pruebas firmísimas demostrando la existencia de Dios; en la Dogmática, distinguiendo lo sobrenatural de lo natural, e ilustrando las razones del creer y los mismos dogmas; en lo demás de la Teología, patentizando que las cosas que se cren por la fe no se fundan en la opinión sino en la verdad; en Hermenéutica estableciendo la noción genuina de la divina inspiración; en la Moral, en la Sociología, en el Derecho, enseñando los verdaderos principios de la justicia legal o social, conmutativa o distributiva, y explicando las relaciones entre la justicia y la caridad; en la Ascética, describiendo la perfección de la vida cristiana e impugnando adversarios de las Órdenes religiosas contemporáneos suyos.

«Finalmente, contra aquella absoluta independencia de la razón respecto a Dios, de que hoy vulgarmente se blasona, el nuestro afirma los derechos de la Verdad primera y la autoridad del Supremo Señor sobre nosotros. Sobradamente se explica con esto por qué los modernistas a ningún otro Doctor de la Iglesia temen tanto como a Tomás de Aquino».
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El mismo día, Conmemoración de Santa Dorotea, Vírgen y Mártir





Tomado del Santoral del R.P. Juan Croisset, S.J.






anta Dorotea, virgen y mártir, tan célebre en toda la Iglesia latina, fue natural de Capadocia, de una familia distinguida por su nobleza, pero mucho más por su piedad, pues se cree que su padre y su madre habían ya merecido la dicha de derramar su sangre y dar la vida por Cristo, cuando su hija Dorotea mereció también la corona del martirio. Era tan universalmente estimada la virtud y el raro mérito de nuestra tierna doncellita en la ciudad de Cesárea, donde había na­cido, que constantemente era tenida por un milagro de prudencia, de modestia y de piedad, mirándola como ejemplo de todas las don­cellas cristianas.

Pretendiéronla muchos por esposa, movidos de su nobleza, de su discreción y de su hermosura; pero la Santa se había declarado tan manifiestamente por la virginidad, que los cristianos la llamaban la esposa de Jesucristo; y su virtud, acompañada de una virginal modestia, la hacía respetable hasta á los mismos paganos. Luego que llegó á Cesárea el gobernador Sapricio, oyó hablar mucho de las extraordinarias prendas de Dorotea, y no le dejaron de decir que ella era la que con su ejemplo y con su reputación estor­baba á los cristianos que obedeciesen los edictos de los emperadores. Con este aviso la mandó prender, y, habiéndola hecho comparecer en su tribunal, la preguntó cómo se llamaba. —Llamóme Dorotea, respondió la Santa con aquella apacibilidad y aquella modestia que inspiraba á todos veneración y respeto á su persona. —¿Por qué rehúsas adorar los dioses del imperio?, replicó el gobernador: ¿igno­ras, por ventura, los decretos imperiales?—No ignoro, respondió la Santa, lo que los emperadores han mandado; pero también sé que sólo se debe adorar al único Dios verdadero, y que ésos que vosotros llamáis dioses del imperio son unas puras quimeras transformadas en deidades por el antojo de los hombres, para autorizar los mayo­res desórdenes y pa­ra consagrar hasta las pasiones más vergonzosas. Pues juzgad vos mismo, señor, si será licito ofrecer sacrificio á los demonios, y será más puesto en ra­zón obedecer á unos hombres mortales, cuales son los empe­radores, ó al verda­dero Dios inmortal, Criador del Cielo y de la Tierra.

Quedó como cor­tado Sapricio al o ir una respuesta tan cuerda y tan no es­perada; pero, disimulando su admiración, se contentó con decirla en tono blando y cariñoso: Que si no quería te­ner la misma suer­te que sus padres, era menester obede­cer, pues no había otro medio para salvar la vida. — Yo no temo los tormentos, respondió la Santa, ni ten­go mayor ansia que dar mi vida por Aquel que me redimió á costa de la suya.—¿Y quién es Ese por quien tanto deseas morir?, replicó Sapricio.—Es Jesucristo, mi Salvador y mi Dios, respondió Doro­tea.—¿Y dónde está ese Jesucristo?, volvió á replicar el goberna­dor.— En cuanto Dios, dijo Dorotea, está en todas partes; y, en cuanto Hombre, está en el Cielo, á la diestra de Dios Padre, siendo la gloria de todos los que le sirven, y donde después de mi muerte espero poseerle por toda la eternidad. Este es aquel Paraíso delicioso, dulce estancia de los bienaventurados: ésta es aquella hermosa región donde reina una felicidad pura, eterna, inamisible. Sapricio, para ella te convida á ti mismo mi Salvador Jesucristo; pero no pue­des ser en ella admitido sin hacerte primero cristiano.

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6 de Febrero, Festividad de San Tito, Obispo y Confesor









e San Tito no tenemos otras noticias que las que San Pablo nos suministra; y a los datos del Apóstol hemos de acordar su biografía. El primer dato sobre Tito lo encontramos acompañando a San Pablo a Jerusalén con Bernabé. El objeto del viaje fue defender Pablo el Evangelio de Jesucristo frente a los doctores judíos que querían someter a los conversos a las ceremonias legales del Viejo Testamento, murmurando de San Pablo porque se oponía a semejante servidumbre. Hacía catorce años que Pablo se había ausentado de la ciudad santa donde estuvo a raíz de su conversión, tres años después de la misma. El viaje obedecía a una "revelación" que tuvo, donde se le ordenó subir allá a verse con las "columnas de la Iglesia", como llamaban a San Pedro, San Juan y Santiago, a fin de confrontar su predicación con la de ellos; estando acordes en todo, en señal de lo cual se dieron las manos, a Pablo y a Bernabé se entiende, y no a Tito porque era gentil.

Los enemigos de San Pablo pretendían que los conversos se circuncidaran, ya que le oyeron decir que los cristianos no estaban obligados a aquella ceremonia. Furtivamente espiaban a Pablo en estas predicaciones, y fue tal la defensa que hizo de su nueva teología, que "ni aun Tito, que me acompañaba, con ser gentil, fue obligado a circuncidarse" (Gal. 2,3). No era, pues, Tito judío. ¿Dónde,o en qué poblado o ciudad había nacido? ¿Creta, Corinto, Antioquía? Es inútil discurrir a este respecto. Era sencillamente, gentil. ¿Por qué, siendo gentil, acompañó a San Pablo? La palabra "gentil" se usaba para denominar a los griegos, según algunos expositores. En aquel entonces, Tito era cristiano. Venia del "gentilismo", pero era cristiano, razón por la cual, juzgándose los judíos cristianos representantes de las dos leyes, la judía y la cristiana, pretendían que los conversos aceptasen la circuncisión, sosteniendo que sin ella no podían salvarse (Act. 15). El punto de partida de San Pablo para este viaje a Jerusalén fue Antioquía, donde había muchos discipulos del Señor. El y Bernabé "se quedaron allí mucho tiempo con los discípulos" (Act. 14,28). Apareciendo Tito con ellos en Jerusalén, por deducción, Tito debió ser antioqueno, convertido por San Pablo a la fe, tomándole desde entonces por "socio" y "coadjutor" suyo.

