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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

30 de mayo de 2009

Sin Bibiana no hay Paraíso



Por Juan Manuel de Prada



Tomado de ABC





ay quienes se escandalizan de que Chaves adjudique subvenciones a una empresa apoderada por su hija, pero es lo mínimo que puede hacer para que su hija no se sienta agraviada. Pues si a Bibiana, que sólo es su ahijada, Chaves la enchufó en un ministerio, ¿cómo iba a privar a una hija de una subvención? «Todo padre quiere lo mejor para sus hijos», acaba de decir con un par el consejero andaluz Martín Soler, para justificar el nepotismo de Chaves; y la ministra Bibiana, para justificar su enchufe, nos dice que a los dieciséis años una chica puede «ponerse tetas» sin permiso de sus padres, por lo que también podría abortar. Esto de comparar el aborto con «ponerse tetas» constituye un ejemplo -chusco, si se quiere- de lo que Hannah Arendt llamaba «banalidad del mal», fenómeno que florece cuando las personas «normales» dimiten de su racionalidad ética. Arendt estudió el caso de Eichmann, aquel grisáceo oficial alemán que se encargó de agilizar el transporte de judíos con la misma probidad burocrática con la que hubiese agilizado la tramitación de un ascenso. Y con la misma probidad burocrática Bibiana se apresta a agilizar la nueva ley del aborto, no sea que su padrino le reproche que no actúa con la suficiente diligencia; sólo que como Bibiana no es un grisáceo oficial alemán, sino una gaditana salerosa, se permite salpimentar su acción con comentarios tan graciosísimos como el que ahora comentamos.

En una ocasión anterior Bibiana ya había justificado que las muchachas de dieciséis años pudiesen abortar sin consentimiento paterno, puesto que también pueden casarse y tener hijos. La banalidad del mal se permite sin empacho estos sofismas. Pues lo que el derecho reconoce al permitir a una muchacha de dieciséis años casarse y tener hijos es precisamente que una expresión tan vigorosa de la naturaleza humana como es el deseo de fundar una familia no se someta estrictamente al criterio de mayoría de edad legal. Pero esta excepción legal, fundada en la naturaleza, servía a Bibiana para justificar una excepción fundada en la abolición de la naturaleza, pues nada hay tan contrario a la naturaleza como que una madre «decida» aniquilar la vida que se gesta en su vientre. Los sofismas que se permite la banalidad del mal acaban, sin embargo, mostrando sus costuras; y ahora Bibiana justifica que las chicas de dieciséis años aborten, puesto que también pueden «ponerse tetas». Aquí el deslizamiento de la racionalidad ética es todavía más brutal -más risueñamente brutal-, puesto que el aborto es comparado con una mera operación de cirugía plástica; y el feto reducido a la categoría de adiposidad o verruguilla insignificante que el bisturí saja, por un quítame allá esas pajas.

Algunos ilusos, para oponerse al aborto a mansalva que pretende instaurar el gobierno, repiten bobaliconamente: «El aborto es una tragedia, no un derecho». Pero, para que haya tragedia, tiene que haber desgarradores conflictos de conciencia. Y lo que la banalidad del mal preconiza es exactamente lo contrario: no pueden existir desgarradores conflictos interiores allá donde la racionalidad ética ha sido previamente abolida. El aborto entendido a la manera bibiánida es algo tan banal, tan trivial, que no requiere desgarros interiores; tampoco, por cierto, una especial impiedad o sadismo. El aborto entendido a la manera bibiánida es como «ponerse tetas»; del mismo modo que, para aquel grisáceo oficial alemán, agilizar el transporte de judíos era como tramitar un ascenso. Esta patología, encumbrada al rango de normalidad, nos está hablando del individuo extirpado de su racionalidad ética; esto es, del individuo inmerso en el paraíso totalitario. Sin tetas no hay paraíso, nos asegura una de esas series televisivas que triunfan en el Mátrix progre; y con bombo tampoco, añade risueñamente Bibiana.


La concepción tomista del gobierno político y la secularización del Estado Moderno




por Mario Enrique Sacchi




Tomado de Mikael Nº 5
Revista del Seminario de Paraná
Segundo cuatrimestre de 1974.








De Regimine Principum ad Regem Cypri, L.I, cap. 15


"[Deus] instituit etiam qualiter [reges] se deberent
habere ad Deum: ut scilicet semper legerent et cogitarent
de lege Dei, et semper essent in Dei timore et obedientia
".
SANCTI THOMAE AQUINATIS O. P.
Summa Theologiae, Ia pars q. 105 a. 1 Resp.


I. SANTO TOMÁS DE AQUINO Y EL GOBIERNO DEL ESTADO


adie discute que el opúsculo De regimine principum ad regem Cypri es una verdadera joya de la política en el que Santo Tomás de Aquino nos brinda una enseñanza profunda en torno a la naturaleza del estado, el significado de la autoridad y el fin de la convivencia humana (1). Aquí nos proponemos pasar revista al sentido de un pasaje capital de esta obra: el capítulo 15 del primer libro, para lo cual recordaremos el carácter de los capítulos que lo preceden. En ellos se trata de los siguientes temas:

Capítulo 1: Necesidad de la autoridad en toda sociedad humana.
Capítulo 2: Distinción de los regímenes de gobierno político.
Capítulo 3: Preferencia del gobierno de uno por sobre el de muchos.
Capítulo 4: Indicación de la monarquía como el mejor régimen y de la tiranía como el peor.
Capítulo 5: Modalidades de los regímenes romanos y judíos.
Capítulo 6: El origen de la tiranía en los regímenes autocráticos (monarquía) y policráticos (democracia).
Capítulo 7: El problema de la tolerancia del tirano.
Capítulo 8: Consideraciones en torno a la recompensa (praeminm.) del gobernante.
Capítulo 9: El fin de los actos de gobierno y los bienes sobrenaturales.
Capítulo 10: La bienaventuranza como recompensa postrera del príncipe.
Capítulo 11: Deberes del príncipe con relación al buen gobierno y con vistas a evitar la tiranía.
Capítulo 12: La adecuada adquisición de los bienes terrenales a través del gobierno justo.
Capítulo 13: El lugar del gobernante en la sociedad según la fórmula rex est in regno sicut anima est in corpore et sicut Deus est in mundo.
Capítulo 14: El ministerio del gobernante con respecto a la institución y conducción del estado (2).

Ya enterados del contenido de los capítulos que lo anteceden, comencemos a rastrear el decimoquinto, en el cual hallaremos la síntesis de la noción tomista de la autoridad cristianamente entendida.

Nos dice el Doctor Angélico que, así como la institución del estado se atiene a la institución del mundo, así el gobierno político se debe comparar al gobierno del mundo en el que los estados tienen su sede. Ahora bien: gobernar es conducir a su fin la cosa que se gobierna. Santo Tomás echa mano al parangón con la nave y su comando para explicar el tenor del gobierno civil:
"Así también dícese que la nave es gobernada en tanto la industria del capitán la lleve ilesa a puerto por el recto itinerario. Si, pues, algo se ordena a un fin que es exterior respecto de sí mismo —como el puerto respecto de la nave—, al oficio del gobernante pertenece no sólo que la cosa [gobernada] se conserve en sí ilesa, sino además que el fin sea alcanzado".
Inmediatamente, Santo Tomás introduce una condición de gran importancia:
"En cambio, si hubiese algo cuyo fin no estuviese fuera de sí mismo, el acto del gobernante sólo se ordenaría a que la cosa gobernada se preserve ilesa".
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Para leer el artículo completo haga click sobre la imagen del Angélico Doctor.

30 de Mayo, Conmemoración de San Felix I, Papa y Mártir


an Félix I fue natural de Roma e hijo de Constancio. Sucedió en el Sumo Pontificado a San Dionisio. Fue Papa en tiempos de Aureliano, emperador, el cual, aunque en los primeros años de su Imperio, por estar muy ocupado en grandes guerras, dejó vivir en paz a los cristianos; pero después que alcanzó ilustres victorias de sus enemigos y triunfó de ellos en Roma, movió persecución contra la Iglesia de Cristo, y fue la novena que ella padeció, y murieron muchos gloriosos Mártires del Señor por los edictos y crueldad de Aureliano, y entre ellos nuestro Santo Pontífice Félix I, después de haberlo sido cinco años y algunos meses más.

En tiempos de San Félix salieron del infierno herejes para hacer guerra a la Iglesia Católica, Paulo Samosateno de Antioquía, sirio de nación, y Manés, persa, caudillo y autor de la secta de los Maniqueos, que duró y afligió tantos años a la Iglesia del Señor. Pero Félix se opuso valerosamente a ellos y escribió una carta maravillosa a Máximo, obispo de Alejandría, de la divinidad y humanidad del Hijo de Dios y de las dos naturalezas distintas en una persona, en la cual gravemente confuta los errores de Paulo Samosateno y de Sabelio; y de esta epístola se hace mención en el Concilio Calcedonense, y San Cirilo Alejandrino la cita, y se vale de la autoridad de ella contra los herejes.

Ordenó que nadie osase celebrar, sino sólo los sacerdotes; que la Misa no se pudiese decir fuera del templo, ni en otro lugar, sin grandísima necesidad; lo cual establecieron también otros Papas y Concilios, juzgando ser menos inconveniente no oír Misa, que oírla en lugar profano e indecente.

