Tomado del Blog de Cabildo
“Bienaventurados seréis cuando los hombres por mi causa os maldijeren, y os persiguieren y, mintiendo, dijeren toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces y saltad de gozo, porque es grande vuestra recompensa en los cielos” (San Mateo, cap. V)
Fue mi maestro y era mi amigo. Las puertas del cielo se abrieron ya para él; y en la tierra nosotros, los sobrevivientes que tanto lo quisimos (y a quien tanto le debemos) rogamos ahora a Dios Nuestro Señor por su noble alma.
Personalidad originalísima, sin lugar a dudas, la de nuestro máximo pensador católico argentino, el Padre Castellani. Compleja, polifacética personalidad intelectual y de las letras; restauradora en este siglo XX ateo y negador que vivimos; personalidad impar bajo cualquier aspecto que se la considere (incluso a juicio de sus adversarios ideológicos o detractores religiosos).
Hasta el último día se mantuvo sereno el excepcional Maestro de tres generaciones nuestras; lúcido, firme en las convicciones, ortodoxo y cordial con la Cruz de sus males a cuestas; luchando quijotescamente contra las modernas herejías en la descristianizada y “democrática” Argentina liberal contemporánea —siempre “desfaciendo entuertos”— no obstante la notoria salud declinante que desde tiempo atrás lo aquejaba. Su fina espiritualidad —pese a su vejez— no lo abandonó nunca. No decayó jamás su fe comprometida con el mensaje evangélico de Jesucristo: “Hijo de Dios Padre y Segunda Persona de la Santísima Trinidad” —mal que les pese a no pocos de nuestros “hermanos separados” (sic)— que volverá al fin de los tiempos, cumpliéndose, así, en plenitud, la Promesa parusíaca en cuya realización próxima el genial santafesino ex-jesuita creyó firmemente siempre.
Temperalmente hablando, Castellani era un hiperemotivo típico, de reacciones francas, apasionadas y directas; un hombre total, auténtico hasta en su original atuendo: con sotana, boina vasca y cinturón militar. Audaz en ocasiones y tímido en otras; caballeresco por dentro y por fuera, pero, a la vez muy afectivo, sensible de alma en extremo. ¡Amigo leal y entrañable!
Desde el punto de vista intelectual, Castellani fue —por su talento— un extraordinario prodigio desde muy joven y su genio brilló no sólo en la Argentina, sirviendo incondicionalmente a la Iglesia tradicional en medio de la crisis que hoy la sacude. Abarcó todos los secretos del saber divino y humano, sobresaliendo como teólogo de rara penetración dogmática en Europa; como metafísico insigne y como profesor de filosofía (en Buenos Aires y en Salta). Ensayista, psicólogo, crítico literario, periodista inimitable… autor hasta de novelas y cuentos con mensaje religioso, etc. Y escribió, además, proféticas poesías autobiográficas desgarradoras, dignas de una antología que sus discípulos de ayer le debemos agradecer y aplaudir.
La salvación del país en bancarrota fue un constante “leit-motiv” obsesivo para él: amó a Dulcinea —o sea, a la Patria terrenal idealizada— católicamente, hasta su muerte. Egregio caudillo de bravos legionarios “cristóbales”, los diagnósticos que escribió en vida sobre las causas de la actual postración argentina son notables (sensacionales y acaso escandalosos para no pocos dirigentes políticos ingenuos o inadvertidos que aún lo combaten). Su profunda caridad como la de San Pablo (Saulo de Tarso), le hizo acuñar —sin romanticismo alguno— esta certera definición evangélica del patriotismo: “Si los sujetos que viven en un mismo campo geográfico se odian cordialmente unos a otros, no se puede decir que allí exista patria; porque «si no amas a tu prójimo, al cual ves, ¿cómo amarás a la patria a la cual no ves?». En amor al prójimo se resuelve prácticamente el amor a la patria; y si no es amor al prójimo, nada es”.
