por el R.P. Leonardo Castellani
(capítulo 25 de su libro El Nuevo Gobierno de Sancho)
Del fatigado fin y terminamento que tuvo el glorioso segundo gobierno de Sancho.
l llegar a este punto el arábigo cronista de los 364 días que duró el fatigado cuanto fructuoso gobierno del ilustre y descomunal manchego, escudero de don Quijote y retoño natural de Cervantes, Sancho Panza Primero y Único, cambia repentinamente Cide Hamete (h.) de estilo y tono, tan rotamente que formales historiógrafos llegan a sospechar se deban estas últimas páginas a otra menos agraciada mano, y dejando los rubicundos Febos del comienzo, así como los golpes de bombo, zambomba y zapatetas con que terminaba a la morisca sus diarias estenografías, entre broma y broma empieza a dejar asomar atisbos de intenciones trascendentales que en tal péñola no se sospechaban, por más que se supiese de cuánto tiempo antes el moro Hamete habíase reducido al gremio de nuestra Santa Madre la Iglesia Católica. Pero al llegar a este punto declara también el traductor que, estando ya fatigado de tan prolija como ingrata tarea -puesto caso que los traductores en esta Ínsula se pagan módicamente-, y faltando por otra parte en el legajo que le legara el moro gran copia de hojas, desaparecidas unas y otras evidente y maliciosamente borradas, ha resuelto suprimir por ahora y prometer para una segunda parte todos los restantes días, por no ser éste en modo alguno cuento de mil y una noches sino «grande e general ystoria», y saltar de golpe al heroico y fatigado remate que tuvo no sólo el gobierno, más aún la persona del gran Sancho, sin lo cual fueran altamente defraudados y pondríanle pleito los lectores. El cual fin y acabamiento sucedió después que Sancho se negó a reformar los refranes y licenció al Fabril de Frases Hechas, como antes quedó narrado.
Estos dos graves errores originaron un general descontento, principalmente entre los lenguaraces, traductores, intérpretes, imitadores, pasticheros y demás literatos de la ínsula, los cuales emigraron a la ínsula llamada La Otra Banda, y se aliaron con una gran ínsula vecina muy adelantada y poderosa llamada del Río Enero, comenzando con dinero proporcionado por otras dos inmensas ínsulas defensoras de la civilización y del derecho una intensa campaña contra el gordito y optimista Gobernador, presentándolo como enemigo del Progreso, la Cultura y la Democracia, y armándole conspiraciones por todos lados.
Sancho que por desgracia suya no previó la fuerza virulenta que tienen las lenguas sueltas y alquiladas plumas, a las que siempre despreció un poco, así como a los escribidores engreídos, cometió el tercer error, que fue no alquilar otras plumas y lenguas mucho peores y más salaces para su defensa, y en cambio esperarlo todo de sus obras buenas, de su nunca desmentida excelente intención, y del buen sentido del pueblo. Bien es verdad que en este punto falló como consejero, según parece, el Capellán del Reino. Y así llegó aquella noche triste -que en los anales de la Ínsula Agatháurica se llama todavía la Noche Magna y Fatídica- en que las fuerzas libertadoras y extranjeras cercaron el palacio Dusal y las fuerzas fieles se presentaron a Sancho para animarlo y corroborarlo, desolado y sentado solo en medio de su inmenso y sepulcral palacio.
La presentación fue en este modo.
Entró primero un grupo sumamente heterogéneo de gentes vestidas de toda guisa, creo que hasta monjas y clérigos había entre ellos, y no pocos militares, estancieros y profesores. Los guiaba un hombre alto, delgado, atezado, de paso flexible y gauchesca indumentaria.
-¿Qué hay? -dijo Sancho.
-Señor -dijo el gauchito-, somos los nobles de la Ínsula.
-En mi Ínsula no existían nobles. Éramos todos democráticos.
-Existían, señor, pero desconocidos. Ni ellos mismos lo sabían claro.
-¿Y usté quién es, que me parece lo conozco?
-Soy el hijo mayor de Martín Fierro. Así nos pasaba a nosotros. Apenas nos topábamos nos parecía bruscamente conocernos. Vivíamos desapartados. Ésa fue nuestra fatalidad.
-¿Y qué es un noble? -dijo Sancho.
-Difícil es de definir, señor. Eso se siente y no se dice.
