por el R.P. Terzio
Visto y tomado de Ex Orbe
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El 22 de enero de 1471 es nombrado por Paulo II arcipreste de Uceda, con sorpresa y desagrado del arzobispo de Toledo, D. Alfonso Carrillo. A esta decisión llegaba el pontífice al ser informado por el mismo Cisneros de una grave infracción de la jurisdicción eclesiástica hecha por su antecesor Pedro García de Guaza. Cisneros defendió tenazmente su derecho al arciprestazgo contra la oposición del arzobispo, siendo, por este motivo, sancionado con largos años de cárcel por el turbulento prelado. Termina su dura prisión logrando, al parecer, su intento. Pero, ante el temor de otras represalias, decide, con la protección del cardenal González de Mendoza, pasar al obispado de Sigüenza en donde es nombrado capellán mayor en 1480.
Cisneros es ya un hombre maduro, hecho al sufrimiento y a la reflexión. Siente inquietud interior y en 1484 da un viraje radical a su vida. Descubre su vocación al retiro y decide hacerse franciscano de la Observancia. Recibido en la Orden, probablemente en el convento de San Juan de los Reyes (Toledo), recientemente edificado por los Reyes Católicos, cambia su nombre de pila -Gonzalo- por el de Francisco y pasa a vivir en los conventos de El Castañar y La Salceda, herederos de la espiritualidad de Pedro de Villacreces. Transcurren diez años de entusiasmo en la soledad eremítica, que en 1492 se ve comprometida por su elección para confesor de la reina Isabel.
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l hecho que el tomismo sea la filosofía del sentido común es, en si mismo, una cuestión de sentido común. No obstante, esto requiere cierta explicación porque por demasiado tiempo hemos tomado estas cuestiones en un sentido muy poco común. Para bien o para mal, Europa desde la Reforma – y más especialmente todavía Inglaterra desde la Reforma – ha sido en cierto peculiar sentido el hogar de la paradoja. Por sentido peculiar quiero decir que la paradoja se sentía como en su casa y que las personas se sentían cómodas con ella. El ejemplo más familiar es la fanfarronada inglesa sobre que los ingleses son prácticos porque no son lógicos. A un griego de la antigüedad, o a un chino, esto le parecería exactamente igual a decir que los oficinistas de Londres son buenos para sumar las columnas de sus libros contables porque no son exactos en aritmética. Pero la clave no reside en que ésa es una paradoja sino en que la paradoja ha devenido en ortodoxia; en que las personas descansan sobre una paradoja tan plácidamente como sobre un lugar común. No es que la persona práctica esté parada de cabeza – algo que a veces puede llegar a ser una gimnasia estimulante aunque sorprendente – es que descansa sobre su cabeza y hasta duerme de cabeza. Y esto es un detalle importante porque la función de la paradoja es la de despertar la mente. Tómese una buena paradoja, como aquella de Oliver Wendell Holmes: “Dadnos los lujos de la vida y renunciaremos a las necesidades.” Es divertida y por lo tanto llamativa; tiene un aire de desafío; contiene una verdad real aunque romántica. Es, en su totalidad, parte de la broma que se expresa casi bajo la forma de una contradicción en los términos. Pero la mayoría de las personas estará de acuerdo en que existiría un considerable peligro en fundamentar todo el sistema social sobre la noción de que las necesidades no son necesarias; como que algunos han basado toda la Constitución Británica sobre la noción de que el sinsentido siempre terminará funcionando como un sentido común. Aunque, incluso en esto, se puede decir que el odioso ejemplo se ha difundido y que el sistema industrial moderno realmente nos dice: “Dadnos lujos tales como el jabón perfumado y renunciaremos a necesidades tales como el trigo”.
