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Fragmento de Notre charge apostolique. S.S San Pío X (1910)
"No, Venerables Hermanos -preciso es reconocerlo enérgicamente en estos tiempos de anarquía social e intelectual en que todos sientan plaza de doctores y legisladores-, no se edificará la ciudad de modo distinto de como Dios la edificó; no se edificará la ciudad si la Iglesia no pone los cimientos y dirige los trabajos; no, la civilización no está por inventar ni la "ciudad" nueva por edificarse en las nubes. Ha existido y existe; es la civilización cristiana, es la "ciudad" católica. No se trata más que de establecerla y restaurarla sin cesar sobre sus fundamentos naturales y divinos contra los ataques, siempre renovados, de la utopía malsana, de la rebeldía y de la impiedad: Omnia instaurare in Christo."

10 de enero de 2011

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por Juan Manuel de Prada



Tomado de XLsemanal






o podría entender que se cerrasen las páginas de descargas de Internet si previamente nuestros gobernantes proclamasen con solemnidad: «Establecemos que toda forma de transmisión gratuita de la cultura debe considerarse delictiva; y que toda persona, física o jurídica, que contribuya a la misma será puesta a disposición judicial». Tal pronunciamiento se me antojaría injusto y aberrante; pero, puesto que estamos en manos de gobernantes injustos y aberrantes, deseo que al menos se expresen como los tiranos que son, sin disfraces democráticos ni pamplinas buenistas. Lo que, en cambio, no puedo entender es que nuestros gobernantes pretendan cerrar las páginas de descargas de Internet y castigar a sus administradores mientras, por ejemplo, mantienen abiertas las bibliotecas públicas. Aquí algún lector escandalizado me opondrá: «¡Cómo se atreve a comparar las páginas web de descargas, esos zocos de latrocinio, con las bibliotecas, esos templos donde se custodia el saber!». A lo que le responderé: «Zocos o templos, como usted lo desee; pero lo cierto es que se dedican a lo mismo, que es la transmisión gratuita de cultura, o de lo que nuestra época entiende por cultura, que con frecuencia es borra para obturar las meninges; y si la biblioteca es de préstamo, como suelen ser todas las bibliotecas públicas, más todavía».

Algún lector ofendido por mi defensa de las descargas de Internet me ha reprochado: «¿Le gustaría a usted que mañana un multimillonario filántropo se dedicara a imprimir sin ánimo de lucro sus libros, y los pusiera a disposición de cualquier hijo de vecino?». A lo que yo le he respondido: «¡Pero, hombre de Dios, si ese multimillonario filántropo ya existe! Se llama «red de bibliotecas públicas del Estado»; y tiene abiertas sucursales en todos los barrios de nuestras ciudades, en todos los pueblos que salpican nuestra malhadada piel de toro, y hasta en autobuses itinerantes que llegan a las aldeas más recónditas y despobladas, y en los andenes del metro». Es verdad que este multimillonario filántropo no «imprime sin ánimo de lucro» mis libros, para ponerlos a disposición de cualquier hijo de vecino; no, hace algo todavía más ruin y desvergonzado, que consiste en obligar al contribuyente a apoquinar dinero para comprar unos cuantos ejemplares de mi libro (en honor a la verdad, más bien pocos o casi ninguno en mi caso concreto y excepcional, pues no soy escritor afecto al Régimen) que, repartidos por la «red de bibliotecas públicas del Estado», están a disposición de cualquier hijo de vecino para que los lea gratis. ¡Y este multimillonario, más caradura que filántropo, resulta que es el mismo que pretende evitar a toda costa que en Internet la gente, montándoselo por su cuenta, haga lo mismo que él hace en su «red de bibliotecas públicas»! Uno podría entender que se exigiera pagar una cantidad estipulada por descargar una canción o una película si en las bibliotecas se exigiera, a cada lector que toma prestado un libro, el abono de una compensación económica para el autor de ese libro, que por culpa de ese préstamo deja de vender un ejemplar. Pero si tan saludable requisito no se lo impone el Estado a las bibliotecas, ¿con qué derecho pretende imponérselo a los internautas? Y si no cierra las bibliotecas, ¿por qué pretende cerrar las páginas de descargas?

Aquí alguien podría aducir: «¡Es que Internet es una selva sin reglas, y en la selva hay que poner orden!». Póngase orden, pues: pero si el encargado de poner orden en la selva se limita a podar o arrancar un arbolito, dejando que en lo demás la selva siga tan agreste e infestada de alimañas y pantanos mefíticos como antes, hemos de concluir que a tal encargado no le interesaba adecentar la selva, sino arrancar ese arbolito concreto, al que profesaba especial inquina u ojeriza. Y si nuestros gobernantes, que (con la única excepción de la pedofilia) jamás se han preocupado de combatir la turbamulta de conductas delictivas que hallan cobijo y propagación en Internet, empezando por calumnias, injurias y difamaciones sin cuento, de repente se muestran tan celosos en la persecución de las descargas, hemos de pensar que los mueve algún impulso no demasiado filantrópico. A la postre, los tiranos, por mucho que aderecen de disfraces democráticos y pamplinas buenistas sus acciones, acaban mostrando las costuras de injusticia y aberración que constituyen el meollo de su alma; y esta época de ignominia acabará siendo recordada como aquel tiempo demencial en que abortar era un derecho y bajarse una película de Internet, un delito.

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