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5 de febrero de 2009

El sentido de la educación en Santo Tomás de Aquino


por el Dr. Mario Caponetto

Tomado de su Blog


Conferencia pronunciada en el Colegio Fasta Catherina, Buenos Aires, el sábado 15 de noviembre de 2008.



na vez más la celebración de la Festividad de Santo Tomás de Aquino como Patrono de los Estudiantes, Colegios, Academias y Universidades Católicas, nos reúne para meditar acerca del sentido de la educación en la enseñanza perenne del Doctor Angélico. El tema de la educación, disperso a lo largo del vasto corpus de sus obras, se agrupa alrededor de tres aspectos fundamentales. En primer lugar, Tomás indaga sobre el oficio del maestro o, para decirlo más adecuadamente, sobre el género de vida que debe abrazar aquel que se dedica a enseñar a otros. En segundo término, su reflexión se vuelve sobre el acto mismo de enseñar, lo que podemos llamar el arte de la enseñanza -el ars docendi- que es mucho más que una técnica pedagógica, en el sentido actual de la palabra, sino una visión psicológica y aún antropológica del proceso educativo por lo que bien puede servirnos, hoy, para un discernimiento crítico respecto de la validez y utilidad de tales técnicas. Tercero, y último, el pensamiento de Santo Tomás apunta al fin de la educación en directa relación con el fin natural y sobrenatural de la existencia personal del educando.
Procuraremos pasar revista a cada uno de estos tres aspectos.

1. ¿Qué es un maestro? ¿Qué significa ser maestro?

La primera respuesta a este interrogante es la persona misma de Santo Tomás. Santo Tomás, en efecto, se nos aparece a nuestra mirada como un hombre de múltiples registros. En él coinciden el santo, el teólogo, el filósofo, el místico, el poeta de la Eucaristía, el predicador de multitudes, el pastor de almas. ¿Cuál de estos registros de su personalidad multiforme es el que lo caracteriza por encima de los otros? A nuestro entender, hay en Tomás un título que lo define y que permite asumir en una perspectiva unitaria la totalidad y la variedad de su poliédrica personalidad. Ese título es el de doctor cristiano. Tomás fue, por encima de todo, un doctor cristiano. Con esto no queremos decir que al santo, al pastor o al místico, los consideremos en menos. Simplemente lo que queremos destacar es que el título de doctor -y de doctor cristiano- es lo que especifica y lo que mejor explica, a la vez, la naturaleza de una vida y de una obra que casi no tienen parangón en la historia de la cultura humana y cristiana.

Entonces, volvemos a preguntar, ¿qué es un doctor y, más propiamente, un doctor cristiano? Y siguiendo el curso de la vida, de la obra y de la doctrina del Angélico, respondemos: un doctor, un maestro, es alguien que enseña y, por eso mismo, une en sí, de manera eminente, y en el debido orden de su respectiva subordinación, las dos formas o géneros de en que suele dividirse vida humana, es decir, la vida contemplativa y la vida activa, constituyendo de ese modo un tercer género de vida, la vida mixta, que fue la vida que abrazó Santo Tomás en el marco de la Orden Dominicana. El doctor, el maestro (y vayamos tomando nota de la sinonimia) es, efectivamente, un contemplativo, pero un contemplativo que, al mismo tiempo que contempla, ejerce una acción bien definida: la de enseñar a otros; acción docente, que representa, por eso mismo, el elemento “activo”, la vida activa.

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Ortodoxia (9 y último)







por Gilbert K. Chesterton




IX





La autoridad y el aventurero






l capítulo anterior estuvo dedicado al argumento que la ortodoxia no es tan sólo la única guardiana segura de la moralidad y el orden – como se afirma con frecuencia – sino que también es la guardiana lógica de la libertad, la innovación y el avance. Si queremos derrocar al próspero opresor, no podemos hacerlo con la nueva doctrina de la perfectibilidad humana; pero sí podemos hacerlo con la antigua doctrina del Pecado Original. Si queremos arrancar de raíz crueldades innatas o elevar poblaciones sojuzgadas, no podemos hacerlo con la teoría científica que sostiene que la materia tiene primacía por sobre la mente; pero podemos hacerlo con la teoría sobrenatural de que la mente tiene primacía por sobre la materia. Si queremos despertar en las personas la conciencia social y la incansable búsqueda de las buenas prácticas, no podremos hacer gran cosa insistiendo con el Dios Inmanente y con la Luz Interior; porque éstos, en el mejor de los casos, son motivos de gracia personal. Pero sí podemos ayudar mucho insistiendo con el Dios trascendente y con el resplandor que vuela y se escapa; porque eso significa descontento divino. Si queremos afirmar en forma especial la idea de un generoso contrapeso a una espantosa autocracia, instintivamente seremos trinitarios en lugar de unitaristas. Si deseamos que la civilización europea sea aventurera y salvadora, nos conviene insistir en que las almas se encuentran en real peligro y no en que el peligro, en última instancia, es irreal. Y si queremos exaltar a los marginados y a los crucificados, será mejor que pensemos en que el verdadero Dios fue crucificado y no en que lo fue un simple sabio o un héroe. Pero, por sobre todo, si queremos proteger a los pobres, tendremos que estar a favor de reglas bien establecidas y dogmas claros. Las reglas de un club están a veces a favor del socio pobre. La tendencia del club está siempre a favor del rico.

