Ante la ingente multitud que llenaba la plaza de San Pedro en la ceremonia vespertina del día 3 de junio de 1951, en cuya mañana el Padre Santo había procedido a la solemne beatificación de Su Santidad Pío X, el Vicario de Cristo pronunció en italiano el siguiente discurso:
Astro refulgente*
na celeste alegría inunda nuestro corazón, un himno de alabanza y gratitud al Omnipotente brota de Nuestros labios por habernos concedido el Señor elevar al honor de los altares a nuestro Beato predecesor Pío X. Es también gozo y reconocimiento de toda la Iglesia, a la que visiblemente representáis, amados hijos e hijas, reunidos aquí ante nuestros ojos como un mar viviente, o que, esparcidos sobre la superficie de la tierra, nos escucháis en la exultación de este día bendito.
Se ha realizado un anhelo común. Desde el tiempo de su piadoso tránsito, mientras ante su tumba se agolpaban en número cada vez mayor las devotas peregrinaciones, de todas las naciones afluían súplicas para implorar la glorificación del inmortal Pontífice. Procedían de los más altos grados de la Jerarquía eclesiástica, del clero secular y regular, de todas las clases sociales, y especialmente de las más humildes, de las que él mismo había brotado como purísima flor. Y de aquí que estos anhelos han sido oídos; he aquí que Dios, en los designios arcanos de su Providencia, ha escogido al indigno sucesor de aquél para saciarlos y hacer resplandecer en esta penumbra, que ofusca el camino todavía incierto del mundo de hoy, el fúlgido astro de su blanca figura que ilumine el camino y afirme los pasos de la Humanidad enferma.
Pero mientras el gozo de que rebosa nuestro corazón nos impulsa irresistiblemente a cantar en él las maravillas de Dios, nuestra voz titubea como si las palabras debiesen faltarnos, insuficientes como son para exaltar dignamente, aun en rápidos rasgos, la vida y las virtudes del sacerdote, del Obispo, del Papa, en la prodigiosa ascensión desde la pequenez de la aldea nativa y desde la humildad de su hogar hasta la cumbre de la grandeza y de la gloria en la tierra y en el cielo.
Desde hace más de dos siglos no había vuelto a amanecer sobre el Pontificado Romano un día de esplendor parangonable con éste, ni había resonado con tal vehemencia y concordia la voz cantora de himnos de todos aquellos para quienes la Cátedra de Pedro es la roca en que está anclada su fe, el faro que conforta su indefectible esperanza, el vínculo que les afirma en la unidad y en la caridad divina.
¡Cuántos aún entre vosotros conservan todavía vivo en su espíritu y en su corazón el recuerdo de nuestro Beato! ¡Cuántos vuelven a ver todavía con el pensamiento, como Nos mismo lo vemos, aquel rostro que respiraba una bondad celeste! ¡Cuántos lo sienten cercano, cercanísimo a ellos, a este sucesor de Pedro, a este Papa del siglo XX, que, en el formidable huracán levantado por los negadores y por los enemigos de Cristo, supo demostrar desde el principio una consumada experiencia en el manejo del timón de la nave de Pedro, pero a quien Dios llamó a Sí cuando la tempestad arreciaba más violenta! ¡Qué dolor, qué desánimo entonces al verle morir, cuando había llegado al colmo la angustia de un mundo sacudido! Pero he aquí que la Iglesia le ve hoy reaparecer, no ya como un remador que lucha fatigosamente en la barra contra los elementos desencadenados, sino como un protector glorioso que desde el cielo lo protege con su mirada tutelar, en la cual brilla la aurora de un día de consuelo y de fuerza, de paz y de victoria.
El buen Pastor
En cuanto a Nos, que estábamos entonces en los comienzos de nuestro sacerdocio, pero ya al servicio de la Santa Sede, no podremos nunca olvidar nuestra intensa emoción cuando, al mediodía de aquel 4 de agosto de 1903, desde la loggia de la basílica vaticana, la voz del Cardenal primer diácono anunció a la multitud que aquel conclave —tan notable por tantos aspectos— había hecho su elección en el Patriarca deVenecia, José Sarto.
Entonces se pronunció por vez primera ante el mundo el nombre de Pío X. ¿Qué iba a significar este nombre para el Papado, para la Iglesia, para la Humanidad? Cuando hoy, casi medio siglo después, repasamos en espíritu el sucederse de los graves y complicados sucesos que lo han llenado, nuestra frente se inclina y nuestras rodillas se doblan en admirada adoración de los designios divinos, cuyo misterio se revela lentamente a los pobres ojos humanos, a medida que se cumplen en el curso de la Historia.
Pastor, buen pastor, lo fue él. Parecía nacido para serlo. En todas las etapas del camino que poco a poco le condujo desde el humilde hogar nativo, pobre de bienes de la tierra, pero rico de fe y de virtudes cristianas, hasta el vértice supremo de la Jerarquía, el hijo de Riese permaneció siempre igual a sí mismo, simple, afable, accesible a todos en su casa parroquial de la aldea, en la sala capitular de Trevíso, en el obispado de Mantua, en la sede patriarcal de Venecia, en el esplendor de la púrpura romana, y continuó siéndolo en la majestad soberana, sobre la silla gestatoria y bajo el peso de la tiara, el día en que la Providencia, modeladora de las almas desde la lejanía del tiempo, inclinó el espíritu y el corazón de sus colegas a poner el cetro caído de las manos lánguidas del gran anciano León XIII, en las paternalmente firmes de él. Justamente de tales manos tenía entonces necesidad el mundo.
No habiendo podido apartar de su cabeza el terrible peso del Sumo Pontificado, él, que había huido siempre los honores y las dignidades, como otros huyen de la vida ignorada y oscura, acopló entre lágrimas el cáliz de las manos del Padre divino.
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