-Es un hombre de corazón -saltaron en el grupo voces por todos lados-. Es un hombre que tiene alma para sí y para otros. Son los nacidos para mandar. Son los capaces de castigarse y castigar. Son los que en su conducta han puesto estilo. Son los que no piden libertad sino jerarquía. Son los que se ponen leyes y las cumplen. Son los capaces de obedecer, de refrenarse y de ver. Son los que odian la pringue rebañega. Son los que sienten el honor como la vida. Los que por poseerse pueden darse. Son los que saben cada instante las cosas por las cuales se debe morir. Los capaces de dar cosas que nadie obliga y abstenerse de cosas que nadie prohíbe. Son los...
-Basta -dijo Sancho-, entiendo. ¿Entonces noble es aquel que sabe hacer las cosas bien y no puede prestarse a la chapucería?
-Así es, señor. Y ésa fue nuestra desgracia.
-¿Cómo desgracia?
-Nos desalojó de por todo el mercantilismo de la época. Cuando no nos dejaban hacer las cosas excelentemente, renunciábamos despechados, y ocupaba nuestro puesto un plebeyo simulador, un imitador o pastichero. Y así imperceptiblemente el oro se volvió oropel, el oropel chamelote y el chamelote basura y todo se vino abajo.
-¡Qué lástima! -dijo Sancho-. Había que, haber aguantado de cualquier forma y haber sido santamente más bribón que los bribones, y, como dijo el profeta Jeremías, más caradura que un judío.
-Nos faltó la unión, señor. Muy personales éramos. El águila anda sola.
-Así es -dijo Sancho-. Esto era lo que yo sentía y no entendía en mis rutas por la Ínsula. De golpe me encontraba con gente que a la media palabra nos entendíamos y solamente verlos moverse me parecían hermanos. Y eran toda gente escondida, silenciosa, humillada, alejada, achatada mismo, como diría Ramón Doll.
-Señor -dijo el gaucho-, somos nosotros, que ahora ante el peligro nos hemos unido y queremos antes de nada nombrarlo a Su Excelencia Caballero y Noble.
-¿A mí, noble? -dijo Sancho-. Mi madre fue porqueriza y mi padre estripaterrones y yo no soy más que un palurdo, con muchas mañas y muchos refranes.
-Aquí entre nosotros hay varones pobres, Gobernador, aunque de suyo para volverse noble es conveniente cierta holgura. Pero éstos suplían con la fe cristiana.
-¿Son cristianos ustedes?
-Casi todos.
-¿No hay judíos?
-Hay dos, Esplendencia, pero convertidos.
-¿Convertidos, seguro?
-Nos ofende dudándolo, Esplendor. No estarían de otro modo con nosotros, y más en este instante de aprieto.
-Es cierto -dijo Sancho-. Yo contra los judíos no tengo nada, si son como mi compadre Ricote, aunque todos los que he conocido no recuerdo ninguno que tire por este camino, quiero decir, que no sea comerciante. ¿Hay comerciantes entre ustedes?
-Ninguno, Esplendencia, aunque hay dos o tres abogados que no ejercen, y uno que ejerce, pero que es muy pobre.
-Bueno, si ustedes quieren hacerme el honor de nombrarme noble -dijo Sancho sonrojándose todo como una delicada doncella-, yo... no saben el consuelo que me dan en este momento en que mi Reino y mi vida están puestos en aventura.
Desplegó el gaucho un gran estandarte con la efigie de María Santísima de Luján y lo plantó en el suelo; y una amplia espada desenvainando que arrojó por todo el ámbito del recinto un resplandor peligroso y triunfal, pidió a Sancho que se arrodillara y rezara un Credo y una Salve, mientras él recitaba la consagración y le daba sobre las espaldas un sonoroso planazo que Sancho recibió más firme que un virote; después de lo cual una doncella le calzó unas grandes nazarenas y un clérigo lo roció con agua bendita. Mas Sancho levantándose lleno de ánimo y bríos antes que lo indicara el Ceremoniero, arrancó de manos de Martín Fierro (hijo) la antigua espada y ciñéndosela él solo a la cinta dijo con hidalguía:
-Ahora me siento capaz de morir matando, como a gobernadores cumple. Ahora brotó en mi alma la enterrada semilla del espíritu de mi Señor Quijote. Vayan las mujeres a casa, antes que se acabe de cerrar el cerco, que no debe tardar mucho según oigo que arrecia la gritería.
