II. La enseñanza de la historia
En el ámbito de las escuelas y colegios es advertible el rumbo antimodélico que toma la enseñanza de la historia, la materia que más se presta para la exaltación de los arquetipos.
«Nunca se llegará a la comprensión histórica –escribe Huizinga– sí no visualizamos la imagen de los individuos que fueron los primeros en concebir los pensamientos, que cobraron ánimo para obrar, que arriesgaron y salieron victoriosos donde otros muchos se entregaron a la desesperación».
En este sentido, Hesíodo y Homero, a pesar de que no fueron historiadores, en sentido estricto, sino más bien poetas, resultaron auténticos educadores a través de la historia, porque al exponer las hazañas de los héroes, enseñaban implícitamente el deber-ser del ciudadano de la polis.
«No es el conocimiento de lo cotidiano –escribe Caponnetto–, de suyo variable y pasajero, lo que perfecciona las almas, sino el detener la mirada en los gestos, en los actos, en los pensamientos que han vencido la fugacidad diaria, que han conquistado un sitio en la historia y por eso se han vuelto actuales, es decir, permanentes, de interés constante.
«Homero es nuevo esta mañana y el diario de hoy ha envejecido ya», decía Péguy aludiendo a esa contemporaneidad de lo superior, en contraste con la caducidad de los sucesos ordinarios». Bien escribía Chesterton: «Tradición no quiere decir que los vivos están muertos sino que los muertos están vivos».
Hoy se prefiere otro tipo de enseñanza de la historia, adecuada a la superficialidad del ambiente. Una historia no comprometida, profesionalista y descriptiva, químicamente pura, sin adjetivos, y, si es posible, sin sustantivos, en última instancia, una historia amorfa, informe e incapaz de formar. Es lo que propiciaba Latreille: «La explicación histórica debe evitar los juicios de valor, sean intelectuales o morales». A eso le llaman objetividad. Lo que se esconde detrás de dicho método es una adhesión incondicional al movimiento, al continuo devenir histórico, sobre la base filosófica de la ambigüedad sustancial de las cosas humanas.
Así, se va creando una generación de relativistas, que no se exponen por nada, porque nada merece la pena. Cada generación, se dice, tiene que volver a escribir la historia a su manera; en el caso de la historia argentina, ayer se nos la enseñó destacando la filiación hispanocatólica, hoy nuestra procedencia iluminista, y mañana podremos elegir la que queramos o preferir no tener ninguna. Así han concebido la historia los liberales y también los marxistas; se sabe cómo cada cierto tiempo Stalin ordenaba escribir de nuevo los textos de historia, exaltando y degradando personajes, según las conveniencias del momento.
Una enseñanza de la historia de este tipo no deja sitio para el misterio, por cuanto margina toda huella de supratemporalidad. Pero he aquí que el tiempo es ininteligible si no se lo considera a la luz de la eternidad. Así lo entendía San Agustín, para quien la historia sólo resultaba comprensible sobre el telón de fondo de la Divina Providencia y de la suprahistoria; sólo se volvía inteligible cuando se la consideraba no sólo con un punto de partida y un punto de llegada, ambos extratemporales, sino también con un centro de gravitación, en la plenitud de los tiempos, que no era otro que el Verbo encarnado, preparado a lo largo del Antiguo Testamento, revelado en el Nuevo, y conduciendo a la humanidad rescatada hacia un fin sin fin. Una historia que se desarrollaba al modo de una conflagración entre dos ciudades que se enfrentaban en el curso de los siglos.
Semejante manera de entender la historia es desconocida o burlada. La enseñanza de dicha asignatura actualmente en boga se encierra en lo inmanente, como el topo se esconde debajo de la tierra ignorando el panorama amplio y azul del firmamento. Es el grave error del historicismo, que vicia toda auténtica docencia de la historia, ya que castra al hombre al cortarle sus religaciones metahistóricas. Sólo queda el fenómeno, en el sentido kantiano de la palabra.
«No creo en la Divina Providencia –decía Edward Carr–, ni en otra cualquiera de las abstracciones a que se ha atribuido algunas veces el gobierno del rumbo de los acontecimientos». De ahí que «los historiadores serios –agrega– no pueden pertenecer a la escuela de Chesterton y Belloc».
El historicismo se nos presenta así como la proyección en el campo histórico del camino secularizante que viene tomando todo el saber científico desde los comienzos de la modernidad. Al obviar la Providencia, y cualquier perspectiva suprahistórica, los historiadores sedicentes realistas se ven obligados a recurrir a sucedáneos de la Providencia, por ejemplo el evolucionismo, pero sobre todo el mito del progreso indefinido. Croce vio bien al decir:
«No se le puede ocultar a nadie el carácter religioso de toda esta nueva concepción del mundo, que repite en terminología laica los conceptos cristianos... el Dios laico del paraíso terrenal».
Tal es la historia que hoy se quiere enseñar. Una historia que destierra la profecía, la previsión del futuro, con base en los elementos que ofrece la tradición. Pero que también destierra la memoria. Solzhenitsyn ha denunciado el siniestro plan que en su momento elaboró el régimen marxista para destruir la memoria de su patria mártir en aras de la gestación del «hombre nuevo». Bien señala Caponnetto que «la historia es la memoria de los pueblos, y una nación sometida al reemplazo sistemático de su memoria acaba en el olvido».
La preterición de las raíces y de los arquetipos fundacionales, no tiende sino a engendrar aquellos «ciudadanos del mundo» que propicia la política educativa de la UNESCO, sobre la base de la abdicación de lo nacional y en orden a la consolidación de un mundo homogeneizado. La enseñanza de una historia sin raigambre se torna indispensable para llevar adelante el proyecto de la factoría próspera y aséptica. Hacer de cada país un peón de ajedrez en el tablero del Nuevo Orden Mundial.
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Continuará...
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