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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

2 de agosto de 2008

VI. El dolor humano


por C.S. Lewis


Como la vida de Cristo es en todo sentido muy amarga para la naturaleza, para el yo, y para el mí (porque en la verdadera vida de Cristo, el yo, el mí, y la naturaleza deben abandonarse, perderse y morir por completo), por lo tanto, en cada uno de nosotros, la naturaleza le tiene horror.

Theologia Germánica, xx.

He tratado de mostrar, en un capítulo anterior, que la posibilidad del dolor es inherente a la existencia misma de un mundo donde las almas pueden conocerse. Cuando las almas se vuelven malvadas, sin duda utilizan esta posibilidad para herirse unas a otras; y esto, quizá, explique las cuatro quintas partes de los sufrimientos del hombre. Son los hombres, y no Dios, quienes han producido potros de tortura, látigos, prisiones, esclavitud, cañones, bayonetas y bombas; es debido a la avaricia y estupidez humana, y no a la mezquindad de la naturaleza, que tenemos pobreza y fatiga. Pero hay, sin embargo, mucho sufrimiento que no puede ser atribuido a nosotros mismos. Incluso si todo el sufrimiento fuera producido por el hombre, nos gustaría saber la razón por la cual Dios da a los peores hombres el tremendo permiso de torturar a sus semejantes[48]. Decir, como se dijo en el capítulo anterior, que el bien significa -para creaturas tales como somos ahora nosotros- principalmente un bien correctivo o reparador, es una respuesta incompleta. No todos los medicamentos saben mal; si acaso fuera así, ese es uno de los hechos desagradables de los cuales nos gustaría saber la razón.

Antes de continuar, debo volver a referirme a un punto mencionado en el capítulo II. Dije allí, que el dolor menor a cierto nivel de intensidad no se resiente, y que puede incluso más bien gustar. Quizá entonces usted quiso responder "en ese caso yo no lo llamaría dolor", y puede haber tenido razón. Pero lo cierto es que la palabra dolor tiene dos sentidos que ahora han de distinguirse. A) Un tipo especial de sensación, probablemente transmitida por fibras nerviosas especializadas, e identificada por el paciente como ese tipo de sensación, ya sea que ésta le agrade o no (e.g., aquel tenue dolor en mis piernas sería identificado como un dolor, incluso si no lo objetara). B) Cualquier experiencia, ya sea física o mental, que desagrada al paciente. Ha de notarse que todos los dolores en el sentido A, se vuelven dolores en el sentido B si sobrepasan un cierto nivel de intensidad baja, pero los dolores en el sentido B no necesariamente son dolores en el sentido A. De hecho, el dolor en el sentido B es sinónimo de "sufrimiento", "angustia", "tribulación", "adversidad", o "dificultad", y es de esto que surge el problema del dolor. En lo que queda de este libro, la palabra dolor será usada en el sentido B, e incluirá todos los tipos de sufrimiento; del sentido A, no nos preocuparemos más.

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2 de Agosto, Festividad de San Alfonso María de Ligorio, Obispo, Confesor y Doctor




Nacido en Marianela, cerca de Nápoles, el 27 de Septiembre de 1696; murió en Nocera de Pagani el primero de Agosto de 1787. El siglo dieciocho no fue una época notable por su vida espiritual, aun así produjo a tres de los más grandes misioneros de la Iglesia, San. Leonardo de Port Maurice, San Pablo de la Cruz, y San Alfonso Maria de Ligorio. Alfonso Maria Antonio Juan Cosme Damián Miguel Gaspar de Ligorio nació en la casa de campo de su padre en Marianela, cerca de Nápoles, el martes 27 de Septiembre de 1696. Fue bautizado dos días después en la Iglesia de Nuestra Señora de las Vírgenes en Nápoles. Era su familia una familia antigua y noble, aunque la rama a la cual pertenecía el santo se había empobrecido. El padre de Alfonso, Don José de Ligorio era un oficial naval y capitán de la Flota Real. La madre del Santo era descendiente de Españoles, y si, de lo que hay pequeñas dudas, la raza es un elemento en el carácter de un individuo, nosotros vemos en la sangre española de Alfonso una explicación a la enorme tenacidad de propósito que lo caracterizó desde una temprana edad. "Yo conozco su obstinación", decía su padre acerca del joven; "una vez que toma una decisión, es inflexible". No han quedado muchos detalles de la niñez de Alfonso. Él era el mas grande de siete niños y la esperanza de su casa. El muchacho era brillante y muy despierto para su edad, y mostraba gran progreso en todo tipo de aprendizaje. Además su padre lo hizo practicar el clavicordio por tres horas al día, y a la edad de trece años lo tocaba con la perfección de un maestro. Sus diversiones eran la esgrima y montar a caballo, y por la tarde jugar a las cartas; él nos dice que fue excluido de ser un buen tirador por su mala vista. Al inicio de su edad viril se convirtió en aficionado a la ópera, pero sólo porque oía la música, ya que en cuanto subía la cortina, él se quitaba los lentes, para no distinguir a los artistas. En esta época el foro Napolitano se encontraba en un buen momento, pero el Santo tenía desde sus primeros años una repugnancia ascética a los teatros, una repugnancia que nunca perdió. La falta infantil por la que más se reprochó durante su posterior vida, fue la de habérsele resistido fuertemente a su padre cuando se le propuso participar en una obra. Alfonso no fue a la escuela sino que fue educado por tutores bajo la vigilancia de su padre. A la edad de dieciséis años, el 21 de Enero de 1713, obtuvo el grado de doctor en leyes, aunque veinte era la edad fijada por los estatutos. Él mismo dijo que en ese momento era tan pequeño como para ser completamente cubierto por su toga de doctor y que todos los asistentes rieron.
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1 de agosto de 2008

VI. La admiración y el deseo







por el R.P. Alfredo Sáenz. S.J.


