Por D. Rubén Calderón Bouchet
ay verdades que el pensamiento tradicional ha establecido de una vez para siempre y que resulta una necedad absoluta ponerlas en duda, así fuere para consolidar sus puestas en una prueba por el absurdo. Una de estas verdades es que el hombre es un ser social por naturaleza y por lo tanto que existe en su dinamismo específico una tendencia dialógica tan inevitable y seguramente ordenada como la necesidad de respirar y de comer. No se puede lograr un pleno desarrollo de la personalidad espiritual si no es a través de una vinculación con los otros hombres, que supone una jerárquica distribución de valores.
Se ha hablado de la igualdad de los hombres como si esta noción, puramente matemática, pudiera darse en el terreno de los seres vivientes donde cada ejemplar está determinado por cualidades irreiterables que concurren en la constitución del orden con aquello que tiene de único. Un orden social es el resultado de una disparidad de aptitudes y condiciones armonizadas y equilibradas en un proceso histórico determinado por la asistencia de poderes auténticamente políticos. Quiero decir que no basta la presencia de un poder para que las diferencias y las desigualdades de los individuos y las diversas comunidades puedan difundir sus bienes y cooperar al establecimiento de la amistad civil. Es fundamental y necesario que ese poder sea realmente político, es decir, creador, por su autoridad y eficacia, de una concreta participación en el bien común.
El pensamiento revolucionario ha dispuesto la aparición de un poder que se propone hacer exactamente lo contrario, como si su principal tarea fuera destruir los cuerpos orgánicos previos a su aparición, para modelar sobre el caos eso que un lenguaje totalmente desaprensivo llama una sociedad de iguales. Si pensamos con cierto rigor en el sentido de la locución sociedad de iguales, ésta carece de sentido, pues no puede haber difusión de cualidades fecundantes entre quienes han sido reducidos a meras significaciones cuantitativas.
Cuando se avanza en el conocimiento de los diversos sectores de la realidad considerados por distintas ciencias, cada una de éstas impone un método y una atención peculiar que tiene la irrefrenable tendencia a creerse poseedora de una autonomía absoluta. Así, quien estudia el orden social y las diversas maneras de atender a sus exigencias se detiene como hipnotizado en el fenómeno del poder. No tarda en creer, como lo creyó Maquiavelo, que éste se ejerce para solaz exclusivo del Príncipe y, sin atender a otras razones, supone que los súbditos constituyen el escabel imprescindible para servir a la potestad de sus gobernantes. Con el sano propósito de contribuir a esta autonomía se lo examina como si se tratara de un proceso que nada tiene que ver con las otras manifestaciones sociales y hasta se le da un nombre muy particular: politología, que antes que nada pone de relieve la displicencia etimológica de quienes lo inventaron.
Tenemos en marcha un estudio del poder que prescinde de toda referencia al orden ético como si se tratara de un viejo prejuicio que se ha encargado de barrer el viento de la historia. No importa para el caso que se esgrima, como ingrediente imprescindible, las socorridas consignas democráticas y se engañe a las clientelas electorales haciéndolas sentir dueñas de una ilusoria soberanía. La potestad erigida en nombre de las masas tiene por misión providencial, casi exclusiva, destruir todo cuanto se oponga a la formación de una multitud homogénea y desconocer todos los privilegios capaces de protestar en nombre de la dignidad, del saber, de los servicios prestados, de la simple capacidad personal o de otras excelencias humanas que la democracia condena en nombre de la igualdad y el valor de las adiciones numéricas.
El orden social es jerárquico por su naturaleza intrínseca y por los indudables beneficios que para la perfección humana tiene la desigualdad de los talentos, las aptitudes y las energías que se pongan en ejercicio. Así como no hay dos individuos iguales, tampoco lo son las familias y los pueblos. Cada uno con su genio, con su talento y con las condiciones físicas y espirituales que haya recibido de la naturaleza o desarrollado en las fatigas de su existencia histórica. Todas estas diferencias, acentuadas por la educación, concurren a la promoción del perfeccionamiento, y lejos de ser negadas y combatidas deben ser prolijamente animadas para enriquecer con sus notas la sinfonía de la civilización.