Hasta aquí todo eso es familiar, pero lo que ni siquiera ahora se ha percibido es que no solamente la política práctica sino que también las filosofías abstractas del mundo moderno han sufrido esta extraña tergiversación. Desde que el mundo moderno comenzó allá por el Siglo XVI, nadie formuló un sistema filosófico que realmente se haya correspondido con el sentido de realidad de todo el mundo; con eso que las personas comunes, abandonadas a sí mismas, llamarían sentido común. Cada uno de estos sistemas comenzó con una paradoja; con un punto de vista peculiar que demandaba el sacrificio de lo que sería el punto de vista cuerdo. Eso es lo único que tienen en común Hobbes y Hegel, desde Kant y Bergson hasta Berkeley y William James. Una persona tenía que creer algo que no creería ninguna persona normal si ese algo le fuese planteado a su simplicidad; como que la ley está por encima del derecho, o que el derecho está fuera de la razón, o que las cosas son tan sólo como las pensamos, o que todo es relativo a una realidad que ni siquiera existe. El filósofo moderno alega, como irradiando confianza, que una vez que le concedamos esto, el resto será fácil; que él enderezará al mundo si se le permite retorcer la mente tan sólo una vez.
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Al saberlo, nuestro mártir volvió a la ciudad y se entregó al juez, diciendo: "Librad de las cadenas a mi pariente, pues yo he venido a rendir cuentas de mi persona y a declararos que él ignoraba dónde estaba yo escondido". El juez le respondió. "No sólo estoy dispuesto a perdonar a tu pariente sino también a ti, a condición de que sacrifiques a los dioses". Arcadio se rehusó a ello, y el juez dijo a los verdugos: "Tomadle y hacedle desear la muerte. Cortadle los miembros parte por parte; tan lentamente, que comprenda este villano lo que significa abandonar a los dioses de sus padres por una divinidad desconocida". Los verdugos arrastraron a la nueva víctima al sitio donde muchas otras habían sufrido por Cristo. Arcadio tendió el cuello dispuesto a recibir el golpe, pero el verdugo le ordenó que extendiese el brazo, y le fue cortando parte por parte, desde los dedos hasta el hombro. Después procedió a ejecutar la misma operación con el otro brazo y con las piernas. El mártir presentó uno a uno los miembros con invencible valor, repitiendo: "Señor, enséñame tu sabiduría" porque los verdugos se habían olvidado de cortarle la lengua. Al fin de la tortura, del cuerpo de Arcadio no quedaba más que el tronco. Viendo el mártir las partes de su cuerpo que yacían a su alrededor, las ofreció a Dios con estas palabras: "Felices de vosotros, miembros míos, que pertenecéis ya a Dios, pues habéis sido sacrificados a causa de Él". Después se volvió hacia el pueblo, diciendo: "Vosotros que habéis presenciado esta sangrienta tragedia, sabed que todos los tormentos son nada en comparación con la corona que me espera. Vuestros dioses son falsos, dejad de adorarles. Aquel por quien yo sufro, es el único Dios verdadero, y morir por Él es vivir". Arcadio murió pronunciando estas palabras, y los paganos se maravillaron de su milagrosa paciencia. Los cristianos recogieron los ensangrentados miembros y les dieron sepultura.
follajes derrotados de pinos y eucaliptos
poblando los senderos de incendios circunscriptos;
holocaustos sencillos, vegetal sacrificio,
para impetrar la gracia de un invierno propicio.
Y me gustan los trenes, los magníficos trenes
cuyo paso recuerdan nostálgicos andenes:
grandes locomotoras que animaba el carbón
en feliz singladura rumbo a Constitución.
Me gustan los jazmines, leves constelaciones
de estrellas diminutas en tapias y portones.
Me gustan las estrellas, titilantes jazmines
floridos en la altura de nocturnos jardines.
Y me gustan las telas, esos rústicos paños
que albergan en su trama perfume de rebaños.
También me gusta el mate, su pausado ritual
nacido en la llanura, circunspecto y formal,
El vino de Borgoña, rotundo y saludable;
el vinito patero, de espíritu mudable.
Y me gustan las armas, su mecanismo inerte
que acata los mandatos de la vida y la muerte
Me gustan los revólveres, las finas espingardas
y las nobles espadas, las picas y alabardas.
Me gusta la escopeta que acompasa la marcha
suspendida del hombro en mañana de escarcha.
Me gusta el horizonte, ese límpido trazo
que suelda cielo y suelo, limitando el ocaso.
Y me gusta el ocaso, me gusta aquel crisol
donde arden los metales agónicos de sol.
Agónicos metales de contorno celeste
que se van apagando allá por el oeste.