Y así llegamos a la cuestión crucial que realmente cierra a todo el asunto. Un agnóstico razonable, si por casualidad ha estado de acuerdo conmigo hasta aquí, puede volverse y decir: “Usted ha encontrado una filosofía práctica en la doctrina de la Caída; muy bien. Ha encontrado un aspecto de la democracia que ahora se descuida peligrosamente y que fue afirmada con sabiduría en el Pecado original; está bien. Ha encontrado una verdad en la doctrina del infierno; lo felicito. Usted está convencido de que los fieles de un Dios personal miran hacia el mundo y son progresistas; los felicito a todos. Pero, aún suponiendo que esas doctrinas contienen estas verdades ¿por qué no puede usted tomar las verdades y dejar las doctrinas? Concedamos que la sociedad moderna confía demasiado en los ricos porque no tiene en cuenta las debilidades humanas; concedamos que las épocas ortodoxas tuvieron una gran ventaja porque – creyendo en la Caída – previeron esas debilidades humanas. ¿Por qué no puede usted admitir las debilidades humanas sin creer en la Caída? Si ha descubierto que la idea de la condena eterna representa una saludable idea de peligro, ¿por qué no puede usted simplemente tomar la idea del peligro y dejar la de la condena eterna? Si ve claramente el núcleo de sentido común en la médula de la ortodoxia cristiana, ¿por qué no puede tomar el núcleo y dejar la médula? Tanto como para utilizar una frase de los diarios que yo, como agnóstico altamente académico, empleo con algo de vergüenza: ¿por qué no puede usted tomar lo que es bueno en el cristianismo, aquello que se puede definir como valioso, lo que se puede comprender, y no abandona todo el resto, todos los dogmas absolutos que por su propia naturaleza resultan incomprensibles?” Ésta es la cuestión real; ésta es la cuestión última; y es un placer tratar de contestarla.
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El pequeño Mundo de Don Camilo (15)


por Giovanni Guareschi

Capítulo 15

La derrota




l duelo a cuchillo que venía durando ya casi un año, terminó con el triunfo de don Camilo, quien llegó a concluir su "Parque de Recreo Popular" cuando a la "Casa del Pueblo" de Peppone le faltaba aún toda la carpintería.


El "Parque de Recreo Popular" resultó una obra de primera: salón de tertulia para representaciones, conferencias y demás actos públicos; pequeña biblioteca con sala de lectura y escritura; superficie cubierta para ejercicios deportivos y juegos invernales. Además, una magnífica extensión cercada, con campo de gimnasia, pista, piscina, jardín de infantes, calesita, columpios, etcétera. Cosas en su mayor parte en estado embrionario, pero lo importante en todo es empezar.Para la fiesta de la inauguración don Camilo había preparado un programa en forma: cantos corales, justas atléticas y partido de fútbol. Porque don Camilo había organizado un equipo sencillamente formidable, y fue éste un trabajo al que dedicó tanto entusiasmo que, echadas las cuentas, al cabo de ocho meses de adiestramiento, los puntapiés que don Camilo había dado a los once jugadores habían sido muchos más que los puntapiés dados por los once jugadores juntos a la pelota.


Peppone sabía todo y tragaba bilis. No podía soportar que el Partido que representaba verdaderamente al pueblo, resultara segundo en el torneo iniciado por don Camilo a favor del pueblo. Y cuando don Camilo le había hecho saber que para demostrar "su simpatía por las más ignorantes capas sociales del pueblo", había generosamente concedido al equipo "Dynamo" la ocasión de medirse con el suyo, el "Gallardo", Peppone palideció, y haciendo llamar a los once muchachos del equipo seccional los puso en fila contra el muro y les espetó este discurso"Jugarán contra el equipo del cura. ¡O vencen o le rompo la cara a todos! ¡Es el Partido el que lo ordena, por el honor del pueblo vilipendiado!"–¡Venceremos! – contestaron los once, que sudaban de miedo.


Cuando lo supo, don Camilo reunió a los hombres del Gallardo y refirió la cosa.–No estamos aquí entre gente grosera y salvaje como esos sujetos –concluyó sonriendo. – Podemos así reaccionar como caballeros juiciosos. Con la ayuda de Dios les meteremos seis goles a cero. No hago amenazas: digo sencillamente que el honor de la parroquia está en las manos de ustedes. Quiero decir, en los pies. Cumpla cada uno su deber de buen ciudadano. Ahora, naturalmente, si hay algún bribón que no se emplea a fondo, yo no haré tragedias como Peppone, que rompe las caras. ¡Yo les pulverizo el trasero a puntapiés!.


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5 de Febrero, Festividad de Santa Agueda, Vírgen y Mártir



anta Agueda, una de las vírgenes y mártires cristianas más populares de la antigüedad, aparece ante nosotros con una aureola de heroísmo y de santidad tan atrayente, que no es extraño haya dado motivo a las más felices leyendas que ha ido agrupando a su alrededor durante siglos la devoción siempre creciente de los fieles. Las Actas de su martirio, como lo demuestra el crítico francés P. Allard, no responden siempre a una veracidad histórica. Con todo, en ellas encontramos los pasos principales, confirmados también por otros testimonios, de la vida y martirio de la noble virgen siciliana.

Nacida en Catania o en Palermo hacia el año 230, de nobles y ricos padres, dedica su juventud al servicio del Señor, a quien no duda en ofrecer no ya sólo su vida, sino también su virginidad y las gracias con que profusamente se veía adornada. Agueda, como, Cecilia, Inés, Catalina..., prefiere seguir el camino de las vírgenes, dando de lado las instituciones y promesas que pudieran ofrecerle sus admiradores.

Le ha tocado vivir, por otra parte, en tiempos de persecución, y más ahora, cuando en el trono de Roma se sienta un príncipe ladino, Decio, que pretende deshacer en sus mismas raíces toda la semilla de los cristianos, harto extendida ya en aquel entonces por todos los ámbitos del Imperio. Decio, "execrable animal", como le llama Lactancio, comprende la inutilidad de hacer tan sólo mártires entre los cristianos, y pretende ahora organizar en manera sistemática su total exterminio. Inventa nuevos artificios Y seducciones; se ha de emplear el soborno y los halagos. Después, en caso de negarse, la opresión, el destierro, la confiscación de bienes y los tormentos. Sólo, como en último recurso, se les habia de condenar a muerte.

Por el año 250 hace que se publique un edicto general en el Imperio, por el que se citan a los tribunales, con el fin de que sacrifiquen a los dioses, a todos los cristianos de cualquier clase y condición, hombres, mujeres y niños, ricos y pobres, nobles y plebeyos. Es suficiente, para quedar libres, que arrojen unos granitos de incienso en los pebeteros que arden delante de las estatuas paganas o que participen de los manjares consagrados a los ídolos. Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas, a las trirremes, a otros tormentos más refinados y a la misma esclavitud. El intento del emperador, al decir de San Cipriano, no era el de no "hacer mártires", sino "deshacer cristianos", con todos los malos tratos posibles, pero sin el consuelo de la condenación y de la muerte. Esto se vino a hacer con nuestra santa, Agueda, que por entonces residía en Catania, donde mandaba, en nombre del emperador, el déspota Quinciano, gobernador de la isla de Sicilia.

