Por el Dr. Andreas Böhmler
l "diálogo ecuménico" con los denominados "hermanos separados", es decir, con herejes y cismáticos de toda condición (y con los adeptos de casi todas las "religiones"), ha sido ensalzado por buena parte de la jerarquía actual como una de las conquistas más importantes del Vaticano II.
En efecto, incluso la mera tentativa de convertir atentaría (así se hace creer) contra esa libertad individual de conciencia que la hermenéutica modernista del los textos del Vaticano II (facilitada acaso por un lenguaje ambiguo) elevó, de un modo absolutamente impropio, a valor absoluto. Se razona como si convertir a la verdadera fe fuese forzar a creer, como si fuese constreñir. Idea falsísima, puesto que la conversión es, generalmente, el fruto de una predicación y de un ejemplo que, con la ayuda de la Gracia, difunden la luz de la Verdad Revelada en el alma sumida hasta entonces en las tinieblas, estimulando poderosamente la carrerilla que toma libremente para saltar hacia el verdadero Dios, el cual comienza a ser columbrado por vez primera igual que el padre divisó de lejos al hijo pródigo.
¿Y puede agradar a Dios este abandono voluntario y ostentoso de la conversión? Ciertamente no, dado que Jesús Resucitado mandó expresamente a sus sacerdotes que fuesen a adoctrinar a todos los pueblos en la verdadera y única fe, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28, 19). Y, para no dar ocasión a dudas, agregó: "enseñadles a observar todo lo que os he enseñado" (Mt. 28, 20). Todo eso que Nuestro Señor enseñó a los Apóstoles, los Apóstoles (y, por ende, los obispos) deben enseñarlo a su vez a todos. Pero hoy, de todo lo que Nuestro Señor enseñó, ¿qué se enseña a los pueblos? ¿Y qué a los mismos católicos?
La contraprueba de cuanto se acaba de decir -que el denominado "diálogo" no agrada al Señor- la suministran los hechos. Y no sólo la perduración y la agravación constante de la crisis general del Catolicismo, sino también el fracaso cada vez más evidente (para quien no esté cegado por la retórica del régimen) de los esfuerzos "ecuménicos" del Vaticano. Efectivamente, ¿qué se ha obtenido después de más de treinta años de "diálogo"? Menos que nada. Se han malbaratado los valores católicos, haciendo concesiones a diestro y siniestro. ¿Y a cambio? Cero. ¿Es que los herejes, los cismáticos, los hebreos, los musulmanes, los budistas, etc., han admitido al menos en parte sus errores, acercándose a Cristo? Ni en sueños. ¿Es que los hebreos, pongamos por caso, en obsequio al "diálogo" y a los reconocimientos de que han sido objeto por parte de la jerarquía presente, han quitado del Talmud los insultos bien conocidos a Nuestro Señor, a la Virgen, a los cristianos? Ni hablar de ello. ¿Y las conversiones? Silencio absoluto, mientras resulta que muchos católicos abandonan su fe para adherirse a las religiones falsas, a las sectas.
Cuando luego el Papa o un miembro cualquiera de la jerarquía, intenta una tímida crítica tocante a algún aspecto de las otras religiones (prescindiendo, en el caso de que se trata, de la verdad católica), o bien cita públicamente un pasaje del Nuevo Testamento que los hebreos consideren ofensivo, recibe dentelladas de todas partes y se ve constreñido a dar aclaraciones, a cantar la palinodia, a presentar excusas. Todo ello es extremadamente humillante. A tanto hemos llegado, pues: ¡a proclamar con la mayor tranquilidad, como si se tratase de algo obvio -sólo porque es la opinión consolidada y dominante-, que el cometido que la jerarquía católica actual prescribe a la Iglesia excluye de suyo la conversión y, por ende, la lucha por la salvación de las almas! ¿No es esto una traición en toda regla al fin para el que fue divinamente instituida la Iglesia?
Se trata de la hermenéutica modernista de la letra -doctrinalmente no siempre segura y precisa- promulgada por el Vaticano II en punto a la dignidad del hombre y a la libertad de conciencia y de religión, doctrina que en estos treinta años ha gozado de una aplicación amplia y articulada.
