por
Pío Moa (para conocer al autor haga click sobre su imagen)
Comentario:es un historiador no católico, proveniente del PCE (partido comunista español), que en su afán de objetividad histórica ha terminado por ser "políticamente incorrecto".
Tomado de Conoze (visto en La Catapulta)
egún una opinión muy divulgada por ciertos medios, la Iglesia es la principal culpable de las desdichas y violencias, especialmente las guerras civiles, que han sacudido a España en los dos siglos pasados. La causa estaría en el fanatismo y cerrazón eclesiásticos ante los derechos humanos y las nuevas corrientes políticas. Esa acusación ha sido asumida incluso por muchos cristianos o próximos al cristianismo, y se puede leer hoy en órganos conservadores sin que levante críticas o protestas.
Sin embargo, los hechos desmienten por completo tal idea. Lo que olvidan esos críticos es que el liberalismo llegó a España, en gran medida, no a través de su versión anglosajona, consciente de sus raíces cristianas y en todo caso respetuosa con ellas, sino de la tendencia revolucionaria francesa, el jacobinismo, introducido aquí por la invasión napoleónica. La Revolución francesa fue realmente la fragua de los totalitarismos que iban a asolar el mundo en el siglo XX. Comentando los destrucciones de estatuas por los talibanes, el dramaturgo Arrabal recordaba recientemente las fechorías, enormemente peores, de los talibanes revolucionarios franceses contra edificios y obras de arte. Ello aparte de la institucionalización del terror, el genocidio y una mortífera persecución religiosa.
En España, la invasión francesa trajo los mismos efectos: matanzas, devastaciones y saqueos de obras artísticas, conductas vistas por los españoles de entonces, casi unánimemente católicos, como sacrílegas e intolerables. Es lógico, vista la cuestión desde un ángulo neutral, que no sólo el clero, sino también la gran masa de la población, entendiera aquellas prédicas sobre los derechos del hombre como el pretexto y encubrimiento del crimen, pues, efectivamente, así fue.
Sin embargo, el jacobinismo se asentó en el país, sobre todo, a través de logias masónicas militares, tuvo el anticlericalismo como su rasgo más marcado, y no contribuyó en lo más mínimo a cambiar las ideas que la gente se había hecho sobre él a partir de la experiencia. Al contrario. Muy débil, por su aislamiento, el jacobinismo recurrió enseguida a la violencia: suya es, contra lo que muchos creen, la invención de los pronunciamientos militares, tan dañinos para la estabilidad del país durante el siglo XIX. De él proceden las incitaciones al asesinato de frailes, con calumnias como la de que habían envenenado las fuentes. La Desamortización de Mendizábal fue otro hecho indicativo. La medida, seguramente necesaria, pero realizada a la manera jacobina, es decir, brutal y sin respeto al derecho de propiedad, resultó asoladora. Cientos de miles de personas que vivían en terrenos eclesiásticos fueron expulsadas, formando un ejército de mendigos, delincuentes y otros marginados, abono para la demagogia y la convulsión social. La desforestación fue muy intensa. Grandes bibliotecas se dispersaron o se perdieron, obras de arte de primera magnitud desaparecieron, se hundieron joyas arquitectónicas. Un ejemplo entre muchísimos: el Gobierno ordenó destruir el monasterio de La Rábida, cuna del descubrimiento de América, y sustituirlo por un monolíto. Todo ello no impedía a nuestros jacobinos invocar exaltadamente la cultura.
A lo largo del siglo XIX y parte del XX, continuaron estas conductas, más o menos esporádica o sistemáticamente. A principios del siglo XX Ferrer Guardia, ídolo de muchos progresistas, preconizaba "una revolución sangrienta, ferozmente sangrienta", y la llevó a la práctica, en lo que pudo, mediante salvajes atentados. Las posturas jacobinas, mezcladas con las revolucionarias socialistas y anarquistas, culminaron en la II República, inaugurada con la quema de más de cien edificios: conventos, bibliotecas (incluyendo la segunda de España), centros de enseñanza y formación profesional, laboratorios, esculturas, cuadros, etc.
El fanatismo jacobino, aliado con el socialismo revolucionario, rechazó la victoria electoral, democrática, del centro derecha en 1933, y respondió a ella con la revuelta de octubre del 34, organizada por el PSOE y los nacionalistas catalanes de la Esquerra, con el apoyo moral de las izquierdas republicanas. Aunque la insurrección solo duró unas horas en Cataluña y dos semanas en Asturias, bastó para la matanza de unos 40 religiosos y la destrucción de numerosos templos, incluyendo la voladura de la Cámara Santa de la catedral de Oviedo, joya invalorable del románico, y de la universidad de la misma ciudad, arrasando su valiosísima biblioteca. Etc.
Todo esto no fue sino un aperitivo, comparado con lo que ocurriría desde febrero de 1936, al ganar las elecciones el Frente Popular y volver al poder el viejo jacobinismo, de la mano de los revolucionarios extremos, anarquistas, socialistas, radicales y comunistas. Como creo haber probado en El derrumbe de la II República y la guerra civil, la actitud izquierdista causante del levantamiento de octubre del 34 no sólo no se corrigió, sino que se extremó, y su victoria electoral se tradujo en el naufragio de la legalidad, manifiesto en oleadas de incendios, asaltos a locales y prensa derechistas, y cientos de asesinatos. Cuando los políticos de derechas urgieron al Gobierno a cumplir su deber poniendo coto al desorden, el Gobierno rehusó, y ellos fueron amenazados de muerte en el mismo Parlamento. Amenazas cumplidas en el caso de Calvo Sotelo, mientras Gil-Robles se salvaba por puro azar. En estas condiciones, la mitad del país (por lo menos) con sentimientos católicos se vio en el dilema de rebelarse o dejarse aplastar. Optó por lo primero, como es sabido.
Sobre la persecución religiosa del Frente Popular en la guerra, no hará falta extenderse, pero sí señalar que fue quizá la más sangrienta que haya sufrido nunca la Iglesia, peor probablemente que las del Imperio Romano o de la Revolución francesa.
En suma, a lo largo de los siglos XIX y XX el anticlericalismo ha dejado un rastro espeluznante de incendios, agresiones, torturas y asesinatos de clérigos y católicos. El rechazo a tales conductas es bien lógico, y no debe confundirse con el rechazo al liberalismo o las nuevas ideas en general. Pues la Iglesia logró un acomodo aceptable con el liberalismo moderado, o conservador, en especial durante el casi medio siglo de la Restauración, único período en 130 años en que España prosperó de modo sostenido. Y durante la República, su actitud fue en extremo legalista y moderada, contra lo que sostienen ciertas propagandas e historiografías sin base.
En la actualidad, el anticlericalismo no hace llamamientos a la sangre, pero no renuncia a su propio pasado, reivindicado explícitamente, o al menos disculpado o embellecido. Naturalmente, todo el mundo tiene derecho a criticar a la Iglesia, pero cuando esa crítica se ejerce por medio de la manipulación y la falsificación histórica, como ocurre casi sistemáticamente, entonces debe ser a su vez criticada sin ambages.
No siendo católico, amo sin embargo la verdad, y creo que de la falsificación no puede salir nada bueno. Un pueblo engañado sobre su propio pasado corre peligro de recaer en lo peor de él. Me repugna sumamente que quienes tienen tras de sí un historial siniestro, no sólo no lo repudien, sino que se erijan en jueces y fiscales de los demás y les exijan que pidan perdón.