Desde Dante, pasando por Marsilio de Padua, hasta Kant y Marx, el propósito de los grandes pensadores políticos fue la creación de un orden que garantizara para todo el mundo los beneficios de la paz. Si observamos hoy los esfuerzos realizados por la Iglesia Católica, la masonería, las Naciones Unidas, la democracia y el comunismo, la paz sigue siendo el motivo principal de sus declaraciones y de la propagación de sus principios. El llamado de Cristo a la unión de todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se ha convertido finalmente en consigna mundial, pero ya no bajo el auspicio de la Santa Trinidad, sino en el de un proyecto puramente humano, que cada una de esas instituciones presenta como remedio infalible para curar a los hombres de sus divisiones.
La diferencia entre el programa de unión ofrecido por Cristo y las múltiples asociaciones por la paz que pululan por el mundo, reside ante todo en que el contrato de unión ofrecido por la mediación de la Iglesia provenía directamente de Dios. Era la Nueva Alianza y el Arca renovada que, sobre las aguas de la Historia, ofrecía a la humanidad no sólo un refugio para protegerla de la muerte eterna sino también el concurso de una renovada fuerza creadora para llevarla, más allá de sí misma, al encuentro definitivo con el Padre, en el Reino que el Hijo y el Espíritu Santo habían preparado para sus elegidos.
La paz debía ser conseguida por la perfección y el ascenso espiritual de los hombres. No podía ser el resultado de una igualitaria amputación de excelencias en el lecho de Procusto de la democracia. Era la culminación de una faena de solidaridad con las más altas exigencias del espíritu en una sociedad de personas, en la que no se puede entrar sin haber dado, en cada caso, la nota más elevada de su repertorio vital.
Sería excesivamente prolijo examinar la modalidad con que cada una de las sociedades señaladas toma a su cargo la pretensión de la Iglesia y asume la responsabilidad de alcanzar para los hombres un remedo de salvación. Tienen entre ellas algunas notas comunes, cuya tónica general consiste en despojar la compleja realidad del hombre de alguno de los aspectos que la integran, desdeñando el concurso de ese ingrediente en la economía salvadora.
La masonería, en su momento más importante, se presenta como una suerte de Iglesia ecuménica con la pretensión de unir por yuxtaposición todo aquello que por negación contumaz o ignorancia se separó de la unidad católica. De este modo, la fe no es el conocimiento sobrenatural de los principios revelados por Cristo y se convierte en un sentimiento que puede llenarse, en cualquier momento, con un contenido objetivo indiferente.
La democracia, basándose en el hecho innegable de que todos los componentes de una sociedad participan en su ordenamiento, pretende dividir esa participación en partes alícuotas, como si se tratara de una operación cuantitativa y no cualitativa. Se niegan así los servicios familiares y las distinciones históricas en el curso evolutivo de un pueblo, pero como la naturaleza rechaza el vacío, las prelacías nacidas de la dignidad, el coraje y el trabajo son substituidas por aquellas impuestas por la publicidad y el dinero. A su vez todos los cuerpos comunitarios reales y orgánicos son reemplazados por artificios propagandísticos que, como los partidos políticos, no existen si no se habla de ellos.
En todas estas substituciones lo que tenía cabal existencia cede su puesto a un artificio publicitario que, además de anemiar la vida social del hombre, la mete en el estrecho cauce de la utopía ideológica. El poder político que tenía por misión fundamental unir los cuerpos intermedios, armonizar sus contiendas y remediar sus deficiencias, se arroga ahora la faena de demolerlos en beneficio de un plan irrealizable.
El racionalismo burgués encontró en la ideología kantiana la expresión —acaso la más inteligente— de sus aspiraciones. Kant supo, desde que comenzó a pensar, que la universalización del hombre no podía hacerse sobre el fundamento común de las inclinaciones instintivas, porque si bien éstas eran idénticas en cualquier parte del mundo, sus propósitos estaban determinados por el instinto de conservación que se resolvía en la defensa del individuo particular y no en la de la especie humana en común.
