a historia carda —dolorosamente a veces— la leyenda. ¿Por qué, cuando uno escribe sobre vidas de santos, aflora y fluye siempre, insistente y donoso, por sobre el dato histórico —veraz y escueto— el colorido jubiloso de la leyenda, donde la verdad es una maciza y ancha ternura amasada con piadosas exageraciones que la tradición mantiene severamente? ¿Por qué el pueblo cristiano incorpora su miedo o su júbilo cósmicos al santoral?...
No sólo continuamos en la Iglesia la pasión de Cristo, sino que continuamos también su Redención y esa restauración total, plena, del cosmos que, en nosotros y por medio de nosotros, realiza el sacerdocio de Cristo.
Sería interesante hacer, en la historia de la espiritualidad, una cala que mostrase esas interpolaciones que el pueblo —no sabemos cómo— ha hecho en el santoral, en función de necesidades y problemas religiosos o humanos determinados por el riesgo en que su propio "compromiso" cristiano le sitúa ante esas actitudes negativas que de vez en cuando surgen en núcleos aislados de la cristiandad.
Es posible, por ello, que el patronazgo de San Valentín sobre el amor humano obedezca al empeño de cristianizar viejas costumbres de matiz pagano, cuya reiteración conmemorativa coincidiera con el aniversario de su martirio, ocurrido hacia el año 270, en la vía Flaminia de Roma, cuando la primavera gusta de anticiparse jubilosamente —un poco franciscanamente aún— y el ciclo de la expectación de la fecundidad se inicia en la naturaleza. Vuelve a los árboles la savia por entonces, inician su regreso las aves y a Roma vuelven —ut viderent Petrum—, en romería, los romeros. Entraban por la puerta Flaminia, que se llamó puerta de San Valentín, porque allí, en recuerdo de su martirio, el papa Julio I —siglo IV— construyó en su honor una basílica...
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El mismo día: San Marón, Abad
an Marón eligió una morada solitaria no lejos de la ciudad de Cirrus en Siria, y allí, por espíritu de mortificación, vivía casi siempre a la intemperie. Cierto es que tenía una pequeña cabaña cubierta con pieles de cabra para guarecerse en caso de necesidad, pero rara vez la utilizaba. Encontró las ruinas de un templo pagano, lo dedicó al verdadero Dios, y lo convirtió en casa de oración. San Juan Crisóstomo, que lo estimaba mucho, le escribía desde Cucusus, donde estaba desterrado, y se encomendaba a sus oraciones, rogándole le diera noticias suyas con la mayor frecuencia posible. San Marón había tenido por maestro a San Zebino, cuya asiduidad en la oración era tal, que se dice que pasaba días y noches enteras orando, sin experimentar cansancio. Generalmente rezaba de pie, aunque cuando ya era muy anciano, tenía que sostenerse con un báculo. A los que iban a consultarle, respondía con la mayor brevedad posible; tan deseoso estaba de pasar todo su tiempo en conversación con Dios.
San Marón imitó a su maestro en la constancia en la oración, pero trataba a sus visitantes de modo diferente. No sólo los recibía con suma bondad, sino que los invitaba a que se quedaran con él, aunque muy pocos estaban dispuestos a pasar toda la noche en pie, rezando. Dios recompensó sus trabajos con gracias abundantísimas y con el don de curar enfermedades tanto corporales como espirituales. No es sorprendente por tanto, que su fama como consejero espiritual se extendiera por todas partes. Esto le atrajo grandes multitudes, Formó a muchos santos ermitaños y fundó monasterios; sabemos que, cuando menos, tres grandes conventos llevaron su nombre. Teodoreto, obispo de Cirrus, dice que los numerosos monjes que poblaron su diócesis fueron formados por las instrucciones del santo. San Marón fue llamado al premio después de una corta enfermedad, la cual dice Teodoreto, reveló a todos la gran debilidad a que estaba reducido su cuerpo. Los pueblos vecinos se disputaron sus restos. Finalmente obtuvieron el cuerpo los habitantes de un centro relativamente populoso y construyeron sobre su tumba una espaciosa iglesia con un monasterio anexo, cerca de la fuente de Orontes, no lejos de Apamea.
Es opinión común que los maronitas, cuya mayoría vive ahora en el Líbano y tienen una larga y honrosa historia entre los católicos de rito oriental, tomaron su nombre de este monasterio, Bait-Marun. Veneran a San Marón como a su patriarca, y lo nombran en el canon de la misa, de acuerdo con su rito. También veneran a San Juan Maro, de quien se dice que fue su obispo en las postrimerías del siglo siete, pero aun su misma existencia es dudosa.
Casi todo lo que se sabe acerca de San Marón se deriva del Philoteus de Teodoreto y de San Juan Crisóstomo. Sobre los orígenes de los maronitas, véase S. Vailhé en Echos d´Orient para 1901, 1902 y 1906; y P. Dib en DTC., vol. X, cc. l ss.
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Vidas de los Santos, de Butler. Vol. I.