por el R.P. Alfredo Sáenz. S.J.
Los arquetipos son ineludiblemente dignos de admiración, son simplemente admirables. La admiración es el sentimiento que brota del alma cuando el hombre percibe sea la belleza física de alguien, sea su grandeza moral o su bondad, realizadas en un grado eminente. Suele comportar un matiz de asombro o de estupor. El Cardenal de Bérulle describía así dicho sentimiento:
«Los que contemplan un objeto raro y excelente se encuentran felizmente sorprendidos de extrañeza y de admiración... esta extrañeza da fuerza y vigor al alma... que se eleva a una gran luz».
Es conocido aquel juicio de Aristóteles según el cual la admiración se encuentra en el origen de toda investigación de las causas, especialmente de la filosofía. Mas el asombro no es sólo el comienzo de la actividad fílosófica. Los Padres griegos lo consideraban también como el principio de la actividad teológica, teórica y práctica. Gustaban decir que no fue sino el asombro que experimentaron los discípulos ante la gloria reverberante del Cristo transfigurado en el Tabor, lo que les permitió, rebosantes de gozo y estupor, trascender la humanidad de Jesús y acceder a la contemplación de su divinidad.
La admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre ojos nuevos, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, «que el amor hace fácilmente admirar, y la admiración amar». E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba Santo Tomás: «El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso».
La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien con extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio –¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!–.
Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus Elevaciones sobre los misterios, comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó el águila de Patmos, deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: «Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén... ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!».
La admiración entra incluso en los grados más elevados de la vida espiritual, particularmente en la contemplación. «La primera y suprema contemplación –dejó escrito San Bernardo– es la admiración de la majestad. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior». Para Ricardo de San Víctor, el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna la misma contemplación y en cierta, forma la abre al éxtasis: «Por la meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis».
Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos, se refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.
Podemos así concluir con San Francisco de Sales: «No menos que la admiración ha causado la filosofia y atenta investigación de las cosas naturales, también ha causado la contemplación y la teología mística». Hasta estas cumbres nos conduce la admiración, hasta el entusiasmo, palabra quizás la más elevada que nos legaran los griegos, a la que es preciso rescatar del ámbito de la psicologia en que ha sido recluida, para volver a descubrir su sentido original: entusiasmo viene de Theos –Dios–, significando propiamente el endiosamiento de una persona.
La admíración arrastra a la imitación de lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica: «Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo... ?». De ahí la importancia de la admiración en la vida personal y social. Daniélou dejó escrito que «el hombre moderno ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración». Desde otro punto de vista se advierte que el hombre de nuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, se va inhabilitando para todo tipo de admiración ennoblecedora en el grado en que pone, en la base de todo conocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos, sin embargo, en un sentido más general, que a veces la gente no se admira porque no encuentra mucho que admirar. Afirmaba Dostoievski que «es una grave enfermedad de nuestros tiempos no saber a quién respetar».
Juntamente con la admiración, exaltemos el valor del deseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendía ingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio quería que le preguntasen si tenía deseos de perfección; en el caso de que dudase, había de preguntársele si al menos tenía «deseo de tener deseos». Es que el deseo es ya el comienzo del camino, el comienzo de la imitación del arquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admira, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmente lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa:
«Conviene mucho no apocar los deseos... Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho».
El deseo y la admiración son sentimientos hermanados en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buenaventura que el camino de la perfección pedía «el asentimiento de la razón.... la mirada de la admiración... y el deseo de semejanza».
***
Por las páginas de este libro irán desfilando diversas figuras paradigmáticas, santos y héroes. Entre los santos incluimos orientales y occidentales, hombres y mujeres, contemplativos y abocados al apostolado. En la galería de los héroes desfilan sacerdotes y laicos, polemistas y hombres de estado. Algunos capítulos fueron publicados anteriormente en forma de artículos. Los restantes reproducen conferencias pronunciadas aquí y allá. Tal es la razón por la cual algunos de ellos tienen más aparato crítico, mientras que los que provienen de conferencias, prescinden de ello.
Cada capítulo es cerrado por una poesía, que aporta el elemento lírico, especialmente apto para elevar los corazones –y no sólo las inteligencias– a la belleza de la verdad. O mejor, para confirmar la Verdad por la belleza. Agradecemos a sus autores, particularmente a nuestro querido amigo Antonio Caponnetto, autor de varios de esos poemas, escritos especialmente para este libro.
Quiera Dios que al hilo de la lectura de la presente obra, se vaya despertando en los lectores el noble sentimiento de la admiración, el deseo de imitar, en la medida de sus posibilidades, y en las actuales circunstancias, a los héroes y a los santos cuyas vidas y obras se exponen. Esperamos que se sientan impulsados a la grandeza, contagiados de magnanimidad, que es la apertura del espíritu a lo sublime, la tensión del alma a las cosas grandes.
En una época de tanta decadencia, de tantas felonías, de tanta frivolidad, de tantos falsos arquetipos, es fácil contagiarse y apuntar bajo, no vuelo de águila sino vuelo de gallina. «Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también» –escribió Antonio Machado–. ¿No es acaso advertible entre nosotros una terrible caída del ideal? ¿Cuáles son nuestros paradigmas, individuales o sociales?