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4 de febrero de 2009

Necesaria aclaración


Ante la andanada de artículos periodísticos, naturalmente contrarios al levantamiento del Decreto de excomunión de 1988, contra Mons. Lefebvre, Mons. de Castro Mayer y los cuatro Obispos consagrados en dicha oportunidad, ya que obedecen a la politically correctness del Nuevo Orden Mundial, de la cual no son sino paniaguados (aunque crean que son "formadores de opinión independientes"), este blog no emitirá comentario alguno, esperando confiado como siempre en las Palabras de Ntro. Señor: ET PORTA INFERI NON PRÆVALEBUNT

Ladran Sancho: señal que son perros...

El Cruzamante

Pequeños apuntes sobre la Educación


por el Artillero (Dr. Augusto Padilla)


Tomado de su Blog: Catapulta



el clásico libro de Millán Puelles, La formación de la personalidad humana, copio la siguiente definición de educación: conducción y promoción de la prole al estado perfecto del hombre en cuanto hombre, que es el estado de virtud, formulada a partir de un texto de Santo Tomás (Sum.Theol., Suppl.III, q.41,a.1).

2) Desde luego, tanto para el Doctor Común como para su maestro Aristóteles la perfección de la vida humana sólo se lograba mediante la contemplación: el alma que encuentra su goce y tranquilidad únicamente en Dios.

3) Pero a esto no se puede aspirar sin que el educador, sea padre biológico o espiritual -el maestro-, no forje también el carácter del educando. Ya se ha dejado de lado es difícil tarea, que requería extrema prudencia y sensibilidad.(Unos cuantos años atrás, la caracterología ocupaba lugar de preferencia en la formación de los pedagogos. No en vano insistía el Padre Castellani sobre la importancia de Ludwig Klages, sin dejar de cuestionar, por cierto, muchas de sus afirmaciones).

4)En esta modernidad o postmodernidad que soportamos, lo que se conoce por educación nada tiene que ver con la contemplación, sino con el activismo (el hombre útil de los empiristas ingleses) o con el puro naturalismo del nefasto Juan Jacobo ( de enorme influencia sobre uno de los popes de la educación moderna, el no menos nefasto John Dewey).
Ahora se busca al “profesional exitoso” o se deja al niño librado a sus instintos, adaptándose en este último caso, al ambiente que lo rodea, manipulado fundamentalmente por los aberrantes programas televisivos.

5)Para completar el cuadro, es oportuno también recordar que para el marxismo el fin de la educación es lograr que el ser humano sea mero productor, reducido así a una función puramente material.

6) Estas tres vertientes se han combinado para hacer de escuelas, colegios y universidades lo que hoy son: fábricas de títulos. Y desde luego que incluyo a la mayoría de los establecimientos católicos, contaminados por el activismo, sean el sport o las variopintas tareas pastorales, que realizan alumnos con deficiente o mala preparación. (Me hacen recordar a los curas obreros de la segunda mitad del siglo pasado, que terminaron captados por el comunismo).

7) Párrafo especial merece la pérfida intromisión de la así llamada “educación sexual” en los planes de estudios, con el resultado asegurado de conseguir que el alma de los chicos se corrompa, habida cuenta de los maestros-perdón, “trabajadores de la educación”-que la imparten, inficionados por el “viento de la historia”,y con vidas que muchas veces distan de ser las que Dios manda. Es que ya la vida ejemplar ha dejado de ser condición sine qua non para ejercer la docencia. En los ámbitos católicos, ya no se hace mas mención a la enseñanza explícita de Pío XI sobre el tema en la Divini illius magistri,que debería seguir siendo la Carta Magna de la educación para todos los creyentes. En la Encíclica el Papa formula graves y precisas advertencias sobre el asunto, obligatorias en conciencia.

8 ) Si no se empieza a luchar contracorriente, la Argentina se encontrará dentro de pocos años, con que no tiene juventud apta para afrontar la gran empresa de la reconquista y reconstrucción de la Patria.

Dios quiera que estos modestos apuntes míos puedan servir a algunos. Si no se pierden en el tiempo, me daría por muy satisfecho.

Influencia del ecumenismo y la libertad religiosa en la desmovilización de los seglares




por José María Permuy Rey

Tomado de
Arbil


¿Qué ocurriría si los cristianos creyéramos que es muy fácil salvarse sin confesar a Cristo y pertenecer a su Iglesia? ¿Qué pasaría si considerásemos que las comunidades políticas con mayoría de católicos no tienen por qué profesar la fe cristiana? Pasaría que perderíamos todo o gran parte de nuestro estímulo, de nuestra motivación, de nuestro interés por atraer a Cristo a las almas y a las sociedades.


ar a conocer a Cristo, Camino, Verdad y Vida.

Dar a conocer a Cristo, que nos revela plenamente las verdades que debemos creer, los preceptos que debemos practicar, y los medios de santificación a los que debemos recurrir para alcanzar la salvación eterna.

Dar a conocer a Cristo, que nos manda predicar su Evangelio y bautizar (confiriendo la vida de la gracia) a todas las naciones, es el mandato misionero que impulsa a todos los cristianos, también a los laicos, a movilizarnos para instaurar, conservar y dilatar el Reino de Dios entre los individuos y entre los pueblos.

Pero, ¿qué ocurriría si los cristianos creyéramos que es muy fácil salvarse sin confesar a Cristo y pertenecer a su Iglesia?

¿Qué pasaría si considerásemos que las comunidades políticas con mayoría de católicos no tienen por qué profesar la fe cristiana?

Pasaría que perderíamos todo o gran parte de nuestro estímulo, de nuestra motivación, de nuestro interés por atraer a Cristo a las almas y a las sociedades.

Si los cristianos admitiéramos que un budista, un judío o un musulmán se pueden salvar fácilmente, sin dejar de serlo, en virtud de los elementos positivos que poseen sus respectivas creencias religiosas ¿para qué íbamos a tomarnos la molestia de hacer apostolado y proselitismo cristianos? ¿Para qué íbamos a causarles la molestia de proponerles una fe y una moral cuyas prácticas y enseñanzas son más exigentes y humanamente más difíciles de poner por obra que la ética budista, judía o musulmana? ¿Para qué complicarles la vida? ¿Para qué movilizarnos?

Si los católicos admitiéramos que tan aceptables son las sociedades políticas inspiradas en el catolicismo, como aquellas otras inspiradas en el anglicanismo, en el calvinismo, en el liberalismo, en el socialismo, o simplemente en el relativismo moral y doctrinal, ¿para qué hacer el esfuerzo de trabajar por la confesionalidad católica de los Estados o la unidad católica de las naciones? ¿Para qué movilizarnos?

