Cirilo de Jerusalén, lo mismo que a otros grandes obispos del siglo IV, le tocó vivir una de las épocas más difíciles de la historia de la Iglesia. Las controversias teológicas sobre la divinidad del Verbo, que exigían, ciertamente, una precisión suma en la formulación de los conceptos que se discutían, habían llegado a ser en aquellos días encarnizadas y poco edificantes. Cirilo, suave por temperamento, las aborrecía; quería permanecer neutral en la lucha, prefería estar alejado del campo de batalla, deseaba instruir más que polemizar, y por eso su figura adquiere el porte de un apóstol y de un obispo pacificador.
Nació en Jerusalén o en sus cercanías, hacia el 313 ó 315. Fue uno de aquellos jóvenes ascetas que, sin retirarse al desierto, hacía una vida de santidad y continencia perfecta. Tal vez fuese más verídico afirmar con un sinaxario griego, que desde joven se retiró a un monasterio, en donde pasó la juventud consagrado a la ciencia y al conocimiento de la Escritura. Su buena preparación le hacia un candidato seguro al sacerdocio, y por eso, alrededor de sus treinta años San Máximo de Jerusalén le ordenó de presbítero.
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