por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLSemanal
n el prólogo al Quijote, Cervantes hace una proclamación de afectada modestia. Confiesa que le hubiese gustado que su libro, «como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y discreto que pudiera imaginarse»; y, a renglón seguido, se declara rehén de «la orden de naturaleza», que establece que cada cosa engendre su semejante. «Y así –se lamenta–, ¿qué podría engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido tiene su habitación?» Hasta aquí, Cervantes no se ha desviado ni un ápice de la recomendación retórica que aconsejaba brindar a la estampa los hijos del ingenio precedidos de una advertencia que los haga perdonar a los ojos de los lectores; fórmulas muy similares, casi idénticas, hallamos en muchos libros coetáneos, pergeñadas a imitación de los maestros de la Antigüedad. Si acaso, Cervantes añade a la declaración archisabida un rasgo de dramatismo un tanto intempestivo o quejumbroso, al deslizar que su obra fue concebida en circunstancias penosas; quizá con esta mención no anhelara tanto excitar la piedad del destinatario ni granjearse su simpatía (de sobra sabía Cervantes que el lector no juzga una obra por las vicisitudes que rodearon su concepción, sino por los logros del resultado) como resaltar la fatalidad que lo había perseguido. No nos atreveremos a calificar esta mención un tanto extemporánea de rencorosa; pero en ella se trasluce la amargura del escritor que descubre en su derredor a otros cultivadores del mismo oficio, quizá menos dotados que él, socorridos por mecenas y celebrados del vulgo, disfrutando de distinciones y honores que a él le han sido escamoteados.
Pero quizá la enseñanza más trágica y conmovedora de este prólogo del Quijote, la que mayor perplejidad y una como lastimada melancolía provoca en el lector, sea la que se deriva de cierta constatación irrefutable: Cervantes no era plenamente consciente de su genialidad. Tal vez supiese que había engendrado algo más que un «hijo seco y avellanado»; no llegó a vislumbrar jamás, sin embargo, la verdadera naturaleza de ese hijo. Cuando llega el momento de presentar al lector la índole de su obra, Cervantes afirma –ahora sin atisbo de falsa humildad– que no es sino «una invectiva contra los libros de caballerías», y que su escritura «no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen» tales libros. Cervantes, en definitiva, no era consciente del verdadero tamaño de su logro y, muy probablemente, murió sin saberlo. Su propósito no era otro que conseguir que «el melancólico se mueva a la risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie ni el prudente deje de alabarla»; pero este desiderátum nada descabellado ni engreído se resume, a la postre, en un anhelo de «derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes –afirma el amigo imaginario con quien Cervantes conversa en el prólogo–, no habríades alcanzado poco».
Cervantes nunca supo que había fundado la novela moderna,prestándole resortes que aún hoy mantienen intacta su vigencia; nunca supo que en el personaje de su noble y honrado caballero (como en la contrafigura escuderil que lo completa) había conseguido compendiar la complejísima naturaleza humana y también ese apetito universal de idealismo –refutado por la pedregosa realidad– que enaltece nuestra existencia. Quizá, para ser consciente de su logro, Cervantes hubiese precisado del éxito, ese halagüeño espejismo que por un instante nos permite descubrir que somos escritores verídicos y no fantásticos, como Don Quijote descubrió su condición caballeresca cuando fue agasajado por los Duques en su castillo, sin saber que aquel recibimiento no era sino chanza y embeleco. También el éxito tiene la misma naturaleza engañosa y evanescente; pero Cervantes persiguió con ahínco esa quimera, como demuestran sus esfuerzos –casi siempre fallidos– por apuntarse a todos los géneros en boga –la novela pastoril, el teatro, la novela bizantina...– y sus postulaciones en la Corte, saldadas con un rosario de rechazos y desdenes. Esta porfiada persecución del éxito que nunca le llegó en vida, sumada a la inconsciencia sobre la verdadera envergadura de su creación, completan la tragedia del genio.
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