- Licenciado en Economía por la Universidad de Munich.
- Master en Business Administration por la Escuela Europea de Empresas en París, Oxford y Berlín.
- Master y Doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra.
- Ha colaborado en numerosas empresas internacionales.
- Profesor en varias Universidades, impartiendo Antropología Filosófica, Lógica, Filosofía Política y Ética Empresarial entre otras.
- Tiene dominio de los idiomas Español, Francés, Inglés y Alemán.
- Ha impartido seminarios y conferencias por diversas partes del mundo. Y además cuenta con numerosas publicaciones.
Inteligencia independiente. Algunas reflexiones previas al debate ecuménico
Este título (1) parece constituir una redundancia. Sin embargo, en los tiempos presentes es lo común que las personas tenidas por inteligentes utilicen sus facultades intelectuales con plena sumisión a la corriente de pensamiento dominante, con un perceptible terror a desviarse de lo comúnmente admitido y a causar escándalo. Aún los que pretenden ser audaces, aparentan serlo mediante bravatas en la dirección de la corriente, nunca a contracorriente. Y si alguien se decide a oponerse a ésta, lo hace con mil precauciones, empleando casi siempre una cobertura retórica en la que se diluyen las aristas de las verdades, cuando no estas últimas. De ahí que resulte una redundancia obligada hablar de inteligencia independiente. Es un bien escaso, de casi nula circulación.
El intelectual europeo de hoy está en las antípodas de un G.K. Chesterton, de su olímpico desprecio por los sistemas de pensamiento que imperaban en su tiempo (que son los mismos de la actualidad, sólo que hoy han triunfado plenamente y vivimos sus consecuencias). El materialismo, el ateísmo, el agnosticismo, el cientificismo, el darwinismo, la teosofía, el cristianismo liberal y modernista, el budismo, Nietzsche, Marx, Schopenhauer; contra todo esto y mucho más se enfrentó con extraordinaria bravura, enorme erudición y una poderosísima y penetrante inteligencia.
Lo singular de este personaje es que el desarrollo progresivo de su pensamiento, bajo el empuje de la pasión insobornable por la verdad, le llevó paulatinamente, desde el agnosticismo, a simpatizar primero con la religión católica, como fiel depositaria de la ortodoxia, para terminar, al cabo de cierto tiempo, por decidirse a la conversión pública.
Por todo ello, la obra de Chesterton está más viva que nunca para el laico de pensamiento inconformista e independiente. A los especialistas acaso los leen los especialistas, y así se forma un circuito cerrado, que será muy interesante para dichos especialistas, pero completamente estéril. Y esto, en el supuesto optimista de que estos doctorales trabajos sean ortodoxos, lo cual es mucho conceder. Más frecuente es lo contrario, lo cual, trasladado a la catequesis, ya no es que resulte estéril; simplemente, resulta venenoso.
Al invocar a Chesterton estamos hablando de la antigua ortodoxia cristiana. Todavía hace poco se la oía profesar y defender también a amantes de la verdad como Dawson, Belloc, Peguy, Bloy, Schmaus, le Fort, Donoso, Pradera, Maeztu, d'Ors, etc... Nada que ver con la tisis intelectual que impera en el 'establishment' católico posconciliar.Y mucho menos con un cristianismo sin Iglesia, sin dogmas, sin milagros, sin premio ni castigo, sin infierno, sin Satanás. O con la habitual predicación acobardada, que a lo más que llega es a referirse a un tal Jesús que vivió hace muchos años y que era buenísimo. Frente a la decadencia omnímoda se yergue la clásica religión, que era una religión recia que conviene a los recios y vigoriza a los débiles. No una religión débil que confirma a los débiles en su debilidad y repele a los fuertes.
Pero es preferible referirnos a esa calidad de inteligencia que hoy por hoy significa ante todo Vigilia de la Razón frente al 'pensamiento único', y que, en condiciones sin duda desfavorables y que abrumadoramente señalan en otra dirección, se abre camino, en soledad y fuerza, a través de la maraña de obstáculos, para proyectar al cabo triunfalmente una visión plenamente opuesta a la de curso común, llena de alegría y esplendor, pero, también, de rigor y esfuerzo. Lo contrario del depresivo conformismo, del dejarse llevar, del insípido agnosticismo o las turbias complacencias orientalistas del anonadamiento; situaciones éstas a la que lleva la inteligencia dependiente, sin carácter, que se humilla y se desarbola ante el pensamiento de los más. He ahí el lugar vital del "ecumenismo" típicamente "posconciliar". Frente a ello, esa inteligencia que no ceja es más necesaria hoy que en los tiempos de Chesterton. Pues en aquella época había inquietud intelectual y hoy no. Porque hoy vivimos las consecuencias del triunfo de las tendencias filosóficas nocivas: no el triunfo, sino las consecuencias del triunfo; es decir, el colapso del espíritu.
