Sermón del
R.P. Gustavo Podestá6 de Enero de 1991
Tomado de
Catecismoa fiesta de hoy me vuelve algo nostálgicamente a los días de mi niñez, cuando todavía la Navidad se festejaba con la Misa de Gallo y la comida familiar y no se distraía con los regalos ni con la figura absurda de Papá Noel, ni con el arbolito, todas costumbres introducidas desde el hemisferio norte, ajenas a nuestra tradición criolla y que crean un montón de falsas imágenes y asociaciones que apartan la atención del misterio central: la encarnación del Verbo, del Hijo de Dios . Allá estaba en cambio el pesebre, guardado durante todo el año y para las fechas sacado de su caja y de sus envoltorios, pieza por pieza: la Virgen , José, el burro, el asno, las ovejitas, los pastores. Se armaba en el comedor, sobre el mármol del aparador: todos los años un paisaje y distribución algo diferentes, pero siempre los mismos personajes y, arriba, la misma brillante estrella de cartón. Y finalmente el día de Navidad aparecía el esperado: desde su envoltorio especial se sacaba al Niño y se lo recostaba en su pesebre. Y ése era el centro del misterio y el foco de la ternura que se desplegaba por toda esa noche santa, sin el payasesco Klaus, a quien en esa época todavía nadie conocía. Y ya hacia el primero de año, en la otra punta del aparador, se ponían los tres reyes magos con sus camellos, lo más lejos posible, porque, desde ese día hasta el 6 de Enero, papá los corría un poquito todos los días, a medida que se iban aproximando hacia Belén, el día de Reyes.
Y lo demás es conocido: la excitación de los juguetes que esperábamos, las cartas a los Magos en que prometíamos que nos portaríamos mejor el año próximo junto con el pedido del regalo, hábilmente inspirado por nuestros padres para que no superáramos el presupuesto... y despertarse temprano a la mañana ¡y no poder todavía levantarse a ir a ver los zapatos porque todavía todos dormían!
Sin más que todo el ambiente era feérico, legendario, mágico, pero de ninguna manera carnavalesco como el de nuestros actuales nicolases y payasos, transpirando en sus disfraces, tratando de atraer la atención de chicos y grandes para llenar los bolsillos de los comerciantes.
El día de Reyes era la prolongación infantil de la alegría más seria y creyente de la navidad y conseguía no asociar al cristianismo con el folklore ni la farsa, sino con el suave aire de esa ingenuidad infantil que, so pena de agostar el misterio cristiano, es necesario conservar aún en la adultez.
"¡Vos todavía crees en los Reyes Magos!" es una expresión que se usa para burlarse de la credulidad del prójimo. Pero es una lástima que ello sea más el símbolo de una escepticismo amargo que alcanza a todas las cosas, a la gente e incluso a lo sagrado y no más bien, simplemente, el paso a una fe más adulta, pero no por eso menos creyente, menos confiada, menos esperanzada.
Porque sin más que la experiencia infantil de lo maravilloso es una excelente pedagogía para introducirse en la percepción de aquello que no aparece inmediatamente a los ojos ni a la razón. Precisamente Dios ha utilizado muchas veces los milagros, es decir la rotura de las leyes normales, habituales, previstas, para, por medio de lo imprevisto, mostrar a los hombres que, detrás de la realidad aparentemente independiente de las cosas, existe Alguien que las supera y de quien podemos esperar que algún día nos rescate de los límites ineluctables de esa realidad.
Pero en eso Dios ha corrido el riesgo de que se tienda a creer que El solo interviene cuando suceden esos hechos extraordinarios y que todo lo demás sucede y actúa sin su intervención. A ello contribuyen esas sectas que por allí pululan o esos costosos programas de televisión que manejan algunas organizaciones protestantes ofreciendo milagros al por mayor en una deformación del cristianismo que es más perniciosa que el ataque directo, que el enfrentamiento.
Porque por supuesto el Señor puede y de hecho hace milagros, pero no hay que olvidar que El no es solamente el Señor de los Milagros sino y antes que eso el Señor de la Salvación y, antes todavía, el Señor de la Creación.
Dios, Cristo, no es solamente quien puede actuar de vez en cuando forzando con su poder alguna ley de la física, de la química o de la biología, El es quien, con su palabra poderosa, como dice el primer capítulo de la epístola a los hebreos , sostiene todo el universo; desde la más infinitesimal de las partículas subatómicas hasta el más enorme de los astros que pueblan el cosmos, desde el movimiento del virus hasta el más sutil de los pensamientos del sabio. Nada escapa al manejo que realiza de todos los seres y todos los acontecimientos mediante el instrumento de las leyes físicas, químicas y biológicas que él mismo ha programado para la materia.
Y el cristiano sabe que, no solamente los milagros, sino todo lo que sucede en el orden físico, biológico, histórico y personal, es omnipotentemente manejado por Dios, ahora si, no solo como Señor de la Creación , sino como Señor de la Salvación , en orden a encaminar a sus elegidos, mediante la santidad, a la plenitud de la inmortalidad.
Por eso el sentimiento de lo maravilloso que vivíamos en la fiesta de Reyes de nuestra niñez, tendría que acompañarnos toda la vida, pero ya no sorprendiéndonos solo frente a lo extraordinario, a lo poco común, sino en la inteligencia de que el Dios que nos ama y quiere nuestra felicidad y plenitud está tan detrás de los acontecimientos que se explican por sus causas próximas, como de aquellos que no tienen explicación. "El científico para explicar la realidad se fija solo en las causas segundas y próximas -decía Santo Tomás-; el cristiano, si la quiere comprender en serio, ha de tratar de entender todo desde la Causa Primera , desde Dios".
El astrónomo observó el brillo repentino de la estrella, apuntó cuidadosamente con el lápiz su aumento de magnitud, con su espectrógrafo determinó correctamente su temperatura, evaluó por el corrimiento al rojo de su espectro la distancia, las rayas espectrales le comunicaron la danza enloquecida de los elementos que la componían, la fusión nuclear del hidrógeno en helio y del silicio en hierro. Concluyó que había descubierto una supernova y, orgulloso, desde entonces, figuró su nombre, al lado del astro ya transformado en estrella de neutrones , en el catálogo estelar. Los científicos que acuden al catálogo por siempre recordarán su nombre.
Pero hubo quien, observando el mismo fenómeno, se le sobrecogió el corazón. Sus ojos no se apartaron por largo rato del telescopio, la computadora titilaba en vano su bip bip desde la consola, la luz de la estrella inútilmente se refractaba en arco iris de números en el medidor. Se le cayó el lápiz de la mano, y el sabio miró conmovido y admirado la obra del Creador, oyó la Palabra , apreció el poema, ardió en deseos de encontrarse con el Autor.
Los científicos seguían mirando atentamente el cielo y la tierra, anotando minuciosamente sus observaciones, interpretándolas en leyes, en números, en fórmulas logarítmicas, apilando pilas y pilas de fotos y de papel.
Los sabios oyeron el poema, tomaron sus camellos, buscaron y, finalmente, se encontraron con Dios.