«Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a Él darás culto». Con estas palabras —que leemos en el Evangelio del Primer Domingo de Cuaresma— rechaza Jesucristo la tercera de las tentaciones a las que fue sometido al terminar sus cuarenta días de ayuno en el desierto (Mt 4,1-11).
Este mandato se sitúa en las antípodas de las prácticas hoy más frecuentes, que tienden a relativizar las verdades de Fe hasta el punto de considerarlas simples sutilezas, juegos de palabras o coartada de intereses temporales cuya superación es necesaria para edificar un mundo aparentemente en paz. De esta manera, los conflictos de antaño darían paso al solapamiento de grupos humanos indiferenciados en lo religioso y, como consecuencia, en lo cultural. Bajo diversas formas (cristianismo, judaísmo, islamismo…) los hombres vendrían a convivir conservando formas rituales exteriores pero compartiendo un discurso antropocéntrico al que habrían quedado reducidas lo que antes parecían divergencias dogmáticas.
Por otra parte, como las sociedades modernas han renunciado a cualquier fundamentación del orden social sobre las verdades reveladas, la supervivencia de hombres anclados en las formas religiosas del pasado no debería plantear mayores problemas de convivencia con aquellos otros que ya han renunciado a cualquier referencia religiosa, referencias cuyo ámbito todos estarían de acuerdo en relegar a un terreno puramente individual. De ahí afirmaciones del género de las que se prodigan entre sedicentes católicos: “yo no soy partidario del aborto pero no puedo imponer mis ideas a los demás”.
Este escenario que parece imponerse de manera irremediable, no podrá consolidarse aunque cuente con respaldos poderosos y se vea promovido por propuestas como la “alianza de civilizaciones” o por el discurso de determinados líderes religiosos, sobre todo los procedentes del catolicismo.
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