Por lo mismo, la necesidad del despertar. Y no se puede esperar a que despierten los demás. Esto es cosa de cada uno. Cada uno, contra la corriente. Cada uno con su «no». Y se presenta el problema habitual, como siempre que algún laico se destaca en la expresión de verdades molestas, en denuncias que causan incomodidad, y que, por lo mismo, son consideradas inoportunas por la sociedad apoltronada e inerte y suponen un cierto grado de valor por parte del denunciante, al hacer uso de esa inteligencia independiente a que me refiero y colocarse por fuerza a contra-corriente.
Cierto, en un principio habría de suponerse que la Jerarquía no abogue por un falso ecumenismo, un falso diálogo interreligioso, un falso humanismo y humanitarismo. Está bien, pero ¿cuántas veces se condena en los púlpitos? ¿Se condena alguna vez? Lo habitual en la predicación y el magisterio ordinario es el discurso monocorde, untuoso, descomprometido, reiteradamente benévolo y amoroso, conciliador, adulón y sin sustancia. No hay formulaciones doctrinales, ni apenas morales, y se repite una y otra vez que Dios es muy bueno y nos perdonará a todos. Lo cual no deja de constituir un implícito estímulo a que hagamos lo que nos venga en gana.
Resulta dificil, a poco que se piense en ello, que con esa preparación y ese espíritu se pretenda ni más ni menos que la «nueva evangelización de Europa». ¡Nada menos! Por mi parte, no puedo menos de pensar que una parte del clero, con su tozuda obstinación en ser complaciente, demócrata y progresista, dejando de lado la ortodoxia, está haciendo el mayor de los ridículos, ante Dios y ante los hombres.
Es lícito pensar que, en la defensa de la Tradición con mayúscula, cada vez será más importante el papel del laico independiente y sin prejuicios modernistas. Al estamento sacerdotal siempre le corresponderá, en virtud de su función, un papel singular, pero si no se está a la altura de las circunstancias, su antigua posición influyente, ya enormemente deteriorada, habrá de reducirse aún más si cabe. Pues el laico precavido se ve obligado a hacer a la jeraquía objeto de un serio escrutinio, y si sus palabras están cortadas por el patrón común, lo rechaza. El cardenal, obispo o sacerdote liberal se tendrá que conformar con el grupo de oyentes habitual, carente de capacidad de discernimiento, y al que todas las «las palabras del cura» le suenan igual. Si esa es su modesta aspiración, tiene el triunfo asegurado. Pero, sería oportuno que, en esas circunstancias, no mencionase la nueva evangelización, pues este es un tema de gravedad y peso considerables.
El cristianismo triunfaba con la ortodoxia antigua; y se ha desmoronado con el progresismo moderno. ¿Qué tozudez diabólica obliga a muchos a no ver la correlación de causa y efecto? Estos son tiempos de reacción o aniquilamiento espiritual. Tiempos en que cobran especial significación las últimas palabras de Chesterton pocas horas antes de morir, en 1936: «A un lado está la luz... y al otro, las tinieblas. Y uno tiene que elegir...».
Para concluir estas consideraciones preliminares, conviene advertir al lector que sería difícil definir escuetamente los objetivos de esta crítica a la ideología "ecumenista". Sin lugar a duda, no es fruto de unas desaforadas ganas de ir contra-corriente, porque o sería soberbia, nunca se sabe, o al menos signo del más inutil suicidio intelectual, dada la inquisición imperante, ciertamente anticatólica -incluso cuando proceda de católicos-, y ciertamente más feroz que la que hubo en la Cristiandad desde las guerras cátaras hasta hace poco. Creo que acertaría el que lo definiese en términos de 'guerrillero cristiano', aunque sería más propio el de 'caballero' cristiano, porque los caballeros luchan por la verdad y el bien, son 'milites Christi', noción prácticamente desaparecida del discurso católico actual entregado a un falso pacifismo, consecuencia de las confusiones modernistas. En definitiva, fortalecido por esta actitud militante, lo que interesa ante todo es pensar más allá de los estereotipos al uso..., por amor a la Verdad.