La razón adquiere así la función de un instinto específico con una permanente disposición a imponer sus propias leyes contra las inclinaciones particulares. De este modo resuelve a favor de la especie lo que el instinto puro trata de hacer a favor de los individuos. La razón pierde su movimiento teonómico y se convierte en una fuerza antroponómica de claro cuño biológico y no espiritual.
Cuando San Juan Evangelista hace de Jesús el Logos, descubre la razón como principio viviente, como la realidad viva más alta que atrae con fuerza irresistible al espíritu humano para que logre, en la plenitud de su crecimiento —que es a la vez familiar, político y religioso— la transfiguración de toda su naturaleza. El Logos es así la fuente de agua viva de que habla el Evangelio, y el que se alimenta con su energía sobrenatural participa en ese ágape espiritual con todo lo que es, incluidas las desigualdades auspiciadas por la complicada movilidad de la historia. Solamente los defectos, los errores, los pecados y las miserias son paulatinamente abandonados en el ascenso teonómico, pero ninguno de los honores que constituyen el patrimonio de nuestras conquistas.
En el encuentro definitivo con el Logos se obtiene la paz perpetua, porque allí culmina la unión con el Ser y la resolución de todas las contradicciones en la asunción de la perfección última. Si no hemos comprendido mal a Kant, su paz perpetua en el abrazo internacional de todos los pueblos es el Contrato Social de Rousseau a escala mundial, con el agravante de que todos los pueblos históricos alcanzan esa situación abandonando sus excelencias y desigualdades en el triunfo de la razón abstracta y no en la participación de la vida concreta del Logos Divino.
Por estas y otras razones que podríamos ir acumulando en sucesivas reflexiones, no se puede pensar con rigor en la naturaleza del orden político sin tener en cuenta el destino que Dios ha ofrecido al hombre en su revelación. No existe una política que prescinda de la religión sin provocar un profundo deterioro en nuestra ordenación teonómica. Explicar la relación que guarda la política con la religión es llevar hasta la dimensión social del hombre los recaudos que imponen la armonía entre naturaleza y gracia.
El orden político, en su primera fase, es un orden compulsivo como lo es toda educación en la que se trata de rectificar los impulsos naturales vulnerados por el pecado original; por esa razón se impone la existencia de leyes que deben ser obedecidas bajo amenaza de sanciones penales. No obstante, el buen ciudadano es aquel que ha convertido la ley en regla de su obrar espontáneo y personal. Esta es una buena consecuencia de la cultura ciudadana y no una obligación de necesidad absoluta. El Estado se conforma con que el ciudadano cumpla las leyes sin penetrar en la índole moral de este cumplimiento. No importa que lo haga por temor a las sanciones o bajo la presión de cualquier otra instancia compulsiva. La asunción de la ley y su conversión en norma del obrar moral es faena religiosa y absolutamente necesaria en la libertad total de la gracia para alcanzar la corona y la mitra del rey-sacerdote, prometidas para aquellos que estarán con Cristo en la plenitud de la Gloria.
Esta diferencia en las exigencias de una y otra ciudadanía ha hecho pensar a los que ven las promesas de Cristo a la luz natural de la ciudad terrestre en una peligrosa inclinación a la anomía, a la indiferencia por la ley y a una utópica proclividad a soñar con una libertad ilusoria, que las condiciones impuestas por la vida en sociedad niegan. Es el reproche al cristianismo que inspiró en su época la crítica de Celso y, en tiempos más cercanos a nosotros, la penetrante acusación de Nietzche.
Así como las disposiciones naturales cuando se desvían de su objeto propio se convierten en caminos de perversión, el movimiento ascendente del alma sostenida por la gracia puede apartarse de sus propósitos sobrenaturales y conducir el espíritu del hombre a concebir una ilusoria parodia del Reino de Dios, como si pudiera darse algo semejante en este mundo y por la sola fuerza compulsiva de la voluntad humana. Una empresa de esta naturaleza es la que anima la dinámica de la Revolución.