Determinó que si acaso se dudase de si alguna Iglesia estaba consagrada o no, que en tal duda se pudiese tornar a consagrar; pues no se puede decir que se torna a hacer lo que no se sabe de cierto haberse hecho una vez. Hizo decreto que se celebrasen Misas en honor y memoria de los Mártires, como hasta entonces se había usado en la Iglesia, aunque no había decretos de ello. Su martirio fue en el año del Señor 274. Su santo cuerpo fue sepultado en la Vía Aurelia, dos millas de Roma, en un cementerio
propio suyo, en donde él había hecho y consagrado un templo.


El mismo día,



San Fernando III de Castilla y de León (1198-1252)

por José M.ª Sánchez de Muniáin


an Fernando (1198? - 1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.

A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y al otro bajo el de la desventura y el fracaso.

Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de otras muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en África, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados.
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El mismo día,



El secreto de Jeannette

Notas sobre Santa Juana de Arco

Gianni Valente


«Desde que el querido Péguy se fue hacia su final -uno, dos- golpeando las suelas de sus enormes zapatos contra el suelo -uno, dos- con el pañuelo de cuadros en la nuca -uno, dos- en la polvareda veraniega... quisiéramos que Juana de Arco perteneciera solo a los niños». Acertaba George Bernanos cuando sugería que sólo la mirada de los niños, como la que poseía el poeta de Orleáns, Charles Péguy, podía comprender la historia de la «pequeña heroína que un día pasó con desenvoltura de la hoguera de la Inquisición al paraíso, ante las narices de cincuenta teólogos». Todo el cristianismo puede convertirse en pasado muerto, pretexto e instrumento de chantajes y luchas de poder, si en el tronco endurecido de la historia cristiana no florece un nuevo brote, si un gesto nuevo del Señor no suscita hoy la esperanza, como ocurrió en los primeros pescadores que lo encontraron en el lago de Galilea.




os intelectuales -escritores, historiadores, clérigos, políticos-que se han sentido atraídos por las hazañas de la Doncella de Orleáns no han demostrado casi nunca esta apertura. Casi siempre se acababa transformando a Juana en un tótem, un símbolo (del nacionalismo francés, del feminismo, del idealismo obcecado, del integrismo católico, de la libertad de conciencia).


Y sin embargo, existe una preciosa y rigurosa documentación, que todos pueden consultar, en la que se narra con todo detalle la historia real de la muchacha analfabeta condenada a la hoguera por un tribunal eclesiástico en 1431, y canonizada por Benedicto XV en 1920. Se trata de las actas de dos procesos, el de condena, y sobre todo el de rehabilitación, que la Inquisición abrió en 1456, veinticinco años después del suplicio de Juana, por deseos del rey Carlos VII de Francia. Estas actas también fueron utilizadas en el proceso de canonización. Hojear estas páginas repletas de testimonios directos de quienes conocieron a Juana, las varias fases de su vida, es una ocasión única para intentar comprender su secreto.
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29 de mayo de 2009

Aviso

HABLA EL PROFESOR ANTONIO CAPONNETTO

Tema: “LOS ARGUMENTOS SOFÍSTICOS Y EL TESTIMONIO DE LA VERDAD”

Lugar: SOLER 5942, Palermo

Día: SÁBADO 30 DE MAYO

Horario: 20:30

Auspicia: SOCIEDAD INTERNACIONAL “SANTO TOMÁS DE AQUINO”

Au temps de Charles V et Phillipe II (1516 - 1598). (3)

Ombres et Lumieres du Siecle d'Or.

La Capella Reial de Catalunya.
Hesperion XX.

Montserrat Figueras: soprano.
Maite Arruabarrena: soprano.
Elisabetta Tiso: soprano.
Carlos Mena: countertenor.
Paolo Costa: countertenor.
Lluis Vilamajo: tenor.
Francese Garrigosa: tenor.
Domenico Carudona: bass.

Dir: Jordi Savall.

35º Festival Tibor Varga in Sion, 1998.









29 de Mayo, Día del Ejército Argentino


En el Día del Ejército Argentino, el emocionado y ferviente homenaje de MIKAEL (y El Cruzamante) a los soldados que como el Teniente Roberto Estevez demostraron ser dignos de vestir su glorioso uniforme y honraron con la ofrenda de su propia vida su juramento de fidelidad a Dios y a la Patria

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El sentido de la Historia (5)




por Nicolás Berdiaev




Capítulo quinto



EL DESTINO DEL PUEBLO HEBREO


l pueblo hebreo desempeñó un papel absolutamente incomparable en el nacimiento de la conciencia de la historia, en el sentimiento apasionado del destino histórico; quien ha introducido en la existencia humana el principio de lo «histórico» ha sido precisamente este pueblo. A este respecto, nuestra intención es examinar detenidamente su destino histórico y el significado de éste en la historia universal, pues es uno de los factores que continúan actuando hasta hoy y poseen una misión específica.

Los hebreos ocupan un lugar central en la historia. El pueblo hebreo es el pueblo en el que lo «histórico» se manifiesta con más fuerza; en su destino histórico se advierte la inescrutabilidad de los designios divinos. El destino de este pueblo no puede explicarse desde una perspectiva materialista y, en general, desde un punto de vista histórico-positivista, pues en él aparece con toda claridad lo «metafísico» y desaparece la barrera entre lo metafísico y lo «histórico», barrera que, como hemos dicho anteriormente, dificulta la comprensión del sentido interior de la historia.

En mi juventud, cuando me atraía la concepción materialista de la historia e intentaba verificarla en los destinos de los diversos pueblos, el destino del pueblo hebreo constituía para mí el mayor obstáculo, pues se resistía a toda tentativa de explicación materialista. Hay que decir que, considerado desde la perspectiva de las teorías positivista y materialista, este pueblo hace tiempo que debería haber dejado de existir. Su existencia es un fenómeno extraño, misterioso, que indica hasta qué punto su destino se halla ligado a especiales designios proféticos. Se intenta explicar los destinos de los pueblos desde una perspectiva materialista, remitiéndose a procesos de adaptación, pero esto no funciona cuando se aplica al destino del pueblo hebreo. La supervivencia a lo largo de la historia, la indestructibilidad, la existencia ininterrumpida de este pueblo (uno de los más antiguos de la humanidad) en condiciones absolutamente excepcionales, el papel fatal que desempeña en la historia, son cosas que indican la existencia de principios místicos singulares en la base de su destino histórico. Su historia no es sólo un fenómeno, sino también un noúmeno, en el sentido que explicamos más arriba, al hablar de la contraposición entre ambas cosas.
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29 de Mayo, Festividad de Santa María Magdalena de Pazzis, Vírgen









ay en el Borgo de San Friano un monasterio “donde se trata de perfección con particular cuidado”. Así lo decía un autor del setecientos y así lo leo yo hoy en las páginas tostadas de años, pero quemantes siempre, de una obra en pergamino y bellos tipos renacentistas que contiene la “vida de la bienaventurada y extática María Magdalena de Pazzis, virgen florentina", la santa contradictoria y apasionante que nos ha dejado una vida extraña y vehemente como su temperamento toscano.
Su padre, Camilo Geri de Pazzis, gran señor florentino, había contraído matrimonio con María Lorenzo Buondelmonti, dama exquisita, amiga de los Médicis, que educó con extraordinaria delicadeza a su única hija Catalina. La niña era bellísima y de un natural dulce y quieto y a la vez ardiente y amoroso, mezclando voluntad y suavidades. No podemos detenernos en sus primeros años, ni en su educación entre las Canonesas de Malta, ni en su regreso al mundo, de cuya época se conserva un hermoso cuadro nos muestra a Catalina, gran figura de italiana, vestida de blanco y dorado con unas rosas.
Vamos a partir de ese domingo primero de Adviento en que ingresa en el convento de carmelitas observantes en 1582 y donde recibe el santo hábito al final del enero siguiente. Ya se llama María Magdalena y tiene dieciséis años.
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28 de mayo de 2009

El Comunismo en la Revolución Anticristiana (5)







Por el R.P. Julio Meinvielle



CAPÍTULO IV


LA CIUDAD CATOLICA, UNICA SOLUCION CONTRA EL COMUNISMO Y CONTRA EL ACTUAL DESGARRAMIENTO DE LAS SOCIEDADES HUMANAS





o sabemos dónde irá a desembocar esta encrucijada de la historia que vive el mundo actual. Tampoco hemos de estar muy solícitos por saberlo. Ello pertenece a los designios inescrutables del Creador. Pero si el comunismo es obra y etapa de la Revolución Anticristiana, peor que el mismo comunismo es la Revolución Anticristiana, que produce estos frutos mortíferos del naturalismo, del liberalismo, del socialismo y comunismo, que lo invade y lo penetra todo. Esta revolución es una totalidad que quiere destruir totalmente al hombre cristiano.

Si es una totalidad, hay que oponerle otra totalidad. Hay quienes quieren curar los males de la sociedad contemporánea con recetas incompletas cuya eficacia alimentan en su propia imaginación. Unos, recetas puramente religiosas; otros, políticas; quienes, sociológicas o económicas. Y aun, en cada uno de estos sectores de la actividad humana, tienen a su vez el secreto mágico que va a poner remedio a todos los males. Y así los que ponen sus esperanzas en lo económico piensan, por ejemplo, en la participación de los obreros en las empresas o simplemente en la propiedad comunitaria (1).

No es necesario explicar que la realidad es compleja y es sobre todo una totalidad que está determinada por causas y encierra elementos que son en general humanos, y por lo mismo religiosos, políticos y económicos.