El "diálogo": constante humillación de la verdad católica.
El "diálogo ecuménico" con los denominados "hermanos separados", es decir, con herejes y cismáticos de toda condición (y con los adeptos de casi todas las "religiones"), ha sido ensalzado por buena parte de la jerarquía actual como una de las conquistas más importantes del Vaticano II.
Con la adopción del "diálogo", esa parte de la jerarquía da a entender que dio lugar a un cambio de dirección verdadero y propio: ¡no más "anatemas", sino comprensión, apertura, diálogo! Dijo y sigue diciendo: "es menester volver a la unidad de los cristianos en la recíproca comprensión; por eso dialogamos en el respeto recíproco". Y como premisa necesaria para el "diálogo", una parte de la jerarquía afirma que no quiere efectuar ya proselitismo alguno, que ya no quiere afanarse por convertir las almas al Catolicismo. El predicador católico puede desaparecer, sustituido por el conferenciante con alzacuellos, por el lenguaje progresista, por los "distingos" tortuosos, por la teología incierta. Para todos está clarísimo ahora que una parte de la jerarquía católica actual no busca, como sería su deber, la vuelta de herejes y cismáticos al redil de la Santa Madre Iglesia, del cual se mantienen alejados tras haberse escapado de él, combatiéndolo de todas las maneras posibles, por culpa de ellos, por su desenfrenado orgullo: non enim nos ab illis, sed illi a nobis recesserunt ("pues no nos separamos nosotros de ellos, sino ellos de nosotros", San Cipriano, De Unit. Eccles.).
En efecto, incluso la mera tentativa de convertir atentaría (así se hace creer) contra esa libertad individual de conciencia que la hermenéutica modernista del los textos del Vaticano II (facilitada acaso por un lenguaje ambiguo) elevó, de un modo absolutamente impropio, a valor absoluto. Se razona como si convertir a la verdadera fe fuese forzar a creer, como si fuese constreñir. Idea falsísima, puesto que la conversión es, generalmente, el fruto de una predicación y de un ejemplo que, con la ayuda de la Gracia, difunden la luz de la Verdad Revelada en el alma sumida hasta entonces en las tinieblas, estimulando poderosamente la carrerilla que toma libremente para saltar hacia el verdadero Dios, el cual comienza a ser columbrado por vez primera igual que el padre divisó de lejos al hijo pródigo.
¿Y puede agradar a Dios este abandono voluntario y ostentoso de la conversión? Ciertamente no, dado que Jesús Resucitado mandó expresamente a sus sacerdotes que fuesen a adoctrinar a todos los pueblos en la verdadera y única fe, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo (Mt. 28, 19). Y, para no dar ocasión a dudas, agregó: "enseñadles a observar todo lo que os he enseñado" (Mt. 28, 20). Todo eso que Nuestro Señor enseñó a los Apóstoles, los Apóstoles (y, por ende, los obispos) deben enseñarlo a su vez a todos. Pero hoy, de todo lo que Nuestro Señor enseñó, ¿qué se enseña a los pueblos? ¿Y qué a los mismos católicos?
La contraprueba de cuanto se acaba de decir -que el denominado "diálogo" no agrada al Señor- la suministran los hechos. Y no sólo la perduración y la agravación constante de la crisis general del Catolicismo, sino también el fracaso cada vez más evidente (para quien no esté cegado por la retórica del régimen) de los esfuerzos "ecuménicos" del Vaticano. Efectivamente, ¿qué se ha obtenido después de más de treinta años de "diálogo"? Menos que nada. Se han malbaratado los valores católicos, haciendo concesiones a diestro y siniestro. ¿Y a cambio? Cero. ¿Es que los herejes, los cismáticos, los hebreos, los musulmanes, los budistas, etc., han admitido al menos en parte sus errores, acercándose a Cristo? Ni en sueños. ¿Es que los hebreos, pongamos por caso, en obsequio al "diálogo" y a los reconocimientos de que han sido objeto por parte de la jerarquía presente, han quitado del Talmud los insultos bien conocidos a Nuestro Señor, a la Virgen, a los cristianos? Ni hablar de ello. ¿Y las conversiones? Silencio absoluto, mientras resulta que muchos católicos abandonan su fe para adherirse a las religiones falsas, a las sectas.
