e acuerdan de la célebre jaima de Gadafi? Por ella desfilaron todos los poderosos de este mundo, naturalmente por razones de Estado, que es como en la jerga oficial se denomina a la pasta: allí hicieron manitas con el libio; allí aceptaron sus dádivas; allí sellaron convenios de explotación petrolífera y tratados comerciales con venta de armas incluida; allí, en fin, cerdearon como cochinos en una pocilga. Todos aquellos agasajos no se los hacía un tiranuelo cualquiera, sino el instigador del atentado de Lockerbie, que pese a reconocer su responsabilidad en la matanza consiguió el levantamiento de las sanciones contra Libia; y que unos años más tarde lograría también que uno de los autores directos de la masacre fuese devuelto a su país, donde se le dispensó el recibimiento que antaño se tributaba a los héroes. Y, mientras todo esto ocurría, los poderosos del mundo seguían cerdeando en la jaima de Gadafi.
Ahora los mismos que disfrutaron de los favores del libio, cagándose en la memoria de las víctimas de Lockerbie, le arrojan bombas; y esperan que nos traguemos su monserga filantrópica y que aplaudamos su súbita conversión en paladines de los derechos humanos. Gadafi ha perpetrado durante años todo tipo de abusos entre sus súbditos, ha planeado atentados terroristas, ha sufragado guerrillas que han asolado el continente africano, ha hecho desaparecer a sus opositores como por arte de ensalmo, mientras los poderosos del mundo cerdeaban en su jaima; y ahora, de repente, Gadafi se convierte en la bicha de Occidente. Ocurre esto cuando por primera vez Gadafi tiene que repeler un ataque organizado de milicianos rebeldes que pasean encaramados en carros de combate y abaten aviones del ejército libio con baterías antiaéreas; pero estos rebeldes armados hasta los dientes son designados por los poderosos del mundo «civiles indefensos»; los mismos poderosos del mundo que, cuando Gadafi encarcelaba o ejecutaba verdaderos «civiles indefensos» hacían cola ante su jaima, con el catálogo de armas que pensaban venderle a buen precio (por razones de Estado, por supuesto).
A los rebeldes muy probablemente los hayan armado los mismos que previamente habían armado a Gadafi; y ahora, después de armar a unos y otros, los poderosos del mundo se erigen en policías de tráfico y decretan una zona de exclusión aérea que sufren los verdaderos «civiles indefensos», a quienes la democracia y la libertad les llueven beatíficamente en forma de bombas. Como la «operación militar» es especialmente indecorosa, ninguno de los poderosos del mundo quiere adoptar un protagonismo excesivo, salvo el gabacho Sarkozy, que quizá sea el que más tenga que esconder de todos; y unos y otros pugnan por ceder protagonismo al «mando conjunto» de la OTAN, amparados en la resolución de la ONU: como si la resolución de la ONU y el «mando conjunto» de la OTAN fuesen otra cosa que los testaferros de su voluntad. Nuestra cancillera Trini, entretanto, reconoce que las posibilidades de derrocar a Gadafi son más bien escasas; pero, en cambio, considera que en Libia «existe base suficiente» para que el pueblo se reconcilie, en lo que demuestra poseer dotes nada desdeñables para el chiste macabro.
A esto, los apóstoles del pacifismo que se rasgaban las vestiduras cuando invadieron Irak lo llaman un «mal menor». Y así, con un «mal menor» se puede sepultar en el olvido el «mal mayor» que durante años se escenificó en la jaima de Gadafi.
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