Levantemos, pues, la bandera de los arquetipos, de los ideales. Enarbolemos la cruz a que alude Marechal, esa cruz formada por dos líneas:
«la horizontal, con la marcha fogosa de sus héroes abajo, y la vertical, la levitación de sus santos arriba. La intersección de los dos travesaños: la vertical del santo, la horizontal del héroe, he ahí el gozne de nuestra esperanza».
Si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades. El ideal es la forma sublime de la realidad. Pocas veces se alcanza el ideal, pero si por esta experiencia lanzamos los ideales por la borda, nos hundiremos más debajo de las realidades. Impregnémonos de deseos elevados, dando rienda suelta a la admiración. Y sobre el telón de fondo de la imagen venerable de Cristo, el Arquetipo más excelso en esta tierra, contemplemos a los santos y a los héroes, y por sobre ellos contemplemos a María Santísima, la Reina de los santos y la Heroína por antonomasia, a la que no en vano las letanías lauretanas llaman Mater admirabilis.
«Los que contemplan un objeto raro y excelente se encuentran felizmente sorprendidos de extrañeza y de admiración... esta extrañeza da fuerza y vigor al alma... que se eleva a una gran luz».
Es conocido aquel juicio de Aristóteles según el cual la admiración se encuentra en el origen de toda investigación de las causas, especialmente de la filosofía. Mas el asombro no es sólo el comienzo de la actividad fílosófica. Los Padres griegos lo consideraban también como el principio de la actividad teológica, teórica y práctica. Gustaban decir que no fue sino el asombro que experimentaron los discípulos ante la gloria reverberante del Cristo transfigurado en el Tabor, lo que les permitió, rebosantes de gozo y estupor, trascender la humanidad de Jesús y acceder a la contemplación de su divinidad.
La admiración se opone en particular a una cierta superficialidad que a veces parece afectar a nuestras facultades espirituales, y por consiguiente a la indiferencia o a la rutina que son su consecuencia. Assueta vilescunt, dice un viejo adagio, las cosas reiteradas se envilecen. La capacidad de admiración supone siempre ojos nuevos, una nueva y original mirada sobre el objeto o la persona que asombra. Como ojos nuevos necesitaron los apóstoles para poder contemplar al Cristo transfigurado. La admiración tiene que ver, pues, con la inteligencia, que se extasía ante la verdad, al percibir su carácter inefable, pero también influye en la voluntad, excitando el amor, según aquello que decía San Francisco de Sales, «que el amor hace fácilmente admirar, y la admiración amar». E incluso inspira al sentimiento, suscitando la poesía. De ahí lo que afirmaba Santo Tomás: «El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es porque los dos tienen que habérselas con lo maravilloso».
La admiración, que impregna los actos más importantes de la vida religiosa, como la adoración, la alabanza, la reparación, la acción de gracias, es un eco de la inefabilidad del misterio. Por eso la liturgia, escuela de admiración, incluye, si bien con extrema sobriedad, algunas expresiones de asombro, según puede observarse en las antífonas del Oficio Divino llamadas en O, que preparan la Navidad: O Sapientia, O admirabile commercium, etc., así como en el lírico texto del Exsultet o pregón pascual: O mira circa nos tuae pietatis dignatio –¡oh admirable dignación de tu piedad para con nosotros!–.
Asimismo la Escritura, leída con espíritu sapiencial, suscita inevitablemente el impulso admirativo. Cuando Bossuet, en sus Elevaciones sobre los misterios, comenta el prólogo del evangelio de San Juan, aquel apóstol al que la tradición llamó el águila de Patmos, deja trasuntar la admiración que se despierta en su alma, culminando en una especie de éxtasis literario: «Ay, me pierdo, no puedo más, no puedo decir sino Amén... ¡Qué silencio, qué admiración, qué asombro!».
La admiración entra incluso en los grados más elevados de la vida espiritual, particularmente en la contemplación. «La primera y suprema contemplación –dejó escrito San Bernardo– es la admiración de la majestad. Requiere un corazón purificado que fácilmente se eleve a lo superior». Para Ricardo de San Víctor, el paso de la meditación a la contemplación se opera por un acto de admiración prolongada; más aún, la admiración impregna la misma contemplación y en cierta, forma la abre al éxtasis: «Por la meditación el alma se eleva a la contemplación, por la contemplación a la admiración, por la admiración al éxtasis».
Santa Teresa, en su descripción de los estados místicos, se refiere varias veces a la admiración. Allí afirma que el asombro del alma, tras haberse ido acrecentando incesantemente, acaba por apaciguarse en una especie de acostumbramiento, no ciertamente de índole rutinaria, sino de carácter superior, de familiaridad con los esplendores divinos, propio del estado de matrimonio espiritual.
