por Gilbert K. Chesterton
Tomado de La Editorial Virtual
III - La Revolución Aristotélica
lberto el suabo, con justa razón llamado El Grande, fue el fundador de la ciencia moderna. Hizo más que ninguna otra persona para preparar ese proceso que convirtió al alquimista en químico y al astrólogo en astrónomo. Es curioso como, habiendo sido en su tiempo y en este sentido casi el primer astrónomo, figura ahora en la leyenda como el último astrólogo. Los historiadores serios están abandonando la absurda noción en cuanto a que la Iglesia medieval persiguió a todos los científicos acusándolos de brujería. La verdad es casi lo opuesto. A los científicos, el mundo a veces los persiguió por brujos; y a veces corrió detrás de ellos por brujos, que es una forma de seguirlos contraria a perseguirlos. Únicamente la Iglesia los consideró real y exclusivamente como científicos. Más de un clérigo investigador fue acusado de simple magia al hacer sus lentes y sus espejos; pero fue acusado por sus ignorantes y rústicos vecinos, y probablemente hubiera sido acusado exactamente de la misma manera si estos vecinos hubiesen sido paganos, puritanos, o adventistas del séptimo día. Pero aun así tenía mejores probabilidades de ser absuelto siendo juzgado por el papado que siendo simplemente linchado por los laicos. El pontífice católico no denunció a Alberto Magno por practicar la magia. Fueron las semipaganas tribus del Norte las que lo admiraron como a un mago. Son las semipaganas tribus de las ciudades actuales, los lectores de libros baratos de interpretación de sueños y panfletos de charlatanería, son los profetas periodísticos los que todavía lo admiran por astrólogo. Se admite que el alcance de sus conocimientos documentados, de hechos estrictamente materiales y mecánicos, fue asombroso para un hombre de su tiempo. Es cierto que, en la mayoría de los demás casos, existió cierta limitación en cuanto a los datos disponibles a la ciencia medieval, pero eso por cierto que no tuvo nada que ver con la religión medieval. Por de pronto, los datos de Aristóteles y de la gran civilización griega en muchos sentidos fueron más limitados todavía. Y en última instancia lo esencial no es tanto una cuestión de acceso a los hechos sino de la actitud frente a los hechos. La mayoría de los eruditos, informados por los únicos informantes que tenían de que un unicornio tiene solamente un cuerno o que una salamandra vive en el fuego, utilizaron eso más como una ilustración de la lógica que como un incidente de la vida. Lo que realmente dijeron fue: “Si un unicornio tiene un sólo cuerno, dos unicornios tienen la misma cantidad de cuernos que una vaca.” Y eso no dejó ni por un ápice de ser cierto debido al hecho que el unicornio es una fabulación. Pero con Alberto Magno durante el Medioevo, al igual que con Aristóteles durante la Edad Antigua, lo que comenzó fue algo así como un poner énfasis en la pregunta: “¿Tiene el unicornio un sólo cuerno o la salamandra un fuego en lugar de un hogar?” Sin duda alguna, cuando los límites sociales y geográficos de la vida medieval comenzaron a permitir la exploración del fuego en busca de salamandras o los desiertos en busca de unicornios, las personas tuvieron que modificar muchas de sus ideas científicas. Los hechos los expusieron a la misma clase de burla que hoy existe por parte de toda una generación de científicos que acaban de descubrir que Newton no tiene sentido, que el espacio es limitado y que el átomo no existe.
Este gran alemán, conocido durante su período de mayor fama como profesor en París, fue durante un tiempo profesor en Colonia. En aquella hermosa ciudad romana se congregaron a su alrededor cientos de amantes de esa extraordinaria vida que fue la vida estudiantil de la Edad Media. Se juntaban en grandes grupos llamado naciones; y el hecho ilustra muy bien la diferencia entre el nacionalismo medieval y el moderno. Porque, si bien cualquier mañana podía haber una gresca entre los estudiantes españoles y los estudiantes escoceses, o entre los flamencos y los franceses, y si bien podían centellear espadas y podían volar piedras por los más puramente patrióticos principios, a pesar de todo ello sigue siendo un hecho que todos habían concurrido a la misma escuela para aprender la misma filosofía. Y, si bien eso pudo no haber impedido el iniciar una pelea, pudo no obstante haber tenido bastante que ver con cómo terminarla. Ante estos variopintos grupos de hombres procedentes de todos los rincones de la tierra, el padre de la ciencia desenrolló su rollo de rara sabiduría acerca del sol y los cometas, los peces y los pájaros. Era un aristotélico desarrollando, por decirlo así, la única sugerencia experimental de Aristóteles; y en esto fue enteramente original. Se preocupó menos de ser original en las cuestiones más profundas relativas a los seres humanos y a la moral. En cuanto a ellas se limitó a enseñar un aristotelismo decente y cristiano. En cierto sentido hasta estuvo dispuesto a hacer un compromiso en la cuestión meramente metafísica planteada por los nominalistas y los realistas. Nunca hubiera sostenido él sólo la gran guerra que se cernía por un cristianismo equilibrado y humanizado; pero cuando la guerra llegó se puso enteramente de su parte. A Alberto Magno lo llamaron Doctor Universal por el alcance de sus estudios científicos pero, en realidad, fue un especialista. La leyenda popular nunca está del todo equivocada; si un científico es un mago, él lo fue. Es que el hombre de ciencia siempre ha sido más mago que el sacerdote desde el momento en que su objetivo es “controlar los elementos” en lugar de someterse al Espíritu, que es más elemental que los elementos.
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