Cuando luego el Papa o un miembro cualquiera de la jerarquía, intenta una tímida crítica tocante a algún aspecto de las otras religiones (prescindiendo, en el caso de que se trata, de la verdad católica), o bien cita públicamente un pasaje del Nuevo Testamento que los hebreos consideren ofensivo, recibe dentelladas de todas partes y se ve constreñido a dar aclaraciones, a cantar la palinodia, a presentar excusas. Todo ello es extremadamente humillante. A tanto hemos llegado, pues: ¡a proclamar con la mayor tranquilidad, como si se tratase de algo obvio -sólo porque es la opinión consolidada y dominante-, que el cometido que la jerarquía católica actual prescribe a la Iglesia excluye de suyo la conversión y, por ende, la lucha por la salvación de las almas! ¿No es esto una traición en toda regla al fin para el que fue divinamente instituida la Iglesia?
Se trata de la hermenéutica modernista de la letra -doctrinalmente no siempre segura y precisa- promulgada por el Vaticano II en punto a la dignidad del hombre y a la libertad de conciencia y de religión, doctrina que en estos treinta años ha gozado de una aplicación amplia y articulada.
Es este un principio general que se aplica aquí. La "interpretación" de la dignidad humana elaborada en los textos del Vaticano II exige que se respete siempre la "decisión personal", sea cual fuere. Si el ateo decide seguir siendo ateo, la "Iglesia salida del Concilio" no cesa de respetar su decisión, aun tratándose de una decisión que, si se mantiene hasta la muerte, ¡puede enviar al desgraciado derecho al infierno! En efecto, esta Iglesia afirma que no se debe distinguir entre creyentes y no creyentes porque, si no, se violarían "los derechos fundamentales de la persona humana" (Gaudium et Spes, n. 21, BAC 252, Madrid 1965, pág. 236). El derecho fundamental parece ser el de la igualdad, con base en el cual auspicia alguna jerarquía el "diálogo" entre creyentes y no creyentes, para "colaborar en la edificación de este mundo, en el que viven en común" (GS, ivi).
¡Como si fuera posible que Cristo y Belial conviviesen en la misma casa! Sea como fuere, el ateo no debe ser "discriminado", lo que significa que no debe ser convertido: el mero hecho de intentar convertirlo es ya discriminación, es decir: negación de su dignidad de persona, igual a nosotros.
Si es igual, sus ideas tienen entonces la misma dignidad que las nuestras. ¿Por qué inducirle a cambiarlas? Pero el error que subyace a estos sofismas, que nada tienen que ver con la verdad católica, se comprende plenamente si se analizan los epígrafes 19, 20 y 21 de la Gaudium et Spes, dedicados al ateísmo. En ellos no se dice jamás que el ateo impenitente corre a su perdición. ¡No se dice jamás que el ateísmo perjudica sobremanera a la salvación de nuestra alma, porque constituye un pecado que ofende gravemente a Dios, producido por la soberbia de los que niegan con falsos razonamientos la existencia de Dios! Se dice, en cambio, que la Iglesia "denuncia" el ateísmo como doctrina que se opone "a la razón y a la experiencia humana universal" (¿sólo por esto?) y "priva al hombre de su innata grandeza" (ivi, pág. 234), impidiéndole creer en "sus destinos más altos" (ivi, pág. 237). Así pues, el documento conciliar no "denuncia" el ateísmo porque ofende a Dios y manda almas al infierno, sino sólo porque contradice la "grandeza del hombre" al dar de ella una idea completamente insuficiente y contradictoria, de tal manera, por tanto, que creer en Dios o no creer no se conciben ya como la adhesión o la no adhesión a una verdad revelada (que Dios existe y que hay que creer en Él para complacerlo: Hebr. 11, 6), sino como modos más o menos coherentes con los cuales se representa el hombre la propia dignidad, la propia "grandeza" y, por ende y en definitiva, a sí mismo. Estamos en el subjetivismo más radical (2). Considérese esta frase: "la Iglesia afirma [contra los ateos] que el reconocimiento de Dios [por parte del ateo] no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección".