Podemos así concluir con San Francisco de Sales: «No menos que la admiración ha causado la filosofia y atenta investigación de las cosas naturales, también ha causado la contemplación y la teología mística». Hasta estas cumbres nos conduce la admiración, hasta el entusiasmo, palabra quizás la más elevada que nos legaran los griegos, a la que es preciso rescatar del ámbito de la psicologia en que ha sido recluida, para volver a descubrir su sentido original: entusiasmo viene de Theos –Dios–, significando propiamente el endiosamiento de una persona.
La admíración arrastra a la imitación de lo admirado. El ejemplo de la conversión de San Ignacio es clásica: «Si Santo Domingo lo hizo, si San Francisco lo hizo, ¿por qué no yo... ?». De ahí la importancia de la admiración en la vida personal y social. Daniélou dejó escrito que «el hombre moderno ha perdido el sentido de esa forma eminente de la admiración que es la adoración». Desde otro punto de vista se advierte que el hombre de nuestro tiempo, sobre todo en el campo intelectual, se va inhabilitando para todo tipo de admiración ennoblecedora en el grado en que pone, en la base de todo conocimiento, la duda en lugar del asombro. Digamos, sin embargo, en un sentido más general, que a veces la gente no se admira porque no encuentra mucho que admirar. Afirmaba Dostoievski que «es una grave enfermedad de nuestros tiempos no saber a quién respetar».
Juntamente con la admiración, exaltemos el valor del deseo, de los deseos. Cuando un candidato pretendía ingresar en la Compañía de Jesús, San Ignacio quería que le preguntasen si tenía deseos de perfección; en el caso de que dudase, había de preguntársele si al menos tenía «deseo de tener deseos». Es que el deseo es ya el comienzo del camino, el comienzo de la imitación del arquetipo. Cada uno es, de alguna manera, lo que admira, cada uno es, de algún modo, al menos potencialmente lo que desea. De ahí lo que escribía Santa Teresa:
«Conviene mucho no apocar los deseos... Espántame lo mucho que hace en este camino animarse a grandes cosas; aunque luego no tenga fuerzas, el alma da un vuelo y llega a mucho».
El deseo y la admiración son sentimientos hermanados en pos del arquetipo. Por algo enseñaba San Buenaventura que el camino de la perfección pedía «el asentimiento de la razón.... la mirada de la admiración... y el deseo de semejanza».
***
Por las páginas de este libro irán desfilando diversas figuras paradigmáticas, santos y héroes. Entre los santos incluimos orientales y occidentales, hombres y mujeres, contemplativos y abocados al apostolado. En la galería de los héroes desfilan sacerdotes y laicos, polemistas y hombres de estado. Algunos capítulos fueron publicados anteriormente en forma de artículos. Los restantes reproducen conferencias pronunciadas aquí y allá. Tal es la razón por la cual algunos de ellos tienen más aparato crítico, mientras que los que provienen de conferencias, prescinden de ello.
Cada capítulo es cerrado por una poesía, que aporta el elemento lírico, especialmente apto para elevar los corazones –y no sólo las inteligencias– a la belleza de la verdad. O mejor, para confirmar la Verdad por la belleza. Agradecemos a sus autores, particularmente a nuestro querido amigo Antonio Caponnetto, autor de varios de esos poemas, escritos especialmente para este libro.
Quiera Dios que al hilo de la lectura de la presente obra, se vaya despertando en los lectores el noble sentimiento de la admiración, el deseo de imitar, en la medida de sus posibilidades, y en las actuales circunstancias, a los héroes y a los santos cuyas vidas y obras se exponen. Esperamos que se sientan impulsados a la grandeza, contagiados de magnanimidad, que es la apertura del espíritu a lo sublime, la tensión del alma a las cosas grandes.
En una época de tanta decadencia, de tantas felonías, de tanta frivolidad, de tantos falsos arquetipos, es fácil contagiarse y apuntar bajo, no vuelo de águila sino vuelo de gallina. «Qué difícil es / cuando todo baja / no bajar también» –escribió Antonio Machado–. ¿No es acaso advertible entre nosotros una terrible caída del ideal? ¿Cuáles son nuestros paradigmas, individuales o sociales?
Levantemos, pues, la bandera de los arquetipos, de los ideales. Enarbolemos la cruz a que alude Marechal, esa cruz formada por dos líneas:
«la horizontal, con la marcha fogosa de sus héroes abajo, y la vertical, la levitación de sus santos arriba. La intersección de los dos travesaños: la vertical del santo, la horizontal del héroe, he ahí el gozne de nuestra esperanza».
Si no vivimos de ideales, no viviremos las realidades. El ideal es la forma sublime de la realidad. Pocas veces se alcanza el ideal, pero si por esta experiencia lanzamos los ideales por la borda, nos hundiremos más debajo de las realidades. Impregnémonos de deseos elevados, dando rienda suelta a la admiración. Y sobre el telón de fondo de la imagen venerable de Cristo, el Arquetipo más excelso en esta tierra, contemplemos a los santos y a los héroes, y por sobre ellos contemplemos a María Santísima, la Reina de los santos y la Heroína por antonomasia, a la que no en vano las letanías lauretanas llaman Mater admirabilis.
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Continuará...
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