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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

10 de octubre de 2009

El mismo odio de antaño




por Juan Manuel de Prada



Tomado se ABC




UENTAN que, mientras pronunciaba una conferencia de asunto literario en Chile, Agustín de Foxá dijo: «En España, entonces, la gente moría por honor». A lo que un exaltado que se hallaba entre el público se irguió de su asiento y berreó: «Pues en Chile se muere por la democracia». Foxá, sin inmutarse, dirigió una mirada desdeñosa al exaltado y replicó, antes de proseguir con la conferencia: «Ya, pero eso es como morir por el sistema métrico decimal». En la España de hoy, a diferencia de la España que evocaba Foxá, nadie muere por honor, y tampoco por la democracia; en cambio hay mucha gente sin honor que por la democracia estaría dispuesta a matar si le dejasen. Bueno, en realidad a esta gente no la mueve la democracia, sino el odio; pero ha rebozado ese odio con tanto disimulo que logra hacerlo pasar ante los ojos de los incautos como adhesión a la democracia, como el cocinero socarrón logra que las sobras del día anterior pasen por deliciosas croquetas, rebozándolas en huevo y pan rallado.

Esta gente preferiría matar, desde luego, como antaño lo hacía aquella «horda del alba, la manchada y descompuesta y verde» que Agustín de Foxá retrata en uno de sus poemas más espeluznantes, «La brigada del amanecer», dedicado a los demócratas que se dedicaban a dar «paseítos» en el Madrid de 1936. Pero matar con plomo quedaría demasiado truculento en esta España tan chachi y buenrrollista de hogaño; y, para guardar su compostura de demócratas, se conforman con matar civilmente. Eso ha querido hacer una comunista (o sea, una demócrata por el procedimiento de la croqueta) con poltrona en el Ayuntamiento de Sevilla, que ha prohibido un homenaje en honor a Agustín de Foxá, aduciendo que podría convertirse en «un acto de apología del franquismo»; porque, para la comunista, Foxá fue un «ideólogo y un diplomático de Franco». A lo que cabría oponer que también fue diplomático de la Segunda República; y que de «ideólogo» tenía lo mismo que de Patriarca de Constantinopla, o en realidad mucho menos, pues esto último sospecho que le hubiese gustado serlo, pero ¿ideólogo? A una elementa que lo hubiese llamado ideólogo en vida, Foxá la habría piropeado en un soneto al menos igual de cariñoso que el que dedicó a Celia Gámez.

Del grado de adhesión a las ideologías de Foxá queda constancia en una entrevista que le hizo Ruano: «Todas las revoluciones han tenido como lema una trilogía: libertad, igualdad, fraternidad lo fue de la Revolución francesa; en mis años mozos yo me adherí a la trilogía falangista que hablaba de Patria, pan y justicia. Ahora, instalado en mi madurez, proclamo otra: café, copa y puro». Foxá nunca fue ideólogo, porque el bon vivant desprecia todas las ideologías. En cambio, fue un poeta superdotado para la audacia metafórica y para el epíteto que cruza fulgurante como un cometa; fue un poeta que se negó a cantar el progreso, la colectivización del sentimiento, el vómito del subconsciente, la patología sexual y demás asuntos tan del gusto democrático. También fue un articulista glorioso, elegíaco y jocundo, como cualquiera puede apreciar paseándose por la hemeroteca virtual de este periódico, en donde mantuvo colaboración durante casi treinta años. Y fue, desde luego, el autor de Madrid, de corte a checa, la mejor novela que jamás se haya escrito sobre la Guerra Civil, donde se nos cuenta lo que los comunistas hacían en los desmontes de la Casa de Campo. Agustín de Foxá se les escapó vivo entonces; así que hay que matarlo una vez muerto, en homenaje a la memoria histórica. Lo hacen en nombre de la democracia, como podrían hacerlo en nombre del sistema métrico decimal; pero detrás del rebozo democrático está el mismo, sempiterno, descompuesto y verde odio de antaño.

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