Íbase a cumplir la orden cuando se abrieron de nuevo los portalones y entró otra delegación, compuesta casi toda ella por viejitos y viejitas infinitamente venerables, dulces y mansitos, con unos ojos grandes, penetrantes y duros, que avanzaban caminando por los mármoles como si no tocaran el suelo.
-¿Qué es esto? -dijo Sancho-. ¿El asilo San José?
-Somos la sabiduría -dijo el muchacho joven y resuelto que los conducía-. Somos los varones y mujeres de la Ínsula que hemos llegado a ser sabios y venimos a defenderlo; y no solamente a defenderlo, sino a proclamarlo uno de nosotros.
-Medrados estamos -dijo Sancho- con tales defensas y tantas proclamaciones. Leña es lo que se quiere aquí ahora. ¿Sabios en qué son ustedes?
-Somos sabios en sabiduría.
-¿Son todos maestros y profesores universitarios? Echáronse a reír todos los viejitos con un armonioso rumor de agua y niños jugando; y al fin contestó el jovenzuelo.
-Algunos aquí son simples madres de familia, de aquellas antiguas familias numerosas, mujeres muy sencillas, pero muy listas y muy piadosas. Yo mismo no soy profesor, y lo que sé de la vida me lo enseñó la cárcel.
-¿Quién es usté?
-Soy el otro hijo de Martín Fierro -dijo el mozo.
-Gran hombre debió ser aquel Martín -dijo Sancho- por las mentas.
-Hombre entero fue -dijo el mozo no sin orgullo-, que lo único que supo hacer fue no renegar un solo instante de su Dios, de su tierra y de sus padres; y obrar en consecuencia.
-¿Y en eso está la sapiencia?
-Eso es imprescindible por de pronto; pues, ¿qué puede saber de nada quien a ser hombre no aprende?
-Y ustedes dicen que yo... Yo soy una bestia -dijo Sancho- y un paleto.
-Usté ha gobernado con un sentido común inconmensurable -dijo Fierro-, aunque ha abusado un poco de la fanfarria. Y el sentido común es la médula de la sapiencia.
-Dios sea alabado si algo me ha dado -dijo Sancho medio llorando y tratando de hablar fino-, y a ustés vaya la espresión de mi mayor...
Adelantose el gauchito con garbo y puso entre las manos del acongojado Gobernador un gran diploma en pergamino miniado de azul y oro que lo nombraba en premio de sus servicios a la patria Idóneo en Ética y Sabio honoris causa, mientras aplaudían y hasta lloraban de emoción los circunstantes y medio se desmayaban algunas señoras, sobre todo oyendo la grita y vociferío que hacían al otro lado del foso los enemigos.
Quiso Sancho salirles al encuentro, después de guardar el diploma en el seno, cuando se desportalaron otra vez las puertas y entró una tercera delegación de gente muy modosa, tranquila y decidida, cantando una especie de himno en latín, y con rosarios y crucifijos en las manos.
-¿Hay procesión? -dijo Sancho.
-Señor, son los Católicos de la Ínsula que vienen a ponerse a sus órdenes.
-¿Tan pocos católicos hay en mi Ínsula?
-No somos tan pocos. ¿Y las otras dos delegaciones?
-Yo creía que casi todos eran católicos en mi Ínsula.
-De nombre lo eran todos -dijo el avispado muchachón que dirigía-; y con el nombre mercaban y granjeaban algunos falsos; de corazón hemos quedado nosotros.
-¿Y mi amigo el Doctor Pedro Recio, que yo busco infructuosamente entre los nobles?
-Hace mucho que se pasó, señor, a los enemigos.
-¿Y el Bachiller Carrasco, que debía estar entre los sabios?
Todos los delegados callaron tristemente.
-¿Y el Capellán? -prorrumpió de golpe Sancho, levantándose temblón y desesperado y alzando las manos al cielo-. ¿Y el Capellán, Santo Dios, que debería estar entre vosotros?
Los Católicos se miraron entre ellos y al fin dijo uno de ellos titubeando:
-Estaba con nosotros ahora mismo. Cuando entramos en el castillo y el cerco enemigo se cerró del todo nadie lo ha vuelto a ver de nuevo.
Sonrió tristemente Sancho y meneó la cabeza murmurando no sé qué refrán o dístico; mas de repente se puso serio y preguntó ansioso:
-¿Y la descomunión? ¿No existía la descomunión?