Y me gustan los nombres, los nombres musicales
que designan precisos los puntos cardinales:
cada esquina del mapa se sostiene segura
en las cuatro columnas de su nomenclatura.
Me gustan las aldabas y me gustan las brújulas.
Me gustan como suenan las palabras esdrújulas.
Y me gustan las cúpulas. Me gustan las clemátides,
los pájaros, las ánforas, las clásicas cariátides.
Me gustan las dalmáticas de púrpura, los trípticos,
la acústica de los túneles y los símbolos crípticos.
Me gustan los discretos postigos de madera
y las casas de barrio con patio y con higuera:
casas bajas con largos zagüanes y cancel
de vidrios con bordes cortados en bisel.
Y me gustan los patios con frescura de parras;
con malvones, rayuela, canarios y guitarras.
Me gustan las charangas de la Caballería
y comprar panes tibios en la panadería.
Me gustan los deportes violentos. El vestuario
después de los partidos: su ambiente solidario,
su olor a linimento y los doctos debates
que analizan jugadas cual si fueran combates.
Me gustan las campanas de modestas capillas.
Me gustan los cencerros que rigen las tropillas.
Me gustan los cigarros, opulentos habanos
donde habitan sabores de climas antillanos;
los cigarros negros y el pulido naval
de las pipas talladas en raíz de nogal.
Me gustan las gragatas, me gustan los veleros,
me gustan los sonoros vocablos marineros:
bauprés, obenque, jarcia, pañol, arboladura,
bitácora, mesana, barlovento y amura.
Me gustan las almendras, la nuez y la avellana
y me gustan los curas vestidos con sotana.
Me gustan los soldados que llevan uniforme.
Me gustan las fachadas con un escudo enorme.
Y me gustan los reyes que reinan como reyes,
sin ningún Parlamento que le imponga leyes.
Me gustan los molinos, me gustan los pasteles,
me gustan las arañas de cristal con caireles.
Me gustan las estatuas, los coches de carreras,
las casillas prolijas de los guardabarreras.
Me gustan los colores de los vitrales góticos
y me gustan los mapas de países exóticos.
Los mapas con sus nombre misteriosos: Uganda,
Yucatán, Dardanelos, Calcuta y Samarkanda.
Me gustan los maníes que venden en la calle
y los libros usados de la Plaza Lavalle.
Me gustan los estantes con tomos alineados
que muestran en el lomo sus títulos dorados.
Me gustan los sonetos, los gruesos diccionarios,
los cuentos de fantasmas y los antifonarios.
Me gustan los ex libris con leyendas distintas,
me gustan las imprentas y su mundo de tintas.
Me gustan las veletas, también los pararrayos;
los caballos lobunos, alazanes y bayos.
Me gu stan las espuelas, las monedas de plata,
los macizos de hortensias, los cofres de pirata.
Y me gustan las vigas labradas de quebracho,
me gustan las encinas, los fresnos, el lapacho.
Me gustan los bastones de malaca y de boj
los números romanos de algún viejo reloj.
Me gusta de la lluvia su redoble minúsculo,
me gustan las banderas bajando en el crepúsculo.
Me gustan mis amigos, mi Patria, mi mujer,
mis hijos, mi apellido, mi Dios y mi deber.
(Perdón por este verso tan poco intelectual,
sin traumas, sin protesta, ni angustia existencial.)
La presencia física de Santo Tomás de Aquino es, en realidad, más fácil de resucitar que la de muchos otros que vivieron antes de la época en que se comenzaron a pintar retratos. Se ha dicho que en su aspecto o porte físico había poco de italiano; pero me imagino que esto, en el mejor de los casos, es una comparación inconsciente entre Santo Tomás y San Francisco y, en el peor de ellos, sólo una comparación entre él y la superficial leyenda sobre alegres organilleros y vendedores de helado exagerados. No todos los italianos son alegres organilleros y muy pocos son parecidos a San Francisco. Una nación nunca es un tipo; casi siempre es una mezcla de dos o tres tipos más o menos identificables por sus rasgos generales. Santo Tomás fue de un cierto tipo que no es demasiado común en Italia, como que es común en italianos poco comunes.
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