Resulta curioso, pero el hombre es un ser esencialmente inestable. Está hecho para trascenderse, tiene la vocación de la trascendencia. No puede reducirse a permanecer en los límites de un humanismo clausurado en sí mismo: o se trasciende elevándose, o se trasciende degradándose; o se trasciende para arriba o se trasciende para abajo. Según Scheler, el núcleo sustancial del hombre se concentra en este impulso, en esta tendencia espiritual a trascenderse. Thibon lo ha expresado a su modo:
«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismo más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene límites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios, dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».
Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándose, como han hecho los santos, o se degrada animalizándose, como el hijo pródigo que, tras renunciar a su filiación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. La decisión es intransferiblemente personal.
Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cada cual debe aceptarse como es». Los arquetipos y modelos se proponen a nuestra consideración precisamente para que no nos aceptemos como somos, sino que nos decidamos a trascendernos. «Somos viajeros en busca de la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojos para reconocer el camino». Cuenta Cervantes que los rústicos que escuchaban al Quijote en las ventas terminaban arrobados por su discurso. Es que aquellas palabras encendidas les permitían reencontrarse con lo mejor de ellos mismos, elevando sus corazones por encima de la trivialidad cotidiana.
La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hecha de abdicación y termina en el hastío y en la angustia, reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Dios quien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo sublime, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser distintos y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrar el círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo tendiendo a lo superior, llegamos a ser auténticamente nosotros mismos; sólo accediendo a la atracción de las alturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemos capaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y de los demás.
La Declaración de los Derechos del Hombre, tal como brotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyó a crear en los hombres una conciencia de acreedores exigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda de servicio que sobre todos pesa.
Por cierto que no han faltado malentendidos en este tema de la superación del hombre. Por ejemplo el de Hegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombre en su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su arquetipo del superhombre. Nietzsche comenzó bien, rebelándose contra un mundo que llevaba en su frente los signos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimidad y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués; denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidad del hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la plaza pública», la cifrapromedio y el seguir la corriente; entendió con claridad los riesgos del triunfo de la medianía como norma, del mediocre como paradigma y de la cantidad como calidad. Su reivindicación casi desesperada de los valores de la jerarquía y de la auténtica autoridad hizo que autores como Thibon vieran en él una especie de místico frustrado, según este último explicó detalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el declinar del espíritu.
Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivocó el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causas del mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cristianismo, cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir. Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre la tumba de Dios. El hombre se convertiría en superhombre si primero se hacía deicida. Mas su propia experiencia le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios, el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuando pretende elevarlo de manera prometeica. Su superhombre es casi «bestial», sin sombra de compasión ni de piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización? Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios ha muerto, viva el hombre», un eco de la promesa del demonio en la tentación a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses». En última instancia, Nietzsche es deudor del error antropocéntrico: matar a Dios para divinizar al hombre.
Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es el que nos propone Jung, una pretendida trascendencia de orden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricas o de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto que Jung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se quedó en las aguas de una jofaina, con sus patologías y sus reduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo toda la realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicológico a la hipertrofia del inconsciente.
Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias fallidas para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre. En los tres casos se trata de una suerte de autotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Espíritu Absoluto, la del hombre que se extravía en un hipotético superhombre, y la del hombre que busca trascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascendencias que, en última instancia, no son sino trasdescendencias.
Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endiosamiento verdadero del hombre, convocado a ser como Dios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás a nuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nos impele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son justamente los arquetipos y los modelos los que ayudan a lanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plasmando almas y forjando metas, tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural.
Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hecho Scheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúa desde afuera, el segundo influye recónditamente, en la interioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar, el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetración de este último es más honda. El modelo o paradigma tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bueno y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece el alma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son, por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden ser modelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espontánea e implicita. Por lo demás, según sean nuestros modelos, nuestros sueños ideales y normativos, así serán los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.
El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imán que verticaliza los espíritus, estableciendo algo así como una ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aquellas reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:
«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretexto de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y, con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales; sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa por su poder y valor».
Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese «principio divino» es justamente el que se extasía frente al arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación de su anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo. Bien afirma Caponnetto que:
«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una imperiosa y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene a quebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o de sujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, su presencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo natural del espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocación jerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a un Orden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de la verdadera libertad».