Los arquetipos son ineludiblemente dignos de admiración, son simplemente admirables. La admiración es el sentimiento que brota del alma cuando el hombre percibe sea la belleza física de alguien, sea su grandeza moral o su bondad, realizadas en un grado eminente. Suele comportar un matiz de asombro o de estupor. El Cardenal de Bérulle describía así dicho sentimiento:
«Los que contemplan un objeto raro y excelente se encuentran felizmente sorprendidos de extrañeza y de admiración... esta extrañeza da fuerza y vigor al alma... que se eleva a una gran luz».
Es conocido aquel juicio de Aristóteles según el cual la admiración se encuentra en el origen de toda investigación de las causas, especialmente de la filosofía. Mas el asombro no es sólo el comienzo de la actividad fílosófica. Los Padres griegos lo consideraban también como el principio de la actividad teológica, teórica y práctica. Gustaban decir que no fue sino el asombro que experimentaron los discípulos ante la gloria reverberante del Cristo transfigurado en el Tabor, lo que les permitió, rebosantes de gozo y estupor, trascender la humanidad de Jesús y acceder a la contemplación de su divinidad.
La admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre ojos nuevos, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, «que el amor hace fácilmente admirar, y la admiración amar». E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba Santo Tomás: «El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso».
La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien con extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio –¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!–.
Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus Elevaciones sobre los misterios, comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó el águila de Patmos, deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: «Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén... ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!».
La admiración entra incluso en los grados más elevados de la vida espiritual, particularmente en la contemplación. «La primera y suprema contemplación –dejó escrito San Bernardo– es la admiración de la majestad. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior». Para Ricardo de San Víctor, el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna la misma contemplación y en cierta, forma la abre al éxtasis: «Por la meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis».
Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos, se refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.
Podemos así concluir con San Francisco de Sales: «No menos que la admiración ha causado la filosofia y atenta investigación de las cosas naturales, también ha causado la contemplación y la teología mística». Hasta estas cumbres nos conduce la admiración, hasta el entusiasmo, palabra quizás la más elevada que nos legaran los griegos, a la que es preciso rescatar del ámbito de la psicologia en que ha sido recluida, para volver a descubrir su sentido original: entusiasmo viene de Theos –Dios–, significando propiamente el endiosamiento de una persona.
La admíración arrastra a la imitación de lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica: «Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo... ?». De ahí la importancia de la admiración en la vida personal y social. Daniélou dejó escrito que «el hombre moderno ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración». Desde otro punto de vista se advierte que el hombre de nuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, se va inhabilitando para todo tipo de admiración ennoblecedora en el grado en que pone, en la base de todo conocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos, sin embargo, en un sentido más general, que a veces la gente no se admira porque no encuentra mucho que admirar. Afirmaba Dostoievski que «es una grave enfermedad de nuestros tiempos no saber a quién respetar».
Juntamente con la admiración, exaltemos el valor del deseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendía ingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio quería que le preguntasen si tenía deseos de perfección; en el caso de que dudase, había de preguntársele si al menos tenía «deseo de tener deseos». Es que el deseo es ya el comienzo del camino, el comienzo de la imitación del arquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admira, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmente lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa:
«Conviene mucho no apocar los deseos... Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho».
El deseo y la admiración son sentimientos hermanados en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buenaventura que el camino de la perfección pedía «el asentimiento de la razón.... la mirada de la admiración... y el deseo de semejanza».
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Por las páginas de este libro irán desfilando diversas figuras paradigmáticas, santos y héroes. Entre los santos incluimos orientales y occidentales, hombres y mujeres, contemplativos y abocados al apostolado. En la galería de los héroes desfilan sacerdotes y laicos, polemistas y hombres de estado. Algunos capítulos fueron publicados anteriormente en forma de artículos. Los restantes reproducen conferencias pronunciadas aquí y allá. Tal es la razón por la cual algunos de ellos tienen más aparato crítico, mientras que los que provienen de conferencias, prescinden de ello.
Cada capítulo es cerrado por una poesía, que aporta el elemento lírico, especialmente apto para elevar los corazones –y no sólo las inteligencias– a la belleza de la verdad. O mejor, para confirmar la Verdad por la belleza. Agradecemos a sus autores, particularmente a nuestro querido amigo Antonio Caponnetto, autor de varios de esos poemas, escritos especialmente para este libro.
Quiera Dios que al hilo de la lectura de la presente obra, se vaya despertando en los lectores el noble sentimiento de la admiración, el deseo de imitar, en la medida de sus posibilidades, y en las actuales circunstancias, a los héroes y a los santos cuyas vidas y obras se exponen. Esperamos que se sientan impulsados a la grandeza, contagiados de magnanimidad, que es la apertura del espíritu a lo sublime, la tensión del alma a las cosas grandes.
En una época de tanta decadencia, de tantas felonías, de tanta frivolidad, de tantos falsos arquetipos, es fácil contagiarse y apuntar bajo, no vuelo de águila sino vuelo de gallina. «Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también» –escribió Antonio Machado–. ¿No es acaso advertible entre nosotros una terrible caída del ideal? ¿Cuáles son nuestros paradigmas, individuales o sociales?
Levantemos, pues, la bandera de los arquetipos, de los ideales. Enarbolemos la cruz a que alude Marechal, esa cruz formada por dos líneas:
«la horizontal, con la marcha fogosa de sus héroes abajo, y la vertical, la levitación de sus santos arriba. La intersección de los dos travesaños: la vertical del santo, la horizontal del héroe, he ahí el gozne de nuestra esperanza».
Si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades. El ideal es la forma sublime de la realidad. Pocas veces se alcanza el ideal, pero si por esta experiencia lanzamos los ideales por la borda, nos hundiremos más debajo de las realidades. Impregnémonos de deseos elevados, dando rienda suelta a la admiración. Y sobre el telón de fondo de la imagen venerable de Cristo, el Arquetipo más excelso en esta tierra, contemplemos a los santos y a los héroes, y por sobre ellos contemplemos a María Santísima, la Reina de los santos y la Heroína por antonomasia, a la que no en vano las letanías lauretanas llaman Mater admirabilis.
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Continuará...

1 de Agosto, Conmemoración de los Santos Macabeos

Siglo II a. C.

