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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

14 de mayo de 2008

14 de Mayo., Festividad de San Bonifacio, Mártir




P. Juan Croisset, S.J.

Hacia el fin del tercer siglo, en el imperio de Galerio Máximo, se admiró en la Iglesia una de aquellas extraordinarias conversiones que obra algunas veces la mano poderosa del Señor para animar la confianza de los pecadores, y para descubrir al mismo tiempo á los hombres los tesoros de su misericordia.
Había en Roma una dama joven, noble, rica y poderosa, llamada Aglae, hija de Acacio, que había sido procónsul y de familia senatorial, tan entregada al fausto y á la vanidad, que solía dar al pueblo juegos públicos, cuyos gastos costeaba ella misma. Era, a la verdad, cristiana, pero desacreditaba el nombre y la profesión con su desarreglada vida. Ocupada toda del espíritu del
mundo, se entregaba totalmente á las diversiones hasta tocar la raya de la disolución, con grande escándalo de todos los fieles.
Tenía comercio ilícito con su mismo mayordomo, joven de bella disposición, pero dado al vino y á todos los demás desórdenes.
Llamábase Bonifació, y, aunque era también cristiano, lo era sólo de nombre, deshonrando la profesión, igualmente que su ama, por la disolución de sus costumbres. En medio de estos defectos se notaban en él buenas prendas: compasión de los miserables, caridad con los pobres y hospitalidad con los extranjeros.
Hacía mucho tiempo que traía una vida muy desordenada, cuando el Dios de las misericordias mudó su corazón con la conversión de la misma que le había pervertido. Movida Aglae de una poderosa gracia interior, abrió los ojos para conocer sus desórdenes, y, espantada con la vista del número y de la gravedad de sus pecados, despedazado el corazón de dolor, resolvió aplacar la ira de Dios con sus limosnas y con una pronta penitencia.
A la conversión de Aglae se siguió inmediatamente la de Bonifacio, y ambos repararon con ventajas el escándalo que habían dado á los fieles con la mudanza de su vida y con sus grandes ejemplos. Comenzó Aglae haciendo á Dios un generoso sacrificio de todas sus galas y sus joyas, prohibióse todo género de diversiones y se retiró para siempre de todas las concurrencias mundanas. A las antiguas diversiones ilícitas sucedió el ayuno, la oración, el cilicio y otras muchas penitencias; y, procurando rescatar sus pecados con sus limosnas, se sepultó en un profundo retiro, determinada á pasar lo restante de su vida entre gemidos y llantos. Por su parte, Bonifacio no omitía medio alguno para ser fiel á la gracia, dando cada día nuevas pruebas de la sinceridad
de su conversión.
Noticiosa Aglae de que el emperador Galerio Máximo continuaba en el Oriente la persecución contra los cristianos, que había cesado en Roma después de algunos años, y que cada día sellaba la fe con su sangre algún generoso confesor de Jesucristo, llamó á Bonifacio y le dijo con lágrimas en los ojos: Bien sabes la necesidad que tú y yo tenemos de solicitar la protección de los santos mártires, tan poderosa con el Señor. He oído decir que todos los que sirven á los santos que combaten por Jesucristo merecen que los mismos santos intercedan por ellos en el Tribunal del Supremo Juez; la persecución es cada día más, furiosa en el Oriente; todos los días se hacen nuevos mártires; ve, pues, y tráeme algunas reliquias; haz cuanto puedas para conducirme el cuerpo de algún mártir, que yo le recibiré con veneración y fabricaré en su honor un oratorio.
Muy gustoso Bonifacio con semejante comisión, dispuso un magnífico tren para partir á desempeñarla: tomó una gran cantidad de dinero, así para comprar los cuerpos de los mártires como para socorrer á los siervos de Dios que estaban en las cárceles, y para hacer cuantiosas limosnas á los pobres. Prevenidos, pues, doce caballos, tres literas y diversos aromas para embalsamar los santos cuerpos, partió para Cilicia. Al despedirse de su ama, la dijo como por chanza: Señora, vos me enviáis á que os traiga el cuerpo de algún mártir; si Dios me hiciera la gracia de que diese mi vida por la fe, y os trajeran mi cuerpo, ¿le tendríais por reliquia?—Bonifacio, le respondió Aglae, la corona del martirio no se hizo para tan grandes pecadores; procura no desmerecer traerme el santo depósito que te encargo, y hacerte digno de la protección del santo cuyas reliquias me condujeres.
