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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

9 de agosto de 2009

Exploradores




por Juan Manuel de Prada


Tomado de XLSemanal





asta hace poco, cuando estábamos en el campo, mi hija Jimena se conformaba con atender las señales de vida que se desarrollaban en su derredor: contemplaba el laborioso ir y venir de las hormigas en un hormiguero, contemplaba el vuelo nupcial de una mariposa, contemplaba los racimos de moras agraces que crecían al pie de una vereda. Su curiosidad, intensiva y microscópica, reparaba en cada brizna de hierba, en cada insecto, en cada roca que se hallaba en el radio de acción de su mirada; pero era una curiosidad sedentaria, satisfecha de las cosas menudas que ocurrían al alcance de su mano. Ahora, de repente, la curiosidad de mi hija se ha hecho nómada, codiciosa de paisajes que se extienden más allá del río, más allá de la loma, más allá del bosque, siempre más allá, como si aquella mirada escrutadora a la que hasta hace poco le bastaba con posarse sobre las minucias del mundo circundante necesitase más aire, más horizonte, más aventura. En los libros de ciencias sociales (ahora los llaman de `conocimiento del medio´) siempre estudiábamos que el hombre, a la vez que se hacía más civilizado, se volvía sedentario; pero esto, que tal vez sirva para configurar sumariamente las comunidades humanas, no sirve para explicar la inteligencia inquisitiva de los niños, que cuando es balbuciente apenas sale del nido, para arrojarse después al aire, con un ímpetu de pájaro suicida.

Mi hija Jimena, a sus siete años, está en medio de ese ímpetu, deseosa de expandir los contornos del mundo, deseosa de empujar la raya del horizonte más allá de donde alcanzan sus ojos. Antes de salir al campo, ordena a su abuela meter un par de botellines de agua en la nevera, para que se enfríen; y se provee de un pequeño bolso, que se cuelga en bandolera, donde los guarda. Esos botellines de agua son el viático que nos acompaña en nuestras exploraciones campestres; exploraciones todavía modestas, todavía medrosas, que se conforman con ascender una peña que hemos descubierto en lontananza, o en internarnos por un sendero que se pierde entre la fronda, o en alcanzar una fuente que brota en un promontorio; pero yo sé que mañana esas exploraciones se harán más arduas, sé que pronto mis piernas no podrán seguir a Jimena, sé que en su afán colonizador, la curiosidad de mi hija no hará sino crecer, encaramándose a una peña más alta, adentrándose en un sendero más borroso o entorpecido por la maleza, persiguiendo un manantial más recóndito o montaraz. Lo sé porque en otro tiempo yo fui como ella, yo también quise catalogar el mundo, yo también busqué en el libro de la naturaleza la cifra de mi incesante, insomne, peregrina curiosidad.

Y ahora, tanto tiempo después, convaleciente de los plurales desistimientos de la edad, mientras acompaño a mi hija en estas excursiones campestres, vuelven a mí, en gozoso turbión de recuerdos, los paseos que yo mismo di cuando tenía sus años por estos mismos parajes, acompañado por mi abuelo. Basta que nos internemos por un sendero que a simple vista parece ignoto para que la memoria, rápida como el instinto, me descubra la dirección que debo elegir en cada encrucijada. De repente, los accidentes del terreno me resultan reconocibles: en cada revuelta del camino, a modo de hito, me saluda un árbol a cuya sombra yo descansé siendo niño, un talud por el que me despeñé (y casi creo que vuelvo a sentir los rasponazos en la piel que testimoniaron aquel descenso accidentado), un zarzal en el que sin pretenderlo me enredé (y vuelvo a sentir sus púas como garfios, o tal vez tan sólo como dedos que no aceptan desasirse de su presa), una peña cuya forma caprichosa exaltó mi fantasía de apenas siete años, como ahora exalta la fantasía de mi hija Jimena. Y, al trepar a esa peña, al cruzar la vía del tren, al atisbar la carrera huidiza de un conejo, al inclinarme para beber del agua fresquísima (¡y sin necesidad de nevera!) de la fuente que nos aguarda en lo alto del promontorio, vuelvo a rescatar trepidaciones del alma que creía extintas, un enjambre de emociones que había guardado a buen recaudo en alguna cámara polvorienta de la memoria y que ahora, al sol de la tarde, resplandecen como ropa de domingo. Son las mismas emociones que asaltan por vez primera a Jimena y le hacen pegar brincos entre los matojos, dueña de un horizonte nuevo que mañana querrá ampliar. Pero eso será mañana; hoy, mientras volvemos a casa, saboreamos esas emociones como si fuesen un caramelo que no se gasta nunca, las saboreamos con la fruición de quienes comparten un secreto que no están dispuestos a revelar.

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