En la S. Biblia hay dos libros llamados de Los Macabeos (palabra que significa: "fuerte contra el adversario"). Allí se narran las historias heroicas de quienes prefirieron perder todos sus bienes y hasta morir, con tal de defender la santa religión del verdadero Dios. En el libro 2o de los Macabeos, capítulo 7º, se narra la historia de los siete hermanos mártires, los cuales fueron cruelmente atormentados para hacerles renegar de la fe, pero prefirieron toda clase de tormentos con tal de permanecer fieles a los mandatos de Dios hasta la muerte. La siguiente es su historia, según la cuenta la S. Biblia:

Sucedió que siete hermanos israelitas fueron apresados, junto con su madre, y eran forzados por el rey a que renegaran de la santa religión verdadera. Fueron flagelados con azotes y fuetes de cuero, para que hicieran lo que la santa religión prohibe.

Uno de ellos decía al impío rey Antíoco que pretendía alejarlos de la religión de sus padres: -"¿Qué pretendes de nosotros? Estamos dispuestos a morir, antes que desobedecer las leyes que Dios les dio a nuestros antepasados".



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31 de julio de 2008

Flaco y barrigón


por el R.P. Leonardo Castellani (Camperas, Bichos y Personas).

Flaco y barrigón

Le tuvieron lástima al Matungo, que ya no podía con los huesos, y en pago de sus doce años de tiro lo soltaron para siempre en un alfalfar florido. El alfalfar era un edén caballuno, extenso y jugoso, y Matungo no tenía más que hacer que comer a gusto y tumbarse en la sombra a descansar después, mirando estáticamente revolotear sobre el lago verde y morado las maripositas blancas y amarillas.

Y sin embargo Matungo no engordó. Era muy viejo ya y tenía los músculos como tientos. Echó panza sí, una barriga estupenda, pero fuera de allí no aumentó ni un gramo, de suerte que daba al verlo, hundido en el pastizal húmedo hasta las rodillas, la impresión ridícula de un perfil de caballete sosteniendo una barriga como un odre.

-¡Qué raro!

-No crea. Lo mismo le pasa a mucha gente. Al que lee mucho y estudia poco, al que come en grande y no digiere, al que reza y no medita, al que medita y no obra.

Flacos y barrigones.

La soberanía popular - un optimismo sin fundamento.



por el Dr Andreas Böhmler

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Resumen:
El optimismo liberal es un sucedáneo de la virtud de la esperanza. Hay que aceptar el escándalo de la Cruz.
Y la defensa de la tradición política no es otra cosa.
Es falaz la creencia de que puedan mantenerse efectivamente separados el liberalismo político y económico del liberalismo moral y religioso.
Además, sin "obediencia de la fe" son vanas -por imposibles- las apelaciones a "principios éticos compartidos".
A esa creencia se debe nolens-volens la sacralización de la soberanía "popular", de sus instrumentos (constitución inorgánica, sufragio universal) y sus hábiles "instrumentadores" (partidos políticos).
Los católicos que se unen para hacer frente a esta impostura no pueden hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie.
Pero la libertad de pensamiento ¿existe todavía en las democracias? Así, en nombre de la legitimación democrática un consenso multisecular (la tradición) se pone a libre disposición de las simples fuerzas del presente. Si éstas son el criterio de unión política, la política se reduce a geometría, al cálculo astuto de espacios de poder.
El bien común sin embargo es un bien arduo, que -como tal- necesita ser defendido contra las simplificaciones reduccionistas. La "tradición" es para la sociedad lo que la "memoria" es para el individuo. El olvido individual y colectivo de Dios es el olvido de que el hombre tiene un fin.
Poco eficaz se muestran los discursos bonitos cuando falte en la actuación de los católicos en la vida pública todo serio empeño colectivo de "instaurar todo en Cristo", también el orden político, empeño que por tanto no se puede limitar a la mera "idea" de una instancia social directiva (la doctrina católica).
Si no hay voluntad decidida de recuperar el sano orgullo y convencimiento de que sin "autoridades" la "masa" se queda sin fermentar, la tradición política católica no puede ejercer de "contrapeso"al Estado. Consta que sólo tal "contrapeso" constituye una limitación efectiva a los abusos del régimen de la "soberanía popular".
Las formas democráticas de gobierno son por su propia índole negadoras de la soberanía de Dios. Los católicos, de cara a la vida pública, no tienen derecho de claudicar los derechos supremos de Dios. La concepción actual del cometido de la política es signo inequívoco de que la pugna de las ideas no ha ido más allá del economicismo.

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31 de Julio, Festividad de San Ignacio de Loyola


SAN IGNACIO nació probablemente, en 1491, en el castillo de Loyola en Azpeitia, población de Guipúzcoa, cerca de los Pirineos. Su padre, don Bertrán, era señor de Ofiaz y de Loyola, jefe de una de las familias más antiguas y nobles de la región. Y no era menos ilustre el linaje de su madre, Marina Sáenz de Licona y Balda. Iñigo (pues ése fue el nombre que recibió el santo en el bautismo) era el más joven de los ocho hijos y tres hijas de la noble pareja. Iñigo luchó contra los franceses en el norte de Castilla. Pero su breve carrera militar terminó abruptamente el 20 de mayo de 1521, cuando una bala de cañón le rompió la pierna durante la lucha en defensa del castillo de Pamplona. Después de que Iñigo fue herido, la guarnición española capituló.

Los franceses no abusaron de la victoria y enviaron al herido en una litera al castillo de Loyola (su hogar). Como los huesos de la pierna soldaron mal, los médicos consideraron necesario quebrarlos nuevamente. Iñigo se decidió a favor de la operación y la soportó estoicamente ya que anhelaba regresar a sus anteriores andanzas a todo costo. Pero, como consecuencia, tuvo un fuerte ataque de fiebre con tales complicaciones que los médicos pensaron que el enfermo moriría antes del amanecer de la fiesta de San Pedro y San Pablo. Sin embargo empezó a mejorar, aunque la convalecencia duró varios meses. No obstante la operación de la rodilla rota presentaba todavía una deformidad. Iñigo insistió en que los cirujanos cortasen la protuberancia y, pese a éstos le advirtieron que la operación sería muy dolorosa, no quiso que le atasen ni le sostuviesen y soportó la despiadada carnicería sin una queja. Para evitar que la pierna derecha se acortase demasiado, Iñigo permaneció varios días con ella estirada mediante unas pesas. Con tales métodos, nada tiene de extraño que haya quedado cojo para el resto de su vida.