En otro orden de ideas, para nuestra madura generación de abuelos que peinan canas y para el país joven de ahora —el de nuestros hijos y nietos—: ¿qué significado tendrá, me pregunto yo, el alto magisterio cultural y religioso asumido en vida —sin beneficio de inventario y en grado heroico de virtudes— por el Padre Leonardo Castellani? Bien. Al caer enfermo (hace casi un lustro) y después de sufrir una dolorosa operación quirúrgica, lo visité una tarde en su departamento de la calle Caseros. Lo encontré pálido, enjuto, envejecido, rezando en la oscuridad. Ante una optimista pregunta mía con respecto a sus trabajos en general, me contestó palpando las negras cuentas de un rosario que apretaba entre sus descarnados dedos: “Lo único que en adelante me interesa, Peco, es prepararme a bien morir; en cuanto a mi obra escrita: ¡bah! Antes tendrá que padecer la suerte natural de las semillas: pudrirse bajo la tierra para que, Dios mediante, aparezcan —si llueve— los verdes brotes de la planta. Estamos todos sometidos, Peco, a esa inexorable ley biológica que es al mismo tiempo sobrenatural: morir para resucitar. Y también, por supuesto, deben cumplir dicha ley nuestras obras humanas”.
Tal la visión prospectiva que, sobre sí mismo, nos dejó el grande hombre a quien hoy lloramos con hondo pesar.
El Padre Castellani, por voluntad inapelable del Altísimo, ha finalizado santamente, sufridamente, su periplo en este “valle de lágrimas” que para él fuera nuestra patria. Es cierto. Pero como en la épica leyenda del Cid Campeador ganará todavía —aunque en espíritu e inteligencia— muchas batallas después de muerto en la larga guerra por la Reconquista de la Argentina, de cuya ardua empresa Castellani fue, enhorabuena, su principal y quizá más tesonero Adelantado bajo el conocido seudónimo de “Militis Militorum”. “Dios juega con trampa —sentenciaba desde San Juan en el año 1962—; tiene en la manga el As de Espada, la carta de la Resurrección. Cuando esté más oscuro, sabed que por allí amanece”. Máxima ésta de prosapia claramente lugoniana, según se ve.
Y bien: las puertas del cielo se abrieron ya para nuestro grande amigo, a los 81 años de edad. Y en la tierra, a quienes somos sus sobrevivientes discípulos y admiradores que tanto lo quisimos, nos toca rezar con fervor a la Santísima Virgen María por su bienaventuranza eterna… hasta la Resurrección de la Carne.
Personalidad originalísima, sin lugar a dudas, la de nuestro máximo pensador católico argentino, el Padre Castellani. Compleja, polifacética personalidad intelectual y de las letras; restauradora en este siglo XX ateo y negador que vivimos; personalidad impar bajo cualquier aspecto que se la considere (incluso a juicio de sus adversarios ideológicos o detractores religiosos).
Hasta el último día se mantuvo sereno el excepcional Maestro de tres generaciones nuestras; lúcido, firme en las convicciones, ortodoxo y cordial con la Cruz de sus males a cuestas; luchando quijotescamente contra las modernas herejías en la descristianizada y “democrática” Argentina liberal contemporánea —siempre “desfaciendo entuertos”— no obstante la notoria salud declinante que desde tiempo atrás lo aquejaba. Su fina espiritualidad —pese a su vejez— no lo abandonó nunca. No decayó jamás su fe comprometida con el mensaje evangélico de Jesucristo: “Hijo de Dios Padre y Segunda Persona de la Santísima Trinidad” —mal que les pese a no pocos de nuestros “hermanos separados” (sic)— que volverá al fin de los tiempos, cumpliéndose, así, en plenitud, la Promesa parusíaca en cuya realización próxima el genial santafesino ex-jesuita creyó firmemente siempre.
Temperalmente hablando, Castellani era un hiperemotivo típico, de reacciones francas, apasionadas y directas; un hombre total, auténtico hasta en su original atuendo: con sotana, boina vasca y cinturón militar. Audaz en ocasiones y tímido en otras; caballeresco por dentro y por fuera, pero, a la vez muy afectivo, sensible de alma en extremo. ¡Amigo leal y entrañable!
