ue el siglo XI uno de esos siglos que presentan en la historia de la humanidad una caracterización bien determinada de lucidez e inquietud, de afán de renovación y de reforma.
Se había extendido el vaticinio de que el año mil señalaba el fin del mundo; el año apocalíptico y terrible en el que el mundo se desplomaría bajo el juicio de Dios. La humanidad temblaba ante la llegada de aquel año, en el que el tiempo daría su último latido y la eternidad comenzaría su decurso inacabable.
No sucedió nada de eso. La humanidad respiró a sus anchas ante el augurio fallido. Un nuevo impulso de vitalidad sacudió a las gentes: un afán de creación y de reforma, un loco deseo de sumirse en el gozo y en el placer. Ahuyentado el fantasma del fin del mundo, un reguero de frivolidad, de violencias, de crueldad y hasta de movimientos heterodoxos, que entraban ya de lleno en la herejía y el cisma, invadieron a la sociedad medieval. Añdamos a ellas la codicia y la simonía, la venalidad y ligereza de muchos elementos del clero y de las Ordenes monacales, que relajaban sus costumbres y la rigidez de sus primeras observancias.
Fue entonces también cuando voces poderosas y enfervorizadas por el amor a Cristo y a su Evangelio clamaron por la reforma de las costumbres, por la dignidad eclesiástica, por la libertad e independencia de la Iglesia frente a la codicia y a las intromisiones de los poderes públicos. Fue el siglo del gran Gregorio VII, de Pedro Damiano y de San Norberto. Fue también el de San Bruno, restaurador de la vida solitaria en el Occidente, fundador de una de las más antiguas y santas religiones de la Iglesia de Dios: la Orden cartujana, que desde sus principios hasta hoy ha dado abundantes y óptimos frutos de santidad.
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