Desgraciadamente, un gran número de católicos, hermanos nuestros, piensan que todas las religiones y todas las ideologías son respetables. Y, si es así, ¿para qué esforzarse por convencer a los demás? ¡Ni se lo plantean! ¡Con tal de que a los cristianos nos permitan ir al templo y practicar en privado nuestra religión, los demás que hagan lo que quieran!

Es una actitud parecida a aquello que condena el Syllabus de Pío IX, de la Iglesia libre en el Estado libre. Con otras palabras: el culto cristiano libre, en una comunidad irenista plurireligiosa y multicultual libre.

No sólo los seglares, sino que muchos sacerdotes, y no pocos obispos, aquellos a quienes Cristo mismo encomendó el cuidado de su rebaño, la docencia, santificación y gobierno de su Iglesia, piensan así.

¿Acaso no ha sido todo un cardenal -Kasper-, Presidente nada menos que del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, quien ha declarado recientemente en una conferencia que el diálogo ecuménico no pretende el retorno de los cristianos separados a la Iglesia Católica? ¿Acaso no fueron los obispos españoles los que, con motivo del centenario de la Unidad Católica de España, escribieron un documento diciendo que los tiempos de la Unidad Católica han pasado ya?

Si eso creen y enseñan muchos de nuestros jerarcas, ¿qué podemos esperar de los seglares?

Ahora bien, ¿a qué es debido que tantos obispos, sacerdotes y laicos piensen y se manifiesten de tal modo? ¿En qué se basan?

Hay un acontecimiento que, indudablemente, ha marcado una huella muy profunda en la vida reciente de la Iglesia Católica, hasta el punto de que, al igual que el nacimiento del Hijo de Dios divide la historia de la humanidad en un antes y un después de Cristo, este otro acontecimiento ha trazado, para muchos de nuestros contemporáneos, una línea divisoria en la historia de la Iglesia. Me estoy refiriendo al Concilio Ecuménico Vaticano II.

No voy a decir, porque creo que no sería del todo justo y exacto, que el Concilio Vaticano II promueva la pasividad y la desmovilización apostólica de los laicos cristianos.

El Concilio afirma la necesidad de Cristo y de la Iglesia Católica para salvarse.

El Concilio exhorta a los cristianos a anunciar el mensaje evangélico entre todos los hombres.

El Concilio, insiste mucho en que es deber de los laicos la instauración cristiana del orden temporal informando las leyes y estructuras de las sociedades en las que cada uno vive, con el espíritu del Evangelio.

El Concilio afirma dejar íntegra la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de las sociedades para con Cristo y su Iglesia.

Entonces, ¿cuál es el problema? El problema, o más bien los problemas, son, a mi modesto entender, las omisiones e imprecisiones que contienen los textos conciliares en lo que se refiere, entre otras cosas, al ecumenismo y a la libertad religiosa.

Como consecuencia de esas omisiones e imprecisiones se puede defender, sí, la doctrina tradicional católica; pero se pueden defender también las más peregrinas teorías.

Veamos algunos ejemplos.

Cuando el Vaticano II habla de la salvación eterna en relación con las comunidades religiosas no católicas, pero que se confiesan cristianas (cismáticas o heréticas), afirma que los hermanos separados, justificados por la fe en el bautismo, quedan incorporados a Cristo. Conservan la Sagrada Escritura como norma de fe y vida, y algunos de ellos, el episcopado y la Eucaristía. Además, practican no pocos actos de culto de la religión cristiana, los cuales, de varias formas pueden, sin duda alguna, producir la vida de la gracia, y hay que confesar que son aptos para dejar abierto el acceso a la comunión de la salvación. Es más, se llega a afirmar que las comunidades cristianas separadas no carecen de valor y de sentido en el misterio de la salvación, y que el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación.

Pero lo que no advierte el Concilio es que, como enseña Santo Tomás, los cismáticos y herejes cuya separación de la Iglesia es pública y notoria pueden conferir válidamente el sacramento del bautismo, pero no el efecto del sacramento; quedan marcados por el carácter bautismal, pero no actúa en ellos la gracia justificante. En palabras de San Agustín, “cuando alguno se bautiza entre los herejes o en algún cisma, fuera de la comunión de la Iglesia, el bautismo no le es provechoso en la medida en la que él aprueba la perversidad de los herejes y de los cismáticos”. “A los bautizados fuera de la Iglesia, si no vuelven a ella, el mismo bautismo les sirve de perdición”.

Lo mismo se puede decir de otros sacramentos. Según Tomás de Aquino “por el hecho de que alguien esté suspendido, excomulgado o degradado por la Iglesia, no pierde el poder de conferir los sacramentos, sino la licencia de usar este poder. Por eso confiere, ciertamente, el sacramento, pero peca confiriéndolo. E igualmente peca quien lo recibe de él, por lo que no recibe la gracia del sacramento, a no ser que le excuse la ignorancia”.

Y el Concilio Ecuménico de Florencia afirma que “es de tanto precio la unidad en el cuerpo de la Iglesia, que sólo a quienes en él permanecen les aprovechan para su salvación los sacramentos y producen premios eternos los ayunos, limosnas y demás oficios de piedad y ejercicios de la milicia cristiana. Y que nadie, por más limosnas que hiciere, aun cuando derramare su sangre por el nombre de Cristo, puede salvarse, si no permaneciere en el seno y unidad de la Iglesia Católica”.

En cuanto a la posibilidad de que el Espíritu Santo pueda servirse de las comunidades separadas como medios de salvación, Pío XII, en la encíclica Mystici Corporis enseña que “entre los miembros de la Iglesia, sólo se han de contar de hecho los que recibieron las aguas regeneradoras del Bautismo y profesan la verdadera fe y ni se han separado ellos mismos miserablemente de la contextura del cuerpo, ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimas culpas.

Por lo cual, los que están separados entre sí por la fe o por el gobierno, no pueden vivir en este cuerpo único ni de este su único Espíritu divino.

El Espíritu de Cristo es quien a la par que coengendra cada día nuevos hijos a la Iglesia con la inspiración de la gracia, rehúsa habitar con su gracia santificante en los miembros totalmente separados del Cuerpo”.

Así pues, el Concilio hace hincapié exclusivamente en la posibilidad de que los cristianos no católicos se salven sin incorporarse en vida a la estructura visible de la Iglesia (una posibilidad cierta, pero extraordinaria, excepcional, y en todo caso injuzgable); sin embargo, silencia el hecho de que el cisma y la herejía son objetivamente impedimento para la recepción de la gracia santificante, y por tanto, para alcanzar la salvación eterna, aunque se posean sacramentos válidos y válidamente se dispensen y reciban.