Hicieron estas palabras grande impresión en nuestro Santo. Prohibióse la carne y el vino por todo el tiempo del viaje, y, juntando á esta abstinencia la continua oración que hacía á Dios y las dolorosas lágrimas de contrición que derramaba, se iba disponiendo para la corona del martirio.
Luego que llegó á Tarso de Cilicia, despachó al mesón el equipaje y los criados, y él se fue en busca de algunos cristianos de la ciudad para saber lo que en ella pasaba. Muy presto le informaron sus mismos ojos; porque, habiendo llegado á una gran plaza, vio en ella atormentar á los santos mártires, que eran en número de veinte. Unos estaban colgados cabeza abajo, inmediatos á una hoguera encendida; otros extendidos en cuatro palos, y horriblemente despedazados; éstos descuartizados; aquéllos enclavados, aserrados, empalados, azotados, casi expirando á la violencia de los golpes, y tan cruelmente atormentados, que causaban horror á los circunstantes, aunque por la mayor parte eran paganos.
Encendido Bonifacio, á vista de este espectáculo, en un nuevo deseo del martirio, y animado de mayor aliento, lleno de confianza en la misericordia de aquel Señor que le daba tanto espíritu, rompe por la muchedumbre, se acerca á los santos mártires, les abraza, besa tiernamente sus heridas, y grita con esfuerzo fervoroso: Grande es el Dios de los cristianos; poderoso es el Dios á
quien adoran estos santos mártires, y por cuya gloria tienen la dicha de derramar su sangre. Siervos de Dios, héroes cristianos, yo os suplico que roguéis á Jesucristo por mí, y me consigáis la gracia, aunque soy tan grande pecador, de que tenga parte en vuestros combates y en nuestro triunfo. Arrojándose después á los pies de los generosos confesores, besaba sus cadenas y, levantando la voz, los decía: Buen ánimo, mártires de Jesucristo; combatid por Aquel que combate con vosotros; confundid á todo el Infierno con vuestra fe y con vuestra constancia;
pocos momentos os restan que padecer, el combate es corto, el premio es inmenso, es eterno.
El gobernador Simplicio, que estaba presente, habiendo advertido lo que pasaba, dio orden para que le trajesen á su tribunal, y le preguntó quién era y qué quería decir aquella especie de entusiasmo. «Yo soy cristiano, respondió Bonifacio con tono intrépido y firme, y tengo envidia á los bienaventurados mártires que logran la fortuna de derramar su sangre por un Dios que, hecho hombre para redimirnos, dio primero su sangre y su vida por nosotros». Admirado el gobernador de aquella intrepidez, le preguntó: «¿Cómo te llamas?—Ya te lo he dicho, respondió el Santo: llámome cristiano; pero, si quieres saber mi nombre vulgar, me llamo Bonifacio.—Muy osado eres, replicó el gobernador, pues me vienes á insultar al pie de mi tribunal y á vista de los
suplicios. Ahí tienes un altar, para que aquellos de tu religión que quisieren librarse de ellos sacrifiquen á los dioses. Sacrifica tú al instante al gran Júpiter; porque, si no, voy á dar orden para que seas atormentado de mil maneras.—Puedes hacer de mí lo que quisieres, respondió el Santo, pues ya te he dicho repetidas veces que soy cristiano y no tengo de ofrecer sacrificio á los
infames demonios».—Irritado furiosamente el gobernador con esta respuesta, le mandó apalear hasta que moliesen sus huesos; y, haciendo aguzar unas pequeñas estacas, ordenó que se las hincasen entre las uñas. Era el dolor vivo y agudo, pero el Santo le toleró con un semblante risueño. Juzgando Simplicio que le insultaba con aquella alegre serenidad, dio orden para que le echasen en la boca plomo derretido. Persuadido Bonifacio á que este tormento le quitaría el uso de la lengua, quiso prevenirle para consagrar á Dios el último ejercicio de ella y, levantando los ojos al Cielo, hizo esta devota oración: Yo te doy gracias, Señor mío Jesucristo, porque te dignaste aceptar el sacrificio que te le hice de mi vida: ven, Señor, en socorro de tu siervo, perdónale todas sus maldades; sean purgadas con su sangre, y sírvame la muerte en lugar de penitencia. Fortifícame con tu gracia, y no permitas que me venzan