¿Qué se quiere decir? ¿Que el ateo debe creer en Dios porque Dios existe a pesar de todo (lo que piense el ateo) y porque, además, golpea con Su justicia eterna a quien lo niega? No. Sencillamente, que el ateo puede creer, porque tal fe no contradice a la "dignidad humana", o sea, a un valor que no expresa más que la idea que el hombre tiene de sí mismo. Para el Concilio es ésta la unidad de medida, es éste el fundamento de una legítima fe en Dios: el valor de la dignidad del hombre, no el de la Verdad Revelada, la cual sí nos demuestra la existencia de Dios y, por ende, sí nos obliga de suyo a creer.
Pensemos con suma aflicción en tantas almas que anhelan oscuramente, según parece, salir de las tinieblas en que andan sumidas, abandonadas a su suerte por culpa de algunos pastores que declaran abiertamente que no quieren convertir a nadie a la fe verdadera y única, en nombre de las infames exigencias del denominado "diálogo": pastores indignos hasta del calificativo de católicos.
Las piruetas ecuménicas revolucionan la perenne verdad católica: la fe o es íntegra o no existe en absoluto.
Vayamos por partes. Defender la Infalibilidad pontificia es cosa natural para un católico que haya interiorizado la fe en la constitución divina de la Iglesia (3). Está claro, sin embargo, que tal virtud no se aplica sino en condiciones muy especiales. En el extremo opuesto, y por lo mismo, está claro que "los hombres de Iglesia" no se equivocan en todo; pero hoy por hoy, siempre que la Jerarquía renuncie a atenerse a las cuatro condiciones definidas para que se de la infalibilidad, no hay impedimento sobrenatural a que, en su magisterio ordinario, se equivoque en cosas esenciales (sin que esto afecte en principio a la obediencia filial debida), atinentes a la integridad de la fe, por lo que se traiciona a Nuestro Señor Jesucristo, se trastorna su Santa Iglesia y se pone en peligro la salvación eterna de aquellas mismas almas a las que debería conducir a la salud.
Este escándalo, por supuesto, no se elimina con simplemente negarlo, o con tachar de 'rancios tradiconalistas' a aquellos cuya razón y sensus fidei no admiten como Magisterio fidedigno aquellas proposiciones doctrinales que sin más trastornan o eliminan la Tradición (tanto la consuetudo Ecclesiae (4) como las proposiciones dogmáticas del Magisterio de los papas anteriores). Ya es desconsolador tener que defenderlo, pero, en católico, sólo desde un sincero amor a la fe transmitida por la Tradición puede 'profundizarse en la comprensión de la Verdad Revelada'. Y puede preguntarse el laico perplejo si los adalides del ecumenismo todavía creen en la infalibilidad de los anteriores Concilios ecuménicos dogmáticos que no sean su pastoral (5) Vaticano II, o si todavía hablan de la misma Iglesia cuando a ella se refieren. Porque cuando, en la Declaración Oficial Conjunta con los luteranos, la dogmática 'unidad de fe y de caridad', como rasgo constitutivo de la Iglesia, es sustituida por una 'plena comunión eclesial' en la que las diferencias 'permanecen', es patente que la 'unidad de fe y de caridad' ha sido sustituido por la sola 'unidad de caridad'. Pero quitada la unidad de la fe, se quita también el fundamento de la unidad de la Iglesia, porque la unidad de caridad nace de la unidad de fe, y no al revés: "Jesucristo quiso.. que existiese en la Iglesia la unidad de la fe; esta virtud ocupa el primer puesto entre los vínculos que nos unen a Dios" (León XIII, Satis Cognitum). Y Pío XI afirma en la encíclica Mortalium Animos: "Apoyándose la caridad, como sobre su fundamento, sobre la fe íntegra y sincera, es necesario que los discípulos de Cristo estén unidos príncipalmente por el vínculo de la unidad de la fe". Pero he aquí que la Declaración Conjunta subraya repetidamente el consenso alcanzado sobre las 'verdades fundamentales', como si eso bastase, y atribuye al Vaticano II el mérito del 'diálogo ecuménico' que ha dado este resultado (n.13). Si es así -y no lo dudamos- no es un mérito sino una evidente y vergonzosa desobediencia al anterior Magisterio de los Romanos Pontífices, porque pretende uncir a la Iglesia Católica al tambaleante yugo del ecumenismo protestante, que los sucesores de Pedro, uno tras otro, condenaron repetidamente desde su nacimiento. Por tanto, los católicos que se adhiriesen a semejante ecumenismo "darían autoridad a una falsa religión cristiana, totalmente distinta de la única Iglesia de Cristo" (Pio XI, idem). El Vicario de Cristo no podría tolerar "la muy inicua tentativa de someter a discusión la Verdad.., porque -subraya con energía- de lo que se trata aquí precisamente es de defender la Verdad revelada" (idem).