Como consecuencia de todo ello, no es difícil incurrir en la falsa impresión de que realmente es sencillo salvarse sin incorporarse a la Iglesia.

En relación con la libertad religiosa, antes decía que el Concilio Vaticano II afirma dejar íntegra la doctrina tradicional sobre el deber moral de las sociedades para con la religión católica.

Y así es. Pero al referirse más concretamente a las sociedades políticas, el Vaticano II exige tan solo que respeten la libertad religiosa de todos sus súbditos, omitiendo recordar expresamente que los Estados con mayoría de católicos tienen la obligación moral (no sólo la posibilidad, sino la obligación) de profesar la fe católica, por medio del culto público a Dios, la inspiración cristiana de las leyes y la defensa del patrimonio religioso del pueblo.

La doctrina tradicional católica enseñó siempre, además, que los Estados católicos pueden tolerar el culto privado de las confesiones no católicas, pero no el culto público. El Concilio Vaticano II entiende que el derecho de los acatólicos a manifestarse públicamente, debe ser respetado por los Estados, con la única condición de que no atente contra el bien común y el orden moral objetivo.

Aparentemente, al menos, existe en este tema una contradicción entre el Magisterio preconciliar y el conciliar, que afecta, obviamente, a un asunto tan importante para nosotros como es la Unidad Católica de España.

Todo ello explica que católicos contrarrevolucionarios hayamos podido defender, con la mayor buena fe y rectitud de intención, la compatibilidad de la confesionalidad católica de los Estados con el Vaticano II, mientras que “católicos” revolucionarios han podido, con la misma sinceridad, defender la tesis contraria.

Buena prueba de la ambigüedad del Concilio al respecto de la libertad religiosa es que son muchísimos los obispos que individual o colectivamente se han pronunciado contra la confesionalidad de los Estados.

Tan importantes omisiones e imprecisiones pueden provocar muchas veces la parálisis de los fieles cristianos.

No sólo eso, sino que incluso pueden llegar a afectar a nuestra vida espiritual, hasta el punto de que, por la obsesión de algunos de acercarnos a nuestros hermanos separados, no sólo dejemos de invitar a estos últimos a compartir los medios de santificación y salvación de que, por designio divino, dispone la Iglesia Católica, sino que nosotros mismos, los católicos, lleguemos a prescindir de tales medios.

Es lo que ha ocurrido hace algo más de tres años, cuando Juan Pablo II, a petición del Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, y tras ser revisada por la Congregación para la Doctrina de la Fe, dio por válida la Misa celebrada siguiendo la anáfora de Addai y Mari, una plegaria eucarística de los cristianos asirios cismáticos que no contiene las palabras de la consagración.

EL documento de aprobación dice que no contiene las palabras de la consagración de forma narrativa, sino que están presentes, no de modo coherente y ad litteram, sino de manera eucológica y diseminada, insertas en preces sucesivas de acción de gracias, alabanza e intercesión. Yo que me he tomado la molestia de repasar el texto, les puedo asegurar que las frases “esto es mi cuerpo” y “este es el cáliz de mi sangre” o “esta es mi sangre”, no aparecen por ninguna parte.

¿Cómo es posible que sea válida una Misa sin consagración?

Imaginen que esa extraña aprobación sirva como referencia y precedente para una futura reforma litúrgica. ¿Podríamos encontrarnos con la supresión “oficial” del Sacrificio de la Misa, tal como parece anunciar el profeta Daniel refiriéndose a los últimos tiempos?

Pues el Cardenal Kasper está contentísimo, porque, según él, el reconocimiento de esa anáfora ha supuesto un gran paso en el camino ecuménico. ¡Está claro! Si suprimimos la Misa, es obvio que habremos echado por tierra uno de los obstáculos que mantienen a los herejes separados de la Iglesia Católica. ¡Bonita solución!

El otro gran obstáculo es el episcopado, el sacerdocio. De todos es sabido que muchos herejes no poseen sacramento del orden sacerdotal válido. Pero no hay problema. El Cardenal Kasper ya ha encontrado el remedio. Según él, lo importante no es la sucesión apostólica en el sentido de una cadena histórica de imposición de las manos que va remontándose a lo largo de los siglos hasta llegar a uno de los apóstoles. No importa que un obispo haya sido ordenado por otro obispo que conserva la sucesión apostólica, no. La sucesión apostólica no es cuestión de una cadena ininterrumpida, sino de pertenencia a un colegio, el de los obispos, el cual tiene el poder de reconocer por sí mismo qué obispos, incluso de entre los no católicos, lo son válidamente. Es decir, la validez de una consagración episcopal depende del reconocimiento colegial y democrático del actual Colegio de los Obispos. Esa es la idea de Kasper.

He ahí el resultado de 40 años de omisiones e imprecisiones consentidas y no resueltas.

Ante este panorama, ¿qué podemos hacer?

En primer lugar, rechazar la tentación de pasividad.

Somos soldados de Cristo, y como tales tenemos la obligación moral de combatir por su Reino, de librar una lucha, que es verdaderamente contra los espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas, pero que también lo es contra nuestra propia concupiscencia, y contra el mundo enemigo de Dios.

En segundo lugar, rechazar la tentación de un activismo pelagiano. Nuestra acción, nuestra movilización debe ir precedida y acompañada en todo momento de la oración y de la mortificación.

El alma de todo apostolado es la vida interior. No podemos restar horas al trato diario con Dios, so pretexto de volcarnos en la acción. No podemos confiar únicamente en nuestras fuerzas naturales, sin recurrir a la ayuda de la Santísima Trinidad; no podemos prescindir de la vida de la gracia que adquirimos, recuperamos y aumentamos por medio de los sacramentos.

En tercer lugar, debemos actuar. Actuar intraeclesialmente y extraeclesialmente.

En los tiempos que corren, a diferencia de otras épocas, nuestra movilización no puede ser sólo extraeclesial, sino que, en tanto no se aclaren las omisiones e imprecisiones a que me he venido refiriendo hasta ahora, debe ser también intraeclesial.

Los seglares conscientes de la situación crítica en que se halla nuestra Iglesia, una Iglesia que, según Pablo VI, ha sido penetrada por el humo de satanás y que está siendo demolida desde dentro, debemos pedir a nuestros obispos, sucesores de los Apóstoles, y al futuro obispo de Roma el primero, que nos gobiernen, que nos enseñen y que nos santifiquen como Dios manda. Que para eso están, para eso han sido llamados por Dios.

Que restituyan las premisas doctrinales para la evangelización y reevangelización de los individuos y de los pueblos, para la instauración y restauración de la Ciudad Católica, y en el caso de nuestra Patria, para la reconquista de la Unidad Católica de España.

