El día 24 de junio de 1430, fiesta de San Juan Bautista, en Sahagún, en el pueblecillo de León, de los cristianos padres Juan González del Castillo y Sancha Martínez venía al mundo este niño que haría famosa a su villa natal más que ninguno de sus predecesores.
Al igual que su Santo, será un verdadero predecesor de los designios de Dios y celoso predicador de la Palabra divina, además de obrador de muchos milagros.
Sus padres le educaron con la seriedad de castellanos bien formados en la fe de Jesucristo. Al pequeño Juan se le veía crecer de día en día en ciencia y virtud. Era angelical y transparente.
Su padre hubiera querido que fueran las armas el futuro de su hijo, conseguido milagrosamente después de muchos años que estaban esperando descendencia, pero otros era los designios de la Divina Providencia. Le atraía más la Iglesia que el cuartel y más la oración que la espada. Su padre, buen cristiano, no se opuso cuando su hijo le manifestó sus deseos de ser sacerdote, pensó: "También puede medrar en esta carrera y el nombre de nuestra familia puede subir de prestigio si el pequeño llega a ser algo grande entre el clero". Y a fe que llegó. No con prebendas humanas o de dignidades eclesiásticas sino con virtud y observancia en la vida que abrazaría.
Estudió en su mismo pueblo con los Padres Benedictinos. Llamaba la atención por su ejemplar comportamiento y su rendimiento en los estudios. Los compañeros le admiraban y amaban por su sencillez y bondad. Los superiores lo señalaban siempre como modelo para los demás.
Abrazó la vida sacerdotal y el arzobispo de Burgos D. Alonso de Cartagena, lo nombró su paje y después canónigo y capellán. Tenía nada más que veinte años. Otro cualquiera en su lugar se sentiría satisfecho por tanta prebenda. El, no. Estos halagos no llenaban su corazón y sólo ansiaba encontrar lo que tan afanosamente buscaba. Renunció a todo y marchó a Salamanca donde pensaba pasar desapercibido de todos y poderse entregar al estudio y la oración y caridad.
Salamanca iba a ser su segunda patria y donde echaría hondas raíces y haría un gran bien a todos. Entró en el Colegio de San Bartolomé que haría famoso por sus prodigios. Una vez concluidos los estudios, se entregó de lleno a la predicación. Era, podemos afirmar, el predicador oficial de Salamanca.
Sin saberse explicar la causa, le sobrevino una rara enfermedad de la que curó de modo semimilagroso. Esta fue la gracia definitiva. Lo cuenta él mismo: "Lo que pasó aquella noche entre Dios y mi alma El solo lo sabe; y luego, a la mañana, fuime a San Agustín, alumbrado por el Espíritu Santo y recibí este hábito". Era el 18 de junio de 1463. Empezó el noviciado a los treinta y tres años y ganaba a todos en observancia, oración y vida mortificada. "Estaba en el coro como un ángel" depuso un compañero. Desde ahora se llamará Fray Juan de Sahagún, agustino.
Salamanca entonces estaba sumida en odios y rencores. Las riñas y muertes violentas estaban a la orden del día. Fray Juan estaba siempre dispuesto para acudir a pacificar los enconos. Bien pudo ganarse el apelativo con que era conocido: "El pacificador". Su vida está llena de sabrosas anécdotas y de portentosos milagros en esta línea. Obraba los milagros sin darles importancia. Era muy querido de todos. Fue envenenado por un pérfida mujer y moría el 11 de junio de 1479, llorado por toda Salamanca.
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