La Iglesia tiene un programa para el hombre de hoy. Este programa, que es religioso-cívico, lo viene enunciando en forma coherente desde el pontificado de León XIII, y Pío XII ha sido su magnífico expositor.

Para comprender el programa religioso-cívico que la Iglesia propone al hombre contemporáneo como solución de los males que le aquejan y aun de otros que le amenazan, tengamos bien presente el carácter de la sociedad en que vivimos. Porque a pesar de la degradación deletérea de la Revolución Anticristiana, los cimientos de nuestra civilización occidental han sido construidos sobre la base de la Europa cristiana, la cual, a su vez, ha recogido lo mejor de la civilización grecorromana e incluso del mundo germánico, bajo la inspiración de la Iglesia.

Tenemos un patrimonio que conservar. El concepto de Dios trascendente, de Cristo y de la Iglesia; el concepto del hombre, de la familia y de la sociedad; el concepto del derecho y de la propiedadson otros tantos pilares firmes, que, a pesar de una acción corrosiva, se conservan fundamentalmente incólumes. Además, que estos conceptos de la vida occidental perseveran en instituciones todavía sanas en su fundamento, heredadas de la Europa cristiana.

La Iglesia no renuncia ni a la idea de “civilización cristiana” que, como hemos visto, se identifica con la de “Ciudad Católica”, ni a la de la “Europa cristiana”. San Pío X afirma taxativamente: “La Iglesia, al predicar a Cristo crucificado, escándalo y locura a los ojos del mundo, vino a ser la primera inspiradora y fautora de la civilización, y la difundió doquier que predicaron sus Apóstoles, conservando y perfeccionando los buenos elementos de las antiguas civilizaciones paganas, arrancando a la barbarie y adiestrando para la vida civil los nuevos pueblos, que se guarecían al amparo de su seno maternal, y dando a toda la sociedad, aunque poco a poco, pero con pasos seguros y siempre progresivos, aquel sello tan realzado que conserva universalmente hasta el día de hoy”. Y añade a continuación: “La civilización del mundo es civilización cristiana: tanto es más valedera, durable y fecunda en preciosos frutos, cuanto es más genuinamente cristiana; tanto más declina, con daño inmenso del bienestar social, cuanto más se sustrae a la idea cristiana”.
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La Inquisición



Tomado de Arbil


Si no queremos pasar por analfabetos, por hombres-disco sin personalidad, sin crítica, que repetimos cuanto nos dicen, mejor es que aprendamos y pensemos con seriedad en el famoso tema de las torturas y muertes de la Inquisición

sted ya sabe que en toda guerra existe lo que se llama "propaganda de guerra". ¿En qué guerra no la ha habido? Pues bien: no olvide que España en el siglo XVI era la primera potencia mundial; casi todas las naciones europeas eran enemigas suyas, al mismo tiempo era la principal muralla contra el protestantismo.

La única vez que se han juntado contra una potencia el odio nacional y el religioso, los dos más grandes odios que existen.

¿Le extraña entonces que haya habido una "propaganda de guerra" proporcionada? ¿No ha oído lo que dicen hoy de los Estados Unidos todos los comunistas del mundo?

Ya puede ser una mujer todo lo honrada que se quiera, que si una lengua viperina lanza con el anónimo una calumnia contra aquella mujer, y más si es envidiada por su posición y poder, todo el mundo la señalará con el dedo y se harán comentarios maliciosos a su paso.

Que la acusen a Ud. de estafador. Tres palabras bastan. Pero el refutarlo le llenará montañas de razones, testimonios y pruebas. La acusación se lee en un momento, pero ¿quién va a tener humor para leer la defensa, sobre todo si hay animadversión contra Ud.?

Le voy a dar a Ud. una receta fácil y eficaz de demagogia: Pinte Ud. una cárcel lóbrega, por las paredes instrumentos de tortura, tres curas sentados tras una mesa, a poder ser bien gordos (es de más efecto), regodeándose en ver cómo se tortura a un hombre en el potro, o se le queman las plantas de los pies: si es una mujer, todavía tiene más efecto. Debajo un letrero: "Los horrores de la Inquisición". No se preocupe de más. Nadie va a ir a averiguar si Ud. miente o no. Llevaría mucho trabajo y estudio.

Sin embargo ahí van unas cuantas observaciones que no debe Ud. olvidar en este asunto:

Una institución, una persona hay que juzgarla dentro de la mentalidad de su época. ¿Condenaría Ud. de inculto o bárbaro a un profesor de universidad del siglo XVI porque ignoraba lo que es la electricidad, la televisión y la propulsión a chorro?

Pues bien, tenga presente que en aquella época la herejía era considerada como una conspiración contra el Estado. Estaban tan compenetrados el Estado y la religión que poner en peligro uno, era poner en peligro al otro. Tanto o más que hoy el comnismo.

¿Pruebas? En Alemania y Francia las guerras de religión duraron más de un siglo: hubo cientos de miles de muertos. La Inquisición fue creada por los Reyes de España para evitar que pasara lo mismo.

De hecho los judíos y los moriscos trataron más de una vez de que los turcos invadieran España.

No se olvide que entonces la pena de muerte se daba facilísimamente. En 1598 sólo en la prisión de Exeter, Inglaterra, fueron ajusticiadas 74 personas, muchos por haber robado una oveja (Hamilton).

Sir James Stephen calcula que en 300 años hubo en Inglaterra 264.000 condenados a muerte por diversos delitos. Unos 800 por año (más de dos por día).

¿Sabe Ud. que muchas veces los ladrones cuando huyen gritan: "al ladrón, al ladrón", para despistar? Los protestantes se llevan las manos a la cabeza ante la "crueldad" de la Inquisición. Pues bien, ahí van unos datos sueltos sacados de historiadores serios, conocidos, casi todos protestantes.

Lutero, fundador del protestantismo: En 1525 escribe a los nobles: "Matad cuantos campesinos podáis: hiera, pegue, degüelle quien pueda. Feliz si mueres en ello, mueres en obediencia a la Palabra divina". Más de cien mil labriegos perecieron.

En Sajonia protestante, la blasfemia tenía pena de muerte. Calvino mandó quemar a Servet (médico católico que descubrió la circulación de la sangre, y a quien eliminaron por "contradecir" a la Biblia con dicho descubrimiento) y otros muchos.

En 1560 el Parlamento escocés decretó pena de muerte contra todos los católicos.

Ahí van algunos artículos del código inglés para Irlanda:

"El Católico que enseña a otro católico o protestante será ahorcado".

"Si un católico adquiere tierras, todo protestante tiene el derecho de despojarle".

"Destierro perpetuo a todo sacerdote católico; quienes lo eludan, sean medio ahorcads vivos y luego descuartizados". ¿Para qué seguir?

Las comunidades calvinistas de París, Orleans, Ruan, Lyon, Angey en sínodo general en 1559, decretan pena de muerte a los herejes.

En Alemania fueron quemadas más de 100.000 brujas. Hasta niños de siete años y ancianos moribundos. Un juez solo, quemó en 16 años a 800 brujas (un promedio de 50 personas al año).

¿No sabe Ud. que Estados Unidos debe su fundación a puritanos que huían de la persecución religiosa de Inglaterra?

Y la Inquisición española ¿qué?

No se vió libre de las ideas de su tiempo y participó de la crueldad general. Pero tenga Ud. en cuenta los siguientes puntos:

El número de protestantes condenados a muerte, desde 1520 hasta 1820 en que fue suprimida, o sea en 300 años, según el investigador protestante alemán que se especializó en este tema, Schafer, fue de 220; de ellos sólo 12 fueron quemados. Ya ve: no toca ni a uno por año. ¿Qué pasa con la imagen del inquisidor parado en frente de hileras interminables de piras con condenados? Pasa que es mentira. Les advierto lealmente que la Inquisición actuaba también contra los moriscos y judaizantes y por eso el número de víctimas fue mayor.

La Inquisición no admitía todos los tormentos que eran usuales en aquella época en toda Europa. Sólo se podían aplicar una sola vez, en presencia del médico que podía suspenderlos si el reo recibía daño en la salud. Vea Ud. en cambio lo que se daban en la famosa torre de Londres a los católicos y se quedará asustado. Fue el primer tribunal del mundo que suprimió el tormento cien años antes de ser extinguida. El investigador norteamericano Mr. G. Lea, que ha escrito una obra en varios volúmenes sobre la Inquisición dice: "La Inquisición española en general fue menos cruel que los tribunales laicos al ejecutar la tortura".

No se podía aprisionar a nadie hasta que no hubiese tales pruebas que fuese evidente el delito. Se necesitaban por lo menos siete testigos juramentados ante Notario. No se admitían denuncias anónimas.

Si se confesaban y se arrepentían antes de dar la sentencia definitiva, se les absolvía con un castigo mayor o menor según lo que hubiesen tardado.

El reo tenía derecho a presentar cuantos testigos quisiese.

El reo podía estar en la cárcel, si era casado, con su mujer; si tenía criados le podían servir.

Si era culpable, el tribunal dictaba la sentencia, que debía ser confirmada por el Tribunal Supremo, al que se podía apelar y se le entregaba al Estado, el cual se encargaba de cumplir la sentencia. Las penas eran las más usuales entonces.

Y por último, tenga Ud. presente que gran parte de las acusaciones están tomadas de un sacerdote apóstata, Juan Antonio Llorente, que fue secretario de la Inquisición (se puso de parte de los invasores franceses en la guerra de la Independencia, tuvo que huir a Francia), y que él mismo confiesa que quemó todos los datos oficiales de que se sirvió para su obra. ¡Estupendo! Que le acusen a Ud. de haber falsificado cheques, y cuando pida Ud. las pruebas incriminatorias, le conteste su acusador que las quemó... Si eran tan comprometedoras para la Inquisición ¿por qué nos las publicó?