Que no callen la verdad, que denuncien el error, que corrijan, amonesten y castiguen a los pecadores públicos y a los herejes.

Todo ello con la máxima caridad, pero con la mayor firmeza.

Al mismo tiempo, por supuesto, no podemos descuidar la acción cristiana extraeclesial, ofensiva y defensiva.

Ofensiva, en el sentido de que debemos difundir sin miedo, sin respetos humanos, la Doctrina de Cristo en todas cuantas áreas de influencia podemos actuar los seglares, tanto individualmente como asociados. Pero defensiva también, porque tenemos el derecho y el deber de protegernos de quienes desean impedir nuestra libertad de acción, y de quienes públicamente ofenden a Dios de palabra o de obra.

Los católicos no pretendemos imponer a nadie nuestra fe y nuestra moral. Sería absurdo, pues la fe cristiana consiste en una adhesión y aceptación libre y voluntaria de las verdades reveladas por Cristo. No se puede creer a la fuerza.

Tampoco pretendemos que la ley civil penalice todo lo que prohibe la ley de Dios u obligue al cumplimiento de los mandamientos de la Iglesia.

Lo único que queremos es la subordinación de la ley civil a la ley natural, de obligado cumplimiento para todos los hombres, creyentes o no; y que sea respetada nuestra libertad para proponer (no imponer) a todos la Doctrina cristiana, y para vivir (individual y comunitariamente, también en el ámbito estatal) nuestro credo.

Los seglares católicos, con o sin la bendición de nuestros obispos (aunque nunca contra ellos, por supuesto) debemos presentar batalla frente al enemigo que actúa desde dentro y desde fuera de la Santa Iglesia Católica, única verdadera.

El enemigo que actúa desde fuera de la Iglesia aspira a aplastarnos o confinarnos en reservas como si fuéramos animales en peligro de extinción.

El enemigo que actúa desde dentro de la Iglesia pretende hacernos creer que “todo el mundo es bueno”, que lo mismo da ser católico que ser ateo, masón, luterano, musulmán, liberal o socialista. Pretende hacernos creer eso, para que no reaccionemos, para que no nos defendamos ante las agresiones que, desde fuera, nos asestan precisamente ateos, masones, luteranos, musulmanes, liberales y socialistas.

En nombre de la libertad religiosa y del ecumenismo pretende desarmarnos para hacer de nosotros fácil presa. En ocasiones, lamentablemente, con la complicidad, consciente o inconsciente, al menos en parte, de la jerarquía eclesiástica.

En mi opinión, ante el acoso laicista y ateo que padecemos los católicos en nuestro mundo actual, debemos organizar, por encima de banderías, partidismos y carismas, un amplio y multiforme movimiento católico de combate y resistencia.

Pero ese es otro tema, más práctico que teórico, y que espero saldrá a relucir, y se plasmará en propósitos y resoluciones concretas a lo largo de estas jornadas para la Reconquista de la Unidad Católica de España.

Muchas gracias por su paciencia. Y que Dios nos bendiga y ayude a todos.

Pena de Muerte (3)


por Vittorio Messori





omo creemos haber demostrado, algo que no requería demasiado esfuerzo dada la claridad y celebridad de los textos, la práctica de la pena de muerte por parte de la sociedad es una imposición de Dios en la ley del Antiguo Testamento, admitida por Jesús y los Apóstoles en el Nuevo Testamento. El Catecismo holandés, obra libre de toda sospecha, se ve obligado a reconocer que «no se puede defender que Cristo haya abolido explícitamente la guerra o la pena de muerte».

No es posible comprender en qué se basan los citados teólogos y exegetas de la Biblia que juzgan a la Iglesia «infiel a las Escrituras». ¿A qué Escrituras se refieren? Quizás a The Wish-Bible, la «Biblia del Deseo», la que habrían escrito ellos hoy día.

Sin embargo, hay que mencionar una diferencia importante en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento: en la ley entregada a Noé y a Moisés, la condena a muerte de los reos de ciertos delitos era una obligación, una obediencia debida a la voluntad de Dios. En cambio, en el Nuevo Testamento (tal y como lo ha entendido la gran Tradición, desde los Padres de la Iglesia) la pena capital es indiscutiblemente legítima, pero no se concluye que ésta sea siempre oportuna. La oportunidad depende de un juicio que varía según los tiempos. Una cosa es el derecho reconocido a la autoridad que, utilizando las palabras de Pablo, «no lleva la espada en vano», y otra cosa es el ejercicio de este derecho.

En lo que respecta a nuestro juicio, en la sociedad y cultura del actual Occidente secularizado no sería oportuno reimplantar la pena capital allá donde se hubiera abolido; es mejor no ejercer lo que sigue siendo un derecho de la sociedad.

No vamos a detenernos en las estadísticas que, para unos confirmarían y para otros negarían la eficacia de la amenaza de muerte como sistema de prevención del crimen.

De hecho, no carecen de lógica las afirmaciones extraídas de un editorial de Civiltà Cattolica de 1865 que lleva el significativo título de «La francmasonería y la abolición de la pena de muerte», en donde, obviamente, los jesuitas se pronunciaban a favor del mantenimiento de esa terrible institución en el nuevo código italiano.

Se leía en aquel célebre periódico, que era sin la menor duda la verdadera «voz del Papa»: «En estas líneas no intentamos mostrar la licitud, conveniencia y necesidad relativa de la pena de muerte, dato que suponemos demostrado y aceptado por la gente sabia y de bien, sino declarar que mientras los hombres sabios y honrados se manifiestan a favor de la conservación de esta pena, en la práctica la están aboliendo, lo que se demuestra fácilmente con la palabra y con los hechos.»

Continúa Civiltà Cattolica: «Con la palabra, porque ¿cuál es el objetivo subyacente de quienes desean mantener la pena de muerte? Evidentemente, el objetivo que persiguen es disminuir y, si es posible, quitar totalmente de en medio a los asesinos. Así, ¿quién no es capaz de percibir que lo que ellos pretenden es abolir directamente la pena de muerte? Y no tanto en favor de los asesinos, como pretenden los liberales, sino también de los asesinados, e incluso de las posibles víctimas inocentes, de las que nunca se hacen cargo los liberales. Es, pues, evidente que los que abogan por el mantenimiento de la pena de muerte cooperan eficazmente a favor de la abolición total de la pena de muerte, por los inocentes en primer lugar, y luego, necesariamente, por los reos y asesinos.»