-Existía pero no se usaba. Todos tenían el derecho de llamarse católicos y bastaba reclinarse contra una barandilla para que los sacerdotes les diesen la hostia, aunque sea a un criminal y a un loco.
-¿Pero no se conocían por las obras?
-Señor, bastaba hacer un diner danzante en honor de los leprosos y un bridge de caridad por las provincias pobres para ser católica distinguida; bastaba hacer un discurso en el tercer Centenario de la Compañía de Jesús para ser archicatólico y Ministro de Educación.
-Entonces -dijo Sancho con animación- se ve que no había jerarcas prácticos.
-Todos los jerarcas eran prácticos -dijo el joven adalid-, grandes truchimanes en juntar plata, llevar libros, hacer altares y aplicar el derecho canónico al prójimo. Los que faltaban eran gobernantes teóricos.
-¿Gobernantes teóricos?
-Sí, señor, gobernantes teólogos.
-Pero yo creía que los hombres inteligentes no servían para gobernar.
-Esa voz hacen correr los mediocres engreídos, cuando les entra la angurria del mando. Al revés, sólo al inteligente le toca regir. El que no sabe es como el que no ve -dijo el joven.
-Los hombres sabios no son hombres ejecutivos -dijo Sancho, por gusto de discutir más que por otra cosa.
-Mejor no ejecutar nada que ejecutar mal -retrucó el otro-. Dígame, ¿para guiar un barco, hay que tener ojos o hay que tener manos?
-Las dos cosas -dijo Sancho.
-Si sólo disponemos de un ciego y un manco, ¿quién debe ser timonel?
-El manco debe mandar al ciego que mueva la rueda y el ciego moverla -dijo Sancho-, y me extraña la pregunta. Eso es claro.
-Bien, Gobernador. Eso enseña Santo Tomás. Y eso prueba, Gobernador, que usté es soberanamente inteligente y por eso fue buen gobernador; y por tanto, siendo bautizado y habiendo cumplido su deber de estado, nosotros hemos resuelto nombrarlo Católico Auténtico y Pasable, a pesar de su mal genio, sus caprichos, su terquedad, la paliza que le aplicó al Porteño Pequeño, el duelo a revólver que tuvo con el Gran Figurón y las hablillas que corren de si tuvo o no tuvo usté algo que ver con Aldonza Lorenzo cuando le llevó el mensaje de don Quijote.
Sonrió Sancho de nuevo más tristemente que antes sin saber qué responder, y el gauchito se acercó a imponerle un escapulario del Carmen y entregarle la gran cruz de acero de la ceremonia; mas en este punto fue cuando empezó a tronar la artillería enemiga batiendo los muros y empezó a ensordecer el rugido de la soldadesca y los gritos de los capitanes arengando a su gente en uruguayo y brasileño, al mismo tiempo que las tropas enemigas se lanzaban al asalto, cantando a coro su himno nacional llamado El Himno de los Redactores de la Prensa, que el cronista intercala en este punto y nosotros intercalamos por ende y por fidelidad histórica, aunque vemos claramente que los tales versos, a pesar de su valor poético, rompen enteramente el hilo de la historia.
Dice, así:
Oyó Sancho atentamente las formidables marejadas del poderoso y laberíntico himno desde las barbacanas y después volviéndose lentamente hacia la muchedumbre de las tres delegaciones, les preguntó con esa voz lejana y como soñada de los agonizantes:
-Señores, no sé lo que me pasa. En estos momentos mi alma se ha conturbado y ¿qué diré? ¿Cómo lo explicaré? Me parece que nada de esto, por terrible que parezca, existe de verdad y que todo es mentira, ficción y sueño. ¿Existen ustedes? ¿Existo yo?
-Yo existo por lo menos -dijo con resolución el joven líder de los Últimos Católicos- y existiré siempre.
-¿Cómo te llamas?
-Yo soy el gaucho Picardía, entenado de Martín Fierro.
-Te volviste católico ahora.
-Siempre lo fui -dijo Picardía-, a pesar de ser enamorado y amigo de las bromas. Usté sabe que los católicos somos siempre en una nación los más pícaros de todos -le dijo guiñando un ojo.