Finalmente nos apoyamos en la Orientalis Ecclesiae (1944), encíclica de Pio XII cuyo contenido debería haber supuesto por otra parte una clarísima delimitación del modo y alcanze del diálogo con los protestantes: "No es lícito, ni siquiera bajo capa de hacer factible la concordia, disimular ni un solo dogma (...) Por eso, no conduce al deseadísimo retorno de los hijos equivocados a la sincera y justa unidad en Cristo, aquella teoría que ponga como fundamento del concorde consenso de los fieles sólo aquellos puntos de doctrina sobre los cuales todos o la mayor parte de las comunidades que se glorían con el nombre de cristiano se encuentren de acuerdo, sino aquella otra, que sin exceptuar ni disminuir ninguna, acoge íntegramente cualquier verdad revelada". Y podríamos continuar largamente, pero puede bastar para desintoxicarnos del veneno "ecuménico". Conciliar lo verdadero y lo falso, concediendo algo al error para que sea bueno, y no negando toda la verdad, para que no proteste demasiado, y eso mediante la alegación de dificultades del lenguaje o de meras diferencias de énfasis (n.13, n.40, etc.), es condenar a muerte a la verdad y decretar el triunfo de la herejía. Por ello podemos decir que la Declaración Conjunta, junta sí a católicos y luteranos, pero sólo "en la común ruina" (Pio XII, Humani Generis).
En resumen, "sin la fe es imposible agradar a Dios" (Heb. 11, 6), y la fe goza de esta propiedad esencial: o es íntegra o no existe en absoluto. He ahí la diferencia esencial entre la mera fe fiduciaria de los protestantes y la fe doctrinal católica: "Repugna, en efecto, a la razón -escribe León XIII en la encíclica Satis Cognitum- no dar crédito a Dios cuando habla, aunque se deje de prestarle fe no más que en un solo punto", y lo ejemplifica así: "los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos, no abandonaron toda la religión católica, sino solamente tal o cual parte, y sin embargo ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? (...) Pues tal es la naturaleza de la fe, que no puede subsistir si se admite un dogma y se repudia otro (...) Quien en un solo punto rehúsa el asentimiento a las verdades divinamente reveladas, realmente abdica de toda su fe, pues rehúsa someterse a Dios en cuanto que es la soberana verdad y el motivo propio de la fe (...) Por eso la Iglesia -escribe León XIII-, penetrada plenamente de estos principios y cuidadosa de su deber [de custodiar el depósito de la Fe], nada ha deseado con tanto ardor, ni procurado con tanto esfuerzo, como conservar en todas sus partes la integridad de la fe. Por eso ha mirado como a rebeldes declarados, y ha expulsado de su seno, a todos los que no piensan como ella sobre cualquier punto de su doctrina" (idem). Así las cosas, es nuestro derecho y deber deplorar, ante Dios y ante los hombres, el que los hombres de Iglesia actuales, por seguir el espejismo de un falso "ecumenismo", exijan a los católicos que repudien una serie de verdades reveladas por Dios y propuestas siempre por la Iglesia para ser creídas.