Pero, en el fondo, opiniones de ese cariz son secundarias pero no irrelevantes respecto al problema principal para un cristiano: «Si Dios sólo da la vida, ¿es lícito que el hombre se la quite a otro hombre? ¿Existe un derecho a la vida igual para todos, incluso para el asesino, un derecho que no puede ser violado nunca?»

En realidad, quienes responden a estas cuestiones en sentido contrario a la pena de muerte, admiten en cambio el derecho de la sociedad a encerrar en prisión a los culpables de los crímenes. Ahora bien, si Dios ha creado al hombre libre, ¿cómo pueden los hombres quitarle esta libertad a otros hombres? Existe un derecho a la libertad (derecho «innato, inviolable, imprescriptible», dicen los juristas) que cualquier juez infringe cuando condena a un semejante siquiera a una hora de reclusión forzada.

Pero se dice que la vida es un valor superior al de la libertad. ¿Estamos seguros de ello? Los espíritus más puros y sensibles lo niegan. Como Dante Alighieri, con su famoso verso: «Voy buscando la libertad, que tan apreciada es, como bien sabe quien por ella rechaza la vida.»

Pero, así como no es posible comprender por qué todas las culturas tradicionales, y por tanto religiosas, nunca han considerado innatural, ilícita y en consecuencia impracticable la pena capital, tampoco es posible escapar de las contradicciones si no es desde una perspectiva que vaya más allá del horizonte mundano. Es decir, una perspectiva religiosa, y cristiana en particular.

Una perspectiva que distinga entre vida biológica, terrenal y vida eterna; que esté convencida de que el derecho inalienable del hombre no es salvar el cuerpo sino el alma; y que distingue entre la vida como fin y la vida como medio.

Aunque tratamos de evitar las citas largas, en esta ocasión es necesario reproducir una porque cada una de sus palabras ha sido meditada a la luz de una visión católica que actualmente parece completamente olvidada. La cita es de ese excepcional solitario laico y católico, el suizo Romano Amerio. Éstas son sus palabras:

«Actualmente, la oposición a la pena capital deriva del concepto de inviolabilidad de la persona en cuanto sujeto protagonista de la vida terrena, tomándose la existencia mortal como un fin en sí mismo que no puede destruirse sin violar el destino del hombre. Pero este modo de rechazar la pena de muerte, aunque muchos lo consideren religioso, es en realidad irreligioso. De hecho, olvida que la religión no ve la vida como un fin sino como un medio con una función moral que trasciende todo el orden de los valores mundanos subordinados.

»Por ello -continúa Amerio-, quitarle la vida no equivale a quitarle al hombre la finalidad trascendente para la que ha nacido y que constituye su dignidad. En el rechazo a la pena de muerte se percibe un sofisma implícito: o sea que, al matar al delincuente, el hombre, y en concreto el Estado, detenta el poder de truncar su destino, sustrayéndole su función última, quitándole la posibilidad de cumplir su oficio de hombre. Lo contrario es cierto.

»En efecto -prosigue el estudioso católico-, al condenado a muerte se le puede quitar la existencia terrena, pero no su finalidad en la vida. Las sociedades que niegan la vida futura y ponen como meta el derecho a la felicidad en este mundo deben rehuir la pena de muerte como una injusticia que apaga la facultad del hombre de ser feliz. Es una verdadera y completa paradoja que los que impugnan la pena de muerte están realmente a favor del Estado totalitario, ya que le atribuyen un poder muy superior al que ya posee, es más, un poder supremo: el de segar el destino de un hombre. En cambio, desde la perspectiva religiosa, la muerte impuesta por un hombre a otro no puede perjudicar ni al destino moral ni a la dignidad humana.»

Entre muchos otros desconcertantes testimonios acerca de la pérdida de la noción de lo que realmente es el «sistema católico que se percibe en el seno de la Iglesia», el autor cita la aportación de un reconocido colaborador del Osservatore Romano fechada el 22 de enero de 1977: «La comunidad debe otorgar la posibilidad de purificarse, de expiar la culpa, de redimirse del mal, mientras que la pena capital no la concede.»

El comentario de Amerio resulta comprensible: «Con estas palabras, hasta el periódico vaticano niega que la pena capital sea una expiación. Niega el valor expiatorio de la muerte que es supremo para la naturaleza mortal, al igual que lo es dentro de la relatividad de los bienes terrenales el bien de la vida, cuyo sacrificio consiente quien expía la culpa. Por otro lado, ¿acaso la expiación que el Cristo inocente realizó por los pecados del hombre no está relacionada con una condena de muerte?» Así pues, «el aspecto menos religioso de la doctrina que rechaza la pena capital se basa en la denegación de su valor expiatorio, que es la cuestión más importante desde una perspectiva religiosa».

En efecto, la Tradición siempre ha visto en el delincuente un candidato seguro al paraíso porque, al reconciliarse con Dios, acepta libremente el suplicio como expiación de su culpa. Tomás de Aquino instruye: «La muerte que se inflige como pena por los delitos realizados, levanta completamente el castigo por los mismos en la otra vida. La muerte natural, en cambio, no lo hace.» Precisamente, muchos reos reclamaban rotundamente la ejecución como un derecho propio. Y así, el ajusticiado arrepentido y provisto de los sacramentos era un «santo» y el pueblo se disputaba sus reliquias. Tanto es así que hasta había forjado un proverbio, que aparece citado en Civiltà Cattolica: «De cien ahorcados, uno condenado.»

Esto no son más que tanteos «religiosos» sobre un tema que en la actualidad hasta los creyentes parecen encarar con la típica e iluminada superficialidad laica. Se podría y debería decir algo más como com­plemento a las razones de la Iglesia, esa que todavía es responsable de las Escrituras y la Tradición. Por ejemplo, la idea bíblica y paulina de la sociedad entendida no como una suma de individuos sino como un cuerpo u organismo vivo con derecho a extirparse aquel de sus miembros que considere infectado. Se trata del concepto de legítima defensa que correspondería al individuo, como propugnarían los individualistas, pero también al cuerpo social. O asimismo, del concepto de restitución del orden de la justicia y la moral quebrantadas.

Desde la perspectiva de su propia fe, la pena capital es legítima para la Iglesia. Pero, actualmente, ¿es también oportuna? La mejor síntesis para justificar nuestro rechazo a la posibilidad de reponer la pena capital en nuestra época, nos la ofrece de nuevo Romano Amerio: «La pena de muerte resulta bárbara en el seno de una sociedad irreligiosa que, al vivir encerrada en el plano terrenal, no tiene el derecho de privar al hombre de un bien que para éste es único.»

Así pues, un «no» al patíbulo, motivado no por la fe sino por la irreligiosidad de la vida contemporánea.