Vayamos terminando, poco a poco, con las horribles acusaciones con que han ido manchando a la Iglesia para los bajos fines de los acusadores...

28 de Mayo, Festividad de San Agustín de Canterbury, Obispo y Confesor



an Agustín de Inglaterra o de Cantorbery debe ser considerado como el apóstol de los anglosajones, por ser quien, junto con los treinta y nueve monjes que le acompañaban, dio comienzo en 596 a su conversión. Es cierto que la primera idea y el impulso principal vino de San Gregorio Magno; pero él fue quien echó sobre sus hombros y realizó una buena parte de aquella empresa, que llegó a su feliz término a fines del siglo VII, hacia el año 680. Todo esto coloca a San Agustín de Cantorbery entre los grandes apóstoles de Cristo, al lado de San Patricio de Irlanda, de San Bonifacio de Alemania y de tantos otros evangelizadores de la fe.

Nada sabemos sobre su vida anterior al año 596, en que dio comienzo a su gran empresa, sino que era monje y prior en el monasterio de San Andrés, que San Gregorio Magno había fundado en Roma. En Inglaterra había penetrado el cristianismo desde muy antiguo, según se desprende de los testimonios de Tertuliano y Orígenes. Así, en pleno siglo IV, sus habitantes, los bretones, eran en buena parte cristianos; pero, al retirarse las legiones romanas a principios del siglo V, se vieron acosados por los pictos y escoceses, y, no sintiéndose con fuerzas para defenderse contra ellos, llamaron en su auxilio a los sajones del norte de Alemania. Efectivamente, hacia el año 449 entraron éstos por la isla de Thanet y rápidamente fueron conquistando la Gran Bretaña y, volviéndose contra los mismos bretones, los fueron acorralando, a ellos y a los demás indígenas, a los territorios occidentales de la isla. De este modo un buen número de bretones emigraron al norte de Francia, al que dieron el nombre de Bretaña, y los demás quedaron reducidos a los territorios de Gales y Cornualles. Aquí poseían los bretones durante el siglo VI florecientes monasterios, excelentes príncipes cristianos y grandes obispos, como San David de Menevia († 544) y los Santos Paterno, Udoceo y otros. Mas, por otra parte, su odio nacional contra los anglosajones fue creciendo de tal manera que imposibilitaba por completo cualquier intento de evangelización. De este modo, el pueblo anglosajón persistía en el paganismo, y en las siete provincias en que había dividido la Gran Bretaña el cristianismo había prácticamente desaparecido.

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27 de mayo de 2009

Au temps de Charles V et Phillipe II (1516 - 1598) (2)

Ombres et Lumieres du Siecle d'Or.

La Capella Reial de Catalunya.
Hesperion XX.

Montserrat Figueras: soprano.
Maite Arruabarrena: soprano.
Elisabetta Tiso: soprano.
Carlos Mena: countertenor.
Paolo Costa: countertenor.
Lluis Vilamajo: tenor.
Francese Garrigosa: tenor.
Domenico Carudona: bass.

Dir: Jordi Savall.

35º Festival Tibor Varga in Sion, 1998.









Un Elogio Que Confunde y Anestesia:


Los Pastores Allanan el Camino al Gobierno Socialista

Editorial El Cruzado - Lunes 25 de Mayo del 2009

Como una “estadista” calificó Monseñor Goic, Presidente de la Conferencia Episcopal, a la Presidenta Michelle Bachelet, el recién pasado 21 de mayo, en las celebraciones de las Glorias Navales (1). La razón, simple y confusa a la vez:

"Quiero destacar el final del mensaje, donde con una altura de estadista la Presidenta señala que el país es de todos y que las legítimas divergencias, que son normales en una sociedad democrática no deben hacer perder el objetivo final, que es trabajar todos por la patria y hacer de Chile una nación cada vez más justa, más prospera y más equitativa para los pobres”, sostuvo en declaraciones a radio Cooperativa. (2)

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El Enciclopedismo en la Enseñanza Sistemática

por el Arq. Patricio H. Randle


Tomado de La Enciclopedia y el Enciclopedismo
Ediciones OIKOS, Buenos Aires, 1983





El enciclopedismo ha influido nuestra enseñanza en todos los niveles,desde la primaria, donde se intenta "instruir" al niño antes de educar suconciencia, a la secundaria, donde alcanza su expresión más exagerada,hasta la universitaria, porque el profesionalismo no ha hecho sino destruirel espíritu de la auténtica "universitas", sede de la unidad y universalidaddel saber. Aunque mucha gente está conteste en criticar el enciclopedismoen el bachillerato, no advierte que de lo que se trata no es tanto de una modalidad pedagógica sino de un espíritu que ha inficionado todo nuestro sistema educativo.






l enciclopedismo en el más stricto senso, como podría consistir en echar mano de la Enciclopedia Británica, por ejemplo, para salvar una omisión en nuestros conocimientos, revela una carencia fundamental y perjudicial para el saber como conjunto capaz de infiltrarse en nuestra personalidad, o sea, el saber formativo. ¿Por qué decimos esto? Pues porque aun cuando la obra referida es muy útil toda vez que acudimos a ella en busca de hechos, es desesperantemente inútil cuando necesitamos ayuda para aclarar conceptos, por elementales que sean. Un hombre que se aprendiese de memoria una enciclopedia moderna no sería garantía, en absoluto, de poseer buen criterio, obrar prudentemente y estar en condiciones de brindar un consejo a otro ser humano. ¿Para qué tanto conocimiento si no es posible incorporarlo realmente a la persona? Perseverando en la distinción de base entre el hacer y el obrar, conforme a Santo Tomás, habría que decir que el saber enciclopédico está ordenado más al hacer —saber poyético— pero casi excluye al obrar. O sea que no sólo el sostén de una moral natural es dudoso en el espíritu de la Enciclopédie primigenia sino que hay que dudar hasta de que las mismas mores estén consideradas dentro de la metodología enciclopédica.
El profesor Caponnetto es claro respecto del tema que encararemos. "Tal vez la herencia más notoria de la pedagogía iluminista —dice— sea el fastidioso y denostado 'Enciclopedismo'. En él parece alcanzar plena realización el ideal de Comenio de enseñar todo a todos. Pero este postulado implica, por lo menos, dos grandes riesgos. El primero —señalado oportunamente por Maritain— consiste en creer que 'es posible aprenderlo todo' pero, paradójicamente, en ese todo no se incluyen los saberes esenciales, ni la prudencia, ni la experiencia 'que es fruto del sufrimiento y del recuerdo', ni la intuición, ni el amor" (1).
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27 de Mayo, Festividad de San Beda el Venerable, Confesor y Doctor








a Edad Media guarda numerosas sorpresas a todo el que desea correr la aventura de adentrarse por sus intimidades. Siglo oscuro y ruidos de armas. Señores feudales con sus mesnadas guerreras. Castillos defensores con puentes levadizas y celadas astutas por las encrucijadas de los caminos. Invasión de los bárbaros, en una palabra, que ha preparado este precario estado de cosas y ha liquidado una cultura decadente y cansada. Brilla ahora mucho más el ejercicio de las armas que el conocer la cultura clásica. Y entre los nobles llega a ser un timbre de gloria el ser analfabeto: "El señor no firma porque es noble", terminan algunos documentos del tiempo.

Pero la ciencia no ha desaparecido. Se ha refugiado en los monasterios. La Iglesia, por los monjes sobre todo, es la gran y única educadora de los pueblos. Clérigo y letrado. son ahora palabras sinónimas. Para penetrar, pues, bien la Edad Media es preciso conocer también la vida apretada y fecunda de los monasterios. Entrar en ellas con el ánimo purificado y sereno, dócil y abierto a toda sugerencia. Descalzarse, previamente, de toda predisposición a lo complicado y vertiginoso, a las velocidades supersónicas y a las carreras contra reloj. Para sorprender mejor a aquellos hombres, enjambres de Dios elaborando, en, sus celdas, la miel dulcísima de las ciencias del espíritu para el bien de las almas.

Uno de estos hombres fue Beda el Venerable, nacido en Inglaterra el año 673. Figura cumbre que iluminó con su luz todo su siglo. No sólo Inglaterra, sino toda la cristiandad. No poseemos muchos datos sobre la vida de San Beda. Con todo, no siempre se tiene la feliz circunstancia de esta ocasión. Él mismo dejó una nota, escueta y sencilla, de su vida al final de su Historia eclesiástica de Inglaterra, libro de gran aliento, objetivo y exacto, que le da derecho a ostentar el título de "padre de la historia de Inglaterra".
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26 de mayo de 2009

In memoriam. R.P. Alberto Ezcurra Uriburu





Es preferible morir en el campo de batalla que ver los males de nuestra nación y del santuario. Que se cumpla lo que el cielo tiene dispuesto”(1 Mac. 3, 59).


por Antonio Caponnetto




El Padre Alberto Ignacio Ezcurra Uriburu

– I –


n el Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros -que con la guía y la rúbrica del Santo Padre, dio a conocer la Congregación para el Clero el Jueves Santo de 1994- se definen con valiosos conceptos, la identidad, la espiritualidad y la formación permanente que han de tener los sacerdotes católicos.