He aquí por donde pasa la decisión radical en la vida de cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándose encandilar por el brillo de las cosas que le son inferiores, o proponerse una existencia vertical, con su inevitable cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orientada hacia la contemplación del Arquetipo y la emulación de sus virtudes. La verdadera paideia no es, en última instancia, sino la preocupación constante por encauzar al educando hacia la mímesis del paradigma.
«El hombre sólo se realiza superándose; no llega a ser él mismo más que cuando traspasa sus límites. Y, a decir verdad, no tiene límites, sino que puede, según que le abra o cierre la puerta a Dios, dilatarse hasta el infinito o reducirse hasta la nada».
Extraño este sino del hombre. O se eleva endiosándose, como han hecho los santos, o se degrada animalizándose, como el hijo pródigo que, tras renunciar a su filiación ennoblecedora, acabó apacentando cerdos. La decisión es intransferiblemente personal.
Siempre nos ha repugnado aquella expresión: «cada cual debe aceptarse como es». Los arquetipos y modelos se proponen a nuestra consideración precisamente para que no nos aceptemos como somos, sino que nos decidamos a trascendernos. «Somos viajeros en busca de la patria –decía Hello– tenemos que levantar los ojos para reconocer el camino». Cuenta Cervantes que los rústicos que escuchaban al Quijote en las ventas terminaban arrobados por su discurso. Es que aquellas palabras encendidas les permitían reencontrarse con lo mejor de ellos mismos, elevando sus corazones por encima de la trivialidad cotidiana.
La existencia banal –ha escrito Heidegger– está hecha de abdicación y termina en el hastío y en la angustia, reclamando algo más que la colme y la sacie. Es Dios quien ha puesto en nosotros esa atracción hacia lo sublime, esa necesidad ontológica de superarnos, de ser distintos y mejores de lo que somos, ese anhelo de quebrar el círculo estrecho de las apetencias menores. Sólo tendiendo a lo superior, llegamos a ser auténticamente nosotros mismos; sólo accediendo a la atracción de las alturas, salimos de nuestra subjetividad y nos hacemos capaces de poner nuestra vida al servicio de Dios y de los demás.
La Declaración de los Derechos del Hombre, tal como brotó del espíritu de la Revolución Francesa, contribuyó a crear en los hombres una conciencia de acreedores exigentes, eclipsando el recuerdo de la gran deuda de servicio que sobre todos pesa.
Por cierto que no han faltado malentendidos en este tema de la superación del hombre. Por ejemplo el de Hegel, que acabó subsumiendo y diluyendo al hombre en su Espíritu Absoluto. O el de Nietzsche, con su arquetipo del superhombre. Nietzsche comenzó bien, rebelándose contra un mundo que llevaba en su frente los signos de la mediocridad y la decadencia, la pusilanimidad y el pacifismo, la rutina y el hedonismo burgués; denunció con vehemencia la vida muelle, la laboriosidad del hormiguero, el gregarismo de «las moscas de la plaza pública», la cifrapromedio y el seguir la corriente; entendió con claridad los riesgos del triunfo de la medianía como norma, del mediocre como paradigma y de la cantidad como calidad. Su reivindicación casi desesperada de los valores de la jerarquía y de la auténtica autoridad hizo que autores como Thibon vieran en él una especie de místico frustrado, según este último explicó detalladamente en su magnífico libro Nietzsche o el declinar del espíritu.
Sin embargo no hay que engañarse. Nietzsche equivocó el diagnóstico; mezcló irreverentemente las causas del mal, lanzando acusaciones demoledoras contra el Cristianismo, cuya sublimidad y belleza no llegó a percibir. Quiso que el hombre se trascendiera, sí, pero sobre la tumba de Dios. El hombre se convertiría en superhombre si primero se hacía deicida. Mas su propia experiencia le enseñó amargamente que sin Dios y contra Dios, el hombre se extingue, anonada su ser justamente cuando pretende elevarlo de manera prometeica. Su superhombre es casi «bestial», sin sombra de compasión ni de piedad. ¿No es otra manera de llegar a la animalización? Hay algo de satánico en su grito dionisíaco: «Dios ha muerto, viva el hombre», un eco de la promesa del demonio en la tentación a nuestros primeros padres: «Seréis como dioses». En última instancia, Nietzsche es deudor del error antropocéntrico: matar a Dios para divinizar al hombre.
