por Juan Manuel de Prada
Tomado de XLsemanal
ecía Leon Bloy que, cuando quería estar al tanto de las últimas noticias, leía el Apocalipsis. Sospecho que hoy casi nadie sigue el ejemplo de Bloy, ni siquiera entre los creyentes. Leonardo Castellani, en su libro El Apokalypsis de San Juan (que acaba de publicar Homo Legens, con prólogo del menda), se pregunta por qué la propia Iglesia católica ha dejado de predicar la escatología, los misterios últimos que se siguen recitando en el Credo (segunda venida de Cristo o Parusía, resurrección de la carne, Juicio Final) e invocando en la liturgia de la misa («¡Ven, Señor Jesús!»), si bien de forma cada vez más automática, como se recitan abstrusas fórmulas algebraicas que ya nadie entiende. Podría aducirse que la Iglesia ha dejado de predicar tales misterios por prudencia, para evitar una confrontación conflictiva con el racionalismo propio de la época, como los cristianos de los primeros siglos se acogían a la «disciplina del arcano», para evitar las persecuciones de los emperadores romanos; pero lo cierto es que la Iglesia no hace uso de la misma «prudencia» en otras cuestiones en que su doctrina choca con igual o mayor violencia con la mentalidad contemporánea (pensemos en las cuestiones de moral sexual). Por lo demás, la disciplina del arcano a la que se acogían los primeros cristianos los aconsejaba callar sobre determinados puntos del dogma cuando se desenvolvían en el mundo; pero en modo alguno tal disciplina se extendía a las celebraciones litúrgicas, y tampoco a la predicación de sus ministros.
Otra razón que podría aducirse es que la predicación de la escatología puede infundir entre los fieles ideas extravagantes que lindan con la herejía o la locura. Al propio Castellani algún cura le reprochó que se dedicara a la exégesis del Apocalipsis, advirtiéndole que quienes lo hacían terminaban mal de la olla; a lo que Castellani, siempre tan sarcástico, le respondió preguntándole si San Ireneo o el cardenal Newman debían contarse en el gremio de los que han perdido la chaveta. Lo cierto es que toda predicación de índole religiosa puede producir perturbaciones, como demuestra el hecho de que tantos locoides afirmen haber presenciado una aparición mariana; mas no por ello la Iglesia ha dejado de hablar de la Virgen. Y el día que dejara de hacerlo, por temor a excitar la fantasía de los fieles propensos a las ideas extravagantes, estaría traicionando su misión. Sin embargo, ha dejado de predicar la escatología. ¿Por qué?
Algún cura al que se lo he preguntado me ha dicho que el Apocalipsis es un libro demasiado oscuro, por lo que es mejor centrarse en la predicación de los Evangelios. Aceptando que los Evangelios no sean también oscuros en muchos pasajes (¡échale un galgo a ciertas parábolas!), lo cierto es que el Apocalipsis está contenido de forma abreviada en los Evangelios (Mc 13, Mt 24); y que uno de estos pasajes se lee en las iglesias, en la misa del penúltimo domingo del tiempo ordinario. ¡Pero resulta que luego, en la predicación, el asunto central del Evangelio se soslaya, se maquilla, se edulcora y embrolla! Y lo mismo ocurre con las predicaciones del Adviento, que es el tiempo litúrgico establecido para recordar la primera venida de Cristo y anunciar su segunda; pero de la segunda nada se dice. ¿Por qué?
Yo creo que una de las causas principales del agostamiento de la fe en nuestra época es que los creyentes han dejado de creer en esta segunda venida; o, al menos, que han dejado de pensar en ella. Y, despojada de su horizonte escatológico (de su clave de bóveda), la fe acaba desustanciada, porque la fe «es sustancia de lo que se espera». Y cuando el creyente deja de esperar, o no sabe a ciencia cierta lo que espera, acaba reduciendo su fe a un código de buena conducta, a pura moralina inmanentista; y para el viaje de la buena conducta no hacen falta las alforjas de la fe. Incluso pueden resultar enojosas: pues la fe desustanciada, en un mundo incrédulo, lo único que acarrea (quien lo probó lo sabe) son desprecios, aflicciones y malos mirares; y cuando tales formas de tribulación dejan de entenderse a la luz de la escatología, resultan insoportables. Conque, para no padecerlas, el creyente deja que su fe vaya pereciendo de inanición.
A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les recomiendo, como Leon Bloy, la lectura del Apocalipsis, que no es un libro amargo, sino jubiloso en extremo; y, si lo encuentran demasiado oscuro, acudan al libro de Leonardo Castellani que arriba mencionaba, en cuya venta yo no me llevo un duro, sino tan sólo la satisfacción de predicar en Adviento la segunda venida.