Es este un principio general que se aplica aquí. La "interpretación" de la dignidad humana elaborada en los textos del Vaticano II exige que se respete siempre la "decisión personal", sea cual fuere. Si el ateo decide seguir siendo ateo, la "Iglesia salida del Concilio" no cesa de respetar su decisión, aun tratándose de una decisión que, si se mantiene hasta la muerte, ¡puede enviar al desgraciado derecho al infierno! En efecto, esta Iglesia afirma que no se debe distinguir entre creyentes y no creyentes porque, si no, se violarían "los derechos fundamentales de la persona humana" (Gaudium et Spes, n. 21, BAC 252, Madrid 1965, pág. 236). El derecho fundamental parece ser el de la igualdad, con base en el cual auspicia alguna jerarquía el "diálogo" entre creyentes y no creyentes, para "colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común" (GS, ivi).
¡Como si fuera posible que Cristo y Belial conviviesen en la misma casa! Sea como fuere, el ateo no debe ser "discriminado", lo que significa que no debe ser convertido: el mero hecho de intentar convertirlo es ya discriminación, es decir: negación de su dignidad de persona, igual a nosotros.
Si es igual, sus ideas tienen entonces la misma dignidad que las nuestras. ¿Por qué inducirle a cambiarlas? Pero el error que subyace a estos sofismas, que nada tienen que ver con la verdad católica, se comprende plenamente si se analizan los epígrafes 19, 20 y 21 de la Gaudium et Spes, dedicados al ateísmo. En ellos no se dice jamás que el ateo impenitente corre a su perdición. ¡No se dice jamás que el ateísmo perjudica sobremanera a la salvación de nuestra alma, porque constituye un pecado que ofende gravemente a Dios, producido por la soberbia de los que niegan con falsos razonamientos la existencia de Dios! Se dice, en cambio, que la Iglesia "denuncia" el ateísmo como doctrina que se opone "a la razón y a la experiencia humana universal" (¿sólo por esto?) y "priva al hombre de su innata grandeza" (ivi, pág. 234), impidiéndole creer en "sus destinos más altos" (ivi, pág. 237). Así pues, el documento conciliar no "denuncia" el ateísmo porque ofende a Dios y manda almas al infierno, sino sólo porque contradice la "grandeza del hombre" al dar de ella una idea completamente insuficiente y contradictoria, de tal manera, por tanto, que creer en Dios o no creer no se conciben ya como la adhesión o la no adhesión a una verdad revelada (que Dios existe y que hay que creer en Él para complacerlo: Hebr. 11, 6), sino como modos más o menos coherentes con los cuales se representa el hombre la propia dignidad, la propia "grandeza" y, por ende y en definitiva, a sí mismo. Estamos en el subjetivismo más radical (2). Considérese esta frase: "la Iglesia afirma [contra los ateos] que el reconocimiento de Dios [por parte del ateo] no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección".
¿Qué se quiere decir? ¿Que el ateo debe creer en Dios porque Dios existe a pesar de todo (lo que piense el ateo) y porque, además, golpea con Su justicia eterna a quien lo niega? No. Sencillamente, que el ateo puede creer, porque tal fe no contradice a la "dignidad humana", o sea, a un valor que no expresa más que la idea que el hombre tiene de sí mismo. Para el Concilio es ésta la unidad de medida, es éste el fundamento de una legítima fe en Dios: el valor de la dignidad del hombre, no el de la Verdad Revelada, la cual sí nos demuestra la existencia de Dios y, por ende, sí nos obliga de suyo a creer.
Pensemos con suma aflicción en tantas almas que anhelan oscuramente, según parece, salir de las tinieblas en que andan sumidas, abandonadas a su suerte por culpa de algunos pastores que declaran abiertamente que no quieren convertir a nadie a la fe verdadera y única, en nombre de las infames exigencias del denominado "diálogo": pastores indignos hasta del calificativo de católicos.
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