La identidad, según bien se afirma, comprende cuatro dimensiones nítidamente demarcadas, pero unidas a la vez entre sí en armónico haz. Por la dimensión trinitaria, el ejercicio sacerdotal se funda para siempre en el amor del Padre, en el apacentamiento pastoril del Hijo y en los dones preciosos del Espíritu Santo. Minísterio y Misterio sellan su enlace en el cobijo salvador de la Santísimia Trinidad. Por la dimensión cristológica el sacerdote se convierte stricto sensu en alter Christus, ligado a Él como un brote vivo a la Vid, como el Pan al buen grano de trigo. Su vida es misionera y apostólica, envío constante hacia los hombres para echar las redes celestes sobre las costas de sus almas. Por la dimensión pneumatológica lo asiste la promesa del Paráclito de quedarse con Él sempiternamente, fortaleciéndolo con sus virtudes. Si alguna fuerza encuentra el sacerdote para conducir la comunidad en medio de la peripecia, ella le viene de la Tercera Persona, de ese Gran Desconocido que todo lo conoce. Y al fin, por la dimensión eclesiológica queda ligado a la Iglesia en tanto siervo y esposo. Con amor de vasallo y de cónyuge, con entrega leal y nupcial, fiel y fecunda, sin conceciones ni dudas. Unido por su incardinación a una tierra particular y a un tiempo propio, mas sin perder de vista la universalidad y la eternidad. Su autoridad es servicio y sacrificio, no homologación de potestades con los fieles. Y la razón de su preeminencia es la primera razón de su entrega generosa hacia el prójimo.

La identidad del sacerdote, entonces, es su ser en la Iglesia y en la mistérica inefabilidad del Dios Uno y Trino.

Tiene también el sacerdote su espiritualidad inherente, y se nos recuerdan en este documento algunos de sus rasgos irrenunciables.

La condición misionera, exigiéndose la evangelización cada día, como heraldo de la esperanza. El carácter militante, enfrentando y venciendo el desafío de las sectas y de los cultos falaces, con una catequesis madura y completa. La capacidad de oración, de mortificación y de vida contemplativa, uniéndose al Señor en Getsemaní para compartir después Su Resurrección Victoriosa. El celo pastoral hacia su grey, el testimonio de la Palabra, la donación entera sin retaceos, la predicación del Magisterio.

La espiritualidad sacerdotal no se edifica sino en la Eucaristía, hincado frente al Sagrario para poder permanecer de pie junto a los hombres. No se aquilata sino en la confesión, inclinándose con misericordia de samaritano sobre las heridas del espíritu. No se enriquece sino en la pobreza y el desapego, en la obediencia y en la castidad. Espiritualidad robusta e intacta que se traduce en los gestos y en el habla, en el silencio y en el hábito talar. Y en la devoción a la Virgen María, recibiendo como personales, las palabras dirigidas a Juan desde la Cruz: «Hijo, he ahí a tu Madre».

Espiritualidad en suma, alejada de pietismos como de concesiones mundanas, y esculpida en la reciedumbre y en la varonía, que da la decisión serena y libre de escoltar al Señor hasta alcanzar el Reino de los Cielos.

Toca al fin el Directorio, como lo señalábamos al principio, la tercera cualidad que jerarquiza y distingue al sacerdocio: su formación permanente. Que ha de ser completa y sin fisuras —encarada como vía de santificación antes que de profesionaiisino— y ordenada a la apologética y a la crianza espiritual de los fieles, sobre todo de aquellos que se sienten vocados al Orden Sagrado. Formación reacia a las vanas novedades y respetuosa de la Tradición; lejos del todo de viejas y modernas herejías, próxima a la Fe inaugural y final, que no conoce ocaso ni muda de significados.

Hasta aquí en imperfecta síntesis, este manojo de verdades antiguas reiteradas por la Congregación para el Clero. Y si nos hemos detenido en ellas es porque las mismas parecen escritas a la medida del destinatario de estas páginas, ya que el arquetipo sacerdotal que presentan fue encarnado cabalmente por el Padre Alberto Ezcurra.

Nunca disimuló su identidad sacerdotal, ni en las formas ni en el fondo. Gustaba ir «de uniforme» -como llamaba a la sotana- pero gustaba más aún ir demostrando entre propios y ajenos que el Orden Sagrado, al igual que la vera milicia, es una libertad antigua: no admite la duda ni soporta a los tibios, No tenía horarios de atención religiosa: sus jornadas eran enteras de Cristo, y «ora bebáis, ora comáis» -como quería San Pablo- lo hacía todo en nombre del Señor. Sin embargo, y sería mejor decir: en consecuencia, carecía de poses pietistas o de exteriorizaciones penitenciales. Era el hombre interior. Y sin querer mostrarse se mostraba, por la sola fuerza que tiene lo que brota de adentro pero asistido desde lo Alto. Sacerdote católico, apostólico y romano. Las tres cosas fue en tiempos de deserciones y de conductas híbridas.

Nunca desdibujó tampoco su personal espiritualidad, ni la redujo, como tantos, a una reglamentación casuística o a un emocionalismo fácil. Se hizo misionero para llevar la Fe a los corazones más desheredados de esta Argentina doliente. Y apologista para enfrentar la maldición de las sectas y las mentiras masónicas. Y orador entusiasta, para aplacar con las voces exactas los ruidos fariseos, y celebrar con la palabra justa las glorias de la Cristiandad. Se hizo penitente y buen pastor, testigo y discípulo, formador de jóvenes y fortalecedor de veteranos. Confesor a la hora del perdón, portador de la Sagrada Forma, cuando la soledad de la prisión golpeó a tantos amigos, capellán de tropas aprontadas para la guerra, y familiar de los caídos en el momento de comunicar la buena muerte a sus deudos. Se hizo siempre buscador de las cosas de arriba, sin negarse a las legitimas de abajo. Pero él las elevaba, y con humor criollo nos las hacía agraciadas. Quien haya compartido el mate, las caminatas, o alguna porteña o provinciana sobremesa, nos dirá seguramente que así era el Padre Alberto.

Fiel a su identidad su espiritualidad sacerdotal, lo fue también a su formación.

La tenía por crianza y por estudio, por herencia familiar y por dedicación sistemática. Sabía entonces dar respuestas como sabía callar cuando conviene. Las lecturas más impensadas, los autores más heterodoxos, las informaciones más sutiles, los rnanejaba con la misma soltura que la teología moral y la dogmática. A cada cosa su sitio, a cada libro su valor merecido.

Pero no hacía alardes ni posaba de docto. Casi se diría que alardeaba de lo contrario, de escribir poco y «presionado», y de ser cura rural antes que licenciado; tal vez, para no acabar resquebrajadizo como el Vidriera de Cervantes, o apátrida como el canciller alfonsínico de la triste figura, ya que a Cervantes mentamos. Sus modelos no estaban en los cenáculos de la intelligentzia sino en las huellas de Brochero.

Como lo dijera el Padre Coll en logrado romance, «su vida fue este entramado: guerrero, niño y maestro»1. Por eso -por niño y por maestro- conservaba a la par el candor y la preeminencia, la reacción pronta y vivaz junto a la reflexión sesuda. Y por eso -por combatiente- no faltó a ninguna contienda de las muchas y bravas en las que estuvo en juego la defensa de Dios y de la Patria. Acertó Jorge Ferro al dedicarle a su persona un hermoso soneto que recuerda a Faramir, precisamente uno de esos paradigmas del guerrero, que dibujó con maestría Tolkien en El Señor de los Anillos…

«Tal vez en un reflejo, en una sombra,

en un crujir de avios y de cuero

me pareció que adiviné tu paso.

O es la llama brillando en el acero

cuando el fogón amigo en un ocaso,

revive con la voz del que te nombra».2

Son palabras que se le aplican y que nos llenan de esperanza.

Pero ¿qué era ser sacerdote para este hombre al que estamos definiendo prioritariamente como tal? El mismo nos lo ha dicho, el 10 de diciembre de 1992, en la Homilía de la Misa de Ordenación del Padre Jorge Hetze: «Hay un misterio grande en el cielo que es la Santísima Trinidad. Y hay un misterio grande aquí en la tierra que es la Eucaristía. En el cielo la Trinidad y en la tierra la Eucaristía. El sacerdocio está unido a la Eucaristía. Jesús los instituyó juntos, y al sacerdocio lo instituyó para la Eucaristía. Es un misterio. Y a veces, precisamente porque ignoran la característica del misterio que tiene el sacerdocio, es que los hombres no pueden comprenderlo. Tratan de entenderlo con categorías humanas, sociológicas, históricas; como si fuera un consejero sentimental, un psicólogo, un sociólogo, un político, un agitador, como si fuera un empleado de la Iglesia. El sacerdote es el hombre de la Palabra. Es el hombre de los Sacramentos».

Figura brocheriana la de Alberto Ezcurra, si se la sigue con afán biográfico, reconstruyendo los nombres y los paisajes que frecuentara en su fecundo itinerario sacerdotal, se verá sin hipérbole que se le aplican los versos con que Belisario Roldán retratara al célebre cura gaucho:

“Bordeando las sierras, el poncho por capa,

va el cura sereno leyendo el Breviario,

debajo del brazo sostiene una estaca

sobre cuyos nudos se enrosca un rosario”

– II –

Así retratado, esta personalidad eminentemente religiosa, no puede entenderse ni evocarse empero sin el otro gran rasgo que definió su carácter: el amor apasionado a la Patria.