Tomado de XLsemanal
ecía Leon Bloy que, cuando quería estar al tanto de las últimas noticias, leía el Apocalipsis. Sospecho que hoy casi nadie sigue el ejemplo de Bloy, ni siquiera entre los creyentes. Leonardo Castellani, en su libro El Apokalypsis de San Juan (que acaba de publicar Homo Legens, con prólogo del menda), se pregunta por qué la propia Iglesia católica ha dejado de predicar la escatología, los misterios últimos que se siguen recitando en el Credo (segunda venida de Cristo o Parusía, resurrección de la carne, Juicio Final) e invocando en la liturgia de la misa («¡Ven, Señor Jesús!»), si bien de forma cada vez más automática, como se recitan abstrusas fórmulas algebraicas que ya nadie entiende. Podría aducirse que la Iglesia ha dejado de predicar tales misterios por prudencia, para evitar una confrontación conflictiva con el racionalismo propio de la época, como los cristianos de los primeros siglos se acogían a la «disciplina del arcano», para evitar las persecuciones de los emperadores romanos; pero lo cierto es que la Iglesia no hace uso de la misma «prudencia» en otras cuestiones en que su doctrina choca con igual o mayor violencia con la mentalidad contemporánea (pensemos en las cuestiones de moral sexual). Por lo demás, la disciplina del arcano a la que se acogían los primeros cristianos los aconsejaba callar sobre determinados puntos del dogma cuando se desenvolvían en el mundo; pero en modo alguno tal disciplina se extendía a las celebraciones litúrgicas, y tampoco a la predicación de sus ministros.
Otra razón que podría aducirse es que la predicación de la escatología puede infundir entre los fieles ideas extravagantes que lindan con la herejía o la locura. Al propio Castellani algún cura le reprochó que se dedicara a la exégesis del Apocalipsis, advirtiéndole que quienes lo hacían terminaban mal de la olla; a lo que Castellani, siempre tan sarcástico, le respondió preguntándole si San Ireneo o el cardenal Newman debían contarse en el gremio de los que han perdido la chaveta. Lo cierto es que toda predicación de índole religiosa puede producir perturbaciones, como demuestra el hecho de que tantos locoides afirmen haber presenciado una aparición mariana; mas no por ello la Iglesia ha dejado de hablar de la Virgen. Y el día que dejara de hacerlo, por temor a excitar la fantasía de los fieles propensos a las ideas extravagantes, estaría traicionando su misión. Sin embargo, ha dejado de predicar la escatología. ¿Por qué?
Algún cura al que se lo he preguntado me ha dicho que el Apocalipsis es un libro demasiado oscuro, por lo que es mejor centrarse en la predicación de los Evangelios. Aceptando que los Evangelios no sean también oscuros en muchos pasajes (¡échale un galgo a ciertas parábolas!), lo cierto es que el Apocalipsis está contenido de forma abreviada en los Evangelios (Mc 13, Mt 24); y que uno de estos pasajes se lee en las iglesias, en la misa del penúltimo domingo del tiempo ordinario. ¡Pero resulta que luego, en la predicación, el asunto central del Evangelio se soslaya, se maquilla, se edulcora y embrolla! Y lo mismo ocurre con las predicaciones del Adviento, que es el tiempo litúrgico establecido para recordar la primera venida de Cristo y anunciar su segunda; pero de la segunda nada se dice. ¿Por qué?
Yo creo que una de las causas principales del agostamiento de la fe en nuestra época es que los creyentes han dejado de creer en esta segunda venida; o, al menos, que han dejado de pensar en ella. Y, despojada de su horizonte escatológico (de su clave de bóveda), la fe acaba desustanciada, porque la fe «es sustancia de lo que se espera». Y cuando el creyente deja de esperar, o no sabe a ciencia cierta lo que espera, acaba reduciendo su fe a un código de buena conducta, a pura moralina inmanentista; y para el viaje de la buena conducta no hacen falta las alforjas de la fe. Incluso pueden resultar enojosas: pues la fe desustanciada, en un mundo incrédulo, lo único que acarrea (quien lo probó lo sabe) son desprecios, aflicciones y malos mirares; y cuando tales formas de tribulación dejan de entenderse a la luz de la escatología, resultan insoportables. Conque, para no padecerlas, el creyente deja que su fe vaya pereciendo de inanición.
A las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan les recomiendo, como Leon Bloy, la lectura del Apocalipsis, que no es un libro amargo, sino jubiloso en extremo; y, si lo encuentran demasiado oscuro, acudan al libro de Leonardo Castellani que arriba mencionaba, en cuya venta yo no me llevo un duro, sino tan sólo la satisfacción de predicar en Adviento la segunda venida.
0 comentarios:
Publicar un comentario