Con el objeto de distraerse durante la convalecencia, Iñigo pidió algunos libros de caballería (aventuras de caballeros en la guerra), a los que siempre había sido muy afecto. Pero lo único que se encontró en el castillo de Loyola fue una historia de Cristo y un volumen de vidas de santos. Iñigo los comenzó a leer para pasar el tiempo, pero poco a poco empezó a interesarse tanto que pasaba días enteros dedicado a la lectura. Y se decía: "Si esos hombres estaban hechos del mismo barro que yo, bien yo puedo hacer lo que ellos hicieron". Inflamado por el fervor, se proponía ir en peregrinación a un santuario de Nuestra Señora y entrar como hermano lego a un convento de cartujos. Pero tales ideas eran intermitentes, pues su ansiedad de gloria y su amor por una dama, ocupaban todavía sus pensamientos. Sin embargo, cuando volvía a abrir el libro de la vida de los santos, comprendía la futilidad de la gloria mundana y presentía que sólo Dios podía satisfacer su corazón. Las fluctuaciones duraron algún tiempo. Ello permitió a Iñigo observar una diferencia: en tanto que los pensamientos que procedían de Dios le dejaban lleno de consuelo, paz y tranquilidad, los pensamientos vanos le procuraban cierto deleite, pero no le dejaban sino amargura y vacío. Finalmente, Iñigo resolvió imitar a los santos y empezó por hacer toda penitencia corporal posible y llorar sus pecados.

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30 de julio de 2008

30 de Julio, Conmemoración de San Abdón y San Senén, Mártires


Los gloriosos mártires San Abdón y San Senén fueron persas de nación y caballeros principales, y siendo cristianos, imperando Decio, se ocupaban en dar sepultura a los cuerpos de los que con su muerte habían alcanzado la vida eterna.

El emperador mandolos prender y guardar con otros persas que había cautivado, entrando con ellos en Roma con gran magnificencia. Después hizo que Claudio, pontifico del Capitolio, exhortase a Abdón y a Senén a que adorasen los ídolos; mas los Santos, con gran resolución, le respondieron que sólo a Jesucristo reconocían por Dios, y a El le habían ya ofrecido el sacrificio de si mismos. Azotáronlos cruelmente con plomadas, y, desnudos en el anfiteatro, soltaron contra ellos tres leones feroces, Ios cuáles se echaron a los pies de los santos mártires. El juez Valeriano, atribuyendo este milagro a arte mágica, mandó que allí los. despedazaran, y sus almas subieron al Cielo el día 30 de Julio del año 259.

V. Los diversos arquetipos


por el R.P. Alfredo Sáenz


¿Y cuáles son, concretamente, estos arquetipos, para nosotros, los cristianos?

Como dijimos más arriba, el Arquetipo por antonomasia es Dios, nada menos que Dios, del cual derivan todos los aspectos estimulantes de los otros arquetipos –los paradigmas humanos– . En una de sus humoradas, Cristo nos dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Decimos que es una humorada porque jamás nos será posible igualar la perfección infinita de Dios. Lo que se nos quiere expresar es que, en el camino del progreso espiritual, la medida es sin medida, que no hay «bastas» que valgan. El único «basta» lo pronuncia la muerte.

Más cercana a nosotros se nos ofrece la figura de Cristo como Modelo Supremo, el Verbo que se hizo carne para divinizar nuestra carne, el Hijo de Dios que se hizo Hijo del hombre para que los hijos de los hombres llegásemos a ser hijos de Dios. He aquí un auténtico y fascinante Arquetipo, puesto a nuestra consideración para que, imitando sus virtudes, nos trascendamos ilimitadamente. El mismo que se proclamó camino, nos invita a seguir su huella. «Venid en pos de mí», «aprended de mí», «os he dado ejemplo para que vosotros hagais como yo he hecho»... Todo el cristianismo puede ser considerado a la luz del seguimiento de Cristo. Este seguimiento no es una acción a distancia, es una mímesis de Cristo que conduce a la identificación con Él, a poder decir un día con el Apóstol: «ya no vivo yo sino que es Cristo el que vive en mí».

Seguimiento de Cristo, decíamos, pero también de aquéllos que, habiendo imitado a Cristo con espíritu magnánimo, participan más de cerca de su ejemplaridad. Nos referimos a los Santos. En cada uno de ellos se revela algún aspecto peculiar del Cristo polifacético. No deja de ser revelador el drama que representa para los protestantes su rechazo de la veneración de los santos. Acertadamente señaló Jung que la historia del protestantismo es una historia de continua iconoclastia, y por tanto de divorcio entre la conciencia de los hombres y los grandes arquetipos. Advirtamos que no siempre los santos son modélicos porque sus virtudes y cualidades hayan resultado o resulten agradables al espíritu de una época determinada. Con frecuencia atraen a pesar de no coincidir con los gustos predominantes en una sociedad dada; más aún, atraen precisamente en el grado en que contrarían y corrigen los errores del tiempo en que vive el que los admira. Bien señalaba Chesterton:

«La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne, sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida por el santo que más la contradice».

Dios, Cristo, los Santos. Pero también son paradigmáticos los Héroes. Cuando García Morente buscó el mejor modo de explicar la Hispanidad, encontró en el caballero cristiano, concretamente en el Cid Campeador, el arquetipo más apropiado y de alcances más hondos. Vale la pena recordar los motivos de dicha elección:

«Lo que necesitaremos para simbolizar la Hispanidad es un tipo, un tipo ideal, es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí mismo individual y concreto, no lo sea sin embargo en su relación con nosotros. Un hombre que, viviendo en nuestra mente con todos los caracteres de la realidad viva, no sea sin embargo ni éste ni aquél..., un hombre, en suma, que represente como en la condensación de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, el sistema típicamente español de las preferencias absolutas, el diseño ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo español quiere ser».