Amor afectivo y efectivo, como sabía distinguir acertadamente. Con toda la sensibilidad estremecida frente a la belleza de lo amado, pero fundamentalmente, con el entendimiento y la voluntad prontos para conocer el auténtico bien de lo que se quiere. Querer de complacencia y de exigencia, de beneplácito y de servicio, de emoción y de intelección, de alegría y de pena, puesto que son gemelas a la hora del buen amor.

En el Padre Ezcurra el patriotismo fue -como debe ser- una virtud fundada en el Cuarto Mandamiento. Una siembra y un cultivo, una custodia de raíces antiguas, una tutela de orígenes inamovibles. Un canto fogonero en la alborada, y un llanto contenido ante las ruinas. Nostalgia de grandezas y dolor de cautiverio, orgullo de epopeyas y herida frente al escarnio. El patriotismo se le hizo nomás -según el verso marechaliano- una tarea de albañilería junto a una vocación de agricultura. Pilar y semilla, grano y piedra, surco y adobe. Para que brote la tierra y se edifique, hecha flor y guijarro.

El patriotismo reclama entonces al patriota; esto es, al magnánimo, al pío, al capaz del ascetismo y del sacrificio extremo. A ese hombre nuevo que predicó el Apóstol y que el Capitán Codreanu vistió de cruzado para el rescate cristiano del suelo en que se ha nacido. Se es patriota cabal de la nación que nos ha dado su ser histórico, sólo cuando se empieza por clavar el ancla del alma en el paisaje celeste. «Nuestra ciudadanía nos viene del Cielo», aclarará nuevamente San Pablo (Fil. 3,20).

Entender así al patriotismo, supone comprender primero que la Patria es un Don de la Divina Providencia, una heredad legada por el Dios de los Ejércitos, un patrimonio físico y metafísico inviolable. Con ecos del Paraíso —primer solar humano— y prefiguraciones de la Ultima Morada. La Patria es una parábola trazada perfectamente por el Creador para nuestro cobijo y resguardo. Nadie puede quebrar su trazo irreprochable sin ofender a la Divina Mano que la compuso. La Patria es un aljibe que derrama aquella agua, brotada de la roca en el Comienzo, por voluntad del Padre. Secarla es someterse a una sed que no se calmará nunca: la sed del hombre errante que traicionó su sementera. No hay derecho a proscribir lo sobrenatural de la vida de una nación, escribió Monseñor Berteaud, pues es como exiliar al alma del cuerpo, a la gracia de la naturaleza, al Angel de nuestros pasos. Y cuando esto ocurre, los países caen desplomados y se tumban sin sentido. 3

Así concebía a la patria y al patriotismo el Padre Alberto Ezcurra. De un modo pleno, profundo, hondamente teológico, sacramental. Sabía que ni la clase ni el partido, ni la raza ni la geografía son razones suficientes y lícitas de un recto nacionalismo. Sólo el afán de construir la Cristiandad en el tiempo y en el espacio en que hemos sido plantados. Sólo el combate por instaurar en Cristo los límites visibles e invisibles de la argentinidad.

Era lógico entonces que hiciera de la patria y del patriotismo un tema de predicación permanente. Aunque pudiera costarle la sangre, como al Padre Popieluszko, a quien tanto admiraba.

La Argentina que surge de sus sermones patrióticos4 es la que debe ser, porque ya fue. Porque demostró su ejemplaridad en la historia y en su proyección universal. La que fundaron los Reyes Católicos con un gesto imperial y misionero. La que expulsó al hereje y tributó sus estandartes a los pies de María. La que eligió los colores de su manto para tener bandera. La que escaló los Andes para mirar más alto la independencia de América. La que alistó a sus gauchos para servir de antemural y de baluarte, de fuerte y centinela. La Argentina de Hernandarias y Saavedra, de San Martín y Güemes y Belgrano. La que fue estrella federal con Don Juan Manuel de Rosas, Caudillo de los caudillos y último Príncipe Cristiano. La de los montes tucumanos enfrentando a los rojos en Manchalá, Acheral o Lules, sin que arrepentimientos mendaces puedan rozar ahora la hazaña que ayer tejieron con sus vidas nuestros soldados. La Argentina del 2 de abril, con sus caídos gloriosos en el suelo entrañable de Malvinas.

No ignoraba tampoco las miserias de la Patria. Quedan descriptas en sus conferencias y homilías, con su estilo directo, entusiasta, reiterativo. Pero nunca lo asaltó la tentación del pesimismo, ni la desesperación de una autocrítica despiadada, ni el exceso verbal de juzgarnos nada más que lodo, ruinas, fealdad y oprobio. Como la Dulcinea de Castellani, tras el cuerpo marchito y el corazón llagado, él veía una dama por la que era impostergable batirse, hasta restituirle el rostro de los días inaugurales.

La esperanza lo asistía. Aquella sin desaliento de la que hablaba José Antonio. Y lo acompañó hasta el final, con más motivos, porque precisamente en vísperas del tránsito -cercano ya a la Iglesia Triunfante- entreveía que por el misterio de la Comunión de los Santos no cabe pensar en el abandono de las creaturas por parte del Creador.

La Argentina no nació factoría, mercado, colonia o muladar. Una proa mariana desembarcó en sus playas, una Cruz Redentora izó el aire de octubre. Una espada sin mancha cortó el velo de ruinas. No puede la causa final guardar desproporción con la causa eficiente. No ha de terminar arrastrada la que nació bajo las alas del Espíritu…

No es la niebla o el ruido o el ocaso

que ensombrecen la plata de tu nombre,

ni este férreo crepúsculo del hombre

anudando tu forma en el fracaso.

Ayer ancló una nave y en su quilla

traía el Partenón, la luz del Foro,

el pendón de Santiago en gualda y oro

para izarlo en el limo de la orilla.

Después al Sur, por río sin frontera,

la vieron navegar entre alabardas

como un galope azul, como un castillo.

Y ahora dicen que muere en la escollera

pero velan arcángeles de guardas

tras la estampa marcial de algún Caudillo

Por esto, porque no puede perderse la esperanza, el Padre Alberto Ezcurra preparó pacientemente, para después de su muerte, un licor exquisito y cuidado, con el que brindaron sus amigos y camaradas al regresar del camposanto. 5

Nadie brinda por la derrota ni degusta ante el fracaso. Nadie alza las copas sin festejo mediante. Fue todo un testamento, redactado en forma de símbolo vivo, por este hombre al que le fastidiaba escribir: el símbolo de la dulzura del licor que vence la acidez del desconsuelo, la dulcedumbre de la esperanza contra el agriamiento de la acedía.

Dicen que un hombre se conoce por sus frutos. Un sacerdote patriota por sus hijos espirituales.

Al mes de su muerte, un seminarista, hoy sacerdote, el Padre Luis Facello, me envíaba una carta que retrata al maestro y al discípulo. Está fechada el 26 de junio de 1993, y no creo cometer infidencia alguna al transcribirla fragmentariamente: «por gracia de Dios», dice, «presencié la última agonía y muerte del Padre. Todos vimos desfilar junto al lecho de una vida que se extinguía, el fruto de Vida en la multitud de sacerdotes y pichones, hijos todos engendrados por el Cura que se iba. Pocos días después iba a tener lugar la ceremonia de Imposición de Sotanas a los de Primer Año. Mientras hacía una apología del hábito se unieron en mi mente dos hechos providenciales, que seguirán allí presentes por lo que quede de mi vida, como ejemplos de lo eterno injertado en el tiempo. Desde que tuve clara la Vocación deseé con ansias la sotana, justamente como signo de aquélla. Luego de la Imposición recuerdo un hermoso abrazo del Padre Ezcurra y la frase que él siempre repetía en estas ocasiones: “Ahora que se encarne”. ¡Quién podía pensar que tres años después yo iba a revestir con esa segunda carne su cuerpo sin vida! Para colmo, luego de revestirlo junto con tres curas y otros dos seminaristas, Dios quiso hacerme otro regalo: entre preparativos y preparativos, quedé unos momentos solo en la habitación del hospital junto al cuerpo del Padre con sus ornamentos sacerdotales. Fueron instantes casi eternos, en que sólo atiné a tomar sus manos enredadas con su Rosario y la Cruz con la que murió, y escuchar su último sermón: el Sermón del Silencio. Nunca olvidaré aquellos días».

Hacia la misma fecha, otro seminarista, también hoy sacerdote, el Padre Hernán Sebastián Sanchez Rioja, publicaba este Romance, cuyo final declara:

«Padre Ezcurra vos que ahora

estás delante de Dios,

acordate de nosotros,

mandanos tu bendición.

Acordate de esta patria

que tanto dolor te dio;

de esta Iglesia que aún combate

cercada de confusión,

de las familias cristianas,

de las que casi ni son,

de tus hijos sacerdotes,

de aquellos en formación,

que no volvamos la espalda

ni se enfríe el corazón,

que no se nos pierda el alma

cegada en la cerrazón:

que aunque el barco se nos hunda

la esperanza en Cristo no.

Remolcanos hasta el cielo

con poderosa oración,

sacanos hasta la orilla

donde no existe el dolor.

Y si acaso te fallarnos

no nos falles nunca vos.»