Desde el punto de vista intelectual, Castellani fue —por su talento— un extraordinario prodigio desde muy joven y su genio brilló no sólo en la Argentina, sirviendo incondicionalmente a la Iglesia tradicional en medio de la crisis que hoy la sacude. Abarcó todos los secretos del saber divino y humano, sobresaliendo como teólogo de rara penetración dogmática en Europa; como metafísico insigne y como profesor de filosofía (en Buenos Aires y en Salta). Ensayista, psicólogo, crítico literario, periodista inimitable… autor hasta de novelas y cuentos con mensaje religioso, etc. Y escribió, además, proféticas poesías autobiográficas desgarradoras, dignas de una antología que sus discípulos de ayer le debemos agradecer y aplaudir.
La salvación del país en bancarrota fue un constante “leit-motiv” obsesivo para él: amó a Dulcinea —o sea, a la Patria terrenal idealizada— católicamente, hasta su muerte. Egregio caudillo de bravos legionarios “cristóbales”, los diagnósticos que escribió en vida sobre las causas de la actual postración argentina son notables (sensacionales y acaso escandalosos para no pocos dirigentes políticos ingenuos o inadvertidos que aún lo combaten). Su profunda caridad como la de San Pablo (Saulo de Tarso), le hizo acuñar —sin romanticismo alguno— esta certera definición evangélica del patriotismo: “Si los sujetos que viven en un mismo campo geográfico se odian cordialmente unos a otros, no se puede decir que allí exista patria; porque «si no amas a tu prójimo, al cual ves, ¿cómo amarás a la patria a la cual no ves?». En amor al prójimo se resuelve prácticamente el amor a la patria; y si no es amor al prójimo, nada es”.
En otro orden de ideas, para nuestra madura generación de abuelos que peinan canas y para el país joven de ahora —el de nuestros hijos y nietos—: ¿qué significado tendrá, me pregunto yo, el alto magisterio cultural y religioso asumido en vida —sin beneficio de inventario y en grado heroico de virtudes— por el Padre Leonardo Castellani? Bien. Al caer enfermo (hace casi un lustro) y después de sufrir una dolorosa operación quirúrgica, lo visité una tarde en su departamento de la calle Caseros. Lo encontré pálido, enjuto, envejecido, rezando en la oscuridad. Ante una optimista pregunta mía con respecto a sus trabajos en general, me contestó palpando las negras cuentas de un rosario que apretaba entre sus descarnados dedos: “Lo único que en adelante me interesa, Peco, es prepararme a bien morir; en cuanto a mi obra escrita: ¡bah! Antes tendrá que padecer la suerte natural de las semillas: pudrirse bajo la tierra para que, Dios mediante, aparezcan —si llueve— los verdes brotes de la planta. Estamos todos sometidos, Peco, a esa inexorable ley biológica que es al mismo tiempo sobrenatural: morir para resucitar. Y también, por supuesto, deben cumplir dicha ley nuestras obras humanas”.
Tal la visión prospectiva que, sobre sí mismo, nos dejó el grande hombre a quien hoy lloramos con hondo pesar.
El Padre Castellani, por voluntad inapelable del Altísimo, ha finalizado santamente, sufridamente, su periplo en este “valle de lágrimas” que para él fuera nuestra patria. Es cierto. Pero como en la épica leyenda del Cid Campeador ganará todavía —aunque en espíritu e inteligencia— muchas batallas después de muerto en la larga guerra por la Reconquista de la Argentina, de cuya ardua empresa Castellani fue, enhorabuena, su principal y quizá más tesonero Adelantado bajo el conocido seudónimo de “Militis Militorum”. “Dios juega con trampa —sentenciaba desde San Juan en el año 1962—; tiene en la manga el As de Espada, la carta de la Resurrección. Cuando esté más oscuro, sabed que por allí amanece”. Máxima ésta de prosapia claramente lugoniana, según se ve.
Y bien: las puertas del cielo se abrieron ya para nuestro grande amigo, a los 81 años de edad. Y en la tierra, a quienes somos sus sobrevivientes discípulos y admiradores que tanto lo quisimos, nos toca rezar con fervor a la Santísima Virgen María por su bienaventuranza eterna… hasta la Resurrección de la Carne.
Federico Ibarguren
Nota: Estas líneas fueron publicadas en el nº 42, del año V de la segunda época de “Cabildo”, aparecido el 15 de mayo de 1981, tres meses después del fallecimiento del Profeta de la Argentina.
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