los tormentos. Acabada ésta oración, se volvió á los otros mártires, y con voz alta les dijo: Yo os suplico, siervos de Jesucristo, que roguéis a Dios por mí. Todos los santos mártires se encomendaron también en sus oraciones. Enternecióse el pueblo á vista de este espectáculo, y Bonifacio comenzó á clamar á voz en grito: ¡Oh qué grande es el Dios de los cristianos/ No hay otro Dios, el Dios de los mártires es el único Dios verdadero Jesucristo, Hijo de Dios, salvadnos; todos creemos en Vos; tened misericordia de nosotros. A este tiempo el pueblo echó por tierra el altar, y comenzó a arrojar piedras contra el gobernador, que se vió precisado á retirarse y a esconderse hasta que se apaciguase la sedición.
El Santo fue conducido á la cárcel, y el día siguiente, hallándole el juez tan firme y tan intrépido como el antecedente, mandó que le echasen en una caldera de pez y aceite hirviendo. Hizo el santo mártir la señal de la cruz sobre ella, y, reventando la caldera por todas partes, salieron torrentes de pez derretida que abrasaba á los circunstantes. Espantado el gobernador del poder
de Jesucristo, mandó que le cortasen la cabeza. Así purgó Bonifacio las culpas de su vida pasada,
derramando su sangre por Jesucristo. A su muerte, que sucedió el día 14 de Mayo, se siguió inmediatamente un gran temblor de tierra que atemorizó á los gentiles, y muchos se convirtieron.
En este tiempo, los compañeros y criados de Bonifacio, ignorantes de lo que había pasado, inquietos y cuidadosos viendo que después de dos días no había aparecido en la posada, le andaban buscando por todas partes, y aun algunos se adelantaron á juzgar que estaría sin duda en alguna casa de juego, ó quizá en otra peor.
Como andaban preguntando por un extranjero recién venido de Roma, de mediano talle, robusto, de pelo rubio y rizado, con una capa roja, encontraron con el hermano del carcelero, que por las señas les dijo era sin duda uno que habían preso por cristiano, y dos días antes le habían cortado la cabeza. — ¿No nos harás gusto de enseñarnos el cuerpo?, le dijeron ellos. — Y él respondió: No tenéis más que seguirme, pues en el arenal le hallaremos.
Apenas le reconocieron, cuando, llenos de admiración, de gozo y de arrepentimiento de los malos
juicios que habían hecho, se arrojaron á sus pies, deshaciéndose en lágrimas. Entonces la cabeza del santo mártir, con un prodigio verdaderamente extraordinario, abrió los ojos, mirándolos á todos con una halagüeña sonrisa, y los llenó de compunción y de consuelo. Después de haber cumplido con su devoción, pidieron al oficial que los dejase llevar el santo cuerpo, y lo consiguieron mediante quinientos escudos de oro que le dieron por él.
Embalsamáronle y envolviéronle en ricas y preciosas telas, y, metiéndole en una litera, tomaron la vuelta de Roma, no cesando de alabar á Dios por el dichoso fin del santo mártir.
A este tiempo, hallándose Aglae en oración, oyó una voz del Cielo que le dijo: «El que antes era criado tuyo, ya es hermano nuestro; recíbele como á tu señor, y colócale dignamente, porque singularmente á su intercesión deberás que Dios te perdone tus pecado». Levantóse prontamente, y, saltando su corazón de alegría, rindió mil gracias á Dios por la misericordia que había hecho con su siervo. Rogó á algunos clérigos que la acompañasen, y salió á recibir las santas reliquias, cantando devotas oraciones por el camino, todos con velas en las manos y
con prevención de aromas. Apenas habían andado un cuarto de legua, cuando llegó el cuerpo del santo mártir.
No se puede explicar la veneración y las lágrimas de gozo con que fue recibido. Enterráronle en un terreno que era posesión de Aglae, y allí mismo hizo ésta levantar un magnífico sepulcro, y algunos años después mandó fabricar un oratorio. Renunció enteramente al mundo, repartió sus bienes entre los pobres, dio libertad a sus esclavos y, no teniendo consigo más que algunas doncellas que la servían, dispuso que la hiciesen una ermita junto á la capilla del santo mártir, donde vivió todavía trece años entregada á los más ejemplares ejercicios de la devoción, y murió santamente, declarando el Señor la santidad de su sierva con muchos milagros.

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