Introducción
Los arquetipos y la admiración
En nuestro tiempo se hace más necesario que nunca resaltar la importancia de los arquetipos en la vida de los individuos y naciones, destacar la fuerza insustituible de los paradigmas en la forja de las sociedades y de las personas particulares.
I. Una escuela sin arquetipos
No hace mucho Antonio Caponnetto publicó un notable libro bajo el título de Los arquetipos y la historia, en el cual nos inspiraremos para algunas de las reflexiones que siguen. Dicho autor señala hasta qué punto la escuela no cumple su oficio verdadero de religar las inteligencias con la Verdad y la Sabiduría, sino que se ha ido convirtiendo en una institución pragmatista, limitándose a asegurar salidas laborales, basada en el utilitarismo: la acción, el éxito y la eficacia. El alumno deberá capacitarse tan sólo para comprender el mundo económico y social en que habrá de insertarse, interesado únicamente en el provecho que pueda alcanzar en la vida. El ideal concebido es el de un homo faber, industrioso, productor y consumidor. A este propósito ha escrito Delgado de Carvalho que «la finalidad de la generación actual no es formar caballeros medievales, sino proponer hombres eficientes en sus profesiones». Por cierto que una escuela semejante no quiere saber nada de arquetipos. Aborrece los modelos, los destierra del horizonte de los alumnos. Esos colegios buscan la llamada integración del chico en la sociedad tal cual es, sobre la base del horror a lo singular, sustituyendo el ideal del arquetipo por la inserción en la muchedumbre. El reino de la cantidad necesariamente aplasta a los auténticos modelos. Se busca formar a un chico que se adhiera a la vida cotidiana, la vida del hombre común, con la escala de valores predominante, que cambia según los vaivenes de la opinión pública.
Este tipo de formación educativa se basa en la exaltación del igualitarismo. En homenaje a él, el colegio deberá obviar la presentación modélica de personalidades excepcionales, los jefes, los santos, los genios, porque tales personajes son anormales. Los arquetipos se ven inmolados en aras de un igualitarismo informe. Recuerdo lo que decía el querido y recordado Anzoátegui en la época en que Kruschev, durante el período de su perestroika, fustigaba duramente la política de Stalin por haber fomentado el culto a su persona:
«La condenación del culto de la personalidad es una de las más bajas abominaciones modernas. Importa el triunfo del culto de la mediocridad, la democratización de los valores humanos, la abolición de la facultad de admirar, de rendir pleito –homenaje al ser superior– que es facultad inherente a la naturaleza del hombre. Stalin fue un criminal. Enjuiciémoslo como tal. Pero no por el delito de no haberse conducido como un mediocre. Porque es preferible admirar al Diablo antes que no admirar a Dios ni al Diablo. Lo primero es diabolismo, que tiene el remedio del exorcismo; lo segundo es eunuquismo, que no tiene remedio».
Terrible aquella expresión de Victor Hugo: «Egalité, traduction politique du mot envie». Quizás la inspiración remota del principio político de la igualdad absoluta no sea otra que la tentación demoníaca a nuestros primeros padres en el paraíso: «Seréis como dioses», pecado de envidia mezclado con soberbia, anhelo prometeico de igualarse a Dios, rechazo de toda superioridad, de todo arquetipo. No en vano afirmaba La Rochefoucauld que los espíritus mediocres condenan de ordinario todo lo que está más allá de su alcance. Lo confirmaba Nietzsche al escribir:
«Hoy en Europa, donde sólo los animales de rebaño usurpan los honores y los distribuyen, donde la igualdad de derechos se convierte en igualdad de injusticia, en hacer la guerra a todo lo raro, extraño y privilegiado, al hombre superior, al alma superior, al deber superior, a la responsabilidad superior, al imperio de la fuerza creadora, al ser aristócrata».
Es el triunfo de la tibieza, la victoria de los hombres castrados, en cuya boca ponía el mismo Nietzsche estas palabras del burgués satisfecho: «Nosotros hemos colocado nuestra silla en el medio mismo, a igual distancia de los gladiadores moribundos que de los cerdos cebados». Y comenta: «Pero eso no es moderación, eso es mediocridad».
El proyecto igualitarista de nuestro tiempo es la expresión más cabal de una civilización decadente, que considera imposible la voluntad de ser alguien, que diluye irremediablemente el pathos de las distancias. La presunta justicia a través de la igualdad es de hecho la injusticia para con los mejores, y por tanto para con todos, privados de la libertad de los mejores. Ya en el siglo pasado, Alexis de Tocqueville había profetizado un espectáculo de este género:
«Quiero imaginar bajo qué rasgos nuevos el despotismo puede producirse en el mundo: veo una multitud de hombres semejantes e iguales, que dan vuelta sin descanso sobre sí mismos para procurarse pequeños y vulgares placeres de los que llenan su alma».
Trátase, indudablemente, de una nivelación por lo bajo, de una contagiosa propagación de la estulticia, según aquello de la Escritura: amicus stultorum similis efficitur –el amigo de los tontos se hace semejante a ellos– (Prov. 13,20). Es allí donde conduce la actitud de aquellos que se proclaman, como dicen, «respetuosos de las igualdades», cuando lo que correspondería es ser «respetuoso de las desigualdades». A este nefasto igualitarismo conduce la formación que se da actualmente en la mayor parte de los colegios, una suerte de borreguización generalizada. Pero cuidando formar borregos que sigan al rebaño a dondequiera que se dirija, acabando por «trasquilarles» las ideas, las pocas ideas que se les haya podido inculcar.
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Continuará...
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