Son testimonios transparentes que se comentan solos. Y no son por cierto, ni únicos ní aislados; se podrán recoger otros tantos, en cada sitio, en cada alma, donde el Padre caló hondo con su mester de clerecía. Me tocó por ejemplo, el honor de ser invitado por uno de sus discípulos, el Padre Luis Murri, a la parroquia que con entusiasmo firme conduce en el corazón mismo de nuestra pampa:San José, de Quemú-Quemú. En un momento apacible de la pueblerina tarde, unas jóvenes de la parroquia –que no lo conocieron a Ezcurra, pero que escucharon los relatos sobre él que lleno de admiración les comunicó su párroco- entonaron una zambita a su memoria, compuesta por Mariano Coll:

Cejas tupidas el hombre,

orejas de guardamonte,

sabía apialar corazones

en el corral o en el monte.

Lo vide en el seminario

cebando un mate rechoncho,

lo rodeaban los muchachos

como flecos de su poncho…

Con emoción comprendí entonces lo que tantas veces había leído en los maestros griegos: sabrás quién es el héroe, porque su memoria podrá ser cantada, aún por las generaciones que no lo conocieron.

Al volver a San Rafael, tras su muerte –y es otro ejemplo- un puñado de jóvenes me acompañó hasta su tumba. Ya era el verano absoluto, y el sol caía a pleno sobre la placa que protege su féretro. Las letras del epitafio brillaron entonces con más empeño que nunca: Milicia es la vida del hombre sobre la tierra (Job 7,11) La misma divisa que imprimió en la estampa del día de su Ordenación. La misma que lo acompañó desde sus horas juveniles, cuando sacudió la modor ra de los rendidos con la pujanza de un patriotismo vigoroso.

Despues del rezo silente, partimos, sin decírnoslo, con el entusiasmo retemplado. Se percibía con nitidez, unánimemente; la garganta anudada y la boca todavía llena de plegarias. Milagro de la tumba, del sol y la divisa. Milicia es la vida del hombre sobre la tierra.

– III –

Como se ve, si mucho nos legó su vida, no menos comunicó su muerte.

Murió en San Rafael, el 26 de mayo de 1993, después del Domingo de la Ascención y cuando la liturgia aguarda la fiesta de Pentecostés. Entre familiares y amigos, discípulos y hermanos en el sacerdocio, escuchó las oraciones y los rezos, y finalmente el silencio. Escuchó las voces humanas que lo despedían y la voz rotunda del Padre que lo llamaba bienvenido. Partió sereno y alegre con la certeza del que conoce la Ciudad que lo aguarda, con la confianza en un reencuentro entrañable claramente previsto y postergado.

Es que la muerte no fue una sorpresa para él. La sabía próxima e inevitable y se preparó a recibirla con hospitalidad cristiana. Hablaba de ella con naturalidad y sin afectaciones, sin una sola queja espiritual o física, sin un reproche trágico ni solemnes anuncios. Y con un admirable sentido del humor que distendía nuestras visitas y nuestros diálogos —aún sabiendo que podían ser los últimos— y cubría con gracia lo que sin su grandeza hubiera resultado dramático. Nunca permitió que la conversación girara sobre sus malestares o sus dolorosos síntomas, ni tuvo la humana tentación de inspirar pena o de suscitar condolencias. A su lado la palabra era memoria de antiguas luchas, compromiso de esfuerzos presentes y enseñanza festiva de las grandes verdades, Como Tomás Moro, la adversidad no doblegó su risa, ni lo despojó tampoco de los legítimos deleites que compartió hasta el final con quienes quería. Sabía que cada día trae su afán y vivía sencillamente la parábola de los lirios del campo. El pan y el vino eran en su mesa emblema de camaradería, y en sus manos consagradas el Cuerpo y la Sangre del Señor. Misteriosa juntura de lo natural y de lo sobrenatural que transmitía en todos sus actos. Y así, verlo en su cuarto del Seminario o en su casa, en la predicación o en la conferencia, en la tertulia o en la homilía, era verlo varonilmente entero, hecho para el combate de abajo y para la contemplación de “las cosas de arriba”.

Alberto Ezcurra, lo dijimos, quiso ser y supo ser egregiamente sacerdote de Cristo. Cualquier visión de su personalidad que omita o desdibuje este atributo, angostará su verdadera imagen e impedirá su cabal comprensión. Porque no llega al sacerdocio por descarte o por resignación de proyectos humanos. Llega en la plenitud de su dodlidad al requerimiento divino. No abandona responsabilidades contraídas ni pretende encontrar refugios fáciles. Elige la senda angosta y difícil, a la intemperie y al descampado de las protecciones mundanas. Elige el Orden Sagrado que es el más audaz encuadramiento que puede preferir el alma bautizada. Y se queda para siempre con esa “mejor parte”, en cuya defensa el sacrificio y el heroísmo se vuelven exigencias cotidianas. El mismo lo decía siendo ya seminarista: “Dios me quiere aquí… El conoce el plan general de la batalla y yo soy un soldado y cumplo órdenes”. Es vana “la actividad aparente del que goza de una falsa libertad en la patria encadenada… Todo es inútil si falla el hombre… Hay que vivir plenamente el estilo, dar un testimonio de vida y de conducta”. Por eso el sacerdocio: para mejor responder al Dios de los Ejércitos, para forjar la verdadera libertad y la genuina victoria, para labrar en el hombre un testimonio y un estilo capaces de rescatar a la patria prisionera.

Y en tanto sacerdote cumplió fielmente con su ministerio, desbordándose en gestos de amparo, especialmente con los más humildes. No se crea que es ésta una de esas frases de circunstancias inevitablemente estampadas en las necrológicas. Un vívido anecdotario ratifica la aserción y una multitud de testigos no nos dejan mentir. Cuando el Padre Alberto misionaba elegía los parajes más desatendidos e inhóspitos, allí donde los criollos habían sido abandonados a su suerte por la perversidad del sistema dominante. Y volvía de la misión, rico en experiencias apostólicas y en decires campestres que solía aplicar en sus clases y cursos. Su gloria —gustaba repetirlo— no era tanto haber estudiado en Europa cuanto haberse desempeñado como cura rural. Se cumplió en él una vez más la sentencia de San Pío X: “los mejores amigos del pueblo no son los revolucionarios o los innovadores sino los tradicionalistas”.

Este don de congeniar con los más sencillos —de hablarles claro y sacarlos del error, de entusiasmarlos en la recuperación de los valores superiores— le venía desde sus años de fogueada juventud. Una de esas cientos de anécdotas a las que antes aludíamos, y que están ligadas íntimamente a su memoria, nos lo recuerda discutiendo en plena calle con un empecinado marxista. Ante la ausencia de argumentos —pues le habían sido prolijamente refutados— el contrincante no encuentra otra fórmula de ataque que el cansado latiguillo del elitismo y del señoritismo burgués. Pero entonces sucedió lo imprevisto: desde un camión de recolección de residuos no de los sofisticados de ahora sino de los ennegrecidos de antaño— un morocho fierazo reconoció a Alberto Ezcurra. Lo llamó por su nombre y por su jerarquía en la militancia nacionalista, clavó el brazo en lo alto y vivó estentóreamente a la patria. La discusión acabó exitosamente por razones de fuerza mayor. Prefiguración brocheriana de lo que vendría. Le caben los versos del Padre Triviño:

“La vida ‘el hombre es pelea

-decía Job el paciente-

el cristiano a veces siente

cansaduras y flojeras,

en las figuras señeras

uno apriende a ser valiente

Junto a este don le había sido dado otro no menos llamativo: el de la palabra fogosa. No la expresaba en el coloquio donde su tono bajo y confidente era indicio de una cultivada discreción y de un pudor señorial ajeno a toda ostentación. Pero estallaba vibrante y sonora en el magisterio público. Diáfana y palpitante, cargada de razones y emociones, punzante y esperanzadora, sabia en doctrina y en consignas morales. Sabido es por quienes lo siguieron de cerca, que muchas de sus homilías arrancaban aplausos espontáneos y prolongados, que él —orador sagrado ante todo— trataba de evitar inútilmente por respeto al recogimiento del templo. Pero era difícil sustraerse a la pasión cristiana y argentina de su particular elocuencia. Todavía hoy, en el Carmelo de la calle Charcas, en la Parroquia de San Nicolás de Bari y en la Basílica del Pilar, una feligresía asombrada se sigue preguntando quién era ese cura que los sacaba del letargo y del pacifismo cada vez que enarbolaba sus homilías como un estandarte en la Cruzada.

Así habrá que recordarlo: apóstol y misionero, juglar de Cristo Rey y maestro de novicios, por quienes preguntó con insistencia —ya en estado inevitablemente agónico— cuando la voz se le quebraba con la vida. Sacerdote para siempre, en la cátedra y en el confesionario, en el altar y en la plática, en la capellanía y en la vigilia ante el Sagrario; visitando amigos en la prisión o recorriendo gremios en actitud pastoral. Confortando enfermos y predicando retiros.

– IV –

Pero sin mengua alguna de esta condición sacerdotal —que insistimos en resaltar como preeminente— hay otro rasgo capital en la personalidad de Alberto Ezcurra que no vemos por qué deba ser omitido. Se trata, como es obvio, de su encuadramiento activo en las filas del nacionalismo. El mismo lo convirtió en símbolo y en leyenda y fue objeto incesante de los más dispares comentarios. Hasta dos meses antes de su muerte, la publicación de un conocido lunático que medra con nuestra historia, le dedicaba unas páginas al mítico Jefe de Tacuara. Los enemigos solían resaltarlo y recordarlo para desacreditar su obra y su figura; y los amigos —según fas preferencias— miraban aquel pasado con “imperdonable” añoranza o con una tácita solidaridad a la distancia.

