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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

16 de junio de 2008

Lo esencial es invisible a los ojos

por Dr. Aníbal D´Angelo Rodríguez


Antoine de Saint Exupery escribió, en El Principito, la frase que sirve de título a estas líneas. El significado es obvio: las cosas en verdad importantes en la vida humana no son los oropeles del mundo, los que se ven, se palpan y se disfrutan.

Pero, curiosamente, esa frase tan acertada vino a mi memoria hace pocos días, a propósito de algo que a primera vista poco tiene que ver con Saint Exupery: la llegada a nuestra Capital de la antorcha olímpica camino a Beijing y los juegos que se celebrarán allí en poco tiempo más. Los diarios informaban de algo curioso: a su paso por la Ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires, y a diferencia de la mayoría de las ciudades europeas y americanas, el desfile de la antorcha olímpica no sufrió el más mínimo menoscabo, protesta o repudio. Cosa nada fácil de entender. Si hay un país en el que proliferan los organismos defensores de los «derechos humanos» es esta pobre Ínsula. Y si hay un país que viola setenta veces siete cada día esos derechos es la China actual. ¿Cómo entender esta circunstancia? ¿Cómo hicieron estos ofensores para no tropezar con aquellos defensores? ¿Los pescaron descuidados o mirando para otro lado?

Quizás convenga buscar la explicación en una historia reciente pero hasta ahora muy mal contada: la del siglo XX. Imaginemos un selenita que cayera en la tierra y se atiborrara de los muchos libros en que se relatan los sucedidos de la recién fenecida centuria. Y que se tropezara con los numerosos testimonios de los crímenes del comunismo. El más completo de los cuales es El libro negro del comunismo por Stephen Courtois y otros. En él, como es sabido, se cifra en cien millones la cantidad de personas asesinadas, durante el siglo XX, por los diversos regímenes comunistas. ¿Qué diría el selenita? Primero preguntaría si el dato es verdadero y se le contestaría que varios comentaristas han observado que el cálculo es demasiado conservador pero que la cantidad de cien millones puede considerarse un mínimo indudable. A continuación el selenita sorprendido preguntaría si no era ese un dato esencial para entender la Historia del siglo en que se produjo tal matanza y se asombraría de ver el dato sencillamente ignorado en numerosos libros. Cómo –diría–, ¿qué historiador del siglo XIV podría omitir la Peste Negra que se llevó veinticinco millones de europeos?

¿Y qué historiador del siglo XVI podría olvidar los cerca de setenta millones de indígenas americanos que murieron víctimas de la viruela y otras enfermedades?

Es evidente que aquí hay algo raro. Si se analizan los regímenes comunistas en que se produjeron los crímenes, se verá también que no se trata de «accidentes históricos» no deseados, como las muertes del siglo XIV y del XVI, ambas producto de la irrupción de microbios contra los que las poblaciones locales no tenían anticuerpos. Por el contrario, aquellos regímenes no sólo practicaron el terror sino que hicieron del Terrorismo de Estado la clave de su supervivencia. Intentaban implantar un sistema contrario a la naturaleza humana y rechazado por el grueso de la población. Las minorías apoderadas del aparato estatal no podían mantenerse en su posición más que creando un clima de terror que paralizara a sus enemigos. Por eso ni cabe la discusión, a estas alturas, sobre si fue Lenin o fue Stalin el que comenzó la persecución a los burgueses, kulaks (campesinos ricos) y demás «elementos contrarrevolucionarios». La toma del Palacio de Invierno se hizo el 7 de Noviembre de 1917. La creación de la Cheka (primera forma del organismo represor que terminó llamándose KGB) fue el 7 de Diciembre de ese mismo año, exactamente un mes después. El comunismo, quedaba probado, no se sirve del terror, el comunismo es y siempre será el terror en acción.

Ahora bien, así como el mago David Copperfield hizo desaparecer, ante un auditorio atónito, la Torre Eifel, los periodistas e intelectuales han escamoteado con un solo pase mágico este monumental hecho del siglo XX. Lo esencial se ha desvanecido delante de nuestros ojos: el terrorismo de izquierda no existe y naturalmente todos los juicios que se hacen respecto del comunismo en sus diversas formas quedan falseados ante esta colosal omisión.

Y la izquierda argentina ha logrado, además de coadyuvar en el objetivo general, que hasta la Corte Suprema, en un arranque de Suprema Irrisión, le de la razón. Los crímenes de los militares son imprescriptibles, inolvidables, imperdonables, los de los terroristas no. Asombroso pase de magia por el que unas vidas humanas son invalorables pero el Estado las pagará a precio de oro y otras en cambio sólo merecen el olvido.

Supongo, lector amigo, que has visto la relación entre Saint Exupery, la antorcha china y el terror comunista. Y has asistido a esta fascinante paradoja: lo esencial puede ser invisible a los ojos por su propia naturaleza o porque una clase dirigente intelectual lo hace desaparecer del horizonte dejando en su lugar una montaña de mentiras y engaños, una colina de sofismas.

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