Efectivamente, es de fe que Cristo fundó una sola Iglesia (dogma de la unidad y de la unicidad de la Iglesia); es de fe que esta Iglesia única de Cristo es la Iglesia Católica, la cual no se ha desvanecido jamás en dos mil años, conforme a la promesa divina: "las puertas del infierno no prevalecerán contra ella" (Mt. 16, 18, dogma de la indefectibilidad de la Iglesia); es de fe que fuera de esta Iglesia única de Cristo no hay salvación para nadie (dogma de la necesidad de la Iglesia para salvarse), etc. Pero he aquí que el ecumenismo, humillando a la única y verdadera Iglesia de Cristo rebajándola al nivel de las sectas heréticas y cismáticas, pretende forzarnos a confesar que la Iglesia única de Cristo se ha "dividido" en el transcurso de los siglos (y, por ende, que Dios no ha mantenido su promesa) y nos intima a reconocer que la Iglesia Católica es sólo una parte de la Iglesia de Cristo, o sea: que esa subsiste en la Iglesia Católica, pero no se identifica con ella, como siempre ha proclamado el Magisterio hasta Pio XII, quedando reducida a una -aunque fuera la más completa- de tantas "confesiones cristianas" (y que, por tanto, la Iglesia de Cristo aún está por construir o, al menos, por reconstruir). Si fuera así, habría que aceptar en toda lógica la tesis progresista-imanentista de que la Iglesia Católica debe ponerse a "buscar" la verdad, como las sectas heréticas o cismáticas, porque también ella, al igual que dichas sectas, perdió o alteró, o nunca poseyó la Verdad revelada, etc...
En resumen, en nombre del "ecumenismo" debe hoy el católico repudiar esenciales verdades de fe concernientes a la Iglesia o, por lo menos, hablar y actuar como si no se hubiera realizado nada de cuanto Nuestro Señor Jesucristo dice de su Iglesia en el Evangelio.
Acaso piensan los católicos vivir en un oasis idílico, por lo que no se están dando cuenta de que desde hace más de treinta años a la fe católica le tienden lazos los mismos pastores que tienen el deber de custodiarla. Ni aun un diario bastaría para describir, a fin de que las almas estén en guardia, cuanto de confuso y erróneo dicen hoy algunos de los hombres de Iglesia. Cierto es que no faltan los casos, contradiciendo el "nuevo rumbo" que algunos imponen a la Iglesia, los hombres de Iglesia ratifican la inmutable doctrina católica: así, por ejemplo, cuando Juan Pablo II ratificó solemnemente que "la Iglesia no tiene en absoluto la facultad de conferir a las mujeres la ordenación sacerdotal" y que "dicha sentencia ha de ser considerada definitiva por todos los fieles de la Iglesia"; o también cuando el Card. Ratzinger escribió de la reforma litúrgica que "algo semejante no había ocurrido jamás en la historia de la liturgia", y que con ella "acaeció algo más" que "una revisión": "se destruyó el antiguo edificio y se construyó otro" (Mi vida, Ed. Encuentro, Madrid 1997, págs. 123-124); y tampoco dejamos de subrayar, en la reciente Instrucción sobre "la colaboración de los fieles seglares en el ministerio sacerdotal", esta preciosa confesión, que por sí sola basta para explicar todo el desastre dproducido por las falsas interpretaciones del Concilio y del postconcilio: "para evitar desviaciones pastorales [y doctrinales] y abusos disciplinares, es necesario que los principios doctrinales sean claros".
En realidad, aun cuando ciertos miembros de la Jerarquía hicieran bien todo lo demás (lo que no es el caso), bastaría sólo el "ecumenismo" para imponernos el deber de "resistir fuertes en la fe" (San Pedro) y el de animar a nuestros hermanos a hacer otro tanto: "en efecto, la naturaleza de la fe es tal, que no puede seguir subsistiendo si se admite uno de sus dogmas y se repudia otro" (León XIII, loc. cit.), y a nadie le es lícito apartarse ni aun en un solo punto de la Verdad revelada por Dios e infaliblemente custodiada por la Iglesia a lo largo de dos mil años, para ponerse a seguir a un hombre en sus erróneas opiniones y utopías personales... aun si tal hombre, para castigo de nuestros pecados, se sienta en la cátedra de Pedro. En este sentido doctrinal católico, repitámoslo: "Sin la fe es imposible agradar a Dios" (Hbr. 11, 6), y nunca es lícito desagradar a Dios para agradar a los hombres, aunque sean hombres de Iglesia. Ni tampoco basta, para agradar a Dios, conservar algo de la Fe católica (retazos mayores o menores de la Divina Revelación se hallan también entre los herejes y cismáticos), sino que es necesaria la fe, la cual, por su naturaleza, o cree todo lo revelado o no existe, de donde "el catolicismo (...) o se profesa entero o no se profesa" (Benedicto XV, Ad Beatissimi Apostolorum Principis).
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