Otro falso atajo, sin salida, hacia la trascendencia es el que nos propone Jung, una pretendida trascendencia de orden psíquico, en el ámbito de las fabulaciones oníricas o de las reminiscencias fantásticas. Dice Caponnetto que Jung sintió la nostalgia del mar insondable, pero se quedó en las aguas de una jofaina, con sus patologías y sus reduccionismos psiquiátricos. En una palabra, redujo toda la realidad a lo psicológico, limitando a su vez lo psicológico a la hipertrofia del inconsciente.
Hegel, Nietzsche y Jung. He ahí tres escapatorias fallidas para el anhelo de trascendencia ínsito en el hombre. En los tres casos se trata de una suerte de autotrascendencia: la del hombre que se pierde en el Espíritu Absoluto, la del hombre que se extravía en un hipotético superhombre, y la del hombre que busca trascenderse en el surrealismo. Tres falsas trascendencias que, en última instancia, no son sino trasdescendencias.
Pero volvamos a la auténtica trascendencia, al endiosamiento verdadero del hombre, convocado a ser como Dios, no a fuerza de músculos, según sugirió Satanás a nuestros padres, sino en virtud de la gracia, que nos impele suavemente a levantar vuelo. Pues bien, son justamente los arquetipos y los modelos los que ayudan a lanzarse a las alturas, los que verticalizan el espíritu, plasmando almas y forjando metas, tanto en el orden natural cuanto en el sobrenatural.
Es preciso distinguir, como agudamente lo ha hecho Scheler, entre un jefe y un modelo. El primero actúa desde afuera, el segundo influye recónditamente, en la interioridad del ser. «El jefe exige de nosotros un obrar, el modelo exige una manera de ser». Por eso la penetración de este último es más honda. El modelo o paradigma tiene todo el atractivo del ideal, del ser superior, bueno y perfecto, cuya presencia o recuerdo estremece el alma con particular vehemencia. Jefes y modelos no son, por cierto, categorías excluyentes. Los jefes pueden ser modelos, y éstos, a su vez, ejercer cierta jefatura espontánea e implicita. Por lo demás, según sean nuestros modelos, nuestros sueños ideales y normativos, así serán los jefes que elijamos o que aceptemos gustosamente.
El arquetipo se comporta, pues, al modo de un imán que verticaliza los espíritus, estableciendo algo así como una ley de la gravedad invertida. Cuán acertadas aquellas reflexiones de Aristóteles en su Metafisica:
«No hay que prestar atención a los que aconsejan, con el pretexto de que somos hombres, no pensar más que en cosas humanas y, con el pretexto de que somos mortales, renunciar a las inmortales; sino por el contrario, hacer lo posible para vivir conforme con la parte más excelente de nosotros mismos, pues el principio divino, por muy débil que sea, aventaja en mucho a cualquier otra cosa por su poder y valor».
Esa «parte más excelsa de nosotros mismos», ese «principio divino» es justamente el que se extasía frente al arquetipo, viendo en él una suerte de encarnación de su anhelo más profundo, el de trascenderse a sí mismo. Bien afirma Caponnetto que:
«La autoridad del Arquetipo surge, en síntesis, como una imperiosa y esencial necesidad del hombre, que de este modo viene a quebrar lo que pudiera darse de nivelación, de igualitarismo o de sujeción a la uniformidad gregaria. La autoridad del Arquetipo, su presencia refulgente, aglutinante y directriz, es un reclamo natural del espíritu, es un silencioso pedido que emana de la vocación jerárquica del hombre, de la perentoriedad por subordinarse a un Orden y a un Ordenador, en una obediencia que es la clave de la verdadera libertad».
He aquí por donde pasa la decisión radical en la vida de cada hombre: o sucumbir a la mediocridad, dejándose encandilar por el brillo de las cosas que le son inferiores, o proponerse una existencia vertical, con su inevitable cuota de renuncia y de sacrificio, una existencia orientada hacia la contemplación del Arquetipo y la emulación de sus virtudes. La verdadera paideia no es, en última instancia, sino la preocupación constante por encauzar al educando hacia la mímesis del paradigma.
****
Continuará...
0 comentarios:
Publicar un comentario