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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

1 de abril de 2009

Así iban a la muerte: Una juventud para la Eternidad




por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.


Testimonios de los años de la Guerra de España, 1936-39


Tomado de Arbil


A la Virgen del Pueyo.

n una España, una Europa y una época que ofrecen signos evidentes de una crisis de civilización, tales como las constantes rupturas matrimoniales y por el contrario el ensalzamiento del indebidamente llamado “matrimonio” homosexual, la “cultura de la muerte” que patrocina el aborto y la eutanasia, la cultura del “pelotazo”, una “memoria histórica” sectaria y sesgada, la juventud del “botellón”, la pérdida de valores y de ideales, y un largo etcétera, es conveniente recuperar el testimonio magnífico de unas almas generosas que, en lo mejor de sus años jóvenes, supieron dar también lo mejor de sí mismas, hasta entregar sus propias vidas, precisamente por todo aquello de lo que en esta crisis actual de civilización se reniega. Ante todo, dieron con alegría y plena esperanza sus vidas por Dios, y con ello demostraron que la vida eterna es una realidad; en segundo lugar, dieron sus vidas por España, como muestra de que el patriotismo es una verdadera virtud derivada de la piedad filial; y murieron perdonando de corazón y sin odio, con lo cual dejaron una lección de que sólo la fe cristiana podía alcanzar la necesaria reconciliación entre los españoles. Muchos fueron asesinados, con juicio o sin él, simplemente por su fe católica, por su amor a Cristo, y murieron así como auténticos mártires. Otros fueron ejecutados más bien por motivos políticos, pero afrontaron la muerte con la misma fe y con la misma actitud de amor de Dios, esperanza en la vida eterna y perdón hacia sus enemigos. Otros cayeron en combate con un verdadero espíritu de cruzados, entregados a la causa que defendían y al mismo tiempo con sincero amor al enemigo. Otros no murieron finalmente a consecuencia de la guerra, pero en el curso de ella mostraron su disposición martirial y encararon con valor sobrenatural la realidad de la muerte. Traemos a continuación el florilegio de unos pocos testimonios muy elocuentes de algunos escritos dejados por ellos en sus últimos días o en sus últimas horas; escritos que adquieren visos de inmortalidad para las jóvenes generaciones de hoy y que deben ser estímulo y aliciente de imitación para ellas, porque “no vale la pena vivir la vida si no es para quemarla al servicio de una empresa grande”, como recordaba uno de aquellos jóvenes católicos españoles de 1936 recogiendo la cita de un autor espiritual francés.

I. Mártires de la Fe

La II República desencadenó desde los primeros momentos una auténtica persecución religiosa contra el catolicismo, que se hizo evidente cuando, menos de un mes después de la proclamación de la República el 14 de abril de 1931, el 11 de mayo se produjo el asalto e incendio de iglesias y conventos en diversas ciudades de España, sin que la autoridad hiciese realmente nada para impedirlo. A este hecho se unió la legislación del régimen, que ya desde la propia Constitución de 1931 dejaba ver una nítida dirección no sólo anticlerical, sino abiertamente anticatólica en general. Además, el ambiente político se caldeó con proclamas contra la Iglesia en numerosos mítines y publicaciones de las izquierdas, así como en los del Partido Radical (centristas) de Alejandro Lerroux, con quien se coaligó nada menos que la derecha cedista (la C.E.D.A., Confederación Española de Derechas Autónomas, católica) de José María Gil Robles para acceder al gobierno, hasta que los radicales se hundieron casi en la marginación política por sus escándalos de corrupción. En fin, el odio a la fe que acompañó a la Revolución socialista de octubre de 1934 se mostró con toda su violencia sobre todo en Cataluña y mucho más aún en Asturias y el norte minero de Palencia, dando lugar a la “caza del cura y del fraile”, incendios de iglesias, etc.: los primeros mártires de la fe por la persecución religiosa de la II República, varios de ellos ya beatificados y otros incluso canonizados, son de este momento. Y, para terminar, todo estalló con su máximo furor en la Guerra Española de 1936-39 desde su mismo inicio, cuando en la “zona roja” saltó de lleno la espoleta de la persecución religiosa, que ha dado una cifra de alrededor de 7.000 eclesiásticos asesinados simplemente por su fe, amén de otros muchos seglares cuyo número todavía resulta difícil contabilizar.

Nos parece oportuno recoger un juicio imparcial y poco sospechoso acerca de la realidad de aquella persecución religiosa, el de Salvador de Madariaga [1]:

Nadie que tenga a la vez buena fe y buena información puede negar los horrores de la persecución. Que el número de sacerdotes asesinados haya sido de dieciséis mil o mil seiscientos, el tiempo lo dirá. Pero que durante unos meses, y aun años, bastase el mero hecho de ser sacerdote para merecer pena de muerte, ya de los muchos tribunales más o menos irregulares que, como hongos, salían del pueblo, ya de revolucionarios que se erigían a sí mismos en verdugos espontáneos, ya de otras formas de venganza o ejecución popular, es un hecho plenamente confirmado. Como lo es, también, el que no hubiera culto católico, de un modo general, hasta terminada la guerra y que, aun como casos excepcionales y especiales, sólo ya casi terminada la guerra hubiese alguno que otro. Como lo es, también, que iglesias y catedrales sirvieran de almacenes, mercados y hasta, en algunos casos, de vías públicas incluso para vehículos de tracción animal.

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