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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

4 de octubre de 2009

Hombres sin alma



por Juan Manuel de Prada

tomado de XLSemanal

uién no ha probado a comparar la época que le ha tocado
vivir con una época anterior? Establecer paralelismos ha sido uno de los ejercicios más socorridos del historiador, que en la semejanza entre dos épocas halla motivos para el fatalismo o la esperanza; y en la repetición de los errores del pasado, una advertencia para los hombres venideros. Sin necesidad de aceptar la teoría del eterno retorno, parece evidente que la historia humana tiende a repetirse cíclicamente; no tanto en sus avatares concretos como en lo que podríamos denominar el `clima cultural´ que los favorece. Sin embargo, existe un factor que distingue nuestra época de cualquier otra época anterior; un factor tan gigantesco que suele pasar inadvertido.

Muchas veces he leído comparaciones entre la época presente y diversas épocas pretéritas: quienes se hallan satisfechos en la época que nos ha tocado vivir la comparan con épocas pasadas de esplendor; quienes se hallan a disgusto, con épocas de decadencia. Pero satisfechos y disgustados suelen pasar por alto el hecho más significativo de nuestro tiempo: nunca el tejido de los vínculos humanos (los vínculos de la tradición que facilitan la transmisión de afectos y conocimientos entre generaciones, los vínculos comunitarios que nos protegen frente a agresiones externas) estuvieron tan deteriorados; y nunca existió un tejido de `hipervínculos´ ideológicos y propagandísticos tan robusto y avasallador. Por supuesto, tales \''hipervínculos\'' han existido en otras épocas históricas; pero, o bien eran defectuosos y rudimentarios, o bien su perfeccionamiento era directamente proporcional a su carácter ceñudo, impositivo, inequívocamente represor; y en uno y otro caso, los vínculos humanos podían desarrollarse, bien ocupando los espacios vacíos, bien actuando como contrapeso de los `hipervínculos´. El edicto de un emperador romano podía imponer, por ejemplo, una religión oficial; pero quienes se encargaban de ejecutarlo no podían evitar que, allá en las catacumbas de la conciencia, muchos ciudadanos romanos profesasen una fe distinta a la oficial; pues los `hipervínculos´ que el emperador trataba de imponer eran mucho más débiles que los vínculos humanos. Stalin podía imponer, mediante una formidable máquina policial, la adhesión unánime al comunismo; pero frente a la imposición oficial represora actuaba como contrapeso la supervivencia de los vínculos humanos, de tal modo que tal adhesión –fingida– no llegaba a penetrar la conciencia; o, si lo hacía, era a través de la violencia, de tal modo que esos `hipervínculos´ artificiosos eran percibidos como una fuerza destructiva y, por lo tanto, indeseable.

En nuestra época, los `hipervínculos´ actúan directamente sobre la conciencia, sin violencia ni imposición, como una lluvia menuda que todo lo impregna, mediante estrategias propagandísticas mucho más eficaces –mucho más avanzadas tecnológicamente– que la mera persecución policial. Para lograr tal violación incruenta de las conciencias se ha completado previamente la disolución de los vínculos humanos que nos protegían de agresiones externas: se ha anulado el sentimiento de pertenencia; se ha devastado ese tejido celular básico de la sociedad donde florecían las adhesiones fuertes y duraderas; se han exaltado las luchas entre sexos, los conflictos generacionales, los rifirrafes ideológicos, hasta dejar las conciencias a la intemperie, siempre con la coartada de una más exigente «búsqueda de libertad». Y como la necesidad de entablar vínculos es constitutiva de la naturaleza humana, esos hombres que han convertido la sociedad humana natural (llámese `familia´, `clan´ o `comunidad religiosa´) en un campo de Agramante o torre de Babel, esos hombres a la greña necesitan encontrar un refugio que los proteja y les espante la zozobra, la sensación de soledad profunda e irremisible. Así, huyendo de la intemperie, entregan gozosos su conciencia a los `hipervínculos´ establecidos desde el poder: comulgan con las ruedas de molino de la ideología triunfante, se adhieren fervorosamente a las consignas establecidas por la propaganda (que ya no perciben como imposiciones, sino como benéficas reglas de supervivencia), rinden en fin su alma desvinculada a la trituradora que los recibe con una sonrisa hospitalaria. Esta nueva forma de esclavitud –universal y gozosa– es el factor más significativo de nuestra época; y lo que la distingue de cualquier otra época pretérita.

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