Estos modelos no podrán ser hombres banales, trivializados por la cotidianeidad, sino hombres superiores, héroes o mártires, hayan triunfado o no en sus empeños. La elección del arquetipo es fundamental para el individuo, por lo que decía San Agustín:

«Nemo est qui non amet, sed quaeritur quid amet. Non ergo admonemur ut non amemus, sed ut eligamus quid amemus –Nadie hay que no ame, de lo que se trata es de saber qué ama. No se nos nos dice que no amemos, sino que elijamos lo que amemos».

Pero también dicha elección es fundamental para las naciones. Por lo que el mismo San Agustín escribió en su obra De Civitate Dei:

«Ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quae diligit –Para ver cómo es cada pueblo, hay examinar lo que ama–».

Porqué, en definitiva, como escribe Caponnetto, es en la elección de sus modelos, y en la proporción con que esos modelos elegidos y predilectos reflejan la ejemplaridad divina, como se puede medir el esplendor o la decadencia de una comunidad histórica determinada.

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsos paradigmas, de tantos ídolos creados por la propaganda y por los llamados formadores de opinión, se hace más apremiante que nunca destacar la necesidad de un reencuentro con el tiempo áureo y sus paradigmas. Ello significará muchas veces remar contra la corriente. Pero es el único camino.

No hace mucho, nuestro recordado poeta Leopoldo Marechal, refiriéndose a aquel famoso texto de Hesíodo acerca de las cuatro edades del mundo y del movimiento descendente de la humanidad desde la Edad de Oro a la de Hierro en que ahora nos encontramos, movimiento que se traduce por un oscurecimiento progresivo a medida que el hombre se va alejando de la luz primordial, decía sin tapujos de sí mismo:

«Yo soy un retrógrado... Pues bien –proseguía– siendo yo un hombre de hierro, y tras de realizar, como lo hice, las posibilidades cada vez más oscuras del siglo, mi alma en experiencia vino descartándolas gradualmente hasta cruzarse de brazos en la correntada que seguía y sigue descendiendo hacia su fin. Naturalmente, como la inmovilidad es imposible a toda criatura forzada por la condición temporal y sometida, por ende, al movimiento, sólo me quedaban dos recursos: o morir –abandonar la corriente del siglo en un gesto suicida–, o nadar contra la corriente, vale decir, iniciar un retroceso en relación con la marcha del río. Para lograrlo es indispensable oponer una fuerza de reacción a la fuerza descendente que nos arrastra, tal como lo están haciendo, en el campo de la fisica, los productores de cohetes y de aviones a retropropulsión. Y es que hay analogía entre las leyes del mundo fisico, del mundo psíquico y del mundo espiritual: El surubí le dijo al camalote: / no me dejo llevar por la inercia del agua. / Yo remonto el furor de la corriente / para encontrar la infancia de mi río… Soy un retrógrado pero no un oscurantista, ya que voy, precisamente, de la oscuridad hacia la luz».

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Continuará....,

29 de julio de 2008

El problema del dolor. V.- La caída del hombre


por C.S. Lewis

Obedecer es el oficio propio de un alma racional.

MONTAIGNE II, XII.


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La respuesta cristiana a la pregunta del capítulo anterior se encuentra en la doctrina de la caída. De acuerdo a esa doctrina, el hombre es ahora algo horroroso para Dios y para él mismo, y es una creatura mal adaptada al universo, no porque Dios la hiciera así, sino porque él mismo se ha vuelto de ese modo, debido al abuso de su libre albedrío. A mi parecer, ésta es la única función de esa doctrina. Ella existe para protegernos de dos teorías subcristianas respecto al origen del mal: el monismo, según el cual Dios mismo, estando "más allá del bien y el mal", produce en forma imparcial los efectos a los cuales llamamos de ese modo, y el dualismo, según el cual Dios produce el bien, al mismo tiempo que un poder igual e independiente produce el mal. Contra estas posiciones, el cristianismo asegura que Dios es bueno; que hizo todas las cosas y las hizo para el bien de ellas; que una de las cosas buenas que hizo, específicamente el libre albedrío de las creaturas racionales, por su misma naturaleza incluye la posibilidad del mal; y que las creaturas, valiéndose de esta posibilidad, se han vuelto malas. Ahora bien, esta función -que es la única que concedo a la doctrina de la caída- debe distinguirse de otras dos funciones que a veces se muestra realizando, pero que rechazo. En primer lugar, no creo que la doctrina dé una respuesta a la pregunta "¿fue mejor que Dios creara a que no hubiese creado?". Esa es una pregunta que ya herechazado. Como creo que Dios es bueno, estoy seguro de que si acaso la pregunta tiene algún significado, la respuesta debe ser sí. Pero dudo que tenga algún significado e, incluso si lo tiene, estoy seguro de que la respuesta no se puede lograr mediante el tipo de juicios de valores que los hombres pueden emitir en forma significativa. En segundo lugar, no creo que la doctrina de la caída pueda usarse para mostrar que es "justo", en términos de justicia retributiva, castigar a los individuos por las faltas de sus antepasados remotos.

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29 de julio, Festividad de Santa Marta


Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa
De los sermones de San Agustín, obispo
Sermón 103, 1-2,6

Las palabras del Señor nos advierten que, en medio de la multiplicidad de ocupaciones de este mundo, hay una sola cosa a la que debemos tender. Tender, porque somos todavía peregrinos, no residentes; estamos aún en camino, no en la patria definitiva; hacia ella tiende nuestro deseo, pero no disfrutamos aún de su posesión. Sin embargo, no cejemos en nuestro esfuerzo, no dejemos de tender hacia ella, porque sólo así podremos un día llegar a término.



