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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

30 de julio de 2008

V. Los diversos arquetipos


por el R.P. Alfredo Sáenz


¿Y cuáles son, concretamente, estos arquetipos, para nosotros, los cristianos?

Como dijimos más arriba, el Arquetipo por antonomasia es Dios, nada menos que Dios, del cual derivan todos los aspectos estimulantes de los otros arquetipos –los paradigmas humanos– . En una de sus humoradas, Cristo nos dijo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto». Decimos que es una humorada porque jamás nos será posible igualar la perfección infinita de Dios. Lo que se nos quiere expresar es que, en el camino del progreso espiritual, la medida es sin medida, que no hay «bastas» que valgan. El único «basta» lo pronuncia la muerte.

Más cercana a nosotros se nos ofrece la figura de Cristo como Modelo Supremo, el Verbo que se hizo carne para divinizar nuestra carne, el Hijo de Dios que se hizo Hijo del hombre para que los hijos de los hombres llegásemos a ser hijos de Dios. He aquí un auténtico y fascinante Arquetipo, puesto a nuestra consideración para que, imitando sus virtudes, nos trascendamos ilimitadamente. El mismo que se proclamó camino, nos invita a seguir su huella. «Venid en pos de mí», «aprended de mí», «os he dado ejemplo para que vosotros hagais como yo he hecho»... Todo el cristianismo puede ser considerado a la luz del seguimiento de Cristo. Este seguimiento no es una acción a distancia, es una mímesis de Cristo que conduce a la identificación con Él, a poder decir un día con el Apóstol: «ya no vivo yo sino que es Cristo el que vive en mí».

Seguimiento de Cristo, decíamos, pero también de aquéllos que, habiendo imitado a Cristo con espíritu magnánimo, participan más de cerca de su ejemplaridad. Nos referimos a los Santos. En cada uno de ellos se revela algún aspecto peculiar del Cristo polifacético. No deja de ser revelador el drama que representa para los protestantes su rechazo de la veneración de los santos. Acertadamente señaló Jung que la historia del protestantismo es una historia de continua iconoclastia, y por tanto de divorcio entre la conciencia de los hombres y los grandes arquetipos. Advirtamos que no siempre los santos son modélicos porque sus virtudes y cualidades hayan resultado o resulten agradables al espíritu de una época determinada. Con frecuencia atraen a pesar de no coincidir con los gustos predominantes en una sociedad dada; más aún, atraen precisamente en el grado en que contrarían y corrigen los errores del tiempo en que vive el que los admira. Bien señalaba Chesterton:

«La sal preserva a la carne, no porque es semejante a la carne, sino porque le es desemejante. De ahí que cada generación es convertida por el santo que más la contradice».

Dios, Cristo, los Santos. Pero también son paradigmáticos los Héroes. Cuando García Morente buscó el mejor modo de explicar la Hispanidad, encontró en el caballero cristiano, concretamente en el Cid Campeador, el arquetipo más apropiado y de alcances más hondos. Vale la pena recordar los motivos de dicha elección:

«Lo que necesitaremos para simbolizar la Hispanidad es un tipo, un tipo ideal, es decir, el diseño de un hombre que, siendo en sí mismo individual y concreto, no lo sea sin embargo en su relación con nosotros. Un hombre que, viviendo en nuestra mente con todos los caracteres de la realidad viva, no sea sin embargo ni éste ni aquél..., un hombre, en suma, que represente como en la condensación de un foco, las más íntimas aspiraciones del alma española, el sistema típicamente español de las preferencias absolutas, el diseño ideal e individual de lo que en el fondo de su alma todo español quiere ser».

Estos modelos no podrán ser hombres banales, trivializados por la cotidianeidad, sino hombres superiores, héroes o mártires, hayan triunfado o no en sus empeños. La elección del arquetipo es fundamental para el individuo, por lo que decía San Agustín:

«Nemo est qui non amet, sed quaeritur quid amet. Non ergo admonemur ut non amemus, sed ut eligamus quid amemus –Nadie hay que no ame, de lo que se trata es de saber qué ama. No se nos nos dice que no amemos, sino que elijamos lo que amemos».

Pero también dicha elección es fundamental para las naciones. Por lo que el mismo San Agustín escribió en su obra De Civitate Dei:

«Ut videatur qualis quisque populus sit, illa sunt intuenda quae diligit –Para ver cómo es cada pueblo, hay examinar lo que ama–».

Porqué, en definitiva, como escribe Caponnetto, es en la elección de sus modelos, y en la proporción con que esos modelos elegidos y predilectos reflejan la ejemplaridad divina, como se puede medir el esplendor o la decadencia de una comunidad histórica determinada.

En una sociedad como la que vivimos, tantos falsos paradigmas, de tantos ídolos creados por la propaganda y por los llamados formadores de opinión, se hace más apremiante que nunca destacar la necesidad de un reencuentro con el tiempo áureo y sus paradigmas. Ello significará muchas veces remar contra la corriente. Pero es el único camino.

No hace mucho, nuestro recordado poeta Leopoldo Marechal, refiriéndose a aquel famoso texto de Hesíodo acerca de las cuatro edades del mundo y del movimiento descendente de la humanidad desde la Edad de Oro a la de Hierro en que ahora nos encontramos, movimiento que se traduce por un oscurecimiento progresivo a medida que el hombre se va alejando de la luz primordial, decía sin tapujos de sí mismo:

«Yo soy un retrógrado... Pues bien –proseguía– siendo yo un hombre de hierro, y tras de realizar, como lo hice, las posibilidades cada vez más oscuras del siglo, mi alma en experiencia vino descartándolas gradualmente hasta cruzarse de brazos en la correntada que seguía y sigue descendiendo hacia su fin. Naturalmente, como la inmovilidad es imposible a toda criatura forzada por la condición temporal y sometida, por ende, al movimiento, sólo me quedaban dos recursos: o morir –abandonar la corriente del siglo en un gesto suicida–, o nadar contra la corriente, vale decir, iniciar un retroceso en relación con la marcha del río. Para lograrlo es indispensable oponer una fuerza de reacción a la fuerza descendente que nos arrastra, tal como lo están haciendo, en el campo de la fisica, los productores de cohetes y de aviones a retropropulsión. Y es que hay analogía entre las leyes del mundo fisico, del mundo psíquico y del mundo espiritual: El surubí le dijo al camalote: / no me dejo llevar por la inercia del agua. / Yo remonto el furor de la corriente / para encontrar la infancia de mi río… Soy un retrógrado pero no un oscurantista, ya que voy, precisamente, de la oscuridad hacia la luz».

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Continuará....,

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