Mirolo con severidad Sancho, por entender que no eran aquellos gravísimos momentos buena coyuntura para chistes; pero Picardía se echó a reír como un chiquilín, diciendo:
-¿Acaso no robamos el cielo, o nos lo regalan sin merecerlo, después de haber estado haciendo el tonto toda la vida? ¿Y no es esto la mayor picardía?
-Fuera de bromas -dijo Sancho-, contéstemén a mi pregunta. ¿Existe la Ínsula Agatháurica? ¿Existe la afamada República del Plata? ¿No es un sueño de nuestras mentes idealistas? ¿Es una verdadera nación este montón abigarrado de gentes que no se entienden? ¿Es una verdadera capital este agloberrado horripilante de barracas con pretensión de rascacielos? ¿No hay cuatro -296- ínsulas o catorce o tres o dos almenos en este inmenso territorio desarticulado? ¿Cómo puede ser una nación real este conbloberrado heterogénero de vasos no comunicantes? ¿Y quién es el que gobierna aquí de veras y al fondo? ¿Y cuál es nuestro ideal, qué es lo que tenemos que hacer en el mundo? ¿Y cuál es nuestro canto y cuál nuestra bandera y cuál nuestra lengua verdadera, sacando la lengua de comerciar y sacando el tango? ¿Y cuál es nuestra religión, somos moros o cristianos, si éstos son todos los católicos que hay y el jefe dellos es Picardía?
-Señor, Agathaura existe -gritaron todos los fieles-, y nosotros queremos que exista.
-Agathaura formal existe solamente en mi mente y en las entretelas de mi alma, y en las almas de ustedes primero: en ese querer entrañable que Agathaura exista. Afuera de nosotros -dijo Sancho tristemente- sólo existe el material de Agathaura, la estofa de Agathaura, las ruinas de Agathaura, las ruinas de un sueño pasado y el material escombroso de un inmenso sueño futuro. Este país está por hacer, hay que construirlo todo desde abajo. Señores, no me lo nieguen, desde el primer día de mi desastroso gobierno me di cuenta...
-¿Y qué importa? -gritaron todos-. ¿No es ésa la mejor manera de existir una ínsula? ¿Como ruinas de un sueño pasado y material rebelde crudo de un ensueño presente?
-Entonces ¿están conformes con eso sólo?
-¿Conformes? Alegres estamos y jubilosos y damos gracias al cielo por ello. Eso nos basta, ni merecíamos tanto.
-Entonces -dijo Sancho-, no me toca a mí hacerme el melindroso. ¡A las armas y al foso! ¡A todo el que muera, yo no le prometo una estatua sino la gloria eterna! -gritó desenvainando la enorme espada que le arrastraba, habiendo sido del señor don Quijote, y haciendo resonar las nazarenas-. ¡Afuera las espadas, y vamos a regar con nuestra sangre -precedida de la de muchos enemigos- la semilla mental invisible de la Agathaura futura!
Lo que después siguió es ya demasiado conocido por la historia de la Ínsula, a la que no es nuestro intento suplantar mas solamente completar en estas desgajadas crónicas. Lo único que añadiremos es que Sancho no murió propiamente en este combate, que sostuvo con valentía, aunque allí ciertamente perdiera el Reino, el nombre y también la honra, a causa de que sus vencedores escribieron luego por su cuenta la historia de su casiaño de gobierno, y esparcieron en ella las groseras calumnias de que no supieron librarse hasta el descubrimiento deste legajo ni siquiera historiadores como el licenciado Alonso Álvarez de Avellaneda y el doctor don Armando Legomale. Nos consta fehacientemente que Sancho el Único murió en la Patagonia, que dejó testamento y un hijo oculto al cual designó el solo sucesor legítimo de su trono, y que sus últimas palabras y confesión fueron recogidas por el capellán del Reino, ex arzobispo cismático de Caseros, el fraile Aldaba, que providencialmente fue a caer allá después de los mil vericuetos y trastornos de su aprovechada vida.
Cuya última entrevista y testamento hemos de escribir por cierto, pero en un libro diferente a éste, más serio y documentado, que anunciamos desde ahora al benévolo lector -no sea que nos vaya a salir también a nos un El Quijote apócrifo-, con el epígrafe de La verdadera vida y milagros de la sin par Dulcinea del Toboso, alias Aldonza Lorenzo, amada de don Quijote y querida de Sancho, de acuerdo a las fuentes originales y a nuevos manuscritos inéditos recientemente manufacturados; o sea, por verdadero título Su Majestad Dulcinea.