Marta y María eran dos hermanas, unidas no sólo por su parentesco de sangre, sino también por sus sentimientos de piedad; ambas estaban estrechamente unidas al Señor, ambas le servían durante su vida mortal con idéntico fervor. Marta lo hospedó, como se acostumbra a hospedar a un peregrino cualquiera. Pero, en este caso, era una sirvienta que hospedaba a su Señor, una enferma al Salvador, una criatura al Creador. Le dio hospedaje para alimentar corporalmente a aquel que la había de alimentar con su Espíritu. Porque el Señor quiso tomar la condición de esclavo para así ser alimentado por los esclavos, y ello no por la necesidad, sino por condescendencia, ya que fue realmente una condescendencia el permitir ser alimentado. Su condición humana lo hacía capaz de sentir hambre y sed.



Así, pues, el Señor fue recibido en calidad de huésped, él, que vino a su casa, y los suyos no lo recibieron; pero a cuantos lo recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, adoptando a los siervos y convirtiéndolos en hermanos, redimiendo a los cautivos y convirtiéndolos en coherederos. Pero que nadie de vosotros diga: «Dichosos los que pudieron hospedar al Señor en su propia casa». No te sepa mal, no te quejes por haber nacido en un tiempo en que ya no puedes ver al Señor en carne y hueso; esto no te priva de aquel honor, ya que el mismo Señor afirma: Cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Por lo demás, tú, Marta –dicho sea con tu venia, y bendita seas por tus buenos servicios–, buscas el descanso como recompensa de tu trabajo. Ahora estás ocupada en los mil detalles de tu servicio, quieres alimentar unos cuerpos que son mortales, aunque ciertamente son de santos; pero ¿por ventura, cuando llegues a la patria celestial, hallarás peregrinos a quienes hospedar, hambrientos con quienes partir tu pan, sedientos a quienes dar de beber, enfermos a quienes visitar, litigantes a quienes poner en paz, muertos a quienes enterrar?



Todo esto allí ya no existirá; allí sólo habrá lo que María ha elegido: allí seremos nosotros alimentados, no tendremos que alimentar a los demás. Por esto, allí alcanzará su plenitud y perfección lo que aquí ha elegido María, la que recogía las migajas de la mesa opulenta de la palabra del Señor. ¿Quieres saber lo que allí ocurrirá? Dice el mismo Señor, refiriéndose a sus siervos: Os aseguro que los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo.

El humanismo yankee


por el Dr. Raúl Leguizamón


Tomado de Cabildo

Nuestra época tiene el inédito privilegio de ser no sólo la más cruel e impiadosa de la historia, sino también la más hipócrita. Hace un tiempo fuimos varios los que nos sentimos conmovidos con una noticia escalofriante. En Irlanda del Norte, y durante más de medio siglo (!) los órganos de 361 niños fallecidos, fueron extraídos, sin consentimiento de sus padres, para efectuar una serie de investigaciones científicas. Un año antes, similares escándalos se habían registrado en hospitales de Liverpool y Bristol.(1) Unos días después, las noticias fueron aún más explícitas, y así nos enteramos de que en la década del '90, un hospital británico traspasaba a un laboratorio farmacéutico, a cambio de donaciones económicas, glándulas de niños vivos (!!) sin que lo supiesen los padres. Esto ocurrió entre 1991 y 1993, aseveró un portavoz del hospital involucrado (Alder Hey, de la ciudad de Liverpool).(2) La misma fuente admitió que, a principios de esa década, el hospital entregó a una firma farmacéutica, “desechos quirúrgicos”, tales como tejidos del timo, un órgano linfoide cercano al corazón y de gran importancia para la regulación del sistema inmunológico. Los laboratorios Aventis Pasteur, partícipes del plan de erradicación global de la Polio, de la Organización Mundial de la Salud, admitieron que en el período mencionado, donaron dinero al hospital a cambio de tejidos humanos. Pero la cosa no termina ahí.

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28 de julio de 2008

En todas partes se cuecen habas...


por Ismael Medina

Sesenta y cinco años de periodismo activo. Joseantoniano. Ha trabajado en todos los medios periodísticos. Ha pagado reiteradamente el precio de su independencia. Condenado desde la desaparición de "El Alcázar" a las mazmorras del silencio. Ni antes ni ahora se ha acomodado a lo que en cada tiempo se ha considerado "políticamente correcto".


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España está sumida en los sinsentidos


J ULIO está cargado de efemérides relacionadas con momentos críticos para la supervivencia de España como ser histórico y cultural incuestionable. Y precisamente por serlo no parece que convenga recordarlos, menos aún enaltecerlos, al actual totalitarismo partitocrático.

CUANDO HOY SE FAVORECE LA EXPANSIÓN ISLÁMICA QUE AYER SE COMBATÍA

EL 15 de julio de 1212 se libró épica batalla de las Navas de Tolosa, al pie meridional del hoy denominado Despeñaperros. La gran batalla en que las huestes cristianas derrotaron al poderoso ejército almohade, cerraron definitivamente la expansión musulmana hacia el norte peninsular y hacia Europa, al tiempo que abrían de par en par las puertas hacia la total reconquista que se consumaría en 1492. Creo innecesario recordar que los almohades, como antes almorávides y luego los berimerines, pueblos bereberes, eran el equivalente en radicalismo coránico, al actual fundamentalismo islámico.

El 15 de julio de 2008 no entrañaba una de esas conmemoraciones centenarias en que se despliega la parafernalia rememorativa, aunque sí merecedora de simbólico respeto oficial. Pero ese día, y por eso traigo el recordatorio a colación, el titulado Rey de España participó junto al monarca de Arabia Saudita en la inauguración de la Conferencia Mundial para el Diálogo, organizada por el gobierno saudí y celebrada en Madrid. No acudió por “problemas de agenda el jeque Salamán Ouda, personaje próximo al superterrorista Ben Laden, uno de los invitados de relieve.

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IV. El hombre, una vocación a la trascendencia.