Y sin embargo no parecería ser así para él. Ni aquella peculiar jefatura política le pesaba como una culpa, ni veía en la militancia una conducta pretérita. Era fiel a sí mismo, y como quería León Degrelle, andaba recto y sin ceder en nada, firme con sus anhelos y con los días de su juventud. “Ni me olvido ni me arrepiento”, repetía cada vez que cuadraban las circunstancias, y cuando a fines de 1991 tuvimos ocasión de hablar juntos sobre el libro de su ilustre padre: Nacionalismo y Catolicismo, arrancó vítores en el veterano auditorio con sus definiciones tajantes y su convocatoria a la reconquista nacional. Antes —¡cómo olvidarlo!— había pronunciado su notable responso frente a los restos repatriados del Restaurador. Los que seguíamos sus palabras tras los muros de la Recoleta podemos dejar constancia del arrebato patriótico que suscitaron. Un frenesí de banderas coronó la ovación de aquel gentío que, al fin, en medio de tanta hibridez oficial, recibió los únicos conceptos que se debían escuchar en semejante día. Alberto Ezcurra era otra vez el dueño de la calle. Y el hombre era otra vez él más su leyenda.

Mucho se viene publicando sobre el nacionalismo en los últimos tiempos. El tema se ha puesto enfermizamente de moda, y los libelos de circunstancia que van apareciendo compiten en ficciones. En todos ellos las referencias Tacuara y a Alberto Ezcurra resultan inevitables. Pero no entienden nada. Roberto Bardini escribe desde la deserción del nacionalismo católico, Daniel Gutman, Leonardo Senkman o Daniel Lvovich desde la Sinagoga, Sebrelli desde la contranatura, David Rock desde la CIA, Marcelo Larraquy y Roberto Caballero desde el amarillismo periodístico. ¿Cómo podrían desde tan mezquinas perspectivas rozar apenas la intelección de un alma como la de Alberto Ezcurra? Contestarles sus dislates sería darles la entidad de interlocutores válidos. Quede apenas señalada nuestra protesta, y sigamos adelante.

Porque algo quiso decimos el Señor con su vida. Y bien podría ser —entre tantas cosas— el que comprendamos definitivamente que son posibles la Fe y la Milicia, la Adoración y la Acción, la Espada y la Cruz, el amor a Dios y el amor a la Patria. Que es posible —como él mismo lo escribió hablando de su admirado Codreanu— la regeneración de las naciones cristianas sometidas, si se advierte que “la lucha no puede ser meramente política”. Es necesario para instaurar el Orden Nuevo, formar al hombre nuevo del que nos habla el Apóstol. Y ese hombre nuevo no se labra desde la sociología sino desde la teología. Se forma en la contemplación del Santo y del Mártir, del Místico y del Profeta; en la imitación ascética de las conductas heroicas, en la disciplina de la oración y del sacrificio, del trabajo y del combate. “Cuando un pueblo es arrastrado por sus gobernantes a la corrupción… no queda para la reconquista otro camino que el de la Cruz y el del martirio… El mal no se agota en las formas externas de un sistema político falso o injusto: tiene raíces en el orden sobrehumano del espíritu. Por ello sólo tiene sentido una lucha que abarque toda la complejidad de estos distintos aspectos”. Son palabras suyas que lo contestan todo. Y que descifran el misterio —si aún permanece tal para alguien— de por qué Alberto Ezcurra abraza la universalidad del sacerdocio sin olvidarse jamás de esta singular Argentina. De por qué su concepción de la política y de la guerra pendiente por el honor nacional, no podía sino conducirlo a la Viña del Padre, para sembrar y cosechar allí, abundantemente, los más altos y preciados frutos. Para él parecen escritos los versos de Verlaine que tradujera Castellani, hablando de la convergencia de los amores a Dios y a la Patria: “. . .y si es crucificado y verdadero, ya son un solo amor, ya no son dos…”. Y bien podría escribirse sobre su tumba aquello de Marechal que conocía de memoria: “Yo siempre fui un patriota de la tierra y un patriota del Cielo”.

En 1992, hablando postreramente en Buenos Aires, volvió a ratificar su doble condición de católico y nacionalista. Era en una fecha a su medida: el 20 de noviembre; y sólo su enorme fortaleza y su abundante generosidad le permitieron sobreponerse a las limitaciones físicas y darle con su prestigio un espaldarazo de maestro y amigo a mí libro El deber cristiano de la lucha, que le había pedido me presentara junto al Coronel Guevara. Muchísima gente se había congregado para escucharlo, en el viejo salón de la Asociación Patriótica Española. Se sabía, se presentía a regañadientes que, salvo milagro, sería aquella la última vez que podría hablar públicamente en su ciudad natal. Un viejo y leal camarada, el “Chiche” Lapadula había empapelado el centro anunciando el acto. Otro entrañable camarada, José María Trelles, había editado el libro, corriendo con los riesgos, como siempre. Entonces tomó la palabra Alberto y dijo en un momento, pausada y enérgicamente: “Ya no soy joven y estoy enfermo, pero si hay algún motivo por el cual podría pedirle a Dios que me prolongue la vida sería solamente por esto: para seguir luchando. Porque vale la pena luchar y tenemos esa obligación”. Todos supimos, sin decirlo, que era la despedida y a la vez el legado. En mi vida he vuelto a escuchar un aplauso tan prolongado. Aquellas palmas eran las manos amigas que le hacían saber de este modo que estaban con él hasta el final.

Pues ésto nos ha dejado el Padre Alberto Ezcurra. El ejemplo de una trayectoria épica, alegre y clara; el modelo de una contienda viril al estilo de los caballeros templarios. Como el Cid Campeador al Abad Don Jerónimo podría decirse de él: “¡Dios, qué bien lidiaba!”. Y en tanto la causa ejemplar produce efectos de vida y de espíritu que sobrepasan los lindes del cuerpo y de la materia, debe afirmarse con certeza que Dios ha escuchado su pedido, le ha prolongado la vida. Está junto a nosotros, como siempre, presente en nuestro afán.

“Sin duda al llegar al Cielo vio a los muertos de Obligado que lo estaban esperando. Y en el celeste prado florecieron las estrellas federales y los ceibos”. Y habrá visto a José Antonio y al Capitán Legionario. A los caídos de Malvinas y a los soldados de todas las guerras justas que exaltara. A los maestros de la Realeza de Cristo y de la Esclavitud Mariana. A los testigos de la Fe hasta el derramamiento de sangre y a los Caudillos del buen combate y de la recta doctrina. Habrá visto cara a cara la Luz y la Gracia. Y ángeles con tacuaras le salieron al encuentro para ratificar en lo Alto el juramento aquél que pronunciara aquí abajo: “Juro con el corazón y el brazo señalando el testimonio de Dios, defender con mi vida y con mi muerte los valores permanentes de la Cristiandad y de la Patria”.

No es comprensible entonces que a alguno se le escape, siquiera por rutina, la cansada expresión aplicada a los difuntos: “¡Pobre Padre Ezcurra!”. Bienaventurado Padre Ezcurra y pobres de nosotros si no somos capaces de merecer su destino.

Ahora descansa su cuerpo sobre la tierra de San Rafael. Pasarán las estaciones y las siembras, las fiestas de la Ascención y las de la llegada del Paráclito. Pasarán los trigales y los viñedos sobre los campos y los cálices. Vendrán nuevos y antiguos sacerdotes que sentirán su nombre entre campanas.

Pero un día —cuando el Señor de las Batallas disponga la Ultima Avanzada— llegará hasta su tumba la canción entrañable que lo convoque de nuevo a la marcha que nunca abandonó. Y sentirá sus sones repitiendo:

“Despierta camarada, que fresca de rocío

la voz de los clarines te llama a tu deber.

La media luz del alba ya alumbra los caminos:

¡Despierta Camarada! Llegó el amanecer.”

Como tal vez sea cierto que en vísperas de su viaje, haya dicho lo que supuse en un poema que le escribí extrañando su irreemplazable presencia:

Todo está bien, me he puesto la sotana.

El rosario se anuda entre mis dedos

y el viático me alcanza para el viaje.

La clase ya fue dada, quedan libros

entre estampas, recuerdos y cigarros.

Todo está bien, incluso esta madera

que bordea mi cuerpo y lo amortaja.

Los rezos que sin llanto me despiden.

Hago memoria: hay pan y un misal viejo.

Dejé lista la misa de mañana.

Una vez más diré que yo no escribo.

La homilía y la arenga se improvisan

como el Ave María y el Magnificat.

Todo está bien, llegaron camaradas.

Conservan la bandera y el saludo,

esa costumbre de tomar cerveza,

discutir en voz alta, acalorarse,

caminar marcialmente aunque los años

crujan como un navío a la intemperie.

Aquí en San Rafael el sol flamea

-parece un estandarte al mediodía-.

La Ascención del Señor tuvo su fiesta.

Pentecostés me espera, ya en la Casa.

Todo está bien, amigos, la liturgia,

la unción de los enfermos, el recaudo

de colocar a modo de epitafio

la consigna de Job, marechaliana.

Amé la tierra en su raíz antigua.

Serví a los pobres cuando no era moda.

Canté caudillos en la eneida patria.

No me perdonan el responso a Rosas.

Todo está bien. Sirvieron el pescado

picante, con el vino en damajuanas.

Ayer de Paraná o de Buenos Aires

dos vocaciones nuevas me llamaron.

Todo está bien, ya vienen, ya me cargan

(no parezco pesado esta mañana).

El cementerio tiene vista al cielo.

He dejado un licor para la vuelta.