Resulta curioso, pero el hombre es un ser esencialmente inestable. Está hecho para trascenderse, tiene la vocación de la trascendencia. No puede reducirse a permanecer en los límites de un humanismo clausurado en sí mismo: o se trasciende elevándose, o se trasciende degradándose; o se trasciende para arriba o se trasciende para abajo. Según Scheler, el núcleo sustancial del hombre se concentra en este impulso, en esta tendencia espiritual a trascenderse. Thibon lo ha expresado a su modo:
«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismo más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene límites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios, dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».
Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándose, como han hecho los santos, o se degrada animalizándose, como el hijo pródigo que, tras renunciar a su filiación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. La decisión es intransferiblemente personal.
Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cada cual debe aceptarse como es». Los arquetipos y modelos se proponen a nuestra consideración precisamente para que no nos aceptemos como somos, sino que nos decidamos a trascendernos. «Somos viajeros en busca de la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojos para reconocer el camino». Cuenta Cervantes que los rústicos que escuchaban al Quijote en las ventas terminaban arrobados por su discurso. Es que aquellas palabras encendidas les permitían reencontrarse con lo mejor de ellos mismos, elevando sus corazones por encima de la trivialidad cotidiana.
La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hecha de abdicación y termina en el hastío y en la angustia, reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Dios quien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo sublime, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser distintos y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrar el círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo tendiendo a lo superior, llegamos a ser auténticamente nosotros mismos; sólo accediendo a la atracción de las alturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemos capaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y de los demás.
La Declaración de los Derechos del Hombre, tal como brotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyó a crear en los hombres una conciencia de acreedores exigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda de servicio que sobre todos pesa.
Por cierto que no han faltado malentendidos en este tema de la superación del hombre. Por ejemplo el de Hegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombre en su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su arquetipo del superhombre. Nietzsche comenzó bien, rebelándose contra un mundo que llevaba en su frente los signos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimidad y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués; denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidad del hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la plaza pública», la cifrapromedio y el seguir la corriente; entendió con claridad los riesgos del triunfo de la medianía como norma, del mediocre como paradigma y de la cantidad como calidad. Su reivindicación casi desesperada de los valores de la jerarquía y de la auténtica autoridad hizo que autores como Thibon vieran en él una especie de místico frustrado, según este último explicó detalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el declinar del espíritu.
Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivocó el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causas del mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cristianismo, cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir. Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre la tumba de Dios. El hombre se convertiría en superhombre si primero se hacía deicida. Mas su propia experiencia le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios, el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuando pretende elevarlo de manera prometeica. Su superhombre es casi «bestial», sin sombra de compasión ni de piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización? Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios ha muerto, viva el hombre», un eco de la promesa del demonio en la tentación a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses». En última instancia, Nietzsche es deudor del error antropocéntrico: matar a Dios para divinizar al hombre.
Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es el que nos propone Jung, una pretendida trascendencia de orden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricas o de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto que Jung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se quedó en las aguas de una jofaina, con sus patologías y sus reduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo toda la realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicológico a la hipertrofia del inconsciente.
Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias fallidas para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre. En los tres casos se trata de una suerte de autotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Espíritu Absoluto, la del hombre que se extravía en un hipotético superhombre, y la del hombre que busca trascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascendencias que, en última instancia, no son sino trasdescendencias.
Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endiosamiento verdadero del hombre, convocado a ser como Dios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás a nuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nos impele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son justamente los arquetipos y los modelos los que ayudan a lanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plasmando almas y forjando metas, tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural.
Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hecho Scheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúa desde afuera, el segundo influye recónditamente, en la interioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar, el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetración de este último es más honda. El modelo o paradigma tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bueno y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece el alma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son, por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden ser modelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espontánea e implicita. Por lo demás, según sean nuestros modelos, nuestros sueños ideales y normativos, así serán los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.
El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imán que verticaliza los espíritus, estableciendo algo así como una ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aquellas reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:
«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretexto de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y, con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales; sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa por su poder y valor».
Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese «principio divino» es justamente el que se extasía frente al arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación de su anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo. Bien afirma Caponnetto que:
«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una imperiosa y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene a quebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o de sujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, su presencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo natural del espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocación jerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a un Orden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de la verdadera libertad».
He aquí por donde pasa la decisión radical en la vida de cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándose encandilar por el brillo de las cosas que le son inferiores, o proponerse una existencia vertical, con su inevitable cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orientada hacia la contemplación del Arquetipo y la emulación de sus virtudes. La verdadera paideia no es, en última instancia, sino la preocupación constante por encauzar al educando hacia la mímesis del paradigma.
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Continuará...

28 de Julio, Festividad de S. Inocencio I, Papa; San Víctor I, Papa y Mártir; San Nazario y San Celso, Mártires



S. Inocencio I (401-417)
Nació en Albano, cerca de Roma. Según S. Jerónimo era hijo de Anastasio I. Tuvo una personalidad fuerte, como testimonian sus decretali en materia disciplinaria.Vivió en toda su dramaticidad la invasión de los Godos I de Alarico. La legación que salió de Roma, de la que formaba parte también Inocencio, no consiguió convencer al emperador Honorio, que se encastilló en Rávena, para que atacara Alarico. Éste había llegado a laspuertas de Roma. La primera vez que lo hizo levantó el asedio previo pago de una elevada cantidad de dinero, pero al año siguiente regresó, entró en Roma y la saqueó ferozmente (410). Inocencio, haciendo peso de su autoridad, obtuvo del rey godo, que aún siendo arriano era cristiano, que fueran perdonadas muchas vidas humanas y respetara las iglesias, en particular las basílicas de los dos apóstoles Pedro y Pablo, utilizadas por los ciudadanos como refugio.
Defendió a Juan Crisóstomo, arzobispo de Constantinopla, de los ataques de Eudoxia, esposa de Arcadio, enojada por la actitud intransigente de él contra el lujo y la vanidad de las mujeres, sobre todo la de la emperatriz. Eudoxia le mandó exiliar dos veces, a pesar de las reiteradas intervenciones de Inocencio.
Otra gran lucha absorbió muchas de sus energías, la que libró contra la herejía maniquea y del monje inglés Pelagio. La doctrina pelagiana daba importancia para salvarse únicamente al libre arbitrio, sin contar con la gracia divina. No admitía además el pecado original.
Obtuvo del emperador Honorio una ley severa contra los herejes e intervino para hacer respetar el antiguo edicto de Constantino, que prohibía los espectáculos de circo.
Fue enterrado cerca de su padre Anastasio.



San Víctor I

Nació en Africa. Mártir. Elegido papa en 189, murió en 199. Estableció que para el Bautismo en caso de urgencia se pudiese usar cualquier agua.

Fue memorable su lucha contra los Obispos del Asia y Africa, para que la Pascua se celebrase según el rito romano y no con el hebraico.






San Nazario y San Celso, Martires

Nació San Nazario en Roma y, habiendo recibido el bautismo, abandonó la casa paterna para dedicarse a la conversión de los gentiles. En Génova convirtió a una señora que tenía un hijo llamado Celso, a quien, después de instruir en los principios de nuestra santa fe, con aprobación de su madre le llevó por compañero en sus apostolicas fatigas. Presos en Milán, fueron degollados el 20 de Julio del año 78.

27 de julio de 2008

Avisos

En el Blog de Cruz y Fierro se ha publicado un excelente artículo de Michael O´Brien: Señal de Contradicción y el nuevo orden mundial .
En A casa de Sarto los dos primeros artículos, de Rafael Castela Santos son imperdibles.
Ayer se actualizó Catapulta. Obligatoria lectura.

Para acceder a los blogs recomendados haga click sobre los enlaces. (en rojo).

El problema del Dolor. IV.- La maldad humana




por C.S. Lewis

No existe mayor señal de soberbia confirmada, que el sentirse suficientemente humilde.
LAW. Serious Call, cap. XVI.
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Los ejemplos del capítulo anterior buscaban mostrar que el amor puede producir dolor a su objeto, pero solamente en el supuesto que éste necesite transformarse para convertirse en un objeto totalmente amable.
Ahora bien, ;por qué los hombres necesitamos tanta transformación?
La respuesta cristiana -el haber usado nuestro libre albedrío para volvernos muy malos- es tan conocida, que apenas si necesita mencionarse. Pero, hacer de esta doctrina algo vivo en la mente del hombre moderno, incluso del cristiano moderno, es muy difícil.
Cuando los apóstoles predicaban, podían suponer que había, incluso entre su público pagano, una conciencia real de ser merecedores de la ira divina. Los misterios paganos existían para apaciguar esa conciencia, y la filosofía epicúrea afirmaba liberar al hombre del temor al castigo eterno.
Fue dentro de este contexto que apareció el Evangelio como buena nueva. Trajo la noticia de una posible cura, a hombres que sabían que estaban mortalmente enfermos. Pero, todo esto ha cambiado; ahora el cristianismo tiene que predicar el diagnóstico -una muy mala noticia, en sí- antes de conseguir audiencia para su tratamiento.
Existen dos causas principales para ello.
Una es el hecho que, durante aproximadamente cien años, nos hemos concentrado tanto en una de las virtudes -la "benevolencia" o misericordia- que la mayoría de nosotros siente que aparte de la benevolencia, nada es realmente bueno, y aparte de la crueldad, nada realmente malo. Esos desarrollos éticos tan desequilibrados no son poco frecuentes; otras épocas también han tenido sus virtudes preferidas y sus indiferencias curiosas. Y, si ha de cultivarse una virtud a expensas de las demás, ninguna tiene mayor derecho que la misericordia, ya que cada cristiano debe rechazar con aborrecimiento esa disimulada propaganda a favor de la crueldad, que trata de eliminar la misericordia del mundo dándole nombres tales como "humanitarismo" y "sentimentalismo".
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¿Porqué esperar?


por Alfonso Aguiló Pastrana

tomado de Conoze.com
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Pienso así desde que tenía 14 años. Por aquel entonces ya había observado adónde llevaba la frivolidad sexual a bastantes de mis compañeros de escuela.»
Desde mi adolescencia pensé que la libertad sexual que yo más deseaba es la de estar un día felizmente casada. Y pensé que tenía que guardarme para el matrimonio, y nunca he tenido la más mínima duda sobre mi decisión.»
Y pensé que debía casarme con un hombre que tuviera un concepto suficientemente elevado de su futura esposa como para guardarse íntegro para ella. No es que sea lo único que valoro en un hombre, pero me resulta mucho más fácil confiar en alguien así.»
La que hablaba era una joven y brillante abogada británica llamada Angela Ellis-Jones, en el transcurso de un debate televisivo en la BBC. Defendía con llamativa desenvoltura una opinión poco corriente (al menos, en ese programa).
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27 de Julio, Festividad de San Pantaleón, Médico y Mártir



San Pantantaleón (Pantaleimon) nació el año 284, en la ciudad de Nicodemia.
Su padre, Evstorgios, era un idólatra mas su madre, Evoulis, era una devota Cristiana. Ella crió a su hijo (cuyo nombre real era Pantoleonta) al estilo de vida cristiano. Ella falleció mientras su hijo todavía era joven. Inicialmente Pantoleonta fue educado en su lengua nativa y luego en Griego.
Su padre lo envió estudiar con el famoso médico, Evfrosinos. Rápidamente él superó a los otros estudiantes. El tenia muy buena presencia, suave hablar, y humildad y todos quienes hablaban con él sentían verdadera felicidad y paz.
Debido a estas virtudes, él se hizo muy conocido en Nicodemia.
Un día él fue con Evfrosinos al palacio y el gobernante, Maximiano, al verlo le dijo a Evfrosinos que educara lo mejor posible a Pantoleonta para que él pudiera ser el médico real.
En ese momento, San Ermolaos, cabeza de la Iglesia en Nicodemia, vivía con otros Cristianos. Él veía a Pantoleonta todos los días cuando iba a sus estudios y finalmente le preguntó por su religión, le dijo que mientras su madre estaba viva él había sido Cristiano, pero ahora su padre lo había hecho seguir el paganismo.
Ermolaos le dijo que si él creyera con todos su corazón en el verdadero Dios, él podría curar a cualquiera con Su ayuda, Pantoleonta se acercó a Ermolaos por consejos y